OREGON: INFIERNO GRANDE

OREGON: INFIERNO GRANDE

Walt Curtis, autor de Mala Noche, en su juventud

Probablemente si este libro no hubiera sido fundamento para el rodaje de la primera película de Gus Van Sant no hubiera ido más allá de un episodio más de la muy colorida diversidad humana de Portland desde la década del 70 en adelante. Todos saben que si hay un lugar donde la vida puede (o “debe” de acuerdo con los niveles de fascismo) incluir temas como la liberación sexual el vegetarianismo, la ecología, el uso sistemático y político de ropa de segunda mano, la aprobación y la prueba de todas las drogas concebibles, la alimentación con productos orgánicos consumidos a no más de 30 km del lugar donde se produjeron, y la aprobación de cuanta muerte, invasión o exterminio sea necesario para que vivir una vida entregada a los placeres epicúreos, ese lugar es el estado de Oregon. Un estado de los Estados Unidos, casi paradisíaco en el que la derecha y la experimentación alucinógena se pueden dar la mano sin conflicto.
No es casual que, como todos sabemos gracias al documental “Wild, Wild Country”, el mismo Osho haya querido establecerse en ese estado de Estados Unidos, vergel de espiritualidad atea y zapatillas Nike. Y si ese documental contiene tanto material de archivo es porque a los Oregonians les encanta el tema del documentalismo. Como si vivir en ese estado se tratara de un experimento social inaudito (y quizás lo sea) la cantidad de material que conocemos sobre Oregon y su cultura es inversamente proporcional a lo pirotécnico de su estilo. El estilo Cinema Verité del mismo Van Sant (que filmó la película Mala Noche en 16 mm) tiene su origen justamente en su hábitat.
Y hasta Madonna cuando lanzaba su carrera cinematográfica situaba su estilo sado/dominatrix en Portland en “The body of evidence” (catalogada como una de las peores películas de la historia. Y por ello, interesante, claro). La frase que define el hábitat es bastante elocuente sobre las formas de vida en Portland cuando es interpelada por un abogado tiernito que la pone en el banquillo de las acusadas y ella responde con seguridad: “Portland es una Ciudad pequeña. Yo pude haberme acostado con el hombre que se acostó con la mujer que se acostó con usted”. La vida de una ciudad con las costumbres de pueblo

Pepper y Johnny, dos de los jóvenes mexicanos con los que Curtis entabla “una relación de amor, celos y travesía callejera”

EL DIARIO (AUMENTADO) DE UN POETA MÍSTICO 

Mala Noche también tiene algunos rasgos de Cinema Verité antes de ser llevada al cine. Se trata de la narración de las andanzas de este poeta mítico en su vecindario (como lo son casi todos los poetas) que escribe una especie de diario, narración, o novela.

A primera vista Mala noche y otras aventuras ilegales puede parecer un texto más o menos casual, expresivo o bosquejado; una más de las aventuras de la vida cotidiana y su trivialidad a la que este siglo nos tiene acostumbrados. Pero una mirada apenas más intensa puede hacernos descubrir una serie de detalles tan bien construidos en una trama tan finamente urdida, que hasta parece la puesta en escena crítica de ese material espontáneo.

Por empezar se trata de una serie de textos que no están ordenados como una sucesión narrativa sino como una construcción arqueológica del origen de un texto (el “Mala noche” del título) rodeado (en esta versión final, que es la que tenemos) de una miscelánea de causas, consecuencias, versiones, poemas, ilustraciones, memorabilia, fotogramas y críticas dirigidos a ese texto originario que funciona como el núcleo generados de una novela fantasmática.

También es parte de este libro el comentario sobre las condiciones y las consecuencias de que ese relato haya sido la Opera Prima de Gus Van Sant (otro Oregonian) filmada en 16 milímetros pero luego ampliada y vuelta película de culto de uno de los pocos directores con una voz autoral en la maquinaria cinematográfica de Hollywood.

Luego, no sólo aparece el devenir de los personajes de Mala Noche (dos jóvenes mexicanos que emigran a Oregon y se encuentran en el universo marginal con este poeta con el que entablan una relación de amor, celos y travesía callejera) sino una especie de “estilo gay” que supone que el contacto con otro ser en la clandestinidad (se habla de hechos que ocurrieron entre los años 70 y los 90) inmediatamente produce un colapso de la civilización y un choque de culturas.

En cierto sentido la novela lo dice al construir su linaje de narradores y poetas que sólo concibieron la interacción sexual como forma de la colisión cultural y de la observación en términos capilares, tenues o muy rudimentarios de la lucha de clases: Gide, Genet, Lorca, Lowry aparecen en distintos momentos para ilustrar con memoria de la literatura alguna aventura sentimental. Esa forma a la que el gay es (¿o era?) tan afín que encuentra en la crónica etnográfica y en la poesía (el borde del lenguaje) la posibilidad de darle forma a lo informe de sus relaciones (en el borde de la cultura). Mala Noche es al mismo tiempo poesía y testimonio. Y si fuera posible separar estos géneros en algún texto, si se pudiera encontrar el lugar en donde un género niega al otro, también este libro sería un modelo perfecto para la exploración de estos cruces.

El fondo y el entramado sobre el que se dibujan estos episodios románticos es quizás lo más interesante de la novela. El mundo clandestino de los inmigrantes que llegan caminando desde México a la costa oeste de Estados Unidos y que en condiciones tan precarias de inmigración no llegan a constituirse en trabajadores, ni a ser reconocidos como inmigrantes ni a nada. De modo que quedan flotando en el delirio de la clandestinidad total, la pérdida de las ilusiones, la delincuencia menor, o la simple derrota.

Hasta que llevado por la curiosidad y el deseo, el narrador cruza la frontera y va a buscar el hábitat original de sus objetos de deseo y entonces se muestra el otro lado, el de los mexicanos en el norte del país, pequeños productores de marihuana (la única mercancía que podrían manufacturar; o la única producción primaria que puede convertirse en producto internacional. recordemos que son los años 70 y 80. Es decir, que no esas poblaciones no estaban en la sofisticación del presente) que los somete a estar entregados a un mafia de ilegalidad, clandestinidad, etc. Y también, el paso por México supone el otro cruce, el de la lengua que lo confronta con otras aventuras sentimentales y clandestinas. La poesía de Calderón de la Barca, la de Lorca, Neruda, la del mundo de “los católicos” como lo llama Walt Curtis, y su estética barroca y atormentada.

Nico, Curtis, y su amado Raúl

EL FIN DEL FIN

Los capítulos finales del libro son los que reflexionan de los resultados que llevaron a esta plaqueta de unas páginas a convertirse en un libro de culto que se fue agigantando por su propia densidad y que termina en la Opera Prima de Gus Van Sant (se puede encontrar en internet) pero que elevó la plaqueta el nivel de “novela” o “relatos” quizás… pero que sobre todo muestra de modo descarnado los mismos agentes: los inmigrantes, la policía migratoria, los empleadores campesinos que necesitan esa mano de obra barata para hacer competitiva su producción, y al poeta sobrevolando ese juego del gato y el ratón y dando cuenta de la miseria económica y de la riqueza narrativa de todas esas vidas.

*La reseña de Ariel Schettini puede leerse en este link.
Las imágenes, que pertenecen a Walt Curtis, están incluidas en Mala Noche.

