DW

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Por Jesús Carrillo 

Mis primeros contactos con la obra de David Wojnarowicz, por seguir el tono confesional del diario, fue a través de dos compatriotas de su misma generación y contexto neoyorkino, hoy también desaparecidos. Al editar los textos del añorado Douglas Crimp en 2004, encontré en la introducción de Melancholy and Moralism la referencia a un artista para mí desconocido hasta entonces. Douglas relataba la falsa antinomia en que habían querido arrinconarle por su defensa de un arte activista frente al SIDA. Según comentara maliciosamente en Artforum el crítico gay David Deitcher, la posición partisana adoptada por ciertos artistas en 1989 suponía desautorizar el valor de las imágenes abiertamente homosexuales, pero aparentemente apolíticas, de David Wojnarowicz. A ello respondía el autor de On the Museum Ruins que a él mismo le encantaba Wojnarowicz y que no se avergonzaba de hacerlo.

Me encontré por fin cara a cara con tales imágenes cuatro años más tarde, en 2008, cuando Cathie Coleman, fundadora y responsable del departamento de fotografía del Museo Reina Sofía, apareció en mi recién ocupado despacho de actividades públicas con una caja en que traía algo que era importante que viera. Se trataba de una edición póstuma de la serie Arthur Rimbaud en Nueva York (1978-79) que el museo acababa de adquirir y que, según ella, tenían un valor singular. Desgraciadamente, Cathie no llegó a ver la exposición que años después dedicara el Reina Sofía a su admirado Wojnarowicz, con dicha serie como elemento protagonista.

Teniendo entre mis manos las imágenes decadentes y románticas en que el artista neoyorkino invocaba el fantasma del artista en fuga entre las ruinas biográficas y arquitectónicas del Lower East side, pude entender que, diez años después, un crítico malintencionado las contrapusiera a los eslóganes reivindicativos utilizados por los miembros de ACT UP; también entendí que Douglas, dotado de una agudísima sensibilidad estética, se negara a aceptar tal oposición.

Que la obra de Wojnarowicz llegara a un museo al otro lado del océano hacía justicia poética al hecho de que su identidad como artista despertara en una infantil visita al MoMA. Los escritos agrupados bajo el acertado título En la sombra del sueño americano, son los diarios de alguien que encuentra en la “vida de artista” la medida desmedida en que inscribir su inconforme subjetividad. Aquella estructura biográfica tejida desde el extrañamiento y la búsqueda de un horizonte inalcanzable había adquirido carta de naturaleza, a la vez que su expresión epigonal, en la literatura y el arte norteamericanos del siglo XX. David, cuya búsqueda/escapada venía propulsada por el desarraigo emocional de una infancia rota en una sociedad en descomposición, aparecía como un sujeto particularmente adecuado para encarnar el mito. Este le daba la oportunidad de plantear ad infinitum la pregunta ¿por qué? ¿por qué?, difiriendo la respuesta a la irreductible experiencia de un individuo en permanente huida de una vida vacía de sentido. El viaje, el encuentro con un otro desconocido, el enamoramiento fugaz, las impresiones de un caótico paisaje humano, la revelación de los sueños e, incluso, la estancia en París, son lugares comunes de este relato maestro que el joven Wojnarowicz vivió y transcribió con vocación, honestidad y talento. 

Puesta de la obra de David Wojnarowicz en el Museo Reina Sofía (2019) 

La selección de los diarios realizada por Amy Scholder da cuenta tanto de un sostenido ejercicio de autoconocimiento como del entrenamiento incansable de quien busca adiestrarse en el arte de transmitir las sensaciones más genuinas; de “reflejar la energía que uno absorbe de la sociedad” y, al hacerlo, aliviar el malestar de sus congéneres “haciendo que se sientan a gusto y renuncien a todo lo terrible que hay en el mundo. Que digan: sí, esto es verdad”. A cambio, como él mismo reconocía a través de la voz uno de sus amantes, esperaba la valoración y el reconocimiento que nunca había sentido de niño. 

Leer los pasajes de estos diarios trae a la memoria las novelas de otro seguidor americano de Jean Genet como Edmund White y nos permite entender hasta qué punto la traducción estética de la disidencia sexual y el consumo de drogas fue el canto de cisne de una poderosa figura del artista, heredero americano de Rimbaud, a punto de quedar enterrado en la fosa común del tardocapitalismo y de la tragedia del SIDA. La generación de los Kerouac, Burroughs y Ginsberg había marcado un camino sin retorno que el joven David Wojnarowicz se disponía a recorrer hasta sus últimas consecuencias, aunque para ello hubiera de iniciar un viaje sin mapas y generar un “velo” protector respecto a sus orígenes.

Los repetidos encuentros sexuales que encontramos relatados en el diario no son simplemente los hitos temáticos de una narración autobiográfica que necesita enunciarse desde el margen y lo abyecto. Antes que eso son para él la única y fugaz evidencia del sentido de la existencia: “En las sensaciones eróticas evocadas por el encuentro con este hombre por los oscuros recovecos del embarcadero (…) me fue dado un indulto en la imposibilidad de vivir mi vida como debería ser, como demandan mis sensibilidades (…) La posibilidad inherente a la imposibilidad”. David defiende a Burroughs de quienes le criticaban por llenar sus relatos de encuentros con jovencitos. Él mismo registra en su diario el rito compulsivo de bajar al muelle en busca de la furtiva iluminación ligada al encuentro sexual, aunque la repetición de cuerpos y escenarios le provocara la melancólica sensación de estar atrapado en un loop sin salida. El hastío y el cansancio derivados de la repetición le impedía, como a un yonki, romper la circularidad del maelstrom que se alimenta vorazmente de toda energía imaginativa y libidinal a su alcance. Como confesara en una ocasión, “bien en lo profundo algunos desearíamos que todo se prendiera fuego liberándonos a todos de las historias pasadas en este embarcadero”.

No encontrará el lector en las intensas páginas del diario de Wojnarowicz una descripción razonada de la sociabilidad gay del Nueva York previo a la pandemia. Más allá de algunas conversaciones con su círculo íntimo y del registro directo de sus encuentros sexo-afectivos, solo encontramos imágenes impresionistas de los muelles y de los bares que eran escenario de sus trayectos vitales. No hay un interés especial por recoger los modos en que la disidencia sexual deja su huella colectiva en la ciudad. Por el contrario, se pregunta “Si estas paredes hablaran ¿Cuál sería el mejor recuerdo que tendrían de mi?” Los personajes que habitan sus calles y sus bares adquieren foco únicamente cuando pasan a ser objeto de su deseo personal. Mientras tanto, las travestis aparecen una y otra vez a modo de elemento ambiental sin dejar nunca el anonimato. De hecho, tampoco refleja los rasgos individuales de quienes le acompañaron de un modo más cercano y sostenido en su vida, como sí lo hiciera de sus amantes o de Peter Hujar, cuya amistad le ayudó a resituar su carrera artística. De Brian o de Tom sabemos poco más que sus nombres.

Del periodo de mayor éxito artístico, la década de los 80, apenas tenemos registros. Demasiado ocupado, dejó de dedicar esfuerzos al diario, según nos informa la editora. Éste retoma toda su intensidad a partir de 1987 coincidiendo con las primeras alusiones al VIH y la enfermedad de Peter Hujar. En ese momento, confiesa David, la esperanza de estar unido con el discurrir del mundo se interrumpe, se frena, confundiéndole y generándole un malestar que ya no le va a abandonar. Desde entonces hasta unos meses antes de su fallecimiento el diario de Wojnarowicz se precipita en una emocionante, escalofriante a veces, reflexión sobre la vida y, ante todo, sobre la muerte. El ejercicio de autoconocimiento y de exploración de emociones adiestrado en su condición de artista iba a verse desbordado, estallando en mil pedazos, ante la enfermedad y la inminencia de la muerte. Si en 1977 se veía “mirándome a mi mismo sentado junto a una ventana abierta” desde donde el mundo aparece “como un gran misterio, un misterio de tierras extranjeras y alientos oceánicos”, en 1990, invirtiendo el punto de vista, querría que esa ventana permitiera que los demás vieran su alma, quién y cómo es verdaderamente. A pesar de ese deseo último de transparencia, se siente a menudo como una ventana rota a punto de desvanecerse, “un cristal humano desapareciendo entre la lluvia mientras muevo mis manos y brazos invisibles y grito mis invisibles palabras”.

El desdoblamiento que le permitía al joven artista verse mirando al infinito, se convierte ahora en desidentificación con el David que llora ante la certeza de la muerte, deseando sustituir dicha certeza con la idea de “desaparecer, montarme en un coche al atardecer y pisar el acelerador, lanzarme hacia lo desconocido y la nada del desierto”. Pero la ficción de escapada ya no alivia, como tampoco lo hace la sensación otrora tan liberadora de ser un extraño: “Jamás podré encontrar lo que busco fuera de mí (…) Me siento como si hubiese llegado de otro mundo y no pudiera hablar el lenguaje adecuado”. Tal sensación se vuelve insoportable una vez se da cuenta de que “ya nadie podrá tocar una parte esencial de mi ser”. El sexo, ahora de pago y sometido a la profilaxis exigida por la posibilidad del contagio, ya no es capaz de conjurar un miedo a la muerte que lo invade todo y para el que confiesa no estar preparado, si es que ese estar preparado significara algo. 

El que tal vez sea uno de los documentos más intensos del deseo de vivir del último tercio del siglo XX se transforma por el SIDA en uno del inconmensurable miedo que provoca la muerte, cuando esta, cruelmente, avanza triturando de manera sistemática los fundamentos de una biografía basada en la consecución de una libertad cifrada en el ilimitado encuentro con los extraños.

