Compartir
Mis palabras se repetirán y se repetirán
como la muerte en las ciudades.
(Guardaré por ellas un instante de silencio
a riesgo de quedarme mudo para siempre).
Elicura Chihuailaf, 1984
Recibí un paquete de parte de Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA) a comienzos de marzo, justo antes de cambiar mi registro postal debido a un viaje programado a Tokio: ciudad donde estudiaré durante los próximos años. El tránsito postal internacional, con todas sus aristas ―la intención de contacto, la fabricación de paquetes materiales de significación, las aduanas―, es un gran modelo para visualizar el fenómeno de la conectividad internacional delimitada por aquellas membranas porosas que llamamos fronteras. Se trataba de un libro: Sida, de la historiadora del arte francesa Élisabeth Lebovici. Comencé a devorarme los ensayos que componen el tomo, todo esto en simultáneo al desarrollo global del COVID-19, con los efectos tangibles que tiene esta nueva pandemia en la salud pública y también la paranoia generalizada que comenzaba a acelerarse a través de los medios de comunicación tradicionales y también por redes sociales.
Para quienes participamos activamente de la lucha por los derechos de las personas viviendo con VIH/sida, las retóricas del miedo al contagio viral no son nada nuevo. Sobre crisis de salud pública global, demagogia y oportunismo político sabemos mucho. En el estado filodictatorial de Chile, por ejemplo, sería más oportuno para el presidente Sebastián Piñera volver a militarizar las calles a sólo cinco meses del estallido social, declarando toque de queda desde el día 22 de marzo antes que declarar una cuarentena; lo cual aconteció solamente en áreas restringidas cuatro días después debido a la insistencia de la sociedad civil. Ante la ineficacia del orden político establecido, ha dependido de los grupos de base difundir protocolos sobre distanciamiento social voluntario para aplanar la curva epidemiológica.
La pandemia del coronavirus nos hace retomar algunas de las preguntas que nos venimos haciendo los activistas desde los años ochenta con mucho agotamiento, rabia y tristeza, pero también con algo de melancolía amorosa: ¿Cómo evitar la estigmatización y la higienización del cuerpo patologizado, “enfermo”, atendiendo de igual manera a la causa por la salubridad pública (puntualmente, la prevención de nuevas transmisiones virales)? ¿Cómo conseguir el contacto físico y social necesario para mantener activo al sistema inmunológico durante períodos de cuarentena o aislamiento de los cuerpos “patológicos” y de distanciamiento social voluntario de los cuerpos “vulnerables”? ¿Cómo no desarticular la movilización civil en contra de la injusticia a pesar del miedo al contagio que se encuentra alojado en el inconsciente colectivo y que hoy día vuelve a pulular con violencia?
en defensa de la promiscuidad
El historiador del arte Douglas Crimp fue editor del conocido volumen 43 de la revista October de 1987, el cual revisó los efectos de la pandemia del VIH/sida en las prácticas artísticas y activistas y en los medios, desde una perspectiva estética que ponía énfasis en la crítica cultural. Él mismo contribuyó con un texto para este volumen (además del prólogo), cuyo título promocionaba la promiscuidad en los tiempos de la epidemia. Con este polémico eslogan, Crimp insistió en la promiscuidad ―quizás pero no necesariamente homologable con la autonomía de las personas y comunidades para abordar una variedad de prácticas sexo-afectivas consensuales entre múltiples adultos― durante la década cuando se vinculó el retrovirus con la transmisión sexual, como una estrategia para revelar las tendencias homofóbicas encriptadas en el discurso norteamericano hegemónico. Este discurso hegemónico, una colectivización de consensos sociales potenciados por grupos mayoritarios (en términos de influencia o poder) y las estructuras políticas cimentadas para perpetuar estos consensos, constaba de una serie de ideas preconcebidas sobre la sexualidad homo-masculina las cuales delimitaban el marco de posibilidades para las producciones culturales, las tendencias de los medios de comunicación e incluso el financiamiento/funcionamiento de servicios médicos y la rapidez de estos servicios para poder responder ante la transmisión acelerada del retrovirus.
En palabras de Crimp, un hombre blanco cisgénero abiertamente homosexual quien militó en el grupo activista norteamericano que luchó por los derechos de las personas seropositivas llamado ACT UP (acrónimo para AIDS Coalition to Unleash Power, Coalición del sida para desatar el poder) desde sus albores en 1987 hasta su desarticulación hacia 1991, el discurso de la institucionalidad reaganiana en Estados Unidos representaba “un punto de vista universal que ya no es posible (…) que es, entre otras cosas, el heterosexual”. La negación del presidente Ronald Reagan a siquiera referirse a la pandemia del VIH/sida desde 1981, el año en el que se detectaron focos de enfermedades oportunistas atípicas en comunidades homosexuales y en usuarios de drogas intravenosas, hasta el año 1985 fue un mecanismo de defensa para la psiquis de la “middle America”, la América promedio: una amalgama inexacta pero de amplio poder sufragante acuñada por la campaña electoral de Richard Nixon, la cual describe a descendientes de inmigrantes europeos blancos de moralismo cristiano conservador pertenecientes a la clase media aspiracional lejos de las urbes cosmopolitas de las costas Este y Oeste, que votan por el partido Republicano.