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12 ANÉCDOTAS ESTRAMBÓTICAS DE FEDERICO MANUEL PERALTA RAMOS

12 ANÉCDOTAS ESTRAMBÓTICAS DE FEDERICO MANUEL PERALTA RAMOS

Fragmento del retrato tomado por Silvio Fabrykant

Hay tipos que van por la vida como equilibristas, caminando sobre la cuerda floja a miles de metros del suelo, mirando hacia adelante, tentados de la risa, desdramatizando el dolor del mundo y transformándolo en una absurda genialidad. En Argentina y hasta 1992, existió Federico Manuel Peralta Ramos —sigue existiendo, pero en otro plano—, un artista inclasificable que hizo de su propia vida una obra de arte, una gran bola de nieve de ideas, historias y anécdotas. ¿Era un performer? ¿Un artista plástico? ¿Un poeta? ¿Un monologuista? ¿Un actor? Bueno, todo eso y un poco más. Era de esos tipos únicos, impredecibles, fuera de serie, que van por la vida como equilibristas.

La editorial Caja Negra publicó Del infinito al bife, una biografía coral. La escribió Esteban Feune de Colombi, alguien que, por su formación y su trabajo de performer, pareciera ser el biógrafo ideal. Ahora, del otro lado del teléfono, le dice a Infobae Cultura que “Federico es el delirio” y recuerda un poema de Mario Santiago Papasquiaro. “Si he de vivir que sea sin timón y en el delirio”, dice de memoria. “Da la impresión que Federico vivió sin timón y en el delirio, pero para vivir así hay que tener un timón y momentos quirúrgicos de razón, sino te estrolás contra un poste. El delirio en Federico toma dimensiones muy humanas. Es un delirio literal, un delirio de lo llano, un delirio posible”, agrega.

El año pasado, Feune de Colombi —artista múltiple: actor, escritor, periodista, editor, fotógrafo, performer— estaba escribiendo una crónica por los cincuenta años de la Beca Guggenheim que recibió Peralta Ramos. De pronto se encontró un hilo del cual tirar. Y tiró. “Descubrí que había un terreno fértil y poco explorado, incluso lo que había online era bastante poco, y a veces eso es un lindo aliciente para empezar. Empecé contactando gente relativamente cercana y después el círculo se fue abriendo al punto de que hoy, después de haber salido el libro, hay gente que me escribe diciéndome que lo conoció y que qué pena que no pudimos charlar antes”, cuenta.

Del infinito al bife es un anecdotario zigzagueante que recoge testimonios de 150 entrevistados: familiares, artistas, galeristas, empresarios, personajes que lo conocieron. “Con muchas de esas personas me junté en los mismos bares que Federico frecuentaba y con muchas generé un vínculo muy cercano, de modo que casi que hubiese heredado amigos de él. Es bastante loco eso. Me di cuenta que escribir una biografía es imposible, no llegás nunca al corazón de la cosa. Hay un verso que me gusta mucho de un poeta que se llama Roberto Juarroz que dice: ‘en el centro del vacío hay otra fiesta’. Es como si siempre le pegaras en el palo y eso es lo que está bien”.

NI EN LAS CASILLAS NI EN EL CALLEJÓN

Después de un breve prólogo donde el autor sostiene la conclusión que “actualmente, en Federico, todo está por descubrirse”, empieza la biografía coral. Párrafos o frases como postales. El primero es el galerista Osvaldo Centoira recordando el velatorio.

“Estaba nublado y lloviznaba. Lo velaron temprano en una de las habitaciones del departamento de la avenida Alvear del que no se había mudado cuando murieron sus padres. Lo vistieron impecable. Impresionaba verlo así, de traje y corbata, porque parecía dormido”.

Y continúa: “Cuando trajeron el cajón, el cuerpo no cabía; intentaron de nuevo y nada: el Gordo se había hinchado o tomaron mal la medida. La cuestión es que no había forma de meterlo adentro y se armó un despelote bárbaro. Hasta el último momento Federico nos regaló una instancia surrealista, hasta el último momento se rió de la sociedad”.

EL ÁNGEL DESNUDO

Del infinito al bife está plagado de anécdotas porque, como dice Feune de Colombi, “en Federico la anécdota también es la obra”. Por varios motivos, pero fundamentalmente porque el arte de esa época no quedó registrado de forma audiovisual, entonces todo circuló y circula de boca en boca en anécdotas que se van transformando dependiendo quién la cuente y cuándo la cuenta. “Una cosa que siempre me interesó es que durante muchos meses de la investigación alguien me hablaba de una foto de Federico en bolas y yo no podía dar con ella. Online, olvidate, no había nada. Lo cual a veces es desesperante pero pica”, cuenta.

Federico en bolas. Así es la foto. Feune de Colombi la vio por primera vez en el celular de uno de sus entrevistados. Charlando, este hombre sacó el smartphone, buscó dentro de sus carpetas y le mostró la pantalla. “Efectivamente Federico estaba en bolas y no se veía muy bien la zona del pubis. Según esta persona, Federico, cuando vio esa foto impresa, tapó sus genitales. Finalmente alguien me dijo quién era el fotógrafo: Silvio Fabrykant. Me junté con él y era una de las personas a las que Federico visitaba para dormir la siesta”, cuenta y hace un paréntesis: “Esa es una anécdota increíble: tenía casas en las cuales paraba para dormir la siesta; esta era una, el estudio fotográfico de este hombre”.

Volvemos a la foto: “Fabrykant me contó que esa foto y otros materiales que tenía de Federico, como algunos poemas o algunas frases en manuscrito, se las había vendido a un coleccionista, al que después fui a ver, y ese coleccionista me contó, cosa que el fotógrafo había olvidado, que Federico, al ver la foto, la borroneó, sobre todo en esa zona genital”. ¿Por qué? “Los ángeles no tienen sexo”, fue la respuesta. “En Federico está esa magia y esa facilidad casi taumatúrgica de dar vuelta una cosa de otro y convertirla en propia”.

“Esa foto que le hizo este tipo en un estudio fue muy particular porque en aquel entonces sacaba fotos de mujeres desnudas, o eso es lo que entendí, y tenía como un mantra que era: ‘Sacate la ropa y andá al estudio’. Y Federico, que era muy literal, porque Federico es el arte de lo literal, se sacó la ropa. Entonces cuando este tipo fue al estudio lo vio en bolas. Lo vio en bolas y lo fotografió. Y esa fotografía, después intervenida por Federico con un marcador, se convierte en obra. ¿Y de quién es la obra? Bueno, eso es algo que Federico deja siempre en suspenso”, concluye.

Federico Manuel con la Momia Jalil y Antonio Berni

ÚLTIMAS PALABRAS

Cuando se habla de Peralta Ramos no se lo hace ni con tristeza ni con alegría. Hay una especie de fascinación, mucha sorpresa y mucho respeto por el cierre pícaro del sentido en cada anécdota. “Muchas veces creo que la anécdota más triste es la más cómica y que la más cómica es la más triste”, dice Feune de Colombi, y recuerda algo.