Jesús Carrillo. Desde 1997 es profesor en el Departamento de Historia y Teoría del Arte en la Universidad Autónoma de Madrid. Desde 2008 a 2014 dirigió el Departamento de Programas Culturales del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. De 2015 a 2016 fue Director General de Programas y Actividades Culturales del Ayuntamiento de Madrid. Miembro de la Red Conceptualismos del Sur. Entre sus libros destacan, Space invaders. Intervenciones artístico-políticas en un territorio en disputa. Lavapiés (1997-2004) (Madrid: Brumaria, 2018), Arte en la Red (Madrid: Cátedra, 2004), Naturaleza e Imperio (Madrid: 12 calles, 2004) y Tecnología e Imperio (Madrid: Nivola, 2003).

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DE LA GEOLOGÍA DE LOS MEDIOS A LA BASURA DEL ARTE

DE LA GEOLOGÍA DE LOS MEDIOS A LA BASURA DEL ARTE

Basura electrónica. Foto de Elisa Palacio 

Por Ramón Arteaga 

En Ciclonopedia, Reza Negarestani dice que no hay línea de narración más concreta que un flujo de partículas de polvo. ¿A qué se debe este extraño poder? El polvo puede catalizar muchos elementos heterogéneos de su entorno, al mismo tiempo que se confunde con otras cosas que no son él mismo. Esta capacidad para asimilar un entorno al mismo tiempo que lo delata y lo transporta, hace que el polvo sea una suerte de contraforma de otro tipo de materialidades, una hoja de ruta para recomponer ciertas formas y relaciones que son escurridizas. Algo parecido pasa con los fósiles, vestigios materiales que la paleontología contemporánea define como el resultado de la interrupción de un equilibrio, un fragmento de un todo mayor que falta. Los fósiles comparten ciertos rasgos con la memoria biológica: se caracterizan por el desgarramiento y el desgaste, la descomposición y la oxidación. Pero no hay un solapamiento total de sus características, por eso relacionarse con ellos también es una forma de enriquecer las prácticas mnemónicas en un espectro que, oscilando desde la evidencia a la especulación, delata una memoria no humana de las cosas.

En Una geología de los medios Jussi Parikka ensaya este tipo de sensibilidad hacia el entorno material dialogando con dominios tan amplios como los llamados nuevos materialismos, el realismo especulativo, las discusiones sobre el antropoceno o el inadvertido campo de la arqueología cognitiva, pero sobre todo con la tradición de la teoría alemana de los medios. Su ánimo es rearticular ciertas discusiones de la teoría de los medios al mismo tiempo que esclarece otro tipo de problemas vinculados al cambio climático, el mal llamado trabajo “inmaterial” o las duraciones temporales del capitalismo. Sin ánimo de intervenir en esas discusiones o hacer exégesis de la de por sí muy exegética obra de Parikka, lo que me gustaría en lo que sigue es servirme de algunas nociones que va elaborando en él para ver qué pasa cuando se sustraen de las macro-escalas de análisis que propone y se las aplica a otros dominios menos vertiginosos, o vertiginosos de otra forma. Por ejemplo, a los dominios del arte.   

A lo largo del libro se suceden ejemplos de artistas que trabajan con una sensibilidad y unos problemas análogos a los que Parikka desarrolla, pero unx tiene la sensación de que detrás de estos ejemplos hay un elefante, una gran tentación a la que Parikka no parece prestar demasiada atención. ¿Qué pasa con los fósiles, el polvo, la chatarra del arte más allá de las propuestas artísticas que lo tematizan? Uno de los principales interlocutores de Parikka es Sigfried Zielinski, que articuló una crítica contra los relatos teleológicos de la evolución de los medios que establecen un origen y un progreso. Despreocupándose del origen y malversando el progreso, Zielinski se perdía en los entresijos de los inventos de Athanasius Kircher, Empédocles o Joseph Chudy, reconstruyendo una estratigrafía temporal de los medios que fueron configurando los modos de percepción. Esta arqueología tomaba de geólogos como Hutton o Lyell un sentido de duración distinto al de la historia, coqueteando con la paleontología y la noción de tiempo “profundo”. Proponer una sensibilidad sobre la duración de los fenómenos que tenga en cuenta distintos ritmos de cambio y que pueda funcionar más allá de la continuidad entre ellos no sólo inaugura la posibilidad de descubrir otro pasado, sino también de relacionar de otra forma el presente con el futuro. 

Litografía de Daniel Bethmont (1911) en la que se puede visualizar la edad de las tierra en función de los distintos tipos de roca y las formas de composición que adquieren.

Además de relativizar los relatos de la historia del arte, pensar en el arte como teniendo cierto tiempo “profundo”, más allá de dichos relatos, sirve para darle aire a ciertas discusiones sofocadas por los diagnósticos precipitados. Se trata de restaurar cierta incertidumbre sobre el futuro a medio y largo plazo, para ser menos neuróticxs con lo que se le exige al presente. Esto no quiere decir que se renuncie a intervenir en presente pensando en cierto futuro, sólo que podríamos pensar esa intervención en otros términos. Para compensar la tendencia a confundir la vida de las obras con la de sus discursos es bueno que se rastreen las obras como fósiles, insistiendo así en su presencia material. La paleontología contemporánea define el fósil como la interrupción de un equilibrio, un fragmento que se desprendió de un todo extinto que quizá pueda recomponerse parcialmente. El fósil como esa interrupción es un catalizador de otros cuerpos, de discursos, de intenciones y accidentes que en sucesivos momentos generaron un plexo congruente de realidad. La gracia de desentramar todo esto en los fósiles es que llegan a nosotrxs con el encanto de lo inadvertido, de algo a lo que no se le exigió demasiado para seguir existiendo.

Esta mirada paleontológica del arte desde la basura oscilaría entre dos consideraciones: el arte como basura y la basura del arte. Atender al  arte que se ha vuelto basura permite reconstruir la contracara de un movimiento muy estudiado: no ya las mediaciones que hacen que algo pueda ser arte, sino aquellas que hacen que deje de serlo. Con su perspectiva geológica de los medios, Parikka no solo busca arrojar luz sobre la materia que ejerce una influencia sobre los medios más allá de su condición medial, sino también en el después de esos medios, en los efectos que produce, por ejemplo, toda la tecnología deshechada que deviene chatarra. Sin necesidad de postular una mano invisible que maquine para que ciertas producciones artísticas nazcan con una obsolescencia programada, rastrear la fosilización de obras sería una oportunidad para darle atención a su persistencia material en un punto de su vida donde los discursos que la rodean se atolondran con ciertos problemas y la descuidan. Por ejemplo, no ya en el después de una venta de obra o en el después de la incorporación de cierta producción a una colección museística, sino en el después del disfrute o la especulación de lxs coleccionistas, en el después de la exposición y explotación de las instituciones. ¿Qué hilos hace falta cortar para que la interrupción del equilibrio se dé, para que una obra pase a ser un fósil, residuo, estorbo, basura? ¿Qué tiempos tienen estos procesos y qué relación guardan con su contracara, con las nuevas producciones?

Volver a obras que, ya sea desde la temática de la ruina, de la distopía, de los devenires no-humanos, etc. reparen en su propia condición de obra de arte y su duración temporal en relación a su presencia material sería hacer un recuento de maldades que, con más o menos elocuencia o resabio, se inscriben en una historia del arte mientras hacen como que no piensan en ella. Lo que quizá sería más interesante para desbordar ese marco de relatos es una etnografía que pueda servir como biografía o relato de las postrimerías de distintas obras al mismo tiempo que establezca nuevos parentescos entre producciones. Una obra devenida fósil puede contar otras historias desde el momento en que escapa a las historiografías del arte que cuentan su vida sólo hasta un punto, o de determinada forma. Esas nuevas alianzas entre obras pueden pensarse en términos de paisaje: vincular esas obras en base a lo que son más allá de su pretérito estatus artístico nos da, antes que nada, un paisaje, una imagen en la que se condensan otras vidas que traen ecos extrañados de cosas que creíamos conocidas.

Estos paisajes sirven para recalcular las intenciones de las obras y sus productorxs, los efectos que se anuncian para un presente o un futuro. El resultado no tiene que ser necesariamente el desencanto, la constatación de una impotencia, la frivolidad o la intrascendencia del arte, sino un tipo diferente de entusiasmo, otras formas de operar que tengan en cuenta esa presencia material casi tonta o empecinada de las obras que, cuando se las deja de prestar atención y las corroe la disfuncionalidad, empiezan a tejer una alquimia sobre sus alrededores que exige ser comprendido desde otras temporalidades. Más allá de la fruición crítica que esta mirada sobre las obras puede darnos, el modo de imaginación que propone nos puede llevar a pensar el arte desde una fascinación por las ruinas futuras parecida a la que ya hubo en el siglo XIX.

Mientras se multiplicaban los yacimientos arqueológicos y se desarrollaba la geología como ciencia, Joseph Michael Gandy fue invitado en 1830 a retratar el banco de Inglaterra después de cientos de años abandonado a las fuerzas de la naturaleza. En este caso buscaba anticiparse el carácter fósil de ese edificio, representándolo como una suerte de estratigrama de las fuerzas de la naturaleza. En un sentido diferente, ya en pleno siglo XX, las ruinas eran pensadas por Alfred Speer como fósiles que, en contraposición con las fuerzas que la historia pudieran imprimir sobre ellas, seguirán delatando mucho tiempo después la grandeza de la civilización encarnada en el III Reich. Este fetiche por la ruina se canalizaba en una ética del diseño que estuviera atravesada por una teoría del valor de la ruina, de forma que todo edificio diseñado para nutrir la arquitectura de la alemania nazi tuviera previsto ese futuro devenir ruina. ¿Es tramposo pensar las obras como esta suerte de catalizadores? ¿Sería algo tan genial como inventar un nuevo lenguaje o algo tan deserotizante como explicar un chiste que venía funcionando?

