CEFALOMORFOS

Por Luis Barragán Castro

6 mayo, 2024

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Compartimos con nuestrxs lectorxs “Cefalomorfos” uno de los cuentos que forman parte de Parásitos perfectos, de Luis Barragán Castro.

 

Comenzaron a nacer en las esquinas del baño, en los vértices de las baldosas mohosas, en la parte más oscura de la ducha; no salían fácilmente con productos de higiene general. Después de meses de bañarme allí, en ese baño sin ventanas, pobremente iluminado, jamás había visto una especie tan particular, ni una que creciera tan rápido. De lejos parecían bolitas, como las cabezas de los hongos silvestres o como pequeños champiñones lisos, pero cuando me acerqué pude ver que no era un hongo común. Daba la impresión de ser algo más inquietante, algo que daba miedo mirar, aunque no sabía por qué. Comencé a usar sandalias en la ducha para que no se me pegara nada y compré un arsenal de desinfectantes, desengrasantes y productos anti-moho para limpiar baños, que usaba sin falta cada sábado, en pantaloneta, con guantes de lavar y de rodillas. Fregué con un cepillo de dientes las esquinas de la ducha, usando toda mi fuerza para sacar la base babosa que crecía en la boquilla de los azulejos, la extensión que se ramificaba mostrando el patrón sanguíneo de las venas o las raíces. Era un hongo difícil: tenía que usar una espátula pequeña para retirarlo completamente y para lanzar los restos amarillos a la basura.

Un fin de semana no pude fregar la ducha. Tuve muchísimo trabajo, apenas me preparé el desayuno y no me despegué del computador. Me pidieron que atendiera un turno extra de chat de servicio al cliente de la compañía, porque un asesor había tenido un problema familiar. Tampoco me quedó tiempo entre semana, pero cuando me bañaba a diario, miraba con asco la inquietante esquina de la ducha, recordándome que debía sacar tiempo para eliminar esa mancha amarilla que apenas podía detallar por la poca luz que llegaba a la poceta. El siguiente sábado, finalmente, me puse la pantaloneta, saqué la espátula y los productos de limpieza, y me agaché para comenzar a rociar el desinfec- tante, pero al ver el hongo de cerca, sus pólipos esféricos y amarillentos me sorprendieron: crecían en forma de colme- na, exhibiendo una geometría inusual. Eran racimos de uvas enfermas, con patrones vagamente familiares en sus superficies. Decidí examinarlos con la linterna del celular: descubrí que las bubas no eran otra cosa que pequeñas cabecitas humanas de un material relativamente esponjoso, creciendo con los párpados cerrados, con cachetes, naricitas y ojitos del tamaño de cacahuates. Las caritas gordas y pecosas se habían hinchado todo este tiempo, sin moverse, creciendo en la punta de un minúsculo tallo blanco. Toqué suavemente una de las caras con la espátula y le abrí los labios: descubrí que también tenía dientes. Sentí asco y tuve esa sensación en el ano como siempre que me encuentro con algo que me impresiona: gente deforme, heridas abiertas o estar en un lugar muy alto.

Fui corriendo a la cocina por un cuchillo con la intención de cortar una cabecita para examinarla mejor y volví a la ducha. Las toqueteé con cuidado, impresionado, notando su textura cauchosa pero endeble, terriblemente delicada: una pisada y las habría convertido a todas en papilla. Las moví de un lado a otro con el cuchillo para examinar la perfección con que la materia micótica había modelado las orejas y los párpados. Fui muy cuidadoso, temía que pudieran hacerme daño al estallar en mi cara y liberar esporas o veneno. Intenté tomarles fotos con el celular, pero todas quedaron borrosas o demasiado oscuras. Me moría de ganas por contarle a alguien, pero me había peleado con todos en mi país natal y no conocía a nadie en esta ciudad excepto a mis compañeros de trabajo, que no eran mis amigos. Me había diseñado una vida en la que pasaba el mayor tiempo posible encerrado en casa, sin tener que sufrir por el estrés de relacionarme con humanos; hasta le vi el lado romántico después de leer la historia de los monjes paleocristianos del imperio bizantino, alejados en desiertos, en monasterios entre las montañas, buscando una forma estricta de confinamiento para encontrar en el silencio los rastros de Dios.