“Federico se estaba muriendo —cuenta— y su hermano lo subió en el ascensor. Federico preguntó adónde lo estaba llevando y el hermano le dijo que iban al CEMIC para internarlo. Federico le dijo: ‘No me lleves al CEMIC, llevame al Little Company of Mary’, que fue donde internaron a la Coca Sarli. Y esas fueron sus últimas palabras”.

VENDER UN BUZÓN

Maestro de la literalidad, se hizo construir un buzón. No cualquier buzón, “uno idéntico al de la esquina de La Biela”. Lo exhibió en una muestra y se lo vendió a la actriz Egle Martin. “Soy el único que pudo vender un buzón”, dijo. Y tenía razón.

DIAGNÓSTICO: PSICODIFERENTE

El psiquiatra de Peralta Ramos era Jaime Rojas Bermúdez, quien trajo el psicodrama al país. “Todavía vive, es un personaje muy interesante, pero creo está medio turulo o perdió la memoria, así que no pude hablar con él, pero sí con una discípula que me contó que Federico llevaba amigos a sus sesiones”, cuenta Feune de Colombi. Como siempre, la anécdota se dispara a lugares impredecibles.

“Se encontraba con amigos en la calle y los invitaba a la sesión. Entrevisté a un amigo que estuvo en una sesión con él y me contaba que era genial, pero que también era muy sencillo: era simplemente participar de esa conversación entre Federico y su psiquiatra, que tuvo la lucidez y la sensibilidad de diagnosticarlo con un diagnóstico único e inexistente”.

¿Y cómo lo diagnosticó? Psicodiferente. “De alguna manera lo blindó y lo protegió, porque tranquilamente podría haberle dicho, no sé, que era maníaco-depresivo, obsesivo o psicótico, y al evitar esos diagnósticos ‘comunes’ le quitó un manto que es el manto del diagnóstico que llevan muchos enfermos mentales, sin decir que Federico lo era”, explica.

“Con lo de psicodiferente encontró la forma de sanarlo, ayudándolo desde un lugar lingüísticamente a la altura de él. De hecho Federico lo dijo en varias entrevistas: era psicodiferente y estaba medicado, y según cuentan muchos amigos era muy prolijo con la toma de la medicación”.

Crédito: Pedro Roth

LA ÚLTIMA CENA

Peralta Ramos se burló de la solemnidad de la beca Guggenheim. Fue en 1968 y esta quizás sea su anécdota más popular. Una audaz revolución estética, dijeron muchos. Ganó la prestigiosa beca en la categoría Pintura y decidió invertir el dinero bajo la convicción de que “la vida es una obra de arte”. La idea original, la que presentó a la institución, era “lanzar al mar un inflable gigante que desparramaría buena voluntad por el mundo”. Pero cambió de planes.

Invitó a 25 personas a cenar al Hotel Alvear —lugar aristocrático si lo hay— y después a bailar a la boite África. Además, bueno, se mandó a hacer tres trajes y pagó algunas deudas, pero eso es lo de menos; el grueso del total estaba en la cena. Cuando la Fundación Guggenheim se enteró pidió que se le devolviera el monto de inmediato. Peralta Ramos les escribió una carta como respuesta, que hoy se exhibe en la sede de la fundación en Nueva York.

“Ustedes me dieron esa plata para que yo hiciera una obra de arte, y mi obra de arte fue esa cena. Leonardo pintó La última cena, yo la organicé”, se lee.

CABALLO CANSADO

Cuenta Guillermo Fernando Aquino en el libro: “En La Concepción, el campo de los Blaquier, Federico jugaba al polo y de pronto se bajaba del caballo para que no se cansara”.

“USTEDES SON MI OBRA DE ARTE”

“Qué placer estar con él, no se parecía a nadie”, dice el artista Edgardo Giménez en el libro. Peralta Ramos era muy querido por los que lo conocían y los que no también. Los que lo conocían, porque comprendían muy bien el grado de ese “delirio literal”, de ese “delirio posible”, de su genialidad. Y los que no —sobre todo la clase alta, a la cual él pertenecía; “trabajo de hijo”, solía decir—, terminaban por ponerlo en una casilla más amigable, menos política: la de loco lindo.

No estaba loco, todo lo contrario. Cuenta Ignacio Gutiérrez Zaldívar en el libro: “La mejor anécdota que tengo con él fue durante su última exposición, que hizo en 1989, en la galería Altos de Sarmiento, sobre la calle Libertad. Se trataba de un gran espacio donde no había obras. Federico vestía de traje y caminaba por la sala sin hablar”. “Había espejos en las paredes y lo que se exponía era, en realidad, el público”, completa Miguel Schapire. Esa tarde, Peralta Ramos rompió el silencio con un aplauso y dijo: “Señoras y señores, esta es mi exposición y ustedes son mi obra de arte”.

“Las etiquetas, los rótulos, las clasificaciones son maneras fáciles —reflexiona Feune de Colombi— de embolsar cualquier cosa: una cabeza, un pensamiento, una sensibilidad, un modo de ser, una tendencia. Y a Federico lo metían ahí porque era fácil. Empezaba en su propia clase, es decir, los que más lo trataban de loco lindo era los pares en términos de linaje. Los otros no. Te diría que con los artistas con los que hablé eran los que menos lo tildaban de loco lindo, porque seguramente también eran locos, aunque no sé si lindos”.

“Entonces creo que la primera justicia viene del riñón que a él más le interesaba que era el del arte. El otro riñón que le interesaba, el de la noche, el de los peripatéticos, el de los porteños que andan de bar en bar, el de los cabareteros, en de las coperas, tampoco lo trataban de loco lindo. Para ellos Federico era un gran personaje. Muchos no terminaban de entender que ese personaje que se movía por Mau Mau, Can Can, La Biela o La Rambla era el mismo en cualquier otra circunstancia. Vuelvo a lo que te decía sobre su literalidad: Federico es lo que es porque no hay otra cosa”, agrega.

Crédito: Raúl Naón

CONVERSAR CON UN PIONERO

El dadaísmo disruptivo de Peralta Ramos lo ha colocado entre los artistas conceptuales más importantes de América Latina. En 1986, tres años antes, hizo algo similar. La salita del Gordo, se llamaba. “Una obra del futuro”, dice Feune de Colombi. En una sala vacía del Centro Cultural Recoleta puso una mes, un póster y dos sillas. “Lo que hacía era recibir al público, se sentaban y conversaban. Que sus medios de ejecución hayan sido berretas o baratos no inhabilita que Federico sea un artista visionario y pionero. En eso anticipa, entre otros, a Marina Abramović, la gran performer serbia”.

UN CUADRO AJENO

Ahora, en esta conversación, Esteban Feune de Colombi recuerda estar frente a una obra de Peralta Ramos. Son dos cuadros pequeños. Uno es el retrato de una mujer y el otro una frase: “Expongo un cuadro ajeno, una obra de Alvarado”. Conoció a un coleccionista que la tenía en su casa y fue. Su investigación lo llevó a hablar con el tal Alvarado. ¿Quién era?

“Creo que vivía en Murcia, en España. Hablamos por teléfono un buen rato y resultó ser que ese hombre, Alvarado, era pintor y que un buen día se fue a vivir a París. Ahí trabajo como babysitter, se enamoró de la madre de una niña que él cuidaba, la retrató. Un buen día volvió a Buenos Aires y Federico, de quien él era amigo, lo vio con el cuadro bajo el brazo y le gustó mucho y se lo compró”.