Joseph Michael Gandy, Bank of England as a Ruin, 1830.

Del otro lado, antes que las obras devengan fósil, basura, el proceso de producción mismo deja a su paso esquirlas, residuos que forman sus propias constelaciones. En un capítulo muy elocuente sobre el polvo como residuo, Parikka recupera un texto del colectivo Raqs que sitúa la importancia del residuo como parte de un proceso de extracción de valor:

La extracción de valor a partir de cualquier material, lugar, cosa o persona, involucra un proceso de refinamiento. A lo largo de este proceso, el objeto en cuestión sufrirá un cambio de estado, separándose en por lo menos dos sustancias: un extracto y un residuo. Con respecto al residuo: se puede decir que lo que nunca llega a formar parte de la narración oficial acerca de cómo algo (un objeto, una persona, un estado o un estadio del ser) es producido o llega a la existencia. Es la acumulación de todo lo que es relegado al extraerse el valor […]. No hay historias del residuo, ni mapas del abandono, ni memorias de lo que una persona era pero no pudo ser. 

(“Raqs, with Respect to Residue”, 2005, citado en el sitio web del proyecto Aluminium, yoha.ko.uk.)

 

Como consecuencia de ciertos procesos de extracción (o creación) de valor, extracto y residuo estarían en una suerte de igualdad ontológica en la que ninguno se antecede causalmente. Ahora bien, la misma naturaleza del residuo, su condición inadvertida, su falta de relato, hace que casi siempre se adviertan a partir de su contracara: como quien sigue la estela de un barco, el residuo se presenta como resultado de un desvío de la mirada en relación a lo que se supone que debería estar mirando. Un ejemplo trillado: en lugar de mirar los nuevos nombres que emergen de cada bienal, las tendencias que se consolidan, el valor de obra que se genera, etc.

Parikka habla del polvo como un agente de transformación material, algo que va tejiendo narrativas y cursos de transformaciones más allá de lo puramente simbólico. Más que pensar en la “huella ecológica” de esos fenómenos, me interesa reparar desde cualquier escala en residuos que no sean pensados como tales por default, hacer de la categoría algo poroso que pueda trastocar la percepción de fenómenos familiares. Por ejemplo, es interesante pensar cómo los residuos de ciertos procesos de refinamiento como la profesionalización van calando en los cuerpos de formas muy distintas. Más allá de los diagnósticos habituales de estrés, depresión o ansiedad que son un residuo afectivo de la trayectoria de lxs artistas, puede pensarse en el refinamiento que se ensaya en torno a la propia percepción en las clínicas, los formularios de becas, las memorias de proyectos, etc., como procesos expresivos que generan un residuo en forma de incapacidad para elaborar ideas o prácticas más allá de ciertos marcos conceptuales.

Pero la misma caracterización de los residuos del arte que destapa opresiones, malestares y limitaciones ofrece un germen del cambio. En cierto modo, de igual forma que lo inadvertido del residuo puede ser una punta de lanza para articular otro tipo de críticas, el hecho de que lo residual escape a los devenires de aquello que se considera como extracto, como valor positivo, es una oportunidad para generar ideas y prácticas que escapen a los espacios de circulación del arte que se normativizan en base a esos mismos valores o extractos que generaron su afuera residual. Esta concepción del residuo de ese tipo de arte como generador de otros imaginarios, relaciones, etc., más allá de los marcos profesionales e institucionales serviría, entre otras cosas, para generar un afuera que, definido a partir de lo que queda dentro de esos marcos, mute y adquiera cierta autonomía. Que ese afuera también se llame arte o no es lo de menos, entrar a “negociar” ese concepto sería contribuir a sus procesos de refinamiento. Mi intuición es que es mejor apropiarla impunemente o dejarla ir con desdén, pero nunca dedicarle demasiada cabeza a la cuestión; tratarlo más como una cuestión de capricho que de convicción.

Parikka no solo busca arrojar luz sobre la materia que ejerce una influencia sobre los medios más allá de su condición medial, sino también en el después de esos medios, en los efectos que produce, por ejemplo, toda la tecnología deshechada que deviene chatarra. Sin necesidad de postular una mano invisible que maquine para que ciertas producciones artísticas nazcan con una obsolescencia programada, rastrear la fosilización de obras sería una oportunidad para darle atención a su persistencia material en un punto de su vida donde los discursos que la rodean se atolondran con ciertos problemas y la descuidan.”


Pensar que puede surgir otra cosa a partir del residuo que deja el arte que se refina para encajar en ciertos lugares es un giro que, al menos por un rato, nos permitiría descansar de conceptos que se han usado hasta la saciedad para intentar pensar positivamente en ese afuera (la idea de arte ingenuo, por ejemplo). Cuando Parikka habla del polvo como un residuo del capitalismo que, en una versión literalísima, se mete dentro de los cuerpos de los trabajadores que pulen computadoras Mac, parece que el potencial de reparar en ese residuo se agota en servir como base para diagnósticos críticos. Ahora bien, pensándolo desde un marco materialista más sutil aplicado al arte, quizá sea bueno que respiremos hondo esas esquirlas que no le sirven a las cosas bien direccionadas, con discursos claros y vocabularios establecidos, que continuamente exigen refinamientos que nos van dejando otro paisaje de posibilidades que habitar.

Ramón Arteaga Escribano (Alicante, 1996). Se licenció en filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid. Escribe sobre arte y codirige el espacio de arte El Vómito junto a otrxs amigxs. Vive en Buenos Aires.

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PARA UN PENSAMIENTO PLANETARIO

PARA UN PENSAMIENTO PLANETARIO

Por Yuk Hui* 

Dedicado a Nicolás  

 

§1. La condición planetaria

Si la filosofía llegó a su fin por una planetarización tecnológica (como Heidegger sostuvo en su tiempo) o, en un horizonte más cercano, por un giro histórico impulsado por una computarización planetaria (como muchos autores entusiastas han afirmado en nuestro tiempo), entonces es nuestra tarea reflexionar sobre su naturaleza y futuro, o en palabras de Heidegger, sobre el “otro comienzo” [anderer Anfang]. En este otro comienzo que Heidegger buscaba, el Dasein humano adquiere una nueva relación con el Ser y una relación libre con la tecnología. Heidegger reposiciona el pensamiento al retornar a los griegos, lo cual a primera vista podría parecer reaccionario: ¿es este retorno suficiente para confrontar la situación planetaria que él describe? Lo dudo. Para Heidegger, que estaba escribiendo en la década del treinta, esta planetarización implica una carencia planetaria de sentido [Besinnungslosigkeit], que no se limita a Europa, sino que también es aplicable, por ejemplo, a los Estados Unidos y Japón. Esta falta de sentido es aún más obvia en la actualidad. Incluso si la filosofía europea se reinventara por completo, las tecnologías disruptivas continuarían expandiéndose rápidamente a por todo el globo. Cualquier propuesta de retornar al Ser podría parecer vergonzosa, ridícula. Esto no se debe a que Europa haya llegado demasiado tarde, sino porque ha llegado demasiado temprano, y ya no tiene control sobre la situación planetaria que inició. Se trata de una circunstancia que recuerda lo que Heidegger dijo sobre el otro significado del final de la filosofía: es “el comienzo de la civilización mundial fundada en el pensamiento europeo-occidental”.

No se puede recuperar el sentido [Besinnung] a través de la negación de la planetarización. En todo caso, el pensamiento debe superar esta condición. Es una cuestión de vida y muerte. Podríamos llamar a este tipo de pensamiento –que está tomando forma pero que todavía debe ser formulado− “pensamiento planetario”. Para hacernos una idea de qué es este pensamiento, así como su relación con la planetarización tecnológica, necesitamos comprender con mayor profundidad la esencia de la planetarización.

La planetarización es, antes que nada, la movilización total de materia y energía. Crea diferentes canales para todas las formas de energía (del petróleo, hidráulica, eléctrica, física, sexual, etc.) por arriba y por debajo de la tierra. Es fácilmente intercambiable por el término “globalización”, o lo que Bruno Latour llama “mundialización-menos”, que no abre sino que cierra varias perspectivas. La globalización se ha presentado bajo el disfraz de un borramiento de las fronteras, una apertura a otros que facilita el flujo del capital y de materiales. Sin embargo, está mayormente impulsada por consideraciones económicas. La conquista de mercados vino de la mano de la conquista de tierras: la historia muestra que el comercio y la colonización estuvieron siempre sólidamente entretejidos. Cuando las tierras, los mares y los cielos son apropiados y circunscriptos a fronteras –un indicador de que los Estados nación modernos son una mera realidad poscolonial–, la única manera de que la colonización continúe desplegándose es a través de la conquista de los mercados. La diplomacia moderna alimenta estos procesos por vías que no se restringen a la invasión militar, es decir, recurren a un “poder suave” o a la “cultura”.