Las malditas cabezas fungiformes daban asco, sí, pero al mismo tiempo producían algo de ternura o incluso compasión: cada una parecía una persona real, un bebecito regordete de materia micótica. Algunos estaban fusionados, como siameses de cara con los labios medio abiertos, tomando una siesta plácida. Parecía que tenían alma, que respiraban tiernamente. Tuve la idea de decapitar un hongo y sacar la cabeza del baño para examinarla a la luz, pero de inmediato tuve la sensación de que iba a asesinar a alguien y que podía terminar en la cárcel. ¿Qué tan fácil es matar algo solo porque es pequeño y bulboso? No, recapacité, son solo unos hongos que crecen en las baldosas de mi baño. Empuñé el cuchillo con fuerza y seccioné una de las cabecitas calvas con la suavidad con que se corta un cubo de mantequilla o con que se saca una cucharada de aguacate. Puse la cabecita de bebé en un plato pequeño y la llevé junto a la ventana: al verla con la luz del día, tuve la pulsión de estrujar con ambos pulgares los cachetes angelicales del bebecito y ver qué salía de su boca, como si sacara una espinilla con rapidez y precisión para que no doliera tanto. Opté, sin embargo, por usar el cuchillo para cortarle la cabeza por la mitad, como una uva que dos personas hambrientas se quieren repartir. Le pasé el filo por la frente de forma vertical, dividiendo la nariz, los labios y el mentón: el interior estaba lleno de una especie de jugo negro repleto de semillas babosas, aún verdes, que se regaron en el plato. Me dio tanto asco que tuve que apartarme y dar vueltas por la sala, intentando contener el vómito.

Tuve la idea de decapitar un hongo y sacar la cabeza del baño para examinarla a la luz, pero de inmediato tuve la sensación de que iba a asesinar a alguien y que podía terminar en la cárcel.

Dejé la cabecita secando al sol. Al menos había comprobado que no tenía esqueleto: por dentro era solo esa pulpa negruzca y carnosa, con semillitas pequeñas y olor a comida fermentada o a sudor. Igual, sentía que acababa de matar a alguien, que tenía que tirarlo todo y entregarme a la policía, pero no. ¡No! Solo son hongos que crecen en las baldosas mal selladas de mi ducha, pensé.

Esa misma noche quise aprender más sobre hongos. Busqué sobre lamas, líquenes y algas, pero no encontré nada que hablara de organismos con cabezas humanas. Me fui a dormir a las dos de la mañana después de aprender sobre las principales divisiones filogenéticas del reino de los hongos. Soñé que me encontraba frente a la pequeña testa que había partido en dos. En el sueño todavía estaba completa y tenía el tamaño de un melón; reposaba sobre la tabla de picar y me miraba tranquilamente, examinándome, girando los ojos para explorar mi mundo. Yo la acariciaba y pasaba mi mano por su escaso cabello de bebé: era alguien a quien yo apreciaba. Luego comenzó a farfullar algo y yo me acerqué para escuchar lo que quería decir. Pronunció mi nombre con suavidad, un susurro.

¡No! Solo son hongos que crecen en las baldosas mal selladas de mi ducha, pensé.