“Otro buen día, Federico compró un bastidor igual y escribió la frase: ‘Expongo un cuadro ajeno, una obra de Alvarado’. Mostró ambos cuadros, los expuso en una confitería o un restaurante y hoy esa obra funciona como un tándem”, cuenta. Al finalizar la charla, Alvarado le dice: “Lo curioso es que hoy, para comprar un Alvarado, para comprar mi propia obra, tengo que pagar un Peralta Ramos”.

JODANSÉ

El escritor Osvaldo Baigorria, entrevistado para Del infinito al bife, cuenta algo que le contaron. Performance de vanguardia en el Instituto Di Tella, años sesenta, dictadura militar. De pronto se apagan las luces y se prende una linterna.

—¡Policía Federal! —gritan los uniformados.

—Jodansé por no estudiar —responde Peralta Ramos.

ROMPER LOS HUEVOS

Su obra no termina de cerrarse sobre un significado que ya está volviendo a abrirse. Como los buenos surrealistas, no pasa de moda porque la disrupción permanente de este equilibrista burla el campo minado de la razón. Va por la cuerda floja tentado de la risa. En 1965 ganó el Premio Di Tella con una escultura de yeso y madera. Un huevo gigante titulado Nosotros afuera. El último día de la exhibición, con el galardón ya en su poder, tomó un hacha y destruyó su propia obra.

“Todo Federico es seductor, porque de donde viene y adonde va es siempre imprevisible”, dice Esteban Feune de Colombi, y agrega que “su legado es la libertad. Es decirte: salí, andá, podés, fijate, es posible. Federico es lo alto y lo bajo, lo ancho y lo angosto, todo en el mismo envase. Incluso en Federico el envase es obra, por eso lo anecdótico”.

“Federico es lo superficial porque es lo profundo y creo que en ese juego de espejos y de karmas y de persona a personaje Federico es absolutamente actual. Él le preguntaba a sus amigos si estaba vigente, era un tema que lo tenía preocupado. Y creo que está más vigente que nunca”, concluye.

*La nota de Luciano Sáliche para Infobae Cultura fue tomada de este link.

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MANIFIESTO DE LA PRÁCTICA ESCÉNICA

MANIFIESTO DE LA PRÁCTICA ESCÉNICA

En este capítulo incluido en la antología El tiempo es lo único que tenemos (compilada por Bárbara Hang y Agustina Muñoz), Silvio Lang reflexiona acerca  de la potencia de la práctica escénica para imaginar y ejercer formas de vida que cuestionen y rompan con las estructuras restrictivas del capitalismo neoliberal.

I. 

Les artistas no hacemos obra. Inventamos prácticas. Siglos de explotación que fetichizaron y mercantilizaron nuestra actividad y alienaron nuestras subjetividades en los dispositivos de poder de la cultura y el mercado. La obra es secundaria a la actividad artística que hacemos. Lo que hacemos es inventar prácticas sensibles. Esas prácticas son modos de uso y protocolos de experimentación del espacio, del tiempo, de los órganos corporales, del movimiento, de la percepción. Como efecto de esos usos, nosotres artistas y los públicos o artistas no autopercibides componemos afectos y conceptos inéditos. La obra solo importa como archivo del futuro y como soporte material de la experiencia perceptiva del presente. Son aquellos conceptos y afectos que atraviesan los cuerpos y confeccionan los corpus de producción cultural que viajan por las sociedades y las épocas los que hacen consistir nuestra política existencial.  Cualquier práctica fabricada en la actividad artística es una práctica de mutación subjetiva y enganche social. Mutación y enganche tanto para la artista que transforma su propia forma de vida como para los públicos que son empujados a la invención y a un devenir artista. La relación entre artistas y públicos es un juego de reconocimiento y afectación al modo de los contratos de las prácticas eróticas BDMS (Claire Bishop).

La práctica artística es una potencia de atravesamiento que hace una puesta común de procedimientos y condiciones de sublevación y mutación de las formas de vida clasificadas y tuteladas. La práctica que implica una obra –nos gustaría hablar de investigaciones delirantes– es un movimiento de la tierra. La actividad artística des-hace, re-imagina y re-hace la tierra del conquistador. Es una práctica de “descolonización interior” (Silvia Rivera Cusicanqui) e invención de formas de vida. La disputa social es por las formas de vida. Entonces, devenir artista es una actividad de re-composición de la multiplicidad de universos que componen la tierra. Devenimos y asumimos la disputa por la composición de las formas de vida. Discutimos las tecnologías de nuestras vidas o modos de existencia. Inventar una práctica implica proveerse de los recursos para transformar y fabricar el estado material de una situación que nos implica. Por lo tanto, no hay unos iluminados que son artistas y hacen obras y otros incapacitados que no pueden. Más bien, hay unes que asumen la posibilidad de inventar prácticas y otres que están en el clóset o no tienen acceso o no tienen ganas. El pensamiento, que requiere la investigación de una situación que nos afecta y el método propio para conocer los elementos y conexiones que la componen, más la práctica que surge de ese proceso desatan una aventura intelectual subjetiva que cualquiera puede experimentar. Cada investigación experimental autónoma se engancha a determinados materiales y planos de composición que pueden transversalizar diferentes campos artísticos, así como desplazar ese mismo campo, interseccionarlo con otros campos de otras prácticas y crear sus propias alianzas aberrantes. Esos desplazamientos y alianzas componen materialidades y hacen consistir prácticas o formas de hacer nuevas. Las materialidades o el volverse cosa de las obras artísticas son “reificaciones” (Paolo Virno) de prácticas o cajas de resonancias para que se efectúe la imaginación de las conexiones de los movimientos de la tierra. Hablar menos de obras y más de prácticas. En ese punto el Capital tiembla. Porque el capitalismo nos paga por obra –una alucinación del fetiche de la mercancía y del salario del trabajo por hora–, pero no por nuestra invención de prácticas con las que diagrama su mundo cis-heteronormativo e inclusivo. El capitalismo explota y no para de conquistar nuestra libido que fabrica formas de vida a partir de los movimientos de la tierra. ¡Libidos de la tierra, sublévense! Por eso, decimos: “Salario de artista” (Hernán Borisonik) para todo aquel que se autoperciba como tal. Que el capitalismo no pueda pagarnos y se termine.

“La disputa social es por las formas de vida. Entonces, devenir artista es una actividad de re-composición de la multiplicidad de universos que componen la tierra. Devenimos y asumimos la disputa por la composición de las formas de vida. Discutimos las tecnologías de nuestras vidas o modos de existencia.”

II. 