ACT UP Nueva York, Silence=Death, cartel, 1987, cortesía Wellcome Collection. CC BY-NY.
ACT UP Barcelona, Ara més, cartel, c. 1991, cortesía Sida Studi.
Lebovici no nos ofrece en su Sida, como quizás intentó hacer la escritura de Crimp de finales de los ochenta, una respuesta unívoca a las preguntas por el pánico viral ni tampoco un plan de acción política puntual más allá del compromiso afectivo/efectivo por la pugna de las personas viviendo con VIH/sida. A diferencia de las voces urgentes del período previo a la masificación de los cócteles antirretrovirales hacia 1996 ―cuya distribución fue problemática en términos de clase, farmacológicos y geopolíticos, sin lugar a dudas―, Lebovici nos ofrece más bien una mirada retrospectiva sobre la crisis que puede permitirse el lujo del ritmo pausado, de la atención cautelosa de las partes que componen el eso que fue (y es) el VIH/sida; ya sean las exposiciones, las protestas o aquellas acciones visuales que se alojan indecifrablemente entre ambos reinos. Y no es por esto que la lectura de Lebovici sea distanciada o fría: su escritura es más bien una suerte de rito del corazón que late a contratiempo del olvido, volviendo a sentir aquellos aconteceres disidentes propios de una época tan cercana y a la vez tan lejana. Es así como Lebovici enfrenta el quehacer de reconstruir la memoria, como un escapada errática al departamento de algunx amigx cuyo cuerpo no aguantó más; intento desesperado por recopilar la ephemera de una experiencia por desaparecer:
Antes de que lleguen los padres y madres de los/las amigos/as desaparecidos/as, que suelen arramblar con todo, hemos cogido de sus habitaciones algunos objetos, algunos recuerdos, algunas imágenes procedentes también de las cajas de las asociaciones en las que se amontonaban, antes de trasladarse o de disolverse, carteles, pegatinas, folletos, insignias, camisetas, banderolas, recortes de periódicos, revistas, fotografías, videos, grabaciones sonoras, actas de reuniones, etc., todos estos “papeles” que han compuesto su vida cotidiana. Pero también “papeles” arrancados de las paredes o recogidos del suelo antes de que pasara el camión de la basura.
Sida, Élisabeth Lebovici.
escribir “sida” en femenino
Yo estoy expuesta, estoy pasmada, me asfixio, soy (in)visible, estoy enfadada, estoy enferma, estoy desesperada, hago teoría a partir de mi práctica, soy un acrónimo, soy un archivo. Estos son los aforismos que van hilvanando el primero de los textos del compendio, “Estar allí. Un recorrido muy parcial por las exposiciones europeas y el activismo contra el sida a finales del siglo XX“. Esta traducción se basa en un texto que Lebovici escribió para el libro The Long 1980s: Constellations Of Art, Politics, and Identities: A Collection Of Microhistories [Los largos años 80: constelaciones de arte, política e identidades: una colección de microhistorias]. Aquí la escritura se torna acto amatorio, cuando el yo del texto transita por el pathos que motivó miríada de experiencias de arte y activismo sin un guión fijo o esquema establecido; gozando en vez de las asociaciones libres, consteladas bajo una ensayística que está profundamente imbuida por la biografía de la autora. Así, el habla de la biomedicina, la teoría crítica o el comentario de las novelas y películas que marcaron aquellos años oscuros (pero indudablemente creativos) entretejen una pequeña historia que es una sinécdoque afectuosa de una época irresoluta. Llama la atención la voz en femenino que adopta esta autora por fuera de la tercera persona que habla convencionalmente la academia, evidenciando y a la vez desmitificando la ausencia de las mujeres en los discursos en torno al sida.
Zoe Leonard, [Sín título], Documenta IX, Neue Galerie, Kassel, 1992, registro fotográfico por Markus Tollhof, cortesía de la artista, Hauser & Wirth y Galerie Gisela Capitain, Colonia
Los siguientes dos capítulos del compendio son traducciones de uno de los trabajos más relevantes de la carrera de Lebovici. Se trata de su segundo libro Ce que le sida m’a fait: art et activisme à la fin du XXe siècle [Lo que el sida me hizo: arte y activismo a fines del siglo XX], publicado en 2017. Este es un libro que vino a consolidar varias décadas de activismo por los derechos de las personas LGTBIAK+, de feminismos, de movida kuir y ―por cierto― participando de la lucha del VIH/sida, tanto en la teoría como en la práctica. En los capítulos mencionados, la autora busca relatar una historia sobre los cruces entre cultura visual y activismo fin de siècle, con especial atención en la colectivización de los procesos de producción artística en torno a la pugna del VIH/sida y a la aportación teórica y creativa de mujeres en estos procesos, invocando las voces de pensadoras estadounidenses como Jill Dolan o Jan Zita Grover.