La conquista de los mercados implica una movilización más rápida y fluida de bienes materiales y de capital, lo que necesariamente genera déficits y ganancias comerciales. Luego de la Guerra Fría, la globalización aceleró esta movilización intensamente. Hoy, la civilización ya no puede soportarla. Imaginemos un país cuya población se incrementara en casi un 50%, que escalara de menos de mil millones a casi mil millones y medio de personas en tan solo cuarenta años. ¿Cuánta explotación de tierra, océanos y seres humanos sería necesaria para sostener este incremento de población y consumo? Al otro lado del globo, la desforestación del Amazonas ha aumentado en un 16% durante ese mismo periodo de cuarenta años, y bajo el gobierno de Bolsonaro se ha disparado a tres estadios de fútbol por segundo. ¿Cuántas especies desaparecieron de manera permanente como resultado? La globalización implica el agotamiento de los recursos al tiempo que los humanos se dirigen al máximo de aceleración. Para mantener este orden geopolítico, algunos accionistas continúan negando que estemos atravesando una crisis ecológica. Nos guste o no, la “planetarización” es probablemente la condición más significativa para filosofar hoy. Esta reflexión no viene de una demonización de la tecnología moderna o de una celebración del demonio tecnológico, sino de un deseo de abrir de manera radical la posibilidad de la tecnología, que en la actualidad está fuertemente dictada por la ciencia ficción.

§2 La dialéctica del falso reconocimiento 

La movilización total es posible gracias a una rápida aceleración tecnológica. Además requiere que los humanos y no humanos se adapten a una evolución tecnológica que constantemente está intensificándose. La industria del delivery de comida y sus plataformas digitales son un claro ejemplo de cómo la carne humana es utilizada para compensar las carencias del algoritmo. El nómade humano-bicicleta es propulsado por órdenes que realizan humanos-apps. Todo esto es dirigido por una psicogeografía dictada por el hambre y el deseo. El nómade se arriesga a morir en un accidente de tráfico con tal de que los datos no lo castiguen. La persona del delivery se siente más miserable cuando su bicicleta se daña que cuando su cuerpo orgánico sufre. El dolor proviene de una incapacidad de cumplir con las cuotas de eficiencia que requieren las órdenes y las entregas. Lo que Marx describió para las fábricas, que todavía ocurre en Foxconn y otras compañías, se generaliza en todas las industrias. En otras palabras, los trabajadores de todas las esferas son automáticamente monitoreados y castigados por los datos. Esta práctica promete una gobernanza más eficiente en todos los niveles, desde objetos hasta seres vivos, desde individuos hasta el Estado, todo según una calculabilidad universal. También pone en evidencia lo que Heidegger llama Gestell o “estructura de emplazamiento”: la esencia de la tecnología moderna según la cual todo ser es considerado una reserva, un stock o un recurso supeditado a calculabilidad.

La Gestell se expresa como una política cinética, que Peter Sloterdijk describe como la característica clave de la Modernidad. Sloterdijk asocia este cinetismo a la “movilización total”, un concepto que Ernst Jünger famosamente utilizó para describir la cinética de los tiempos de guerra. La movilización total se expresa en términos de “disponibilidad” y “accesibilidad” a bienes materiales, financieros e información. En el ejemplo del delivery de comida, la movilización total claramente habilita a que la más “auténtica” comida aparezca en la mesa de una persona, con todas las promesas de calidez y sabor. La movilización total de commodities es también la circulación de trabajo humano y su doble: la negación de la “naturaleza”. Esta movilización total también establece una episteme global y una estética, impulsada por la necesidad de aceleración. La concreción del mundo como un globo ha sido un proyecto metafísico continuo desde la antigüedad. Completar este proyecto a través de la modernidad tecnológica no implica un desplazamiento fluido hacia un mundo posmetafísico libre de metafísica. Por el contrario, esta fuerza metafísica mantiene su control sobre el destino del ser humano.

Un interrogante se mantiene constante: ¿hacia dónde va esta fuerza metafísica? O ¿hacia dónde desea ir?

Avance de la desforestación en el Amazonas, Brasil.

En otro lado afirmé que la globalización, que ha sido celebrada como un proceso unilateral de colonización, hoy en día se confronta a una dialéctica del amo y el esclavo. La relación amo-esclavo se ve subvertida en última instancia por la sobredependencia con un país particular que es tanto fábrica como mercado. El deseo [Begierde] del “esclavo” de ser reconocido (un deseo nacionalista en este caso), que se realiza a través del trabajo y la tecnología, invierte la relación amo-esclavo. El “amo”, sacudido por este momento contradictorio, debe restablecer sus propios límites y reducir su dependencia, de manera tal que el esclavo ya no pueda amenazarlo y vuelva a ser su subordinado. Este momento puede interpretarse fácilmente como el fin de la globalización: Occidente debe reposicionarse a sí mismo y reorganizar sus estrategias localizando y aislando a quienes amenazan su dominación. Si la globalización llegó a su fin, no es por la fiereza de un movimiento antiglobalización (que se apagó silenciosamente), sino porque como una fase histórica ha demostrado más defectos que los beneficios que prometía. Este momento de contradicción y confrontación todavía no se ha resuelto, o mejor dicho, reconciliado, en el sentido hegeliano. La palabra alemana para “reconciliación”, Versöhnung, que el propio Hegel utiliza, expresa perfectamente este proceso: una parte de la ecuación deberá reconocer a la otra como padre e identificarse a sí misma como hijo.

No importa quién esté en el rol del hijo en este drama, la naturaleza cinética de la política puede que nunca cambie. Siempre y cuando la anterior forma de globalización continúe, los países esclavos en vías de reconocimiento se inclinarán por la globalización y acusarán a los países amos por actuar en contra de la globalización. Cuando estos se separan de los países esclavos, los (previos) países amos también sufren: pierden los beneficios de los que venían gozando hace un siglo. Emerge una conciencia desventurada y se mantiene irresuelta. Podemos observar esta dialéctica desde la distancia, pero aún necesitamos preguntarnos acerca de su naturaleza y su futuro. No hay motivos para culpar a Hegel, por el contrario, deberíamos seguir admirando su método para alcanzar la racionalidad a través del Absoluto, pero necesitamos analizar los errores que cometieron sus discípulos. Primero, el movimiento dialéctico del espíritu del mundo no es más que una reconstrucción histórica. Como el búho de Minerva que abre sus alas cuando cae el sol, siempre es ya demasiado tarde. Y cuando se lo proyecta hacia el futuro, este movimiento dialéctico puede fácilmente volverse presa del Schwärmerei [sentimiento o entusiasmo excesivo], como le sucedió a Francis Fukuyama con El fin de la historia y el último hombre. En segundo lugar, el movimiento dialéctico del amo y el esclavo no cambia la naturaleza del poder, sino solo la configuración del poder (de otra manera, no habría necesidad de abolir a la sociedad burguesa que siguió a la sociedad feudal). Como en la clásica dialéctica hegeliana-marxista, vemos que la victoria del proletariado no va más allá de su propia dominación del poder. Esta dialéctica presupone una superación del amo sin reparar en que el mismo poder se encarna ahora en un nuevo monstruo. Este es un punto ciego común entre los marxistas. El deseo de superar al “amo” puede resultar en nada más y nada menos que el “triunfo” del mercado porque entonces los países amos serán acusados de ser antimercado y antiglobalización. Este desplazamiento del poder es tan solo una promesa de abrir el mercado, lo que llevará a una planetarización y proletarización más intensivas. Estamos frente a un impasse que requiere una transformación fundamental de los conceptos y las prácticas.

§3. El imperativo de la diversificación 

El pensamiento de la globalización, que es tanto el comienzo como el fin del impasse, no es un pensamiento planetario. El pensamiento global es un pensamiento dialéctico basado en la dicotomía global-local. Tiende a producir monstruos gemelos: imperialismo de un lado, y fascismo y nacionalismo del otro. El primero universaliza su epistemología y ética, mientras que los últimos exageran las amenazas externas y los valores tradicionales. La pandemia del coronavirus aceleró el reciente desplazamiento geopolítico. Al anunciar el fin de la globalización, la pandemia no promete una visión verdadera, excepto por el sentimiento que marca el comienzo de una época de catástrofes. Por el contrario, los esfuerzos por salvar el “ancien régime” que resuenan en las élites no son otra cosa que una lucha por imponer políticas regresivas.

Un pensamiento planetario es primeramente un imperativo por las diversidades. El concepto de diversidad, en cuanto fachada para la globalización, se basa en la separación entre tecnociencia y cultura. En este sentido, la cultura queda reducida a rituales, relaciones sociales, costumbres, platillos y otras formas de intercambio simbólico, todo “libre de tecnología”. El multiculturalismo se apoya en el supuesto moderno de la separación entre tecnología y naturaleza. Aquí la tecnología es entendida solo como la tecnología moderna que emergió a partir de la Revolución Industrial. La naturaleza, en este caso, se considera meramente como un entorno externo o como un ensamblaje de entidades no producidas por el hombre. Inmediatamente entramos en una dialéctica de la naturaleza, a través de la cual la naturaleza deberá “consumirse como el Fénix, para surgir, rejuvenecida, fuera de esa exterioridad, en cuanto espíritu”. Esta es una naturaleza que es completamente compatible con la ciencia y la tecnología modernas. La diversidad que prometía la globalización, basada en la naturaleza del multiculturalismo, está lejos de la verdadera diversidad ya que se funda en este concepto desarticulado de naturaleza y tecnología. Es por esto que Eduardo Viveiros de Castro, con su investigación sobre la perspectiva amerindia, propone un “multinaturalismo” en contraste con un multiculturalismo. De acuerdo con Viveiros de Castro, el multinaturalismo afirma una multiplicidad de naturalezas, mientras que el multiculturalismo se construye sobre el concepto moderno de una naturaleza homogénea. Sin reabrir la cuestión de la naturaleza y la tecnología, estamos atrapados en un sistema que se sostiene por loops positivos de retroalimentación, como los alcohólicos que no pueden dejar de beber una vez que prueban un sorbo de alcohol.

