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Oreja madre es una ¿memoria? ¿ensayo autobiográfico? del artista y editor Dani Zelko. A partir de su trabajo con comunidades indígenas en Argentina, Zelko sale en busca de su propio linaje, en especial el de su tatarabuelo, un traductor del siglo XIX que rompió con la tradición rabínica y se sumergió en la literatura. Desde este cruce, nos propone una indagación tanto personal como colectiva para pensar la espiritualidad, el duelo, la violencia y el territorio, atravesada por la interseccionalidad de los conflictos geopolíticos de Israel y Palestina. Así comienza.
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Mi tío abuelo David nace en Buenos Aires, en el barrio de Floresta, en los años treinta. En 1948 se crea el Estado de Israel y se va para allá, la ansiada patria para su pueblo exiliado. Cuando llega, se acuchilla con las personas que viven en el lugar donde él quiere hacer su nuevo mundo: territorio comunitario, trabajos rotativos, jerarquías disueltas. La primera construcción de su kibutz no es una carpa, no es un pozo de agua: es un cementerio donde enterrar a tres de nueve. ¿Que cuántos palestinos acuchilló mi tío? Por su forma de inclinar la frente y levantar las cejas supongo que bastantes.
Cuarenta y dos años después nazco yo. Sesenta y dos años después, él viene de visita a Buenos Aires y vamos a buscar la casa donde nació. Segurola y la segunda o tercera calle paralela a Juan B. Justo, para el lado de Monte Castro. Caminamos por la vereda y él acaricia los paraísos. Son los mismos, dice, cambiaron pero son los mismos, mis favoritos. Me dice que hace años no siente miedo. Que en 1967 entró a trabajar en el Mossad. Lo raptaron, lo encapucharon y lo entrenaron, como en las películas. Empiezo a escuchar con más atención. Me dice que no ponga esa cara, que lo que me está por contar es secreto. Cómo pasaban fronteras con sigilo, cómo falsificaban documentos con prolijidad, cómo ponían bombas en autos de líderes palestinos, del aeropuerto al hotel, del hotel a la calle, pasando papelitos, espiando fotos, cambiando patentes, sincronizando relojes, desaprendiendo reflejos, inventando códigos secretos.
Ghassan Kanafani. Enter. Nace en Palestina en 1936. Zoom en Acre, una ciudad pequeña cerca de Nahariya. Al norte de lo que en 1948 empieza a llamarse Israel, luego de una reunión de Naciones Unidas. En una mesa unos hombres blancos de traje negro despliegan cuadernos y mapas y firman y los guardan. Como años atrás desplegaron otros cuadernos y mapas y se repartieron África y firmaron.
Kanafani y su familia escapan a Líbano y luego a Siria. Su padre es juez, se dedica a confrontar la ocupación británica. Y Ghassan empieza a trabajar para confrontar la ocupación israelí. Que son lo mismo pero no es igual. Entonces estudia, conoce gente, organizaciones, publica cuentos y novelas, se une al Frente Popular por la Liberación Palestina, hace una imprenta, escribe, arenga, de mano en mano, con casi nada. Son los años setenta: hay que radicalizar, radicalizar, la vía pacífica no existe más, no se puede vivir sin tierra, sin agua, sin lengua, veinte años en campos de refugiados, ¿de qué no violencia estamos hablando?
Un día reparten veintitrés mil. Veintitrés mil impresos en un día. Se juntan a celebrar, entre rodillos y tipos móviles y pilas de hojas y olor a tinta. Y botellas y libros y manos y en un momento se despiden: chau, hasta mañana, y Ghassan sale por el portón.
Camina con su sobrina hasta el auto. Mete la llave en la cerradura. Abre la puerta, y se sienta en la butaca. Contrae los hombros, pone la llave en el arranque, y activa una bomba de tres kilos. Que puso mi tío abuelo. Una bomba que puso mi tío abuelo justo cuando Ghassan Kanafani festejaba que su pueblo y sus palabras se estaban moviendo. Mi tío abuelo se entrenó para ponerle una bomba al auto de Kanafani, una suerte de Rodolfo Walsh palestino.
Mi tío abuelo me dijo: matar o morir.
Kanafani me dijo: podés cambiar el relato de tu vida.