¿Cómo nos relacionamos y cómo nos inscribimos en el campo de la práctica que hacemos y cómo ese campo se desborda haciéndola? La práctica escénica es un modo específico de producir bloques espacio-temporales, imágenes materiales, modos de percibir y conocer, por donde se hacen pasar afectos que son conceptos. ¿Cómo lo hacemos? ¿Cómo participamos de esa potencia de materialización? ¿Cuáles son las prácticas performáticas que activamos en nosotrxs y compartimos públicamente? ¿Nuestra práctica es autónoma o está colonizada por las filiaciones y los tutelajes del campo donde activamos? ¿Estamos dispuestes a rajarnos de esas estructuras de obediencia? Si nuestra práctica escénica es un modo de re-materializar los movimientos de la tierra, es, a la vez, un modo de rehacernos a nosotres mismes. Las prácticas que inventamos, los afectos que hacemos pasar mediante ellas no nos dejan indemnes. Descolonizarse del campo donde nos movemos implica, a veces, cierta soledad para componer nuevas alianzas y afectos-conceptos que nos dejen respirar. Sin embargo, es a partir de esa soledad que nuestra vida se puebla de alianzas insurreccionales con amigues impensades y fuera de serie. Con esas alianzas insurreccionales e insurgencias afectivas colectivas se traman deseos comunes.

“Si nuestra práctica escénica es un modo de re-materializar los movimientos de la tierra, es, a la vez, un modo de rehacernos a nosotres mismes. Las prácticas que inventamos, los afectos que hacemos pasar mediante ellas no nos dejan indemnes. Descolonizarse del campo donde nos movemos implica, a veces, cierta soledad para componer nuevas alianzas y afectos-conceptos que nos dejen respirar.”

En la práctica escénica hay una figura aún replegada en el patriarcado que impide tejer alianzas y establece, en cambio, jerarquías: la figura del director o coreógrafo. Nosotres decimos: “directores somos todas”. Dirigir es producir una cantidad de relaciones, asociaciones, anudamientos de fuerzas o intensidades de pensamientos impensados materializándose. Se está más en una tormenta de tierra enloquecida que en el timón del sentido total. La dirección se mueve entre fuerzas y de esa manera compone deseos comunes. Deseos comunes no es tu deseo más el del otro más el mío. No es la suma de deseos. Es el deseo transindividual de lo indeterminado de nuestras libidos aliadas. Son inconscientes que se juntan. ¿Quiénes son nuestras aliadas? ¿Con qué inconscientes nos vamos a interseccionar y tramar una forma de vida? Son las preguntas de la dirección. Pero la dirección escénica no es una jefatura ni un tutelaje de personas. La dirección hace consistir la investigación experimental autónoma del proceso de creación. Y de esa dirección participan todes les que puedan poner en relación lo que se está pensando y sintiendo. La dirección es un plan de atención de las potencias y microacontecimientos que surgen en el proceso de creación. Si hay una directora (auto)percibida como tal por les otres, ya que el método de la igualdad de la dirección hace experimentar el devenir directora a cualquiera, esa directora es una tejedora estrábica. La mirada atravesando los mil focos de atención y n-bifurcaciones de la performance. Dirigir es una experiencia lisérgica de la multiplicidad. Conecto, hago pasar, mezclo y flasheo intensidades de las potencias de la trama de acontecimientos de la dirección grupal. Tejo con mi aguja lenguajera, que nombra el tiempo sensible, el diagrama de un deseo común. Es una función extraordinaria del rol de la directora no neutralizar los afectos o las fuerzas de una situación, sino reconocerlas, avivarlas y ponerlas en común. La directora hace un plan para tratar con la inconsistencia del proceso de mutación que implica toda práctica insumisa. Pero ese plan no es un programa político aunque el modo de estar lo sea, no es un guión aunque pueda haberlo, no es una declaración de principios aunque se acuerden condiciones y términos: es una caja de herramientas para desencadenar fuerzas, un cañamazo para unir potencias, un sismógrafo para escuchar afectos, un idiolecto para devenir juntes. Es un plan de consistencia para volvernos otres y múltiples. Una meseta que se abre para experimentar la multiplicidad del devenir. Un plan que hace consistir una mutación, una diferencia a la sumisión. Es, por lo tanto, un plan antifascista: descongela las fijaciones identitarias, deshace las impotencias y paranoias compulsivas para realizar complicidades transversales y mezclas insumisas. El plan de consistencia del proceso de creación es una lucha, una máquina de guerra sensible. La directora es su partisano en guerra civil, la bruja que no pudieron quemar, tu marica amiga tejiendo alianzas.

“Es una función extraordinaria del rol de la directora no neutralizar los afectos o las fuerzas de una situación, sino reconocerlas, avivarlas y ponerlas en común. La directora hace un plan para tratar con la inconsistencia del proceso de mutación que implica toda práctica insumisa.”

III.

¿Cómo se compone el plan de consistencia de esta máquina de guerra sensible? Comienza con una delimitación, un corte diagonal en el tiempo y el espacio de tu mente, un pespunteo de un trayecto que se te impone, el trazado de un círculo de pensamiento donde deseas sumergirte. Es el plano mental donde nos apoyamos y deslizamos para investigar una afección. Algo que queremos pensar y se resiste a ser pensado bajo los términos que ya tenemos. Algo que necesitamos pasar por el cuerpo para mutar. Donde hay una afección nace una investigación, es nuestra consigna faro. Es así como nos hacemos un cuerpo propio siendo otres. El plan de consistencia es un espacio mental proto-escénico. Es un plano de ensoñación de nuestra expresión o potencia singular. Desde allí componemos los procedimientos, los materiales, las condiciones, les aliades y los conceptos de nuestra potencia de actuar. En Deleuze y Guattari, son los planos de composición y de inmanencia. No es tanto el plan de la obra, sino desde el cual, entre otras cosas, la obra emerge. Es el plan de una investigación experimental autónoma. Una investigación delirante. Lo primero es un deseo de una mutación subjetiva. Un hartazgo de la vida que nos hacen vivir. Una protesta del modo de vida neoliberal. Les artistas somos inconscientes que protestan. No queremos más esta normalidad capitalista que nos impide vivir el tiempo singular. No encajamos, somos demasiado sucias, intensas, excesivas, inadaptadas al régimen de la obviedad del realismo heterosexual. El caos nos sienta bien. Nos gusta darnos nuestras propias afecciones. En medio del hartazgo de la vida normalizada, una afección o multiplicidad de fuerzas nos atraviesan. Fracasamos ante la autoridad una y otra vez, nos enfermamos de desamor dos por tres, sufrimos violencias varias, nos extasiamos con otros cuerpos, nos drogamos para experimentar, gozamos de más con una práctica, nos implicamos en una situación ajena, escuchamos una palabra que nos implica. De las gradaciones del blanco y negro de la vida heterosexual y machista normalizada, nos hacemos un plan afectivo y de pensamiento que excede las tristes condiciones que nos cercan. Son “movimientos aberrantes” (David Lapoujade) en las moléculas de nuestros cuerpos y nuestras mentes. Son las “líneas de fuga” (Guattari) de las situaciones irrespirables con las que confeccionamos el plan de una investigación vital, necesaria, impostergable, absoluta, monumental, pública.

“Les artistas somos inconscientes que protestan. No queremos más esta normalidad capitalista que nos impide vivir el tiempo singular. No encajamos, somos demasiado sucias, intensas, excesivas, inadaptadas al régimen de la obviedad del realismo heterosexual. El caos nos sienta bien. Nos gusta darnos nuestras propias afecciones.”