Nosotros los modernos somos alcohólicos. Y puede que la aceleración pueda ser considerada como una salida, como en ese gesto cuasi trágico que abraza aquello que Gilles Deleuze y Félix Guattari alguna vez le reprocharon a Samir Amin: “Quizás los flujos no están aún lo suficientemente desterritorializados […] No retirarse del proceso, sino ir más lejos, ‘acelerar el proceso’”. Pero un pensamiento planetario no puede tratar solo sobre mera aceleración, sino más bien sobre diversificación. La planetarización la reclama, y simultáneamente convoca a todos los esfuerzos a ir más allá y transformarla. Las tres nociones de diversidad que constituyen lo que llamamos pensamiento planetario son: biodiversidad, noodiversidad y tecnodiversidad.

La globalización implica el agotamiento de los recursos al tiempo que los humanos se dirigen al máximo de aceleración. Para mantener este orden geopolítico, algunos accionistas continúan negando que estemos atravesando una crisis ecológica. Nos guste o no, la “planetarización” es probablemente la condición más significativa para filosofar hoy.

La biodiversidad es fundamentalmente una cuestión de localidad. Se define por un entorno geográfico específico y se mantiene por las particulares relaciones entre humanos y no humanos. Estas relaciones se inscriben en y están mediadas por inventos técnicos, que es la parte constitutiva de un pueblo, en términos de rituales, costumbres y herramientas. La modernización y su metafísica produccionista han reconocido estas diferencias pero las han vuelto contingentes. Esto no significa que el Occidente premoderno o que el no-Occidente no-moderno sea mejor que el Occidente moderno, sino que no deberíamos renunciar al valor de ninguno de estos sin más. La especie humana forma parte de un sistema más amplio, y por lo tanto una postura antihumana no nos llevará muy lejos. Una renovada relación humano-no humano es mucho más urgente hoy, como ya afirmaron varios académicos. Entre ellos destacan los antropólogos del “giro ontológico” como Philippe Descola y la escuela de las “multiespecies” representada por Donna Haraway, dos campos que se dividen por su “preferencia” por el culturalismo o el naturalismo.

Hace aproximadamente cien años, Pierre Teilhard de Chardin propuso la noción de noosfera. En resumidas cuentas la idea es que el desarrollo tecnológico del planeta desde el comienzo de la hominización convergirá y culminará con un emergente “súper cerebro”. Aquí, esta evolución tecnológica significa occidentalización. De acuerdo con Teilhard, Oriente es “antitiempo y antievolución”, mientras que el camino occidental es “una manera de converger que incluye el amor, un camino de progreso, síntesis, que toma al tiempo como real y a la evolución como real, y reconoce al mundo como un todo orgánico”. Desde un punto de vista religioso, la noosfera de Teilhard de Chardin tiene la intención de ser una cristogénesis, una universalización del amor; desde un punto de vista tecnológico, es la universalización de una batería particular de cosmovisiones y epistemologías. El “súper cerebro” o “el cerebro de todos los cerebros” es testigo de la actualización del Reino de Dios en la tierra, pero también del triunfo del pensamiento evolutivo y progresista occidental. La culminación de la noosfera ciertamente no implica una diversificación, sino una convergencia que erróneamente se toma como el amor universal cristiano o “el Indicado”. La nooesfera debe ser fragmentada y diversificada, y esta fragmentación o diversificación solo será posible cuando llevemos más allá el pensamiento de la diversidad y la tecnodiversidad. Podemos reconfigurar tanto las relaciones entre humanos y no humanos así como la economía política a través del desarrollo de la tecnodiversidad.

Tanto la biodiversidad como la noodiversidad están condicionadas por la tecnodiversidad. Sin esta última, tan solo tenemos formas homogéneas de lidiar con las agencias no humanas y con el propio mundo, como si homogéneo fuera equivalente a universal. Si tomamos a la tecnología como si fuera neutral y universal, entonces puede que repitamos lo que Arnold Toynbee dijo el siglo pasado sobre la ingenua importación que hacían los países asiáticos de la tecnología occidental en el siglo XIX. Él sostenía que en el siglo XVI el Lejano Oriente rechazó a los europeos porque estos querían exportar tanto religión como tecnología, mientras que en el siglo XIX, cuando los europeos solo exportaron tecnología, los países del Lejano Oriente la consideraron como una fuerza neutral que podía ser dominada a través de su propio pensamiento. Carl Schmitt citó este mismo pasaje de Toynbee para describir cómo la Revolución Industrial y el avance tecnológico desembocaron en la dominación del Dasein marítimo: “Oriente debe permitirse que seamos nosotros quienes lo desarrollemos”.

§4. Diplomacia epistemológica 

En El nomos de la tierra Schmitt comienza y termina con una reflexión sobre la historia de la tecnología. Luego de siglos de competencia entre fuerzas de mar y tierra, en el siglo XX vemos el ascenso de la fuerza aérea, que abarcó desde el combate de aeronaves hasta el lanzamiento de misiles a distancia. El poder en el siglo XXI descansa no en el parlamento sino en la infraestructura. Algunos perspicaces escritores han notado que los billetes europeos emitidos entre 2003 y 2013 ya no llevan retratos de figuras políticas históricas, sino infraestructura. Más que nunca, la competencia tecnológica es un campo de batalla en todos los niveles, desde empresas hasta defensa militar y administración estatal. La infraestructura no es solo un concepto materialista; además de sus propósitos económicos, operacionales y políticos, también conlleva complejos conjuntos de presupuestos axiológicos, epistemológicos y ontológicos que tal vez no sean inmediatamente evidentes. Es por esto que el concepto de diversidad, central para el pensamiento planetario, aún debe ser pensado. Para hacernos una mejor idea de lo que es el pensamiento planetario, algo que no podemos desarrollar del todo aquí, podemos empezar con lo que no es. De esta manera podremos delinear los contornos del pensamiento planetario.

El pensamiento planetario no se trata de la preservación de la diversidad, que se ubica a sí misma en contra de la destrucción externa. Se trata más bien de la creación de diversidad. Esta diversificación se funda en el reconocimiento de la localidad, pero no simplemente para preservar sus tradiciones (aunque seguirán siendo esenciales), sino también para innovar en servicio de esa localidad. Nosotros, en cuanto seres terrestres, ya hemos “aterrizado”. Pero eso no significa que sepamos dónde estamos; estamos desorientados por la planetarización. Como si estuviéramos mirando la tierra desde la luna, ya no nos damos cuenta del suelo bajo nuestros pies. Desde Copérnico, la infinidad del espacio ha parecido como un vacío inmenso. La tendencia a la inseguridad y el nihilismo inherentes a este vacío encontró su réplica en la subjetividad cartesiana, que devuelve todas las dudas y temores al propio hombre. Hoy, a la meditación cartesiana le sigue una celebración del Antropoceno, el regreso de lo humano luego de un largo periodo de “rodar desde el centro hacia una X”.  La infinidad del espacio hoy significa las inifinitas posibilidades de explotación de recursos. La humanidad ya ha comenzado a huir de la tierra y a lanzarse a la materia oscura, de la que prácticamente no sabemos nada. La diversificación es el imperativo necesario para que llegue un pensamiento planetario, y esto requiere que regresemos a la tierra.

“Un pensamiento planetario no puede tratar solo sobre mera aceleración, sino más bien sobre diversificación. La planetarización la reclama, y simultáneamente convoca a todos los esfuerzos a ir más allá y transformarla. Las tres nociones de diversidad que constituyen lo que llamamos pensamiento planetario son: biodiversidad, noodiversidad y tecnodiversidad.”

El pensamiento planetario no es un pensamiento nacionalista. Por el contrario, debe ir más allá del límite establecido por el concepto de Estado nación y su diplomacia. ¿Cuál es la finalidad de la existencia de un pueblo o nación? ¿Es tan solo la reivindicación de un determinado nombre? Así es como se expresó la diplomacia en el último siglo, desde que el Estado nación se volvió la unidad elemental de la geopolítica. La diplomacia, que se ha basado en un fuerte interés nacional y sentimiento nacionalista, ha derivado en una negación de las crisis ecológicas y la propagación global de pandemias. Por lo tanto, paradójicamente, la repentina afirmación de la actual crisis puede también provenir de una necesidad diplomática. El sentimiento nacionalista es alimentado por el crecimiento económico y la expansión militar, que son vistos como los únicos medios a través de los cuales es posible defenderse de amenazas que procedan del exterior. Una nueva diplomacia es necesaria: una diplomacia epistemológica fundada en el proyecto de la tecnodiversidad. Esta nueva diplomacia es más probable que sea iniciada por productores de conocimiento e intelectuales que por diplomáticos, que cada vez más se están transformando en consumidores y víctimas de las redes sociales.

El pensamiento planetario nada tiene que ver con la iluminación zen o la revelación cristiana. Es el reconocimiento de que estamos y de que permaneceremos en un estado de catástrofe. Según Schmitt, Dios pasó su poder al hombre y el hombre se lo ha pasado a las máquinas. El nuevo nomos de la tierra debe pensarse de acuerdo con la historia de la tecnología y su futuro, y es precisamente este futuro de la tecnología lo que Schmitt nunca abordó lo suficiente. Queda todavía por discutir cómo desarrollar nuevas prácticas de diseño y cuerpos de conocimiento –desde la agricultura hasta la producción industrial− que no estén al servicio de la industria, sino que más bien sean capaces de transformarla. Esto a su vez nos lleva a preguntarnos acerca del rol de las universidades y su producción de conocimiento en la actualidad, más allá de su función como fábricas de talentos para la disrupción y aceleración tecnológicas. Esta reestructuración del conocimiento y la práctica es el desafío principal al momento de repensar la universidad en el siglo XXI.