No limpié nada ese fin de semana y el lunes, cuando me metí a la ducha, no pude apartar la mirada de los cientos de pequeñas pápulas que se hinchaban al recibir el agua caliente. Apenas pude restregarme. Tenía miedo de acercarme de nuevo, de ver las repugnantes caritas de angelitos deformes y sus cachetes flácidos. No dejé de pensar en ellas el resto del día; eran pensamientos intrusivos que interrumpían mi trabajo. Cada vez que comenzaba a responder una pregunta en el chat de servicio al cliente tenía un episodio de fuga en el que me quedaba completamente quieto, pensando en la formación geométrica del micelio. El miércoles de esa semana noté que el brote de la ducha se había extendido por la boquilla húmeda de los azulejos, ramificándose y entretejiendo en sus venas blancas capullos esféricos que escalaban por el inodoro; ahora también tenía un brote que manchaba la cerámica por los lados de la taza como un untado de caviar amarillo. Me dio asco orinar ahí, pero de todas formas lo hice; apunté mi chorro de orina directamente a sus pequeñas caritas, notando que sus labios se movían, hasta podía adivinar sus dientes y sus lengüitas. El resto de la semana tuve más sueños con las cabezas: se aparecían en medio de escenas que no tenían nada que ver con ellas, primero se veían borrosas y luego ocupaban el primer plano de mi mente, flotando, husmeando en mí, inundándome. El siguiente sábado volví a acurrucarme y a poner la luz del celular: las bolitas de la ducha comenzaban a crecer verticalmente, con tallos cada vez más gruesos; ese día decidí que no las limpiaría, ni contrataría un servicio de limpieza, solo las observaría con fascinación. Quería percibir la forma en que crecían, quería ver qué pasaba si las dejaba desarrollarse y mostrar lo que me querían mostrar: tal vez algo eclosionaría. Pensé en lo terriblemente triste que era no poder contarle a nadie de mi hallazgo y en lo extraño de que no existiera ese tipo de hongo en las clasificaciones que me mostraba Wikipedia. Podía ser una nueva especie, aparecida hacía poco tras el malfuncionamiento de las plantas nucleares de Zipaquirá: de todos modos, ahí estaba, creciendo febrilmente en mi baño sin ventanas, casi que burbujeando en un caldo terriblemente fértil. La cabecita que había sacado la semana anterior se había secado por completo, y se había convertido en una cáscara vacía de piel negra y rasgos indeterminados. Las semillas, o esporas, eran apenas un polvito gris.

Me dio asco orinar ahí, pero de todas formas lo hice; apunté mi chorro de orina directamente a sus pequeñas caritas, notando que sus labios se movían, hasta podía adivinar sus dientes y sus lengüitas.

En solo un par de semanas el brote se esparció por todo el alicatado, manchando también el estuco con rojos vivos y aguamarinas, formando destellos de amarillo galio y fucsia, como un excéntrico Jacanamijoy. Todo el suelo era un tornasol de vida y las extensiones dendríticas se habían apropiado de las paredes hasta el techo, formando una piel de ramificaciones enmarañadas, espesas, entretejidas con más bulbos en patrones geométricos que producían tripofobia: retoños florecidos que ahora eran mis bebés. Los más viejos ya tenían el tamaño de melones y seguían creciendo. Todo podría haberme resultado repugnante, pero algo operaba en mí y ya no sentía asco: me bañaba sin sandalias, acariciando las pupas con los pies. Tuve la sensación paulatina, pero clara, de que los hongos podían leer mi mente mientras dormía, paseándose por mis recuerdos como Pedro por su casa: la visión de una cabeza inmensa que flotaba sobre la ciudad se volvió familiar, hasta tenía la sensación de que su rostro era el de un viejo amigo. Cuando me miraba directamente, sus ojos brillantes se enlazaban a los rasgos más profundos de mi psique. Los crustáceos y ciempiés de mis traumas convulsionaban ante su presencia y pude distinguir algo inmenso, algo totalmente desproporcionado detrás de su piel. La cabeza era en realidad una estructura que se extendía por el vacío, una red de estrellas y pensamientos, una galaxia entera de ideas aleatorias sin propósito ni sentido.

Una vez dentro de mí, el hongo se instaló firmemente: apenas cerraba los ojos, su forma parecía crecer y multiplicarse tras mis párpados, las caras sonreían sardónicamente en mis sueños y creaban estrellas, poliedros, paralelepípedos giratorios de caras amarillas. Mientras estaba sentado en el inodoro, cuando descansaba los ojos de la pantalla del computador, cuando parpadeaba… los hongos siempre reaparecían, tenía una impresión retiniana llena de pupas frenéticas.

Los rasgos de bebés, antes genéricos, se estaban convirtiendo en rostros de personas que había conocido en mi infancia. La primera vez que lo vi me quedé casi media hora absorto ante el racimo del que florecían mis amigos del colegio: las caras habían adoptado sus rasgos y vi, entre ellas, a las versiones calvas de Gina Tatiana Segura y de Santiago Villamarín, copias cancerígenas de mis amiguitos de primero de primaria. Otra de las cabecitas se estaba convirtiendo en mi abuela y otra en mi tía Estela. Algunas cabecitas colapsaban apenas unos días después de alcanzar la madurez. Una adoptó los rasgos de mi padre, pero, con la misma velocidad con que sus rasgos se solidificaron, comenzó a desgajarse, a derretirse y partirse en pedazos, dejando caer la carne negra y babosa de su interior a través de una herida paranasal y un ojo podrido.