Algo nos pasa, no sabemos por qué nos afecta tanto. Qué pensar, qué hacer con eso. De una situación indecidible, una zona de investigación se abre. Ahora bien, esta afección en situación no es individual: las afecciones son fuerzas que vienen del diagrama social. Somos seres individuados por afecciones sociales. Lo que llamamos vida se dirime en un campo de fuerzas que Foucault llamó “poder”. Somos individuos sociales, somos multitud. Esa individuación social en nosotres es constante, dinámica y mutante: nos compone y nos descompone desde nuestras partículas más indetectables. El poder capitalista lo sabe. Que lo social se mueve moviéndonos por afecciones que desenvuelven afectos que, a su vez, componen deseos o potencias de actuar. El poder capitalista crea o adapta saberes y dispositivos que descodifican esas fuerzas que circulan y tejen lo social para ordenarlas a la verdad única del mercado mundial. ¿Copta? Sí. Pero no necesariamente personas, sino intensidades  de afectos y conceptos que pasan por las personas. El capitalismo no mata ni prohíbe nada salvo en caso de insubordinación persistente. Lo que el capitalismo hace es sacar rédito atenuando  y normalizando insurgencias afectivas. El capitalismo es un gran traductor-adaptador. Mientras que nuestra investigación experimental autónoma de lo que nos afecta se pregunta foucaultianamente: ¿cuáles son las afecciones que están actuando ahora?, ¿qué formas afectivas de vida toman?, ¿cuáles son los saberes-dispositivos que las están descodificando?, ¿cuáles son las resistencias a esos saberes- dispositivos? y ¿cómo producimos más resistencias? Como se ve, el tiempo interrogativo  de nuestra investigación es cartográfico y materialista: consulta con lo que pasa y con lo que le pasa a la materia que nos compone y nos mueve socialmente. Es una investigación en situación. Por eso, muchas veces trabaja con los enunciados del presente cargado de pasado. Sin una cartografía materialista de las fuerzas del presente cargado de pasado no es posible ninguna “descolonización interior” ni autonomía de la práctica de creación que asumimos. Seguiremos a control remoto, abonadas al inconsciente capitalista, sin tiempo, condenades a una vida de esclavas consentidas, de violencias y sometimientos varios.

“Sin una cartografía materialista de las fuerzas del presente cargado de pasado no es posible ninguna ‘descolonización interior’ ni autonomía de la práctica de creación que asumimos.”

IV.

Cualquier práctica insumisa instituye una pragmática con su método provisorio y situacional. Acá, el método es solo una estrategia intensiva para que una potencia exista. Para hacer de algo que tiene una intensidad menor una potencia pública, es necesario hacerse de un método provisorio en el campo de la pragmática que se nos va armando al investigar. Si no reconfiguramos el modo en el que hacemos las cosas, no cambia nada. Crear potencia implica poner en interrogación los modos de producción existentes. Crear potencias intensificadas es hacer esfera pública. La esfera pública existe cada vez por las potencias que la afectan. Las potencias insumisas crean relaciones que no existían aún, usan los recursos de una manera nueva. Y una creación escénica es posible a partir de esa intensidad menor que se resiste a ser pensada. A partir de una impotencia se produce potencia. ¿Cuál es nuestro lugar de lo impensado de nuestra impotencia? Ahí, en eso que nos afecta, en eso que nos hace gritar, en la rabia contra lo único, en cada hartazgo. Pero también en cada brote de dicha hay una posibilidad para pensar y crear. ¿Cómo hacemos lugar a ese grito? Nuestro lugar de enunciación singular. Desde donde nos manifestamos es un lugar a actualizar. Constantemente. Se nos escapa de nuestra voluntad y se nos impone. No es de nadie y es de todes les que participan ahí. ¿Cómo se construye esa trinchera de enunciación? ¿Desde qué sentires, qué corporalidades, qué privilegios, qué categorías? ¿Cómo hacer de ese lugar “un lugar del deseo”, como dice la amiga coreógrafa Paulina Mellado? ¿Cómo tejemos nuestro altarcito de invocación, nuestra tierra de manifestación, nuestro monumento de grito descolonizado y singular? ¿Cuáles son las preguntas que nos singularizan? Las preguntas-gritos, las preguntas-rabias, las preguntas-hartas, las preguntas-dicha.

“Crear potencia implica poner en interrogación los modos de producción existentes. Crear potencias intensificadas es hacer esfera pública. La esfera pública existe cada vez por las potencias que la afectan. Las potencias insumisas crean relaciones que no existían aún, usan los recursos de una manera nueva. Y una creación escénica es posible a partir de esa intensidad menor que se resiste a ser pensada. A partir de una impotencia se produce potencia.”

Inventemos, amigas, las preguntas que podamos habitar, las preguntas que nos singularicen, que singularicen las relaciones en las que estamos implicadas y participamos, que patenticen nuestros procesos de mutación, que precisen nuestros enfoques metodológicos. Experimentemos una serie de pruebas desconocidas que arriesguen un cuerpo, que hagan pasar intensidades impensadas. ¿Qué cuerpos están en riesgo en nuestras experimentaciones? ¿A qué riesgos estamos dispuestas a ingresar? Necesitamos inventarnos “una teoría lo suficientemente buena”, como dice nuestra  líder travesti-trans Marlene Wayar. Necesitamos una actitud o una ética escénica de inspiración travesti. Filtrar y transfugarnos de las relaciones de policiamiento en las que nos encontramos cada vez. Nuestra actualidad se dirime en el momento en el que podemos desplazar los límites de nuestro presente importado, en el que podemos desbordar el cerco de la legitimidad careta de la sociedad adaptada. Ahí se juega la posibilidad creadora de nuestra práctica. Crear lo por-venir siendo, el “pueblo que viene” (Deleuze y Guattari) desde las “mil mesetas” de la tierra. ¿Con quiénes hacemos pueblo? ¿Quiénes son les aliades de nuestra pueblada? ¿Quiénes son las partisanas amigas de la nueva política de la práctica de creación escénica? Amigas, ya no seremos genios artistas ni luminarias locas ni héroes del rock ni fenómenos de la danza ni heroínas del teatro ni freaks de show ni divas de ópera. Estamos siendo, estratégicamente, agitadoras históricas de afectos en lucha.

*La imagen principal de este posteo corresponde a la práctica “Entrenar la fiesta” de la Organización Grupal de Investigaciones Escénicas (ORGIE). Crédito: Nicolás Dodi + Julián Dubié. El resto de las imágenes son de la obra “Diarios del Odio”, dirigida por Silvio Lang y basada en el poemario de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny.

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POR FIN SOLOS

POR FIN SOLOS

En ¿Hay mundo por venir? Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro dan cuenta de los mitos contemporáneos que abordan la catástrofe climática y el fin del mundo, tanto en la divulgación científica como en la obra de filósofos y productos de la cultura popular. En este fragmento que aquí reproducimos son los blockbusters como Melancolía, La carretera, El caballo de Turín, entre otros, los que sirven de ocasión para graficar distintas visiones de un mundo más allá del hombre.  

 

La experiencia estético-filosófica de la película Melancolía de Lars von Trier, por supuesto, carece de “realismo”. Es poco probable que un megadesastre cósmico o incluso ecológico venga a poner fin de forma tan abrupta, y en tan corto plazo, a nuestra forma de vida. La verdad alegórica del film estaría, más bien, en el carácter súbito (para la escala biográfica humana) de nuestra toma de conciencia de la intrusión de Gaia, y de la convicción rápidamente creciente de la irreversibilidad o irrevocabilidad de esa intrusión: Gaia ha llegado para quedarse, y cambiará nuestra historia para siempre. Por eso, Gaia se parece mucho más al planeta Melancolía que a la Tierra que es alcanzada por él; Melancolía es una imagen de la trascendencia gigantesca y enigmática de Gaia, una entidad que se abate sobre nuestro mundo, que se ha tornado súbitamente demasiado humano, de modo devastador.