Biodiversidad, noodiversidad y tecnodiversidad no son dominios separados, sino que están tensamente entretejidos y son mutuamente dependientes. Los modernos conquistaron la tierra, los mares y los cielos con inconsciencia tecnológica. Rara vez cuestionaron las herramientas que inventaron y que utilizan, hasta que salió el primer tratado de filosofía de la técnica elaborado por el hegelianismo. La filosofía de la técnica, que oficialmente se inició con Ernst Kapp y Karl Marx, ha comenzado a ganar tracción en la filosofía académica. ¿Pero es esta “conciencia tecnológica” suficiente para llevarnos en una dirección diferente luego de la Modernidad? ¿O simplemente hace que el proyecto moderno se vuelva más central, en el sentido de que la tecnología se consideró la principal fuerza productiva de los países en desarrollo? La planetarización probablemente continúe durante un largo tiempo. Es posible que sus miserias irreversibles no basten para despertarnos, ya que esas miserias siempre pueden subsumirse a los vanidosos deseos humanos de reafirmar su rol de héroe trágico. En cambio, deberemos iniciar otros caminos que alojen a las nuevas formas de vida en un mundo posmetafísico. Esta es la tarea del pensamiento planetario.

Continuará…

*Artículo publicado originalmente en e-fLux. Traducción de Sofía Stel.

Yuk Hui nació en China. Estudió ingeniería informática y filosofía en la Universidad de Hong Kong y en Goldsmiths College en Londres, con un enfoque en filosofía de la tecnología. Actualmente enseña en la Universidad Bauhaus en Weimar y en la Escuela de Medios Creativos de la Universidad de Hong Kong. Fue investigador asociado en el Instituto de Cultura y Estética de los Medios (ICAM), investigador postdoctoral en el Instituto de Investigación e Innovación del Centro Pompidou en París y científico visitante en los Laboratorios Deutsche Telekom en Berlín. Es el iniciador de la Red de Investigación en Filosofía y Tecnología, una red internacional que facilita investigaciones y colaboraciones en filosofía y tecnología. Hui ha publicado colaboraciones en distintos medios como Research in Phenomenology, Metaphilosophy, Cahiers Simondon, Deleuze Studies, Implications Philosophiques, Techné, etc. Publicó los libros 30 Years after Les Immatériaux: Art, Science and Theory (2015, con Andreas Broeckmann), On the Existence of Digital Objects (2016), The Question Concerning Technology in China -An Essay in Cosmotechnics (2016) y Recursivity and Contingency (2019). Próximamente publicará Art and Cosmotechnics. Sus escritos han sido traducidos a una docena de idiomas.

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VIVIR UNA VIDA FEMINISTA 

 VIVIR UNA VIDA FEMINISTA 

Imágenes de Somos Mafia (@somosmafia), gentileza  del Centro Cultural Kirchner. 

Por Agostina Mileo 

Para empezar, mi manera de vivir una vida feminista no es una conclusión sino un proceso concomitante. Esto lo hace bastante complejo, involucra mi historia y todos los aspectos de mi vida. Pero la verdad es que no estoy en una cena en la que me lo están preguntando por casualidad, así que tal vez sea bueno que me refiera a ello a través del libro de Sara Ahmed que lleva ese título. Específicamente, creo que uno de los términos t-teóricos de Ahmed viene muy al caso para pensar mi vida feminista: la feminista aguafiestas.

Para los que no saben, un término “t-teórico” es el que es intrínseco a la teoría. Por ejemplo, «radioactividad» en Curie. Algo que dice Ahmed, que comparto y es lo primero que voy a decir sobre mi vida feminista es que el quehacer teórico no es un plan, algo creado en mi mente para ser ejecutado. Algunas formas en las que lo dice: “una escritura en la que una experiencia corporizada del poder constituía la base del conocimiento”, “demasiadas veces el trabajo conceptual se entiende como algo distinto de describir una situación: pienso aquí en una situación como algo que viene a demandar una respuesta”, “nos encontramos con el racismo y el sexismo antes de tener las palabras que nos permiten darle un sentido a eso con lo que nos encontramos”. En este caso, ofrecer una reflexión sobre la feminista aguafiestas es ofrecer mi tránsito por ese concepto, mi experiencia del concepto.

Para empezar, en mi interior la “feminista aguafiestas” no se llama así, porque “aguafiestas» es una palabra que no me interpela, a diferencia de la figura a la que refiere. Entonces, yo le digo “la feminista ortiva” o “la feminista conchaseca”. Lo primero que va quedando claro es que hicieron muy bien en elegir a otra traductora.

Me gustaría abordar a la feminista aguafiestas de Ahmed, esa que arruina reuniones diciendo sus cosas feministas, a través de una forma particular de la feminista ortiva, que es la aguafiestas de otras feministas, porque si el sexismo es estructural entonces está en todas nuestras estructuras, aún en las feministas. Me parece pertinente porque, excepto que alguien haya venido a esta presentación para “destruir el feminismo desde adentro” asumo que estamos acá porque compartimos ciertos acuerdos básicos. Entonces, el vivir una vida feminista se vuelve relevante en tanto no solo somos feministas cuando no hay feminismo alrededor sino en nuestros propios espacios.

Antes de empezar con esto quiero aclarar que de ninguna manera creo que haya una estructura de escalafones en la que primero sos aguafiestas de no feministas para después serlo de feministas y que, además, agradezco profundamente a las ortivas que me han puesto los puntos y a las que me los van a poner en el futuro. Creo que llegar a este punto no es una cuestión de «hacer carrera feminista». Es más una cuestión de irse volviendo cada vez más intensa en lo ortiva. Ahmed dice: “al volverte más intensamente una feminista aguafiestas, puede que tengas cada vez más cautela respecto de las consecuencias de llevar la contraria; una consecuencia, al fin y al cabo, puede ser lo que compartimos con otras personas. Una empieza a cuidarse para no desgastarse. Sabemos la energía que involucra: sabemos que algunas batallas no ameritan el gasto de energía, porque siempre nos chocamos con la misma cosa”. Yo creo que en un espacio feminista los costos de esa confrontación valen la pena.

Una de las cosas que señala Ahmed sobre el trabajo de las oficinas de diversidad en las instituciones, es que muchas veces tienen un rol de “lavada de cara”. Así como “la idea de que el documento produce algo es lo que podría permitirle a la institución no reconocer el trabajo que hace falta hacer” o como “la diversidad se ejerce, entonces, cada vez más como una forma de relaciones públicas: el esfuerzo planificado y sostenido para establecer y mantener la buena voluntad y el entendimiento entre una organización y los públicos”, he notado que la aguafiestas muchas veces se entiende como una forma de militancia autosuficiente y no como el producto de una militancia transversal.

En esto, lo que yo observo es una interpretación de “lo personal es político” como una propuesta en la que lo sistémico se modifica a partir de la suma de pequeñas acciones individuales, cuando en realidad en nuestra genealogía feminista lo que ha sucedido es lo inverso. Los grupos de concienciación nos permitieron ver que nuestras experiencias eran expresiones de lo estructural. Y así, lo que generamos es un movimiento político basado en una forma particular de conocimiento, que es el conocimiento situado.

El conocimiento situado señala que la universalidad es una ilusión, a través de mostrar que lo que hemos reconocido como cierto es en realidad el reflejo de una perspectiva: la del varón blanco heterosexual propietario. Y en ese camino, recupera las experiencias como valor en la producción de conocimiento. Sobre ese varón, Ahmed dice: «Cuando hablamos de varones blancos estamos describiendo algo. Estamos describiendo una institución. Una institución implica en general una estructura persistente o un mecanismo de ordenamiento social que gobierna la conducta de un conjunto de individuos al interior de una comunidad. Me refiero no solo a lo que ya se ha instituido o construido, sino también a los mecanismos que aseguran la persistencia de esa estructura”. Por eso no hay que confundir conocimiento situado con conocimiento particular e individual. Justamente, se trata de situar mis experiencias personales para poder caracterizar mi situación en tanto parte de un colectivo oprimido. La feminista aguafiestas señala cómo estas opresiones sistémicas se expresan el el ámbito privado porque ha decidido combatirlas a nivel sistémico.

Para esto es crucial tomar una decisión: si pensamos que el feminismo es una cuestión de género o de señalar la injusticia de la desigualdad. En mi caso, creo lo segundo. Por eso, me parece que el género en el feminismo funciona como un ejemplo paradigmático, mostrándonos que la desigualdad es constitutiva de la forma en que organizamos la sociedad. Yo no creo que un mundo en el que reemplacemos mujeres por varones en espacios de poder vaya a ser un mundo feminista. Y ahí entra la interseccionalidad, algo que Ahmed enfatiza a lo largo de todo el libro. No me parece que si las mujeres ricas tienen las mismas opresiones que los varones ricos y las pobres que los pobres vayamos a vivir en un mundo feminista. Y esto parece obvio de declamar, pero cuando vemos ciertas expresiones del feminismo no es tan obvio.

