El común marrón

José Esteban Muñoz

10 mayo, 2023

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La idea de un “común marrón” viene a significar cuanto menos dos cosas. Por un lado, hace referencia a aquello que tienen en común las personas, los lugares, los sentimientos, los sonidos, los animales, los minerales, la flora y las demás cosas marrones. Su modo de ser marrones, o lo que hace que sean marrones, es hasta cierto punto la manera en que sufren y luchan juntas, pero también la comunalidad de su capacidad de prosperar bajo presión y coacción. Son marrones, en parte, porque han sido devaluadas por el mundo exterior a su comunalidad. Su marronidad puede llegar a conocerse estudiando las formas en que distintas fuerzas globales y locales se esfuerzan constantemente por degradar su valor y menoscabar su brío.

Pero son marrones, también, en la medida en que irradian vida y persistencia: son marrones porque el marrón es el color común compartido por una comunalidad que es de y para la multitud. Este es el segundo significado de lo común marrón que quisiera describir. Las personas y cosas que forman parte de ese ámbito común del que doy cuenta aquí son marrones porque comparten un organicismo que no se limita a lo orgánico de lo natural, sino que abarca cierta marronidad inserta en un extenso y palpitante mundo social. Una vez más, el mundo marrón no es orgánico a la manera de un organismo autosuficiente, sino que es marrón en la medida en que los objetos internos a ese mundo se tocan y están copresentes. El común marrón no tiene que ver con la producción del individuo, sino con un movimiento, un flujo, un impulso a ir más allá de la subjetividad singular y de las subjetividades individualizadas.

Tiene que ver con los avatares de la materia, orgánica y de otro tipo, con el momento de contacto, con el encuentro y con todo aquello que pueda generar. La marronidad tiene que ver con el contacto y no se parece en nada a una continuidad. La marronidad es un ser con, ser junto a. La historia que esbozo aquí acerca del sentido de lo marrón no tiene que ver con la formación de sujetos marrones atomizados. Tiene que ver, por el contrario, con la tarea, con el empeño, no de establecer un común marrón que no existe, sino de llegar a conocer una marronidad que ya nos es común. Más aun, esa comunalidad compartida no es conocible de antemano. No se deja reducir a un objeto o una cosa, por lo que no es posible identificar el común de la marronidad con ninguna cosa particular que tengamos en común.

Nao Bustamante interpretando Given Over to Want, Autentika (Cuatrienal de Escultura de Riga), festival de performance No New Idols, Riga, Latvia, 1o de junio de 2019. Fotografía de Lauris Aizupietis. Cortesía de Nao Bustamante.

El común marrón no tiene que ver con la producción del individuo, sino con un movimiento, un flujo, un impulso a ir más allá de la subjetividad singular y de las subjetividades individualizadas.