El film 4:44 El último día en la tierra, de Abel Ferrara, si por un lado es el más “verosímil” de todos los films apocalípticos recientes (por el retrato que hace de la verdadera Babel que viene siendo la toma de conciencia de los peligros de los cambios climáticos causados por la acción humana), por otro lado condensa, como Melancolía, toda la complejidad e hiperobjetividad de los cambios climáticos y de la degradación ambiental en un único evento apocalíptico, con hora exacta prevista para acontecer (a las 4:44), una conflagración planetaria desencadenada por la desaparición súbita de la capa de ozono. Pero aquí no hay un punto de vista cósmico. El mundo todo que acaba es visto desde dentro de “nuestro mundo”, el mundo patética, trivial y anodinamente humano de un barrio bohemio de Nueva York (pero también a partir de lo que allí llega, a través de la televisión, de los preparativos para la hora final de otros pueblos del planeta). Tenemos que esforzarnos para encontrar los raros elementos no humanos de ese mundo presto a terminar de una sola vez: un árbol siendo cortado, un perro recibiendo alimento de su dueño pacientemente, en lo que parece ser la última comida de los dos.

Pero el mundo, por el contrario, puede ir ausentándose poco a poco. La perspectiva de la crisis ambiental planetaria parece exponer a la especie no tanto al riesgo de una muerte súbita como al agravamiento de una enfermedad degenerativa, cuyo solapado inicio no habríamos detectado. Si las cosas continuaran en el rumbo en el que están, la narrativa más verosímil nos dice que, efectivamente, todos –o los pocos que resten– viviremos cada vez peor, en un mundo cada día más parecido a aquellos concebidos por la gnosis distópica de Philip K. Dick. Mundos o, como explica Dick, “pseudomundos” donde el espacio y el tiempo comienzan a pudrirse y desintegrarse, donde las acciones se interrumpen a medio camino y toman cursos incomprensibles, donde los efectos anteceden erráticos a las causas, las alucinaciones se materializan en ontologías contradictorias, la vida y la muerte se vuelven tecnológicamente indiscernibles; donde misteriosos Mesías hipercapitalistas administran religiones mediáticas a las masas hipnotizadas (debidamente dopadas por aparatos de ajustamiento del humor); y donde intentar mantener la lucidez en medio de una entropía que corroe la propia escritura, que hace enloquecer la lógica diegética –los libros de Dick no describen, más bien inscriben la fragmentación de lo real–, es la única ocupación posible –y en última instancia imposible– de los personajes. Como decía Leibniz al exponer el esquema piramidal de los mundos posibles hacia el final de los ensayos de Teodicea, el número de mundos peores que cualquier otro donde podamos estar es infinito. El peor de los mundos no existe, pero hay solo un mejor mundo posible: el nuestro. En la época de Leibniz, eso todavía podía sonar optimista.

Hay muchos ejemplos recientes, en la literatura y en el cine, de la representación pesimista e incluso algunas veces en un modo celebratorio) de un futuro correspondiente al esquema de “nosotros-sin-mundo”, esto es, de una humanidad que ha visto sustraerse sus condiciones fundamentales de existencia. Enseguida nos viene a la mente Mad Max (1979, dirigida por George Miller), pero podríamos también incluir aquí Matrix (1999, dirigida por las hermanas Wachowski), si aceptamos una cierta equivalencia entre un mundo ecológicamente desértico, como el del primer film, y un mundo de puros espejismos, como el del segundo, suscitados como se sabe por el “desierto de lo real”. En ambos casos, estamos frente a un “fin del mundo”, en el sentido de mundo humano, el fin como resultado de un proceso de desvitalización ontológica del ambiente (devastación o artificialización integrales del planeta) que tiene efectos “deshumanizadores” para los sobrevivientes.

Pero tal vez el mejor ejemplo de una situación de humanidad desmundanizada sea la novela La carretera (2006), de Cormac McCarthy, donde el estilo lacónico y el tema más que sombrío se armonizan admirablemente. El mito apocalíptico que se elabora allí puede ser resumido con una simple formula: en el final no habrá nada, solo seres humanos… y no por mucho tiempo. El libro cuenta el recorrido de un padre y un hijo por una tierra muerta, plomiza y putrefacta, tras un desastre planetario de causas desconocidas. Con los ecosistemas destruidos, sin animales, plantas o agua limpia, los pocos humanos restantes subsisten sórdidamente de los restos de la civilización (latas de comida, ropas y utensilios recolectados en centros comerciales) o del canibalismo practicado sobre otros sobrevivientes.

La carretera describe el curso de un proceso irrefrenable de decaimiento –un poco a la manera de Ubik, de Dick– en que los objetos a nuestro alrededor van envejeciendo a un ritmo cada vez más rápido, hasta finalmente percibir que la muerte no es, como pensábamos, un enemigo externo contra el cual luchamos en enorme desigualdad de condiciones, sino un principio interno: nosotros ya estamos muertos y la vida es lo que pasó para el lado de afuera. Podemos decir que hay aquí algo así como un cambio de perspectiva, en el sentido amerindio del término: mientras creíamos ser los defensores del mundo de los vivos, hacía mucho que habíamos sido ya capturados por el punto de vista de los cadáveres. (“¡Ya estamos muertos!” es también la frase que dice a los gritos –aunque, a pesar de su sonoridad estentórea, suena mucho más como el whimper, el gemido quejoso del poema de Eliot– el personaje de Willem Dafoe en 4:44, frente a aquellas personas que, intentando ejercer por última vez su humana libertad frente a la muerte anunciada, se suicidan arrojándose desde lo alto de sus departamentos.) En la novela de McCarthy, en efecto, la muerte todo el tiempo amenaza con capturar a los pocos seres vivos que restan, substrayéndoles el mundo: ocultándoles los objetos, erosionando la memoria humana de sus significados, corroyendo el propio lenguaje, devastando sus cuerpos por el hambre y las enfermedades, transformándolos en comida de predadores caníbales, ex humanos que perdieron su alma, es decir, justamente su “humanidad”. Afasia y antropofagia. Es difícil leer este libro sin tener la angustiante sensación de que ya estamos en el mundo de los muertos; de que el “fuego” metafórico que algunos pocos personajes cargan consigo no pasa de una especie de semivida (tal como la que guardan los recién-muertos en Ubik) que pronto se apagará. El mundo entero está muerto, y estamos dentro de él. El padre del niño muere; el niño sigue andando con personas que encuentra en el camino, y que parecen de buena índole. Pero ellas no tienen adónde ir. Quienes caminan por la ruta no llegarán a ningún lugar, por el simple motivo de que ya no hay ningún lugar al que llegar. No hay salida.