Las feministas ortivas no solo usamos nuestra voluntad para negarnos a someternos a los preceptos, sino que la reencauzamos hacia el deseo. No nos oponemos solo porque es injusto, nos oponemos porque queremos otras cosas. No somos aguafiestas como elección personal sino como requerimiento político. Ahmed dice: «no es que la niña sea voluntariosa porque desobedece, sino que la niña debe hacerse voluntariosa para desobedecer”. Vivir una vida feminista: cómo transformamos nuestras experiencias personales a través de entenderlas como desigualdades estructurales en el encuentro con otras y cómo usamos ese encuentro para cambiar el mundo en el que vivimos.

“He notado que la aguafiestas muchas veces se entiende como una forma de militancia autosuficiente y no como el producto de una militancia transversal. En esto, lo que yo observo es una interpretación de “lo personal es político” como una propuesta en la que lo sistémico se modifica a partir de la suma de pequeñas acciones individuales, cuando en realidad en nuestra genealogía feminista lo que ha sucedido es lo inverso. Los grupos de concienciación nos permitieron ver que nuestras experiencias eran expresiones de lo estructural.”

Va un ejemplo de esto. Unos días después del femicidio de Úrsula, estaba conversando con un varón querido que me dijo que se había sentido mal porque veía en las redes sociales que las feministas reclamaban que los varones se pronunciaran sobre el tema, dando por asumido que nos les preocupaba o que en el último tiempo no habían cambiado ningún tipo de actitud. Me desvío un poco de la anécdota, porque no es lo que me dijo este varón en particular pero sí es lo que me suele decir la institución varonil ante este tipo de reclamos, para resaltar esto que dice Ahmed sobre cuando se nos pide que esperemos señalando que estamos mejor que antes: “te piden que seas paciente, como si lo que está mal no fuera a continuar, como si alcanzara con la paciencia para que las cosas mejoraran. No estar dispuesta a esperar es no aceptar soportar eso que te dicen que disminuirá con el tiempo. Cualquier revolución en la que a algunas personas se les pide que esperen su turno terminará exactamente en el mismo lugar”. Volviendo al relato, yo entonces me pregunté cuál era la exigencia que se le estaba haciendo a los varones en esos actos de reclamo. Y llegué a la conclusión de que era un post de Instagram, entendido como una acción que iba a actuar estructuralmente por acumulación. Lo que se instanció como sentido común ahí es que, si las expresiones cotidianas son expresiones de la desigualdad sistémica, si cambiamos la cotidianeidad va a cambiar el sistema.

Mi lectura es otra. A Úrsula la mató su novio policía. 1 de cada 5 femicidios son perpetrados por las fuerzas de seguridad. En la provincia más poblada de nuestro país, el plan de gobierno se armó pensando en una política de mano dura que nos brindó episodios como el asesinato de Facundo Castro, la represión en Guernica y un sitiamiento de la Quinta Presidencial a modo de reclamo salarial. Y como feministas, ¿lo que le estamos pidiendo a los varones es que manden un mensaje al grupo de whatsapp que diga “uh bro que cagada los femicidios mejor no hagamos chistes de tetas por un tiempo”? ¿En serio? ¿Creemos realmente que así le estamos aguando la fiesta a alguien? Ahmed dice: “La historia de la represión estatal es la historia de aquello que el Estado reprime. La historia de la represión necesita ser empujada más fuerte para llegar a alguna parte porque tiene que ir contra la historia que cuenta el Estado, una historia que viaja rápidamente y con facilidad porque las líneas de comunicación se mantienen abiertas a ella” y después “La historia no solo describe su muerte; la sentencia a muerte”.

Y así, por ejemplo, es como una conversación que venía muy amena se tensa en un segundo.

Otra forma que tengo  de cagarle la cena a la gente es hablar de menstruación. Uno podría preguntarse ¿señora qué le pasa por qué habla tanto de menstruación? Y bueno, la cuestión es que desde 2017 coordino #MenstruAcción, una campaña basada en 3 reclamos: quita del IVA a los productos de gestión menstrual, provisión gratuita en espacios comunitarios y promoción de la investigación y socialización de datos sobre el tema. En estos 4 años logramos muchas cosas pero me voy a centrar en que se ha sentado un antecedente regulatorio a nivel regional, dado que 6 municipios y una provincia han aprobado leyes de provisión gratuita.

Ya voy a volver a esto, pero voy a empezar por el principio. Y el principio es esto que Ahmed describe como “ un cuerpo que no se siente como en casa en el mundo”. Hay una cita fabulosa en el libro, en la que se decribe ser un varón negro como “estar encerrado en esta objetividad aplastante”. Menstruar es un poco eso. El cuerpo menstrual es un cuerpo abyecto.

Y a mí me pasó siempre otra cosa que dice Ahmed, que es no entender bien algo que para todo el mundo es obvio sin intención de que así fuera y generar escandalización con esa falta de entendimiento. Nunca entendí el tabú de la menstruación en el sentido más experiencial de la cuestión, nunca me situé en el tabú. Y eso hizo que me hiciera varias preguntas. Ahmed dice “las descripciones del mundo de quien no se acomoda en él convierten a las cosas en preguntas”. En este caso, una pregunta muy simple ¿por qué no se puede decir menstruación?

En un testimonio, una profesional de la diversidad dice: “utilizar un término que no es aceptable implica no poder hacer nada. En cierto sentido, una necesita usar una palabra que no haga que la gente se sienta amenazada, si la intención es trabajar con esas personas”. Sin embargo, no hay sinónimos de menstruación. Entonces, lo que tuvimos que hacer con nuestra campaña fue volver aceptable la palabra inaceptable. ¿Cómo lo hicimos? Mostrando que la menstruación no tiene connotación moral. Esta estrategia sin dudas fue efectiva, pero me vuelve a llevar a la cuestión de la “lavada de cara”.

“Las feministas ortivas no solo usamos nuestra voluntad para negarnos a someternos a los preceptos, sino que la reencauzamos hacia el deseo. No nos oponemos solo porque es injusto, nos oponemos porque queremos otras cosas. No somos aguafiestas como elección personal sino como requerimiento político.”

Los proyectos presentados a lo largo y a lo ancho de todo el país cuentan con firmas de todo el arco político. Es difícil entonces no preguntarnos si no hicimos “demasiado aceptable” esa palabra y no llegamos a esto que Ahmed describe como “¿Qué sucede cuando las palabras que utilizamos nos permiten pasar por alto las razones por las que la usamos?”. En ese sentido, es fácil confundir el objetivo de aprobar leyes con el objetivo de mejorar la vida de las personas. En este caso, yo creo que hicimos las dos. Y estoy muy orgullosa y muy contenta. Pero también me pregunto si no le dimos la oportunidad a sectores reaccionarios de decir que están haciendo cosas feministas introduciendo medidas de bajo costo político para poder oponerse con más fuerza a otras modificaciones.

Realmente, lo ortiva no tiene límites. Pero lo feminista tampoco. Entonces, una contrapropuesta. Vivir una vida feminista puede ser instalar un término y luego disputar el sentido. No como diatriba teórica, sino haciendo teoría en las formas de instanciar ese término. En este caso, articulando la territorialidad de las herramientas del Estado. Ahmed lo describe como la necesidad de sostener, de seguir presionando. Igual que, por ejemplo, las compañeras socorristas que tienen que sortear los obstáculos de una ley de IVE aprobada con objeción de conciencia. Porque, de nuevo, las feministas no trabajamos para aprobar leyes, sino para mejorar nuestras vidas. Y esa mejora no es una cuestión objetiva de evolución de indicadores, es una cuestión de respetar nuestros términos, de disputar su apropiación, de definir un mundo en el que nuestros cuerpos se sientan en casa.

Agostina Mileo es comunicadora científica. Actualmente es miembro del colectivo Economía Femini(s)ta, donde coordina la campaña #MenstruAcción y edita la sección de ciencia. También escribe el newsletter de ciencia de Cenital y es tutora en el Programa Nacional de Educación Sexual Integral. En 2018 publicó su primer libro, Que la ciencia te acompañe (a luchar por tus derechos) y en 2019 el ensayo “Instonto maternal”. En redes sociales es conocida como La Barbie Científica. www.labarbiecientifica.com

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DUEÑO DE MÍ, DUEÑO DE NADA

DUEÑO DE MÍ, DUEÑO DE NADA

Por Hernán Borisonik 

Se suele decir que antes de la Modernidad el “ser” determinaba el “hacer” (ser hijo del zapatero, dedicarse a hacer zapatos), pero que durante el tránsito histórico que desembocó en la Revolución Francesa se invirtieron los términos y, desde entonces, las personas pasaron a ser libres para “hacer” su camino y devenir, pasar a “ser”, objetos de su propia creación. Más allá de las grandes imprecisiones o parcialidades que contienen esas ideas, es cierto sin duda que el humanismo moderno se desarrolló a través de una imagen productiva (una productividad que nutrió e incluso dio forma al plano de la creación estética), y que eso modeló en gran medida a la subjetividad occidental por cerca de dos siglos. Tal vez por eso se fue dando naturalmente un proceso de atomización de la potencia creadora, hasta el surgimiento del tan trillado y mezquino self made man.