Busqué como loco alguna explicación científica. Tenía que saber de dónde venía el hongo, qué le permitía reproducir con exactitud las caras de quienes poblaban mis recuerdos: eran las mismas narices, arrugas, cejas y sonrisas incómodas, aunque con los ojos cerrados y ligeramente deformados, inflados de esporas; eran sacos de una materia espumosa, tremendamente suave al tacto. Mis intentos de encontrarlo en internet fueron fallidos y la única explicación que se me ocurrió fue que los hongos habían desarrollado algún tipo de célula neuronal: durante todo este tiempo la mente del hongo había explorado mi psique al detalle, tal vez era parte de su ciclo reproductivo. Se había asentado en las profundidades cavernosas de mi cerebro y ahora anidaba en el lóbulo temporal, donde se procesa el reconocimiento facial, copiando caras sin saber lo que eran, sin conciencia de hacerlo.

Los rasgos de bebés, antes genéricos, se estaban convirtiendo en rostros de personas que había conocido en mi infancia. Una adoptó los rasgos de mi padre.

Al fin podía escapar a mi soledad cuando terminaba los tur- nos de chat: tuve el alivio de ver y hablar con rostros conocidos en un país distante, rostros sostenidos de troncos tan gruesos como penes erectos repletos de venas azules, hinchados y granulosos. Les conté, por ejemplo, sobre una mujer encolerizada que había comprado un nuevo teléfono que no le funcionaba, pero en realidad ni siquiera sabía cómo prenderlo. Me reí contando la historia, hacía mucho que no me divertía así. Un día mi hermana, que había muerto hacía doce años, apareció entre los hongos con una ligera sonrisa, resucitada en la pupa pecosa, floreciendo con alegría. Casi me ataco a llorar, fue inevitable que intentara tocar su piel de hongo y susurrara su nombre. ¿Sandra? No movió la boca, no movió los ojos. Las pupas fungiformes no tenían cerebro, eran solo sacos velludos de esporas, sacos pecosos, esponjosos como champiñones, carentes de mente y de músculos, con filas intrincadas de telitas grises bajo el mentón como las delgadas láminas que conforman el himenio bajo el sombrero de muchos otros hongos. La cara de mi hermana estaba espectacularmente esculpida y tenía el tamaño de una cala- baza madura. Daba la sensación de que estaba viva.

Sostuve la cabeza de mi hermana en mis manos y recordé cómo había muerto. Por ella había huido de todo, por ella siempre terminaba en lugares aislados, en países en los que no entendía el idioma, incapaz de tener amigos. Cuando éramos pequeños siempre me repetía que yo era feo y bobo. Habrá sido una cosa de niños, pero nunca lo pude superar. Me golpeaba en la cabeza sin provocación, decía que yo era la persona más fea del mundo y, cuando llegué a la adolescencia, se reía de mi vello corporal, de mis axilas, de mi bigote, del tamaño de mi nariz. Lo hizo frente a toda la familia, frente a mis amigos, frente a mis padres. También decía que yo era un retrasado, un simio, un orangután, que era demasiado excéntrico. Otras veces se olvidaba de mí, nunca me tenía en cuenta. Ni siquiera a mis treinta años lo había superado: no era capaz de quitarme la ropa frente a alguien, seguía con mi tartamudeo y no quería que nadie me viera. Unos días antes de su muerte tuvimos una discusión muy seria. Ella estaba en cama en una habitación de hospital después de un infarto, pero discutimos sobre mí. Sabía que no era el momento, pero le dije que por su culpa mi vida estaba arruinada, que por ella sentía miedo de todos, le grité todos los insultos que sabía. Esa misma noche tuvo otro infarto. Sentí que, al menos indirectamente, yo la había matado. Yo sí la quería y creo que ella me quería a mí, solo que lo expresaba de una forma que nunca pude entender.