Otro ejemplo de un mundo que se vacía poco a poco, y deja así a los humanos patéticamente desamparados, es el espléndido film de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky, El caballo de Turín. Los protagonistas –íbamos a decir “la pareja”, como en La carretera o 4:44, pero aquí son tres– son un hombre mayor parcialmente inválido, su hija adulta y el caballo que empuja la carreta de la familia (¿el caballo que desencadena la crisis de Nietzsche en Turín?), quienes habitan un terreno minúsculo y miserable, perdido en una estepa barrida por el viento. El fin del mundo de los campesinos de Tarr es antes un desecamiento que un pudrimiento. Es el viento áspero y estéril que ulula sin cesar, soplando hojas muertas y polvo contra la cabaña de piedra; es el pozo que se agota, del que el agua deja de manar; es el caballo que inexplicablemente deja de alimentarse –el caballo, bestia apocalíptica, como en Melancolía–; es la escasa luz que se apaga, por falta de combustible; es la comunicación que insidiosamente se va extinguiendo entre el padre y la hija, quienes lentamente van dejando de hablarse, de mirarse, prefiriendo contemplar, estáticos y mudos, el mundo desecado. Es, sobre todo, la repetición de las acciones cotidianas, repetición desnuda, ciega, maquinal, inútil en su pura instrumentalidad misma, la que va desanimando, en el sentido más literal posible, a los personajes. Primero el caballo y luego también el anciano y su hija se quedan inmóviles, los dos últimos sentados a la mesa en la cabaña oscura, frente a su invariable comida: dos papas, una para cada uno, ahora crudas, por falta de agua y fuego, que permanecen intactas mientras el film termina en un lento fade out. Como en Melancolía (y en El Ángel Exterminador), el tema del fracaso para salir del círculo mágico de la depresión marca un viraje hacia la (in)acción. Frente al agotamiento del pozo, los personajes parten, arrastrando ellos mismos la carreta y el caballo sin fuerzas, en busca de la ciudad vecina, pero retornan, inexplicablemente, después de algunos minutos (¿horas?, ¿días?), para entregarse de forma definitiva a una parálisis que va propagándose y contaminándolo todo (recordemos que el viejo padre ya tiene un brazo paralizado), vencidos por un mundo él mismo catatónico.

Podría decirse que El caballo de Turín despliega un equivalente cosmológico del tema de la banalidad del mal. El fin del mundo, para Tarr, no será un espectáculo dantesco, sino un decaimiento fractal, incremental, una desaparición lenta e imperceptible, pero tan completa que logra hacerse desaparecer a sí misma frente a nuestros ojos que van encegueciendo poco a poco:

El apocalipsis es un gran evento. Pero la realidad no es así. En mi película, el fin del mundo es muy silencioso, muy débil. Así que el final del mundo se acerca como lo veo en la vida real – lenta y silenciosamente. La muerte es casi siempre la escena más terrible y cuando ves a alguien morir –un animal o una persona– es algo terrible. Y lo más terrible es que parece que no ha pasado nada.
Nada ha pasado: solo estamos muertos.[1]

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[1] Béla Tarr, “Simple y puro”, entrevista con Vladan Petkovic, 2011, disponible en cineuropa.org.

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EL DESASTROSO CICLO NEOLIBERAL SE ESTÁ ACABANDO

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En un breve análisis de los levantamientos sociales que se han producido recientemente desde Chile hasta Hong Kong, el filósofo Franco “Bifo” Berardi lee la posibilidad del fin del capitalismo y la violencia financiera.

 

25/10/2019

El largo ciclo neoliberal se está acabando con sangre y violencia como con sangre y violencia comenzó. Se caracterizó con la devastación sistemática del medio-ambiente, empobrecimiento de la vida social, reducción del salario, precarización del trabajo, privatización del servicio público y el incentivo de la guerra de todos contra todos.

Este ciclo comenzó en 1973, cuando la ideología neoliberal norteamericana usó al asesino llamado Pinochet para destruir el experimento democrático de Salvador Allende, electo por la mayoría de su pueblo y asesinado por fascistas en interés de la economía del “profit”.

El liberalismo global, que se presenta bajo restos humanitarios y democráticos, se afirmó gracias a la dictadura militar y la violencia autoritaria. En los años de Thatcher y Reagan, la contrarrevolución experimentada en Chile y en Argentina se generalizo en todo el Occidente como violencia económica y represión de cualquier intento de defensa de la sociedad.

No debemos olvidar que el resto de la filosofía del neoliberalismo es fundado esencialmente por los mismos principios que se funda el nazismo hitleriano: selección natural, imposición de la ley del más fuerte en la esfera social, eliminación de cualquier diferencia entre la sociedad y la jungla.

Esta filosofía nazi-liberal se impone en el mundo a través de la eliminación de los trabajadores de vanguardia, la re-estructuración técnica de la producción, la privatización de la escuela, del sistema de salud, del transporte público y a través de la ocupación privada de los medios.

Cuarenta años de violencia nazi-liberal han conducido al desmantelamiento del edificio de la democracia, al desabastecimiento de los recursos físicos del planeta, al cambio climático, a la propagación masiva de psicopatologías agresivas, a veces suicidas. Pero en los últimos días comenzamos a observar que de Chile, donde esta locura nazi-liberal comenzó, pronto podría iniciar su colapso.

En las últimas semanas hemos sido testigos de una explosión distinta de protestas, no homogéneas, e incluso contradictorias en las formas y objetivos: la insurrección ecuatoriana, las marchas de los jóvenes en Hong Kong, la onda masiva de protesta contra el centralismo español en Cataluña, la resistencia armada del pueblo curdo contra el fascismo genocida turco.

Ahora la sublevación de los estudiantes y de los trabajadores chilenos se inicia como una protesta contra el aumento del precio del transporte urbano y se transforma en una crítica práctica y masiva de la violencia financiera y llama a los estudiantes y los trabajadores del mundo entero a salir a la calle con los chicos que todos los viernes marchan contra el cambio climático.

El capitalismo es un cadáver en el que estamos atrapados: esto debilita el potencial de invención del progreso solidario.

Se nos dice que no hay alternativas para el capitalismo: en este caso deberíamos prepararnos para la guerra, el apocalipsis ambiental y la extinción cada vez más probable de la raza humana. Pero, en verdad, la posibilidad existe: se basa en superar la obsesión económica del crecimiento, la redistribución de recursos, la reducción del tiempo de trabajo asalariado, y en la extensión del tiempo de actividad libre (enseñanza, terapia, acción solidaria).

En todos los países del mundo deberíamos expresar solidaridad a los insurgentes chilenos, ecuatorianos, hongkoneses, pero sobretodo deberíamos prepararnos para salir a la calle, detener la actividad laboral y la circulación de transito urbano, y atacar al centro del poder económico y financiero y construir la estructura para la reconversión ecológica y social que la humanidad urgentemente necesita.

Quizás ahora sea el momento, largamente esperado, para dar el golpe final a este modo de producción que produce muerte: atacándolo sin respiro en todos los lugares.

Apoyemos a los insurgentes que no se rinden y luchan contra los privilegios. La revuelta chilena llama a la solidaridad internacional contra el genocidio, para que se termine el tiempo de horror e indignidad y comience una era digna de ser vivida.

 

*Agradecemos a Matías Romano Aleman (@matiasromanoaleman) por la traducción del artículo original, “Il disastroso ciclo neoliberalista si sta esaurendo”, que puede encontrarse en www.alganews.it.

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