De cualquier modo, y aunque sigamos atándonos simbólicamente a muchos de los arquetipos modernos, hoy nos encontramos, de modo irrefutable, frente a un nuevo movimiento de esas (y otras) categorías que hace que el ser y el hacer se vinculen de formas hasta ahora desconocidas, cuestión que pone en jaque (¿mate?) la seguridad de los binarismos del tipo “moderno-premoderno”. En la actualidad, se dan simultáneamente una exacerbación de la autoridad sobre el sí (sobre el yo), que lleva a un rebasamiento de las clasificaciones normalizadas, y a la vez una regulación casi total de los modos y sentidos con los que estos “soberanos de sí” se expresan y agrupan. Lo que se aprecia es una especie de macro-estructura que absorbe y usa la información producida colectivamente generando en cada cual la ilusión de libertad de elección, pero minando en definitiva toda posibilidad de rechazar la reiteración tendencialmente infinita de los mecanismos de micro subjetivación.

Para decirlo más sencillamente: las subjetividades contemporáneas se encuentran fraguadas por nuevas constelaciones de fuerzas, que implican un potente control sobre el tiempo real y generan un enorme apego al instante. Se da, así, un juego de espejos entre la diversificación casi absoluta de las identidades y la forma en la que éstas son interpretadas por los mecanismos de normalización. Es cómodo, casi un regalo, para las (plata)formas digitales automatizadas el hecho de que permanentemente estemos diciendo que somos esto o lo otro y nos lo creamos. Sobre todo, porque lo decimos demasiadas veces e incluso con sentidos muy distintos. El resultado de este tipo de individuación es la contracción de la subjetividad a un presente sin historia ni barreras, con la consecuente creación de una identidad poco abierta a enterarse de la dinámica de los movimientos pulsionales que la configuran. Hace unos años participé de un equipo de investigación sobre el cruce entre subjetividad, trabajo y vocación. La investigación estaba enfocada sobre todo en las personas que buscaban o tenían empleos en los que la mayor motivación era ganar dinero. Nunca me voy a olvidar de los dichos de un empleado de Remax que era “muy libre y feliz” por no tener jefes a la vista ni horarios fijos, pese a declarar también que dormía poco y se sentía muy presionado.

Otro ángulo para mirar el mismo problema es la idea de “artista”. Nuestros tiempos facilitaron enormemente el acceso a tecnologías que permiten que cualquiera que así lo desee pueda fácilmente producir y consumir imágenes. Boris Groys lo mostró de un modo hermosamente claro en su Volverse público: durante los siglos XVIII y XIX los artistas eran una minoría que vivía de su trabajo y formaba el gusto del resto de los miembros de la sociedad. Pero desde comienzos del siglo XX, y cada vez con más fuerza, la dicotomía entre artistas y espectadores comenzó a colapsar debido a la introducción de tecnologías que facilitaron más y más los medios de expresión estética, a la vez que dinamizaron de manera espectacular los medios de expresión de las opiniones personales sobre cualquier tema. Uno de los resultados hoy tangibles de ese proceso es la dificultad (o, mejor dicho, la virtual imposibilidad) para fijar algún límite entre artistas y público, entre obra y autor o entre arte y (auto)diseño.

Una consecuencia adicional del mismo proceso es la desjerarquización de los discursos y los conocimientos, al punto de dar espacio para dudar sin bases de ninguna clase de la teoría de la evolución o de la redondez de la Tierra. Y no me refiero a las dudas honestas que puedan haber surgido desde ámbitos preocupados por el conocimiento del mundo, sino a las teorías conspirativas fundadas en el odio y la ignorancia que tantos años de maltrato, depresión y manía capitalistas han traído. En ese sentido, merecería la pena dedicar un rato a pensar en las fuentes de esas formulaciones y las afinidades políticas de cada caso, pero eso es para otro texto.

Imágenes de la obra One Million Dollars. 2002, de Wilfredo Prieto. Billete de un dólar estadounidense y espejos.

Volviendo al eje central, además de la ilusión del libre acceso a los medios (o la confusión de ese acceso con una real posibilidad de expresarse y comunicarse con otras personas), la digitalización de los medios de registro y expresión trajo una casi inmediata ilusión de inmaterialidad. Los recursos digitales se presentan como irrestrictos e ilimitados. Lo cual, por supuesto, es falso, ya que cada click implica un gasto energético. Y hoy una parte considerable de la producción y la polución mundiales se deben a las necesidades de los dispositivos que requieren recargar sus baterías y a la información que circula de un lado al otro de modo “inmaterial”).

Lo anterior se conjuga en términos bastante concretos si lo miramos desde el lado de la producción. Nos encontramos con una masa inmensa de personas cuyas vidas son tomadas como insumo (lo quieran o no, tengan trabajos remunerados o no, hayan alcanzado cierto nivel de educación o no…) para una economía que logra formalizar y mercantilizar esas existencias, al tiempo que hace uso de los mecanismos antidemocráticos que ha establecido el neoliberalismo para no repartir los beneficios ni ser blanco de grandes ataques. Se ha dicho ya bastante (y muy bien) cómo se dan varios canales de interrelación entre estos actores y el capital financiero. Pero otra de las líneas que merece ser analizada es aquella ya percibida por Herbert Marcuse (y últimamente retomada por Mauruzio Ferraris) de la desublimación.

Freud mostró que los seres humanos podemos mediar las metas pulsionales primarias permutándolas por otras, sin perder la intensidad original de la libido, a través de la sublimación. Ese desvío hacia nuevos fines se da principalmente en actividades artísticas o intelectuales. Según Freud (que en sus palabras refleja toda la tradición filosófico-política que lo precedía), para sostener la vida social es necesario controlar los deseos y por eso la mediación es saludable para la comunidad. Mientras tanto, hoy lo que vivimos es una era de desublimación, de inmediatez, de regreso a un estadio más primario de la vida, pre-verbal y pre-ético (toda ética implica una contracción de las posibilidades de los cuerpos). Desde el eco (un eco simplificador y parcial) de ciertos elementos del pensamiento de Nietzsche, Heidegger o Derrida, se estableció una suerte de anti-humanismo que se ocupó de recuperar la animalidad sustancial del hombre y la búsqueda de expresar un deseo “puro” (o pre-sublimado).

Marcuse vio con asustadora claridad que los avances tecnológicos dentro del entorno capitalista lejos de emanciparnos apoyan los lazos de dominación, a través de la disminución del Eros y la liberación de una sexualidad menos mediada (pero más opresiva). En su análisis, los sujetos de lo inmediato buscan la satisfacción rápida de los impulsos, volviéndose unidimensionales y fácilmente dependientes de cualquier cosa que los alivie. Y como contracara, las capacidades de lucha política decaen hasta el ridículo. Ferraris, por su parte, sostiene que los caminos contemporáneos del deseo no se dieron en los términos emancipatorios de Deleuze y Guattari, sino que, al contrario,  se perdieron en los laberintos de las redes digitales y devinieron mecanismos de tiranización y explotación.

Hoy en día, es cotidiano ver cómo el deseo se canaliza en odios, linchamientos, postverdades y formas de manipulación que tienen beneficiarixs concretxs. Hay una primarización de la experiencia vital que apunta a punzar sobre las emociones y apetitos más básicos para aprovechar las reacciones y reflejos individuales y rápidamente mercantilizarlos. Eso hace que nos entreguemos al goce de la repetición, en lugar de tomar distancia de nosotrxs mismxs. Ese punto se puede ver claramente en la música pop, concentrada cada vez más en reiterar frases pegadizas. Algo de eso fue aludido, por ejemplo, en una performance de 2017 del colectivo Lolo y Lauti en la que cantaban el estribillo de la canción pop-latina del momento, instalada en los labios y mentes de todo el mundo durante algunas semanas (https://loloylauti.com/thaluma). Pero el ritmo de capital nos insta, también, a que a cada rato busquemos un nuevo loop que nos entretenga. Las migajas de la libertad individual parecerían jugarse en esos microsegundos de “decisión” entre un ciclo y el siguiente, que son precisamente los que hoy se gobiernan algorítmicamente. Entonces, nos distraemos con las batallas por la propiedad de nuestro ser y nos evadimos de los problemas que acompañaron y acompañarán nuestra existencia en el universo: las necesidades insatisfechas, el retorno permanente del hambre y el sueño, la pujanza de los deseos sexuales y la dependencia de mecanismos colectivos para sobrevivir. Vivimos corriendo detrás de situaciones que no podemos resolver, a velocidades que nunca podremos alcanzar, y mientras tanto nos desorganizamos como cuerpos y potencias.

“Las subjetividades contemporáneas se encuentran fraguadas por nuevas constelaciones de fuerzas que implican un potente control sobre el tiempo real y generan un enorme apego al instante. Se da un juego de espejos entre la diversificación casi absoluta de las identidades y la forma en la que éstas son interpretadas por los mecanismos de normalización. Es casi cómodo, casi un regalo, para las (plata)formas digitales automatizadas el hecho de que permanentemente estemos diciendo que somos esto o lo otro y nos lo creamos.”

Lo anterior plasma la metodología de un régimen económico en el que la generación, división y extracción de datos producida en todos los aspectos de la vida de todos los seres humanos (y aledaños) y de manera permanente es tendencialmente la mayor fuente de acumulación. Como si las pulsiones y traumas más profundos pudieran ser sanitizados y organizados, mercantillizados y conducidos a actos que se presentan como espontáneos (como la reciente “toma” del Capitolio en Washington); pero que finalmente sólo redundan en frustración, depresión y más violencia.

Hernán Borisonik es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, profesor adjunto en la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín e investigador del Conicet. Dirige y forma parte de diversos proyectos vinculados a la filosofía y la teoría política. Realiza discontinuamente tareas de curaduría, performance y crítica de artes. Editó varios volúmenes académicos y de divulgación y escribió los libros Dinero sagrado. Política, economía y sacralidad en Aristóteles (2013) y Soporte. El uso del dinero como material en las artes visuales (2017).

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