Cuando maduraron, las cabezas se hicieron mucho más grandes que las humanas. Algunas, diría yo, eran más grandes que balones de Pilates; se les doblaba el tallo de tan pesadas, salían por la puerta del baño. Con los cachetes contra el suelo del corredor, unas sobre otras, apiladas a falta de espacio, comenzaron a formar una pared, tapando la entrada del baño. El hongo con la cabeza de mi hermana se volvió morado y el de Juanita, quien había sido mi mejor amiga, tenía el tallo retorcido y ahora era marrón oscuro. Otros hongos perdieron dientes en el proceso de maduración y la mayoría de las cabezas estaban ahora gordas, con los ojos abiertos, con pupilas grandes y sonrisas amplias. Yo las cuidaba, les echaba agua, las limpiaba, tenía miedo de perderlas. Me sentía como un jardinero: las podaba, les retiraba la piel muerta que descamaban cada semana mientras crecían y les contaba lo que me pasaba en el trabajo. Podía decir cualquier cosa, no me iban a juzgar. “No sé por qué me da tanto miedo admitir que me siento solo.” Mi hermana me miraba desde el suelo con un ojo entreabierto. “En casa me enseñaron que estar solo es bueno, que no necesito a nadie, por eso no quería… no tengo las palabras para describir esta soledad.” Mi hermana seguía en la misma posición, hinchada como un globo. “Quiero decirte que te extraño. Te extraño muchísimo. No sabía cómo decírtelo antes, pero ahora que estás acá, todo tiene sentido. La última vez que hablamos te traté mal, quería pedirte perdón. ¿Me perdonas?”

Después de varias sesiones de desahogo, el hongo con la cabeza de mi hermana apareció claro y brillante en varios sueños. Supuse que era la presencia telepática del cerebro de la colmena. No volví a salir de la casa, no volví a bañarme ni a afeitarme. Perdí mi trabajo, me imagino, porque no volví a atender los chats de servicio al cliente; tampoco volví a cargar el celular, pasaba horas enteras abrazando las caras amoratadas de mis seres queridos. Pedí un mercado a domicilio y me mantuve con pasta instantánea y latas, no sé por cuánto tiempo. Solo prendía el computador para buscar más referencias a hongos telepáticos. Así descubrí que en la última semana se habían publicado algunos artículos nuevos: brotes como el de mi apartamento habían surgido esporádicamente en la ciudad. Un biólogo afectado por una de estas incidencias descubrió que los hongos eran parientes de los “pedos de lobo” gigantes, y que el brote llevaba expandiéndose desde el mes pasado. En otro artículo, publicado apenas unos días atrás, unos científicos demostraban que todos los brotes de la ciudad estaban conectados por las tuberías. Tomando muestras en distintos lugares, determinaron que los hongos tenían el mismo ADN. Primero pensaron que eran clones, pero luego descubrieron que era un solo organismo, un inmenso micelio que, a la fecha del artículo, ya medía más de trescientos kilómetros cuadrados de área, lo que lo convertía en uno de los organismos vivos más grandes del mundo. Un elemento en común en la experiencia de convivir con los hongos era que las personas afectadas por el brote comenzaban a sentirse íntimamente relacionadas con ellos. En un foro, una mujer escribió que sus hongos cefalomorfos tenían el rostro de Jesús, otros comentaban que habían visto las caras de sus padres muertos e ídolos de fútbol. Todos habían comenzado a enloquecer en sus casas, cada vez más obsesionados con sus racimos de cabezas hinchadas. Muchos ya habían perdido sus empleos, como auténticos ca- tatónicos, ahogándose en la negligencia y la psicosis.

La presencia psíquica de los hongos se desarrolló aún más, propagándose por todos los rincones del apartamento, inundando como una oleada de sentimientos cada cajón, cada alacena, entrando por mis poros y obligándome a mantenerme en el suelo, abrazando las cabezas hinchadas de mis seres queridos, sin hacer más que susurrar y temblar. Un olor intenso a frutas podridas acompañaba la experiencia. Comencé a pensarlo como una terapia, como un proceso doloroso para perdonar toda la mierda que mi hermana me había hecho tragar, una jornada de silencio para tocar fondo y poder encontrar la forma, la palabra y la acción que definieran mi dolor. Al cerrar los ojos siempre veía la inmensa cabeza de Sandra: una mole de varios kilómetros de altura sobrevolando barrios periféricos, buscándome con sus ojos brillantes entre callejones. En mis sueños, ella me encontraba, se conectaba con mi mente sin pedir permiso con un rayo que iba de sus ojos a los míos, era una violación psíquica, pero me permitía ver la constelación de su mente, la extensión masiva de sus terminaciones nerviosas por kilómetros a la redonda; sabía que era un gigante, un dios ciclópeo que me miraba en silencio. Sufrí los embates de felicidad y odio al contemplar esas constelaciones, sentí ráfagas de euforia que se ramificaban por todo mi cuerpo y me obligaban a retorcer los músculos, oleadas de placer que me hicieron eyacular en mis pantalones y que daban espacio a memorias claras y dolorosas de lo que Sandra era y hacía; llanto inexplicable, músculos que terminaban por relajarse, ataques de ira. Había momentos en que no podía dejar de gritarle e insultarla, caminando de un lado a otro, rastrillando los dientes, sudado de pies a cabeza, a medio vestir. Ya había comenzado a perder la cuenta de los días, no me cepillaba los dientes ni podía dormir, me orinaba y me cagaba en mis pantalones mientras soltaba carcajadas. En el pico de la experiencia telepática, cuando ya no soportaba ninguno de los músculos de mi cuerpo, el hongo me habló directo a la mente con la voz de un ángel terrorífico. Me dijo que ella