En el capítulo “SABER=PODER”, Lebovici propone una crítica a la racialización en la manera en la que se relatan las imágenes del sida, como “[e]l grafismo y la tipografía del Act Up [sic] se han convertido en el ‘logo’ del sida, en detrimento de otras producciones visuales, menos urbanas y menos ‘blancas’.” Llega a esta reflexión al revisar la cronología de las primeras exposiciones relativas al activismo del VIH/sida en el primer mundo, tales como Let the Record Show (Nueva York, 1987) del SILENCE=DEATH-Project, Vollbild AIDS: eine Ausstellung über Leben und Sterben (Berlín, 1988) curada por Frank Wagner o AIDS: The Artist’s Response (Columbus, 1989) curada por la misma Grover. La autora se percata de que los discursos artísticos que revisan este período tienden a canonizar la visualidad impulsada por la falange gráfica del ACT UP: sintetizada en la consigna “SILENCIO=MUERTE” en tipografía Gill Sans Bold Extra Condensed acompañada del triángulo rosa sobre fondo negro. Sin embargo, la autora nos recuerda que la feminista negra Audre Lorde ya nos invitaba a movernos del silencio a la acción como minorías, con la famosa frase “Mis silencios no me habían protegido. Tus silencios tampoco te protegerán” la cual emitió en un panel sobre lesbianas y literatura en 1977.
Colectivo GANG, Read my lips, cartel, 1992, cortesía Colectivo GANG.
Keith Haring pintando el mural Todos juntos podemos parar el sida, 27 de febrero de 1989, registro fotográfico por Ferran Pujol, cortesía Arxiu Fotogràfic de Barcelona.
“Arte en los tiempos del sida” es un texto original diseñado especialmente para este compendio. La autora ofrece una inscripción con énfasis socio- y biopolítico de dos importantes obras pertenecientes a la colección del MACBA: un mural de Keith Haring del año 1989 y la instalación [Sin título] (Última luz) de Félix González-Torres de 1993. Ambas obras gatillan una poética de la fragilidad y de la valentía frente a la epidemia mediante la materialidad que las constituye. El graffiti de Haring fue pintado en Barcelona en 1989 a un año de recibir su diagnóstico, incorporando la consigna “Todos juntos podemos parar el sida” sobre el muro de un barrio marginal en donde pudo encontrar jeringas utilizadas por usuarios de drogas intravenosas esparcidas por el suelo. Gracias a un calco y una muestra de pigmento, esta obra es remontada en ciertos contextos que resignifican la arqueología disidente propia de la estridencia del arte callejero de Haring. La obra neoconceptual de González-Torres consta de una corrida de 24 bombillas de luz (una por cada hora del día) unidas a un cable, y su montaje es dejado al arbitrio de quien la recibe. El artista comenzó a realizar este tipo de instalaciones lumínicas cuando falleció su pareja debido a complicaciones relativas al sida, y son una oda melancólica tanto al paso del tiempo como a la vida nocturna de la comunidad LGTBIAK+. Debido a la precariedad de las luces expuestas, es probable que más de alguna se queme mientras esta obra esté en exhibición. Depende entonces de quien exhibe la obra si repondrá las bombillas averiadas o si dejará que la instalación siga el curso de la entropía, comentando sutilmente en este acuerdo entre artista y lugar expositivo el tipo de contactos intrapersonales requeridos para el cuidado de los cuerpos.