Si bien me ocupo aquí de un común marrón expansivo que excede el régimen de lo humano, las políticas que organizan este experimento intelectual están ante todo ligadas a la vida de actantes humanos dentro de conjuntos sociales mayores. Me atrae la idea de un común marrón porque da cuenta del modo en que el propio ser de la gente marrón es siempre un ser-en-común. La comunalidad marrón se compone de sentimientos, sonidos, edificios, vecindarios, entornos y toda la vida orgánica no humana que eventualmente podría circular por dichos entornos junto a los seres humanos, como así también las presencias inorgánicas a las que muy a menudo va ligada la vida. Pero primero, y ante todo, por “marrón” pienso de manera muy inmediata en la gente marrón, en el sentido de gente que es considerada marrón por su participación personal y familiar en los patrones de inmigración de sur a norte.
Pienso también en la gente que es marrón debido al uso que hace de determinados acentos y orientaciones lingüísticas que transmiten cierta diferencia. Pienso en una marronidad que surge como resultado de los modos en que las coordenadas espaciales de una persona se convierten en materia de disputa y los modos en que su derecho a la residencia se ve puesto en cuestión por aquellos que ejercen falsos reclamos de nacimiento. También, pienso en una marronidad que guarda relación con un conjunto de costumbres y estilos de vida cotidianos connotados con cierto sentido de ilegitimidad. Lo marrón indica una cierta vulnerabilidad ante la violencia ejercida por la propiedad, el mundo financiero y los mecanismos de dominación global del capital. Las cosas son marrones por ley en la medida en que incluso aquellos que pueden detentar su propiedad legal resultan cada vez más vulnerables a que se les clasifique según su perfil racial y a otras prácticas de subordinación implementadas por el Estado. Las personas son marrones por su vulnerabilidad al desprecio y la burla de los xenófobos, los racistas y toda una clase de gente acostumbrada a imponer salvajemente su voluntad sobre los demás. La marronidad no humana nos resulta cognoscible solo de manera parcial, filtrada por la percepción humana, pero lo cierto es que lo mismo es válido para todas las cosas que describo aquí como marrones. Pensar la marronidad nos obliga a aceptar que se trata de algo que se nos presenta, y con lo que podemos entrar en sintonía, solo de manera parcial. Sus partes se resisten al conocimiento y a ser conocibles. En el mejor de los casos, podemos estar en sintonía con lo que la marronidad hace en el mundo, con aquello que performa y con el sentido de mundo que dichas performances engendran. Pero sabemos que algunos humanos son marrones porque sienten distinto, que algunas cosas son marrones porque irradian un tipo de afecto distinto. El término afecto, como lo empleo dentro de este proyecto, hace referencia a una sensación de ser-en-común, tal como esta se transmite entre las personas, el lugar y los espacios. El afecto marrón atraviesa el espaciamiento rítmico existente entre aquellas singularidades que componen la pluralidad de un común marrón.

Devra Weber, Estudiantes en la marcha del Roosevelt High School, 1968.

Pensar la marronidad nos obliga a aceptar que se trata de algo que se nos presenta, y con lo que podemos entrar en sintonía, solo de manera parcial. Sus partes se resisten al conocimiento y a ser conocibles. En el mejor de los casos, podemos estar en sintonía con lo que la marronidad hace en el mundo, con aquello que performa y con el sentido de mundo que dichas performances engendran. Pero sabemos que algunos humanos son marrones porque sienten distinto, que algunas cosas son marrones porque irradian un tipo de afecto distinto.

Por mi parte, empleo la palabra “marrón” como un decidido homenaje a la historia del poder marrón en los Estados Unidos, nacido de un conjunto de movimientos estudiantiles de insurrección. Yo no digo marrón en el sentido en que los gurúes de los medios vaticinan el amarronamiento de la población estadounidense y se preocupan por sus efectos en la política electoral del país. Voy mu- cho más atrás e invoco el sentido de lo marrón nacido de las huelgas estudiantiles chicanas de 1968, el marrón de los boinas marrones. Volver la vista atrás, en este caso, contribuye a establecer que no es cierto que el mundo se esté volviendo marrón; antes bien, hace ya tiempo que lo es. El movimiento de poder marrón vino detrás del de poder negro, y a estos les siguieron el de poder rojo, el de poder gay y otros movimientos de liberación. Se trató de movimientos que intentaron articular un rechazo en las lógicas y los sistemas de pensamiento dominantes, que insistieron en la necesidad de pensar y hacer de otra manera. El movimiento de poder marrón estaba íntimamente ligado a los modos de producción de conocimiento y a las prácticas institucionales que con el tiempo habrían de converger en los estudios étnicos, latinos o chicanos.

Como nos lo demuestra hoy la prohibición de libros en el estado de Arizona, el hecho de que el potencial y la fuerza de la marronidad estén íntimamente ligados a la producción de conocimiento no es algo que pase desapercibido a los enemigos de la vida marrón. Las draconianas leyes de inmigración que brotan hoy por todo el país tras la aprobación de la SB 1070 de Arizona van de la mano de otras piezas de legislación directamente diseñadas para atacar a los estudios étnicos y su producción de conocimiento. Aunque huelga decirlo, vale la pena recalcar que estos violentos ataques constituyen también una agresión contra la vida marrón. Por suerte, el pensamiento marrón se disemina a través de los canales de aquello que Stefano Harney y Fred Moten han dado en llamar los abajocomunes de la academia. Aunque los planes de estudio y los programas de aprendizaje oficiales sean vulnerables a quienes intentan relegar las prácticas de conocimiento marrones a la marginalidad, estas lograrán –como siempre lo han hecho– prosperar en ámbitos intramuros, no oficiales, fugitivos.