PRIMERA PARTE
TRIVUSH
טריווש
Bien arriba de la cordillera de los andes mapuche me sentás bajo un árbol y me pedís una intención para la ceremonia. Rastrear en mis cuerpos actuales y antiguos formas de transformación de la violencia. Empezás a cantar y cierro los ojos y mi piel desde las uñas se vuelve tornasolada, azul y verde, y una deidad de la muerte con dedos largos y afilados me agarra la espalda, me aprieta, me hace firmar papeles. Y una cachetada en la cabeza me abre los ojos y vos gritás y escupís y eructas y tosés y corrés alrededor mío encendiendo fuegos, y cierro los ojos y afuera de mi casa unas viejas me reclaman deudas revoleando pagarés y me zarandean, y por un sendero de piedra violeta llegás a los alrededores de mi cerebro. Está rodeado de alarmas y sensores, no te dejan entrar, y me eyecto de la tierra y me sumerjo en el éter, es todo agua, la atmósfera que rodea el planeta no es aire, es un agua leve que no opone resistencia. Y nado sobre los continentes, son mares abiertos, y un rey me agarra del cuello y me tira en un sótano medieval cubierto de moho, y estoy raquítico y pálido y un verdugo encapado me corta la cabeza con un hacha y abro los ojos.
Quedo nublado, acostado en la tierra, entre las ramas de los pinos el sol. Me levantás y me cargás hacia la casa: Un día vas a volver a ser ancestro, y mortales e inmortales van a estar en tu muerte, siendo parte de tu vida y la de los demás.
–Dani, sos de un pueblo ancestral, no entiendo cuál. Y dentro de ese pueblo tenés un rol.
–Soy judío.
–¿Cómo judío? ¿Y qué pensás de lo que pasa en Palestina?
–…
–Bueno, en alguna parte de tu árbol se perdió un legado. Un tatarabuelo te está pasando una soga. Tenés que ir a buscarlo.
Buenos Aires, casa de mis padres, caja de recuerdos desordenados. Una foto en blanco y negro, veinte personas en dos filas, mujeres y hombres, trajes entallados y vestidos escotados, los de atrás de pie, los de adelante sentados, todos de brazos cruzados y al frente un hombre recostado en el piso, cadera quebrada, mano en el muslo, anteojos tipo Lennon. Es el único que está en el piso. En su gesto insolente reconozco mi frente. Detrás de la foto hay una oración en idish escrita con tinta negra. Mi madre me traduce al oído: Reunión del Movimiento Iluminista judío, Vilna, 1875.
¿Quién es este? Llamamos a mi tía abuela que vive en Israel desde los años cincuenta. Es Yosef Eliyahu Trivush, tu tatarabuelo, traductor de Tolstoi al hebreo, tradujo Anna Karenina y Guerra y paz. Publicaba cuentos, novelas y escritos críticos del talmud. Googleo y encuentro un diario del Levantamiento del Ghetto de Varsovia. Un sobreviviente cuenta que una noche, en medio del Levantamiento, se meten en un sótano a leer “la traducción de Trivush de Anna Karenina”. Y yo en 2023 preguntándome por la relación entre lengua, espiritualidad, política y violencia.
El Movimiento Iluminista fue un gran movimiento político de emancipación judía. Surgió en Europa en el siglo XVIII y explotó en el XIX. Buscaba correr al pueblo de la religión, abrirlo a la literatura y la ciencia, salir del ghetto social e integrarse al resto de la sociedad. A través de la cultura le disputaban a la élite religiosa el liderazgo espiritual de nuestro pueblo.
Querían integrarse sí, pero manteniendo y renovando su cultura, así que las lenguas judías cumplieron un rol fundamental. El idish, la lengua de la vida cotidiana, la mezcla y la diáspora, que algunos despreciaban como dialecto del alemán, fue cobrando una inédita potencia literaria y política. Y también el hebreo: los Iluministas empezaron a sacarlo de los límites del templo, a llevarlo al intercambio público y doméstico y abrazar la posibilidad de una lengua completamente propia. ¿Ancestral? ¿Nacional? ¿Secreta? ¿Afán de pureza? El multilingüismo era sustancial en las comunidades y la traducción se volvió un acto relevante. Se tradujo, por ejemplo, la Torá al alemán y grandes obras de la literatura occidental al hebreo.