eso que fue (y es) el VIH/sida
El hincapié posdisciplinario de la pluma de Lebovici me lleva a una pregunta inevitable dentro de mi propia reflexión respecto de su trabajo: ¿cuál es el sentido de retornar a los activismos del sida en Europa y Norteamérica desde el contexto sud-acá, como lo llama la teórica posporno Laura Milano? ¿Acaso corremos el riesgo de naturalizar el flujo de irradiación cultural dominante centro-periferia? Subyace a esta pregunta un escepticismo crítico, el cual sospecha sobre ciertas tendencias historiográficas que, en palabras de Felipe Rivas San Martín, “pasan por alto las complejas relaciones de recepción, desarrollo y conformación de los pensamientos críticos en el plano local”. Pues, descolonizar la historia kuir del norte global ―y esta es una latencia inscrita en la obra de Lebovici― es, en la práctica, reconocer las omisiones y las solidaridades irresolutas entre metrópolis y provincia; poder y precariedad. Podemos percibir estos matices (de cierto modo) en las “traducciones” parisinas de las estrategias del ACT UP de Nueva York, o más precisamente al relevar una historia en femenino del sida desde donde emergen redes afectivas rizomáticas gestadas entre corporeidades resistentes. Otra importante recuperación que hemos visto en los últimos años a sido la de los cuerpos latinxs frente a la pandemia, tanto en comunidades diaspóricas e inmigrantes con exposiciones como Axis Mundo: Queer Networks in Chicano L.A. (MOCA Pacific Design Center y ONE Gallery de Los Ángeles, 2017 y Hudson Gallery de Nueva York, 2018) o también posicionándose desde el propio territorio sudamericano: tanto en instituciones primermundistas incluídas las itinerancias del Anarchivo sida curado por el Equipo re (Tabakalera de San Sebastián, 2016 y MACBA de Barcelona, 2018) como en plataformas independientes en Abya Yala tales como la curatoría Imágenes seropositivas. Prácticas artísticas en torno al VIH en los años 90 de Francisco Lemus (La Ene de Buenos Aires, 2017).
Me gustaría reclamar, entonces, por el Félix González-Torres que merecemos. Si Crimp hizo lo mismo por un Warhol kuir, y Paul B. Preciado reclamó por una Ocaña milagrera que enturbiara las relaciones de transferencia cultural norte-sur de la historiografía kuir, entonces me gustaría exigir un González-Torres cuya latinidad no sea higienizada para el mercado del arte político. Para lxs amantes de las expresiones artísticas vinculadas a los activismos del VIH/sida, la creciente visibilidad póstuma de la obra del artista cubano-americano González-Torres ―por ejemplo con exposiciones incluidas el pabellón estadounidense de la Bienal de Venecia de 2007 o como invitado especial de la feria artística ARCOmadrid 2020, entre varias otras vitrinas― ha sido una ventajosa oportunidad para abordar este tipo de producciones culturales desde diferentes intersecciones identitarias. Sin embargo, suele abordarse exclusivamente la obra del artista a partir del año 1991, cuando fallece trágicamente su pareja Ross Laycock debido a complicaciones vinculadas al sida: momento cuando la obra del artista adquiere un giro aún más explícito respecto de su vinculación biográfica y política con la epidemia, o así pareciera. ¿Será acaso que la institucionalidad artística que ha incorporado al ACT UP como canon dominante de los activismos artísticos de finales del siglo XX sólo puede mirar a González-Torres relativo a un cuerpo blanco?
La crítica del norte se muestra cada vez más capaz de incorporar reivindicaciones de género con eslóganes despolitizados como “equality for women”, “love is love” o “born this way”, las cuales esbozan efigies de las minorías sexuales como monolitos unidimensionales. Pero cuando la lucha por la justicia social involucra también una revisión crítica del racismo sistémico y la xenofobia que sigue operando sobre la conformación de subjetividades civiles el diálogo se entorpece. Gracias a los esfuerzos de organismos como The Felix Gonzalez-Torres Foundation y el Félix Gonzalez-Torres Family Archive, una nueva generación de artistas e investigadorxs buscamos revisar matices de la obra del importante creador cubano-americano que anteriormente habían sido relegadas a un segundo plano dentro de su corpus. Como parte del acervo que conserva la familia del artista, se proyecta el acceso a archivos digitalizados de varios de sus artículos personales, epistolarios, poemas vinculados a piezas de arte performance y videos experimentales de finales de los 70 y durante los 80. Me llaman mucho la atención sus obras de videoarte tempranas ―como por ejemplo la videoperformance autobiográfica 10 Hours, 10 Years, 10 Mothers del año 1979― u otras piezas en las que reproduce documentos personales incluyendo fotografías de infancia o cartas en letra manuscrita como rompecabezas, en las que problemáticas incluidas la latinidad inmigrante y la posibilidad de memoria dentro de la experiencia multi- o transcultural pasan a primera línea. Pero para permitir estas nuevas lecturas promiscuas, múltiples de la historia del arte político debemos desconfiar de las sensibilidades hegemonizadas por la institucionalidad académica y artística: desconfiar de ellas al hacer ingresar la ephemera de las experiencias menores invisibilizadas dentro de las escrituras emergentes.
Félix González-Torres, [Sin título] (Last Light), instalación, 1993, registro fotográfico por FotoGasull, cortesía Colección MACBA, Fundación MACBA.
Félix González-Torres para Group Material, Inserts, arte editorial publicado como suplemento publicitario del New York Times, domingo 22 de mayo de 1988, registro fotográfico Gemma Planell, cortesía Centro de Estudios y Documentación.