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Este texto fue parte de la conversación que mantuvieron Dani Zelko, Lina Meruane y Gabriel Giorgi hace algunas semanas durante la presentación de Oreja Madre en la Universidad de Nueva York. Agradecemos a Gabriel por cedérnoslo para compartir con nuestrxs lectorxs.
A mi me entusiasman mucho —es raro hablar de entusiasmo en estas épocas, y por eso mismo fundamental y urgente hacerlo— las escrituras que apuestan a gambetear el presente, escrituras que, a la vez que nombran y descifran el presente, activan tiempos y memorias que le disputan su evidencia. Oreja madre. Mi cuestión judía es una de esas escrituras.
Oreja madre es desde el título una máquina de escucha de memorias, voces, lenguas del pueblo judío, subterráneas, díscolas, radicalmente contrapuestas al discurso actual del Estado de Israel. Una activación de esas lenguas y esas voces que pueden venir de muy lejos —el tatarabuelo lituano, traductor de Tolstoi y miembro del Movimiento Iluminista de Vilna, socialistas y seculares— o de momentos más recientes, sobre todo después del 7 de octubre de 2023. Como embriones de vidas latentes, esas voces se activan contra el discurso del Estado de Israel.
Hay mucha familia en esta apuesta: un tatarabuelo, un tío, una madre, la prima Lior y su familia asesinados por Hamas el 7 de octubre en un kibbutz y un duelo del que surge la decisión de que el dolor no sea usado para justificar un genocidio, y que partirá el libro en dos, como un cuerpo que queda marcado. Pero —y esto me parece clave—no es de ninguna manera un libro de memoria familiar. Es un libro sobre los pueblos perseguidos, humillados —el judío, el palestino, pero también otros, como el mapuche y el wichi— donde los destinos y las posibilidades de esos pueblos no pueden no tramarse sobre las memorias, los olvidos y los archivos de las familias. La sangre familiar, la intimidad, el lazo más constitutivo es el lugar donde se disputan las herencias, los legados, en los que se juega eso que aquí aparece como pueblo. “No en mi nombre” significa eso: ni en mi nombre propio ni en el nombre de mi pueblo.
Esta apuesta pasa por la escucha como herramienta de escritura. Mucho para decir aquí, empezando por esa enorme “oreja madre” que es María Moreno y que conjuga tantas de las apuestas formales y políticas del libro. Pero me quiero detener en ese gesto inicial de incluir la “lengua madre” en una “oreja madre”. Hay algo muy potente en el gesto que abre la memoria no solamente a lo que se puede decir sino a lo que se puede escuchar, a lo que está por debajo, sedimentado, a esos mundos subterráneos de la lengua, lo que no se termina de decir o que se piensa sepultado, olvidado, y que por la capacidad y la astucia de la escucha se reactiva. El mapuzungun, los saberes mapuche, por ejemplo. O la historia del Bund, el partido de los judíos revolucionarios, anti-nazis pero también en guerra perpetua con el incipiente sionismo. La escucha para perforar la trama de lo que se dice, de lo que se valida desde los poderes, de lo que se normaliza: para abrir otros tiempos en el bloque del presente, para dar el salto o mejor dicho asaltar el presente con los pasados y los futuros que se bloquean. Aquí la escucha dice que necesitamos sintonizar con esas voces sedimentadas. Y dice que los muertos necesitan escucharnos. El oyente como médium, dice David Toop. Aquí, ese oyente-médium se vuelve escriba.
Oreja madre se empieza a escribir en Argentina, donde es muy difícil pronunciar la palabra Palestina, o expresar empatía por las víctimas del genocidio en Gaza sin recibir sanciones de algún tipo. El libro se escribe a contrapelo de ese silencio o ese bloqueo: desde ahí empieza a trabajar modos de la memoria. Y aterriza ahora, hoy, en Nueva York, justo cuando la escalada anti-intelectual inédita del actual gobierno pasa, justamente, por la movilización hasta límites desopilantes y por ello cada vez más violentos del antisemitismo como “tijera de corte” (la frase es de Oreja Madre) de la censura y de la persecución del pensamiento critico.
Las herencias, siempre, están en disputa. Se pelean entre si y cada unx queda en ese remolino. Oreja madre es ese remolino en el momento en que toda herencia personal es inmediatamente colectiva y es urgente y es política. Hay otra vida judía, hay otro pueblo, hay alternativas al sionismo: el pasado está siempre ahí, esperando.
