Compartir
Esta carta fue leída por Osvaldo Baigorria durante el aniversario de Caja Negra, el sábado 15 de noviembre en Deseo.
Dear Bill,
te escribo al más allá desde este más acá que es el castellano rioplatense, un idioma que creo jamás conociste en vida así que después lo pasaré por el Deepl translator para que me entiendas bien y no te ofendas por lo que voy a decir, porque soy un admirador de tu obra, tus gestos y tus intervenciones en torno a la interacción entre la obra y la vida y porque fuiste como un faro que guio a varias generaciones de poetas y artistas desde la segunda mitad del siglo XX, pero justamente por eso quería decirte, y espero que no lo tomes a mal… ¿Tenías que matar a Joan Vollmer, que te quería tanto y te bancaba en todas tus aventuras con chicos? ¿Matarla así, por accidente, con un tiro en la sien a pocos metros? Qué cagada esa mancha, esa marca en tu existencia. Es cierto que ella se prestó voluntariamente a la tontería de hacer un experimento a lo Guillermo Tell, no con una manzana y un arco y flechas sino con un pequeño vaso con ginebra sobre su cabeza y un arma de fuego. La pobre Joan, eterna adicta a las anfetaminas tanto como adicta a una relación con vos y con la muerte que finalmente llevó al límite su coqueteo con la autodestrucción, exponiéndose a la fragilidad de tu pulso ebrio ese día en que le apuntaste con una pistola. Dijeron testigos del hecho que Joan se rio hasta el último momento. Y que después de colocar ella misma la copa sobre su cabeza cerró los ojos porque – y estas fueron sus últimas palabras: “no puedo soportar ver sangre”.
Qué trágico. Y patético. Alguno creerá que la querías asesinar, que te traicionó tu inconsciente. Pero no, es bastante verosímil tu error. Habías alardeado ese día ante tus amigos que eras un eximio tirador. Apuntaste, borracho y drogado, y fallaste. Llorabas, claro. Estabas desesperado. Y zafaste de pasar largos años en cárceles mexicanas gracias a un abogado influyente y corrupto, y también gracias al dinero que tenías por ser hijo de una familia de norteamericanos ricos. El abogado habrá sobornado a algún funcionario para que acepte un cambio en tu declaración inicial a la policía, a la que al principio le habías dicho la verdad, por una nueva declaración en la que dijiste que hubo un disparo accidental de tu arma mientras la limpiabas. Te cuento que hoy no hubieras zafado tan fácil en México. Este es un país que te interesaba poco, me parece, porque nunca mostraste ningún deseo en aprender la lengua ni en conocer la cultura mexicana; deambulabas por allí en busca de chicos, láudano o heroína, casi siempre alcoholizado, con una pistola cargada en el bolsillo y ese aspecto de cadáver, labios delgados y ojos de hielo que aparecen en tantas fotografías y en testimonios de época.
Eras como un animal de sangre fría. Es lo que me dijo Bifo Berardi, con quien estuve hace poco en Bolonia. Bifo me contó que te conoció y te entrevistó en Manhattan, en marzo de 1981. Te cuento lo que él me dijo, su versión de ese diálogo. Parece que consiguió la entrevista cuando se encontró por azar a un tipo que era tu dealer. Bifo le dijo que le gustaría muchísimo conocerte y el dealer se ofreció a conseguirle una entrevista. Lo citaste en tu propia casa. Y Bifo se quedó lo más contento porque iba a hablar con William Burroughs, pero resulta que el día en que estaba citado para la entrevista, se entera -leyendo un periódico- que tu hijo Billy, de 33 años, había muerto hacía pocas horas de una sobredosis. Claro, Bifo pensó que se iba a cancelar la entrevista, pero tu dealer le dijo que no, que vos lo estabas esperando a la hora convenida. Así que él fue a tu casa, hablaron durante horas de muchos temas, ninguno relacionado con la muerte de Billy, y en un momento dado miraste tu reloj y dijiste “discúlpame, pero tengo que ir al funeral de mi hijo”. Como quien dice “tengo que ir a comprar algo al supermercado”. Bifo me dijo que estaba completamente en estupor pero todavía le esperaba otra sorpresa. Cuando lo acompañaste a la puerta para despedirlo, pasaron por una habitación en la que tenías una figura humana dibujada como blanco para hacer tus prácticas de tiro. Y le ofreciste si quería probar a disparar a ese blanco con una pistola…
Me imagino que tu procesión iría por dentro. Que tal vez sufrías tanto que a ese sufrimiento lo tenías que acorazar, encerrar detrás de la armadura de hierro de un rostro impasible. No sé, mi experiencia de vida es distinta, no he sido nunca un jugador con armas de fuego ni un adicto a los opioides. Porque quizá estas sustancias eran las que te inducían a ser tan indiferente, tan inmune al sufrimiento propio y ajeno. Se supone que lograste elaborar tu dolor en la literatura porque a partir de aquel hecho abrazaste por completo tu vocación de escritor. Lo has dicho y lo has escrito: la posesión fue tu leit motiv a partir de aquel día. Aparece en varios de tus libros. La idea de ser infiltrado y poseído por un elemento maligno, como un virus que se habría apoderado de vos y que te hizo matar a tu mujer, por ejemplo, pudo haber sido toda una metáfora de tu adicción a la heroína, esa adicción de la que saliste muchos años más tarde para volverte un adicto a la metadona. Pero probablemente nunca pudiste sacarte la heroína de tu cabeza, tal como cantaba entre nos Luca Prodan: “something keeps on in my head/ You know what it is?/ It’s… heroin”.
En fin, hoy se te recuerda y se te admira por la inteligencia con la que describiste en tus libros la época que se avecinaba en el mundo entero, esta época plagada de mecanismos de control, vigilancia, paranoia, nuevos virus y epidemias que en los años 50 recién estaba en pañales pero que ahora estamos viviendo de la manera más desmesurada e inconcebible. Aquel acto cruel, torpe y vergonzoso que fue el asesinato accidental de tu compañera no opaca ni debilita la lucidez con la que vislumbraste y anticipaste los tiempos criminales y aterrorizantes que ahora se extienden sobre toda la humanidad.
Solo quería decirte esto. Nada sé de tu vida. Sigo siendo un admirador de tu obra.
Con todo respeto,
Osvaldo Baigorria