Definir un común marrón es decisivo para varias luchas por imaginar y para establecer una particularidad que solo se deja aprehender estrechamente vinculada a la pluralidad. Como habré de sostener a lo largo de este libro, la noción de un ser singular plural, tal como la plantea Jean-Luc Nancy, es fundamental para mi comprensión de la naturaleza de este tipo de comunalidad. El común marrón, como yo lo conceptualizo, compartiría algunas similitudes con la gran concordancia de las cosas que ha descrito Jane Bennett en el ámbito de la teoría política. La comunalidad nunca es plácida. La vida en comunalidad es y debe ser turbulenta, no solo a causa de las distintas limitaciones que procuran oprimirla, sino también porque el disenso dentro de la comunalidad –aquello que Jacques Rancière llamaría desacuerdo– es de vital importancia para el incremento de su propia promesa de insurrección. El común marrón está bajo asedio. El común marrón es un colectivo humano-no humano que, según la formulación de Bennett, “[tiene] su origen en la experiencia compartida de un daño”.El común marrón es una ecología queer, en cuanto ecología que no depende de la naturaleza, lo que no quiere decir que la excluya. La ecología queer que supone el común marrón abarca a lo orgánico y lo inorgánico.

Lo marrón, es importante decirlo, no es solo una experiencia del daño que comparten determinadas personas y cosas, sino también el potencial de rechazo y resistencia contra ese daño a menudo sistémico. La marronidad tiene una suerte de ominosa persistencia frente a un contexto en que sus condiciones de posibilidad se encuentran amenazadas. Un ejemplo altamente ilustrativo de ello lo ofrece el artículo de Antonio Viego “The Life of the Undead” [La vida de los no muertos], que rastrea las paradojas en que incurre el discurso de la salud pública a la hora de caracterizar la salud mental y física de la comunidad latina. Mientras que la literatura psicoterapéutica sostiene que las personas latinas sufren más ansiedad y depresión que ningún otro grupo poblacional, la literatura epidemiológica afirma que poseen mejor salud física que ningún otro grupo y que viven mucho más tiempo del esperable, si se toman en cuenta los desafíos socioeconómicos que deben enfrentar. La ominosa persistencia física de la marronidad ha sido encapsulada bajo el término “paradoja epidemiológica”, inventado para dar cuenta de ella. Podríamos parafrasear a Lauren Berlant y decir que las muertes lentas de los latinos son mucho más lentas de lo que deberían ser. O, siguiendo a Viego, que “los latinos viven muertes largas”. Lo que el análisis de Viego muestra es que, dentro de esa marronidad, con toda su turbulencia, el discurso de la salud pública no puede más que vacilar en su intento de dar cuenta de esa persistencia de la gente marrón. Esto se debe a que sus caracterizaciones de la salud física y mental del grupo poblacional latino compiten entre sí y se cancelan mutuamente: lo psíquico y lo somático no están nunca en escena al mismo tiempo.

Fotografía del personal, Niño pequeño sentado en Los Angeles Unified School District (LAUSD) durante la reunión educativa del consejo, 1968. La Raza Photograph Collection. Cortesía de UCLA Chicano Studies Research Center.

El común marrón es un colectivo humano-no humano que, según la formulación de Bennett, “[tiene] su origen en la experiencia compartida de un daño”. El común marrón es una ecología queer, en cuanto ecología que no depende de la naturaleza, lo que no quiere decir que la excluya. La ecología queer que supone el común marrón abarca a lo orgánico y lo inorgánico.