Y a la vez, es el enfrentamiento del límite de esas herencias ante el horror en Palestina. Hay un mantra que recorre el texto de Dani: “No puedo hablar de Palestina sin haber estado ahí. No puedo no hablar de Palestina sin haber estado ahí”, repite. Ahí hay un límite: la oreja madre está asediada también por lo que no puede escuchar, incluso si la fuerza ética y política lleva hacia allí (Brandon LaBelle dice que cualquier idea de justicia se trama sobre el umbral de lo que aún no podemos escuchar, del impulso de hacer escuchable eso que una sociedad declara inaudible. El libro de Dani se sitúa, creo, en ese umbral, que no termina nunca de tener una forma apacible ni final).
No tengo tiempo de hacer muchos subrayados, pero quiero al menos hacer dos. El primero es sobre la palabra espiritualidad, que es una palabra casi expulsada de nuestros vocabularios críticos. Nuestras tradiciones seculares, racionales, humanistas nos hacen pagar un precio muy alto por esa expulsión: el de entregar la vida espiritual a las peores ortodoxias religiosas de cualquier signo. La vida espiritual queda como monopolio de violentos profetas, típicamente varones y patriarcas. Acá hay un reclamo —que creo Dani aprendió de su trabajo con comunidades indígenas, y que se anuda inevitablemente a herencias de la memoria judía— de volver a gestar una vida espiritual.
“Ni los muertos estarán a salvo si el horror planificado gana. Voy a defender a mis muertos, poner una chispa de esperanza en su pasado. No, de esperanza no, de fe. (…) Sigo mi intuición para inventar una fe.” (Página 35)
Inventar una fe más que una esperanza, dar ese salto. La vida espiritual se juega, creo, en torno a un ejercicio: el de poder hablar con nuestros ancestros, con nuestros muertos, escucharlos y de que nos escuchen. La oreja madre busca esa vía, la posibilidad de esa conversación.
Dani Zelko. Foto de Sabrina Gazzaneo
Pero, ¿cómo hacer que los muertos nos escuchen? Aquí mi segundo subrayado. Dani tiene un método: escribirles cartas. Oreja madre está marcada por cartas, por momentos muy tiernas y por momentos implacables. Hay muchas cartas a muertos familiares —el tatarabuelo Josef, el tío— y también una carta a Goebbels, el propagandista nazi. Este epistolario a los muertos no es ni un reclamo ni una interrogación, es más bien un método para que la lengua perfore el tiempo, como en un trance entre pasado y presente. Para que los muertos, para que los ancestros, para que los que dejaron huella en nosotres (huellas buenas o dañinas, pero huellas) nos escuchen. Que los muertos nos escuchen, esa es la intersección, la vibración poderosa y terrible en la que la lengua y la historia se cruzan y se transforman.
“Siempre quise hablar con los muertos. Los muertos hablan. Los muertos escuchan. ¿Será que también sueñan? En sueños tocamos otros tiempos. En sueños conversamos en lenguas que no necesitan traducción. En sueños escuchamos lo que los muertos no llegaron a pronunciar.” (Página 237)
Quien escribe esa escucha es entonces un médium. “No hay medios pero hay médium”, dice María Moreno sobre el procedimiento en Reunión. Vaciarse del yo para que los ancestros ocupen su lugar y digan lo que tienen que decir. Un trance. Esto se aprende de los saberes indígenas, con Davi Kopenawa, con Soraya Maicoño, con Caistulo, con quienes Dani trabajó en Reunión. María dice que hay también un “legado popular espiritista”. Me interesa mucho que Oreja madre ponga la política ahí, entre los sueños de los muertos y la invocación espiritual. Para inventar otras lenguas en este momento de sensación de impotencia ante la avanzada fascista.
¿Y si la escucha fuese la herramienta sensible para abrir otro tiempo? El poeta palestino Mosab Abu Toha habla de the things you may find hidden in my ear, las cosas que tenemos ocultas en el oído, como estratos de tiempo que se albergan como eco y como irrupción, y que están ahí, latentes como embriones. ¿Y si en esas cosas que tenemos ocultas o dormidas en el oído encontráramos la astucia para escamotear algunas trampas del presente, el aturdimiento al que se nos quiere someter? ¿Y si allí se albergara la posibilidad de otro tiempo?
La “oreja madre” sigue su trabajo.