también había tenido que sufrir mucho, que la razón por la que me había tratado así era porque nuestra madre la castigaba, la maltrataba o la ignoraba. Lloré ante la revelación, y comprendí que el dolor se reproduce de uno a otro como un insecto que pone sus huevos en nuestros cerebros. Luché contra mi obstinación por varias noches, dándome cuenta de cómo yo mismo me había encerrado en la historia de que toda mi miseria era culpa de Sandra, yo me la contaba a mí mismo, me aferraba a ella, me gustaba, me ayudaba a justificarme como una víctima, pero ya podía soltarla. Los hongos supervisaron mi proceso con la determinación de un guía espiritual, siempre vigilantes, todas las cabezas apiladas en el corredor con los ojos muy abiertos, sus miradas fijas en mi corazón.

 

Los hongos supervisaron mi proceso con la determinación de un guía espiritual, siempre vigilantes, todas las cabezas apiladas en el corredor con los ojos muy abiertos, sus miradas fijas en mi corazón.

Hace poco, las caras comenzaron a emitir un olor delicioso. Sus voces me despertaron mientras yo yacía sobre una pila de cabezas micóticas; primero pensé que había alguien en el apartamento, pero luego entendí que era la misma voz angelical en mi cabeza. Tal vez fue gracias a la interacción mental que aprendieron a reconocer las señales del lenguaje humano; sea como sea, replicando mi propia voz, los hongos pidieron que me los comiera: “Cómenos. Come. Ábreme y cómeme”.

Abrí la cara regordeta de Sandra con un cuchillo de cocina, en silencio, trazando una línea con la hoja afilada desde la frente hasta la mandíbula y partiéndola en dos, dejando caer la masa negra del interior como una sopa infecta de esporas maduras. Tomé la mitad de la cabeza de mi hermana y hundí mi rostro entero en el lado cóncavo. Me llené la boca de gelatina negra, sentí la textura chiclosa, una carne insípida que me hizo pensar en champiñones recubiertos de baba. La disfruté, como si fuera un postre.

A medida que mastico y trago, mi cabeza se aclara, la intensa presencia de la mente fúngica comienza a desvanecerse. Las semillas están seguras en mi interior y llegarán por mi excremento a otros lugares. Allá crecerán de nuevo, capturando la atención de algún otro humano y obligándolo a comer su carne madura para diseminar las esporas de nuevo con la promesa de una terapia gratuita. Este hermoso parásito se adaptó para leer la mente y conquistar el corazón de los humanos, solo así sobrevive entre nosotros. Soy apenas una pupa en el tejido de hifas de quitina, en el cuerpo fructífero y macroscópico de un dios de micelio. Me siento completo, feliz, he hecho por fin las paces con mi hermana después de su muerte. Podré salir de este apartamento, conseguir otro trabajo, conocer personas nuevas, podré quitarme la ropa sin vergüenza, no tener miedo del rechazo. Los hongos psicoterapeutas me han dejado ver la complejidad de su interacción con el medio en el que viven, me lo cuentan antes de secarse en el baño, y dejan detrás todo el revoque quebrado, los azulejos rotos y la ruina de mi pasado.

Abro la puerta y salgo.

Tomé la mitad de la cabeza de mi hermana y hundí mi rostro entero en el lado cóncavo. Me llené la boca de gelatina negra. La disfruté, como si fuera un postre.