Lxs judíxs se incorporaron a las luchas políticas de los lugares donde vivían. Y organizaron las propias. En ese caldo de cultivo secular fue creciendo una generación de escritorxs, artistas y revolucionarixs judíxs que, reivindicando la rebeldía del paria, desplegaron una crítica radical al sistema de valores occidental y sus dispositivos de dominación. Y también apareció el sionismo, el movimiento nacionalista judío. Que en sus inicios reunió tendencias tan diversas como la izquierda marxista y la derecha fascista, y hoy parece sinónimo de imperialismo y destierro del pueblo palestino.
Viajo a Lituania y Polonia a buscar los lugares donde vivieron mis abuelos, bisabuelos, tatarabuelos. Vamos con mis padres y mi hermana del medio. Ese mismo día se muere mi abuela. Tenía 99 años. Se la hizo difícil a mi madre toda la vida, no iba a desaprovechar su muerte. Mis padres volvieron al entierro y llegaron dos días después.
El primer día vamos con mi hermana a Zychlin, un pueblo de seis mil personas al sur de Polonia donde nació Yacub, el papá de mi papá. Encontramos en el mapa un cementerio judío y caminamos directo hacia ahí, pensando que quizás encontremos la tumba de algún Zelko. Qué ingenuos. No es un cementerio, es una fosa común, un monumento abandonado en un descampado donde fusilaron en masa a los judíos de la zona. Hacemos una videollamada con mis padres, cantamos los cuatro en idish y en hebreo, dejamos fotos entre las piedras, prendemos velas y hierbas. En la mano llevo la armónica de mi abuelo. De niño sobrevivió a la Primera Guerra Mundial caminando por estos pueblos, tocando la armónica por monedas. Él tocaba y su hermanita bailaba. El repertorio consistía en tres canciones: un vals, una polka y un freilej. Apoyado en las piedras rotas del monumento hago sonar la armónica. La música es una telaraña de aire y agua que conecta las vueltas del tiempo.
—Mari mari hermano del futuro, hoy me apareciste en un pewma. Vas a encontrar a tu tatarabuelo en un parque con flores rojas. Para que te reconozca tenés que hablarle en su idioma, decile de dónde venís, presentate, contale de tu obra.
Me queda un día en Vilna y solo vi flores rojas en macetas de restaurantes. Cuando me preguntan por qué estoy acá, digo que vine a buscar el espíritu de mi tatarabuelo, pero los espíritus antiguos ya no viven en las ciudades. Demasiadas guerras, ocupaciones, turismo, cámaras, gentrificaciones.
Mi madre me cuenta que mi bisabuela odiaba el color rojo. De chica tuvo tifus y la hicieron ponerse un pañuelo rojo en la cabeza y desde entonces no podía ver el color rojo ni nombrarlo ni nada. ¡No tienen por qué ser rojas! Voy a un parque por el que cruza el río Vilna y siguiendo el agua encuentro una zona en la orilla llena de flores fucsias. Se mueven como miradas por Jonas Mekas. Entre las flores y yo, el lente de ese lituano tierno, poeta de la memoria en movimiento. Es acá, estamos todos. Menos mi tatarabuelo. Mi tatarabuelo está en sus libros.
Me acerco al agua. Saco de la mochila la foto que nos unió, su traducción de Anna Karenina y mi talismán para convocar a los muertos. ¿Cómo se filma una ceremonia? Leo la presentación que le escribí, le cuento quién soy y qué hago, en hebreo y en idish. Cierro los ojos, entro en la foto del Movimiento Iluminista de 1875, camino hacia él, le extiendo la mano, la toma con fuerza, se levanta con envión, nos abrazamos, su respiración va lento, su corazón fuerte, la tela de su traje es mucho más suave de lo que imaginé, me acaricia la mandíbula, me da un beso en el cuello, me abraza de nuevo y me agarra la nuca con la mano.
Hablar con los muertos, siempre quise hablar con los muertos. ¿Cómo hacerlo? No quiero más médium que mi cuerpo. El único ritual que conozco es leer. Los muertos hablan. Los muertos escuchan. ¿Será que también escriben? ¿Qué palabras vamos a salvar de la muerte? ¿Qué muertes vamos a salvar de la narración?
Estoy dudando de cosas en las que creo mucho.