La noción de comunalidad es una vieja idea en la historia de la política y la filosofía. En ocasiones se la ha utilizado como un sustituto de la naturaleza y de los modos en que se la restringe por las limitaciones de la propiedad privada. En el libro V de República, Platón describe un protocomunismo en que conviven lo “mío” y lo “no mío” y reimagina la relacionalidad por medio de una reformulación de las nociones de parentesco. Aristóteles, en el libro II de Política, defiende la noción tradicional de polis al afirmar que la sangre de los primos es más fuerte en su idea de la organización política que los lazos sanguíneos entre padre e hijo tal como los imagina Platón en República. En pensadores como Locke y Rousseau, la comunalidad eventualmente da paso a la formación de la sociedad, el progreso y la historia, por medio de su cercamiento como propiedad privada. Michael Hardt y Antonio Negri han sugerido la necesidad de reformular lo común, que ellos caracterizan como una comunalidad urbana o –según sus propias palabras– como un común en la metrópolis. Sostienen que la ciudad no es solo un entorno construido y un objeto de la producción capitalista, sino también “una dinámica viva de prácticas culturales, circuitos intelectuales, redes afectivas e instituciones sociales”. La ciudad no es solo una limitación de la naturaleza, sino que su propia comunalidad bulle de potencialidad para generar otro tipo de vida, ese tipo que podríamos llegar a concretar por medio de un total compromiso con el común.

El común que esbozo en estas páginas es marrón. Sin duda, esto plantea cuestiones de inclusión y de exclusión. ¿Por qué marrón? La respuesta breve es que el mundo es y ha sido marrón, y lo ha sido a pesar de las distintas obstrucciones que nos impiden conocer o estar en sintonía con la marronidad. Esto supone postular que las vidas todavía se organizan y desorganizan en función de duras asimetrías que de manera sistemática devalúan determinadas clases de singularidades, en este caso aquellas ontoparticularidades que adhieren a un sentido compartido de un mundo marrón o amarronado. En este punto, cabría traer a colación a John Dewey, para quien un sentido compartido del daño puede aglutinar distintas experiencias de personas y cosas, convirtiéndolo en una forma de pertenencia a un común: un común producido por aquello que Spinoza denominaría un afecto compartido de indignación, capaz de conducir a un pensamiento y un análisis que contribuyan a formar una comunalidad autoconsciente y potencialmente insurreccional. De todos modos, es importante señalar que el común que esbozo aquí se articula como un común marrón con el propósito de describirlo no solo como una forma de indignación compartida, sino también como un proceso que, frente a la herida común, se permite otros modos de pensar e imaginar. Según la célebre formulación de León Trotsky, “la indignación activa está ligada a la esperanza”.Esta esperanza es aquello que en otro contexto he llamado esperanza crítica o deseo educado: el rechazo activo y la demanda explícita de otra cosa. El utopismo crítico no nace de la complacencia, de un deseo indolente de que las cosas sean mejores. Nace de una indignación que se siente ante el daño que afecta a determinados grupos, individuos, culturas, modos de vida o al planeta mismo. Nuestra tarea no es formar una comunalidad, sino entrar en contacto con una comunalidad que ya existe.

Puestos a imaginar un común marrón, es preciso pensar en los números enteros y en la relación que guardan, en cuanto conjunto, con una serie de circuitos más vasta. Este libro retoma algunas ideas de lo que se ha dado en llamar el realismo especulativo, en particular la ontología orientada a objetos, como así también el autodenominado nuevo materialismo, especialmente aquello que Bennett designa materia vibrante. Los lectores de Bennett advertirán su influencia en el modo en que describo esta comunalidad como hecha de una concordancia de cosas, tanto humanas como no-humanas. Aunque se suela citar o invocar juntos a estos nuevos abordajes, realismos reelaborados y materialismos que anuncian un retorno sin reticencias a la ontología, es necesario señalar que existe entre ellos una serie de desacuerdos sustanciales.

Graham Harman, por caso, insiste en la necesidad de pensar que los objetos preexisten a la relacionalidad. Timothy Morton, otro representante de la ontología orientada a objetos, postula que el objeto es “una entidad extraña, fuera de todo acceso, que sin embargo se manifiesta de alguna manera”. Harman deja en claro que, si bien el objeto no cede el acceso, posee atracción; estas entidades semiocultas tienen la capacidad de hablar entre sí. Todo esto guarda relación con su postura contra una relacionalidad sobredimensionada, sobre la base de su crítica a las teorías de los ensamblajes, de las que prefiere desconfiar al insistir en que estas cadenas de relacionalidad funcionan como complejos bucles de retroalimentación que representan –a su juicio– el “borramiento de los límites entre una cosa y otra”. Su propuesta plantea que esta perspectiva “se ha arrogado la superioridad moral en filosofía durante ya demasiado tiempo”. A Harman le interesa oponerse a los reflejos políticos ya estandarizados en términos tales como “esencia” (malo) e “interrelación recíproca” (bueno). Si bien mis compromisos políticos con el viejo materialismo se mantienen del lado de lo relacional puedo simpatizar en parte con los postulados de Harman, por más que en última instancia no acepte su modelo de objetos y relaciones. Su señalamiento de que los objetos tienden a desdibujarse con demasiada facilidad en la teoría de los ensamblajes me parece acertado y me convence. De hecho, Npodemos aprender mucho por medio de la observación de la marronidad (de las cosas) antes de considerarlas como parte de un ensamblaje. También a Bennett le interesan ciertos aspectos de la propuesta de Harman, en particular su alergia al correlacionismo poskantiano, pero en última instancia se decanta por una teoría de la relacionalidad y los sistemas complejos por encima del modelo de objetos relacionales. Bennett se pregunta si acaso es necesario elegir “entre los objetos o sus relaciones”. Sostiene que podemos “alternar” entre las cosas (la palabra que ella utiliza para los objetos) y los sistemas. Harman, según ella, intenta pensar los modos en que los misteriosos objetos, llenos de una esencia y una agencia solo parcialmente accesibles (eso que para mí los alinea con la marronidad), se comunican e incluso comulgan, a pesar de mantenerse distantes. Resulta por ello mismo interesante que, en un ensayo sobre la obra de Nancy, Harman incurra en el elogio del filósofo francés –a quien, como a Derrida, cabría considerar culpable de oscurecer al objeto–, específicamente en lo que concierne a la cuestión del tacto. Harman señala que para Nancy “tocar algo es entrar en contacto con ello manteniendo la separación, porque las entidades que se tocan no se fusionan. Tocar es acariciar una superficie que pertenece a otra cosa, pero nunca dominarla o consumirla”. Pero tiene sentido que Harman aprecie esta noción del tacto, en la medida en que de hecho resulta más persuasiva que su propio modelo a la hora de dar cuenta de las extrañas formas de comunicación que existirían entre los objetos. Este modo materialista del tacto, inspirado en Nancy, resulta más persuasivo también que la vertiginosa alternancia entre cosa y red compleja que nos propone Bennett. Para ello, Bennett se apoya en la teoría de ensamblaje, con su danza de codificación y recodificación, territorialización y reterritorialización. Por mi parte, he intentado hasta aquí, del modo más desleal posible, describir algunos aspectos del común marrón saqueando estos debates recientes de la teoría crítica que, por su parte, no han mostrado ningún interés por pensar la marronidad de la esfera en que vivimos, las relaciones que producen esta comunalidad, los componentes marrones de dicho mundo, ni los modos en que consiguen entrar en contacto sin por ello parecerse ni reconocerse entre sí exclusivamente por medio de la semejanza. El común marrón que intento esbozar aquí es el ejemplo de una colectividad con y a través de lo inconmensurable.

(Cuba, 1967-2013) Fue un académico, ensayista y pensador que transformó el campo de los estudios queer y de la performance. Nació en La Habana y al poco tiempo emigró a los Estados Unidos con su familia. Estudió literatura comparada y fue profesor y director del Departamento de Estudios de Performance en la Universidad de Nueva York. La obra de Muñoz, escrita originalmente en inglés, se caracterizó por su investigación de las intersecciones de la cultura, la política y la diversidad sexual, con particular énfasis en la obra de artistas contemporáneos contraculturales en los Estados Unidos. Su primer libro, Disidentifications: Queers of Color and the Performance of Politics (1999) es un texto fundacional de la crítica queer de color y representa una de las grandes contribuciones a la investigación de minorías en el campo de Estudios de Performance. Sus títulos disponibles en español son Utopía queer (Caja Negra, 2020) y El sentido de lo marrón (Caja Negra, 2023).