El rastro encendido del vitalismo. El sentido de Ana Mendieta

Por José Esteban Muñoz

9 febrero, 2024

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¿Qué se intenta al buscar a Ana Mendieta? ¿Qué significa su pérdida aquí y ahora? Y más importante, ¿qué viene después de la pérdida? ¿Qué hay más allá de un final trágico y violento, ese estruendo cuyo eco resuena a través de las décadas y todavía se siente gracias a aquello que sigue estando allí luego no solo de un cese cruento, sino también de una práctica artística que estaba en sintonía con el frenesí de una experiencia signada por la desposesión histórica? En este capítulo, quisiera plantear que la práctica artística de Mendieta estuvo saturada de un vitalismo intenso, de un reconcentrado interés por la vida misma. La obra artística sobre la vida suele reconocerse en especial por su capacidad de representar la muerte-en-vida. Dicho esto, resulta importante esforzarse por conquistar una perspectiva desde la que se pueda ver y sentir el mundo con desapego de cualquier vida singular, sin importar cuán trágica pueda haber sido. Pero al mismo tiempo, resulta difícil hacerlo debido a que muchas personas sienten todavía hoy una misteriosa conexión con la obra, con la que nos permiten situarla, o al menos hacer el intento. Hay quienes experimentan la obra de Mendieta a través de un sentimiento compartido de indignación feminista  y de duelo; hay quienes se interesan fundamentalmente por su poética de lo primitivo y su énfasis en la sangre, el fuego, la madera y la tierra como medios; hay quienes entienden su historia como una de desplazamiento y exilio y, finalmente, hay quienes creen que todo se reduce a una serie de representaciones de su pequeño cuerpo femenino marrón, logrando manifestarse en un campo de posibilidad dominado por hombres blancos, a menudo hostiles. Todos estos posibles nodos de apego a la obra y a la artista se condensan para mí bajo el término “marronidad”.

Lucy Lippard, en la introducción que escribió para una novela gráfica sobre la vida de Ana Mendieta, afirma que aunque fuera una cubana blanca, era de hecho “marrón”. Esto equivale a decir que aunque haya nacido en una familia pudiente de blancos en Cuba, su vida en los Estados Unidos la hizo sentir cualquier cosa menos blanca, y que de hecho todo su sentido del yo se compuso de sentimientos de alineamiento y comunalidad con otras personas que encontraban en la expresión “gente de color” un importante recurso autodescriptivo. Lippard presenta a Mendieta como marrón. En su caso, se trata de una reflexión personal acerca de una amiga fallecida, y por consiguiente no tiene necesidad alguna de teorizar sobre esa idea de la artista como un individuo capaz de performar, irradiar, encarnar y ser la marronidad. Es justamente ese el proyecto que emprendo en el este texto. Me interesa ofrecer un relato de vida vivida bajo el signo de la marronidad, prestando atención a las prácticas miméticas que ayudan a las personas a encontrarse con esa marronidad. La obra de Mendieta nos ofrece un conmovedor acceso a uno de los tantos sentidos de la marronidad.

El eslogan “¿Dónde está Ana Mendieta?” cobró notoriedad en una protesta organizada en 1992 a las puertas de la inauguración de una muestra en el Museo Guggenheim del SoHo. La frase estaba inscrita en una de las pancartas sostenidas por los aproximadamente quinientos manifestantes que se congregaