Boris Groys por María Negroni

Por María Negroni

10 noviembre, 2020

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Inventor de falanges, mobiliarios celestes, alfabetos pasionales, super-niños, olimpíadas culinarias, y muertos transmundanos, Fourier siempre me pareció insuperable. Boris Groys, el autor de Volverse público, me sacó de ese error en uno de sus capítulos, “Cuerpos revolucionarios”.

Al parecer, varios físicos y filósofos, que actuaron y pensaron durante la Revolución Rusa, consiguieron sobrepasar sus fantasías, llevando la quimera al plano estrictamente político. Me refiero, sobre todo, a Aleksander Bogdanov y Nikolai Fiodorov.

De Aleksandr Bogdanov sabemos que fue físico y amigo de Lenin, y que fundó y dirigió en los años veinte un Instituto para la Transfusión de Sangre, con el que esperaba aminorar el envejecimiento o detenerlo por completo. Su objetivo era impulsar una solidaridad intergeneracional. Sin eso, pensaba, resultaría imposible imponer una sociedad más justa.

El segundo, que formuló por primera vez el derecho a no morir, otorgándole carácter de reivindicación legítima, tenía una confianza ciega en la tecnología y su objetivo era alcanzar la vida eterna para todos. Su lema era incontestable: “No a la discriminación de la muerte”. Solo garantizando la perdurabilidad de las generaciones futuras y resucitando artificialmente a los muertos, existiría una real equidad entre los integrantes de la sociedad, y se eliminarían por completo los privilegios.

Fiodorov consideraba que la Revolución tenía una falla fundamental. La inmolación de las generaciones actuales en beneficio de las futuras representaba para él una indignante injusticia histórica: el socialismo como explotación de los muertos por los vivos.

No fueron los únicos que formularon ideas de este tipo. Aleksander Svyatogor, líder del grupo anarquista ruso “Inmortalistas”, también abogaba por los derechos humanos asociados a la existencia (inmortalidad, resurrección y rejuvenecimiento). Coincidía con Fiodorov en que el Estado debía garantizar tales derechos para hacer viable el verdadero socialismo. La muerte, afirmaba, separa a la gente y la propiedad privada no puede ser eliminada mientras cada ser humano detente un fragmento privado de tiempo.

La inventiva, digamos, tenía su lógica y no faltaron adeptos que llevaron el delirio, si cabe, aún más allá. Hubo quienes promovieron una sociedad de inmortales a escala interplanetaria, otros que dedicaron textos a la patrificación de los cielos, es decir a la conversión de los astros en lugares habitables para nuestros padres resucitados, y otros que, anticipándose a Benjamin, vieron en el “copiado” el método ideal para la producción artificial de la vida eterna.

Se recordará que Bram Stoker había publicado, pocos años antes de estos desvaríos, su novela Drácula. El dato importa porque esa novela pasa concisa revista a las ventajas y, sobre todo, las desventajas de la inmortalidad. Su personaje, el famoso vampiro de Transilvania, oscila entre la potencia depredatoria y la vulnerabilidad de la orfandad, la soledad y el deseo, revelando, con sus incontables padecimientos, que la eternidad no alcanza para suprimir o enmendar la carencia metafísica que nos constituye.

Fausto, FrankensteinEl GolemEl retrato de Dorian Gray (para citar solo algunos ejemplos memorables) confirman, si fuera necesario, esta penosa verdad y vuelven patente la ambivalencia humana ante la utopía de la perduración sin límites.

Visto desde esta perspectiva, el vampiro de Bram Stoker sería simultáneamente la premonición inglesa de estas quimeras rusas, su signo distópico, y la advertencia de que la desmesura, como nos enseñó Goys (y Andrei Platónov en su novela La excavación), siempre engendra monstruos. Es también un sutil recordatorio de que la literatura y, por extensión el arte y los sueños, mantienen con la política una relación mucho más compleja de lo que se cree.

Descargá “Cuerpos inmortales”, incluído en Volverse público, de Boris Groys. 

María Negroni. Nacida en Rosario en 1951 es escritora, poeta, ensayista, profesora y traductora. Doctorada en Literatura Latinoamericana en Columbia University, vivió durante muchos años en Nueva York, dedicándose a la actividad académica y a la escritura. En 1994 recibió la Beca Guggenheim en poesía. Ha sido traducida al inglés, francés, italiano y sueco. Ha publicado ensayos como Museo negroGalería fantástica y Ciudad gótica y novelas como El sueño de Úrsula y La anunciación, además de varios volúmenes de poesía. En 1997 ganó el Premio Nacional del Libro Argentino por El viaje de la noche, en 2002, el PEN Award al mejor libro de poesía en traducción por Islandiay recientemente recibió el Premio Konex en Poesía. En la actualidad, dirige la Maestría en Escritura Creativa de la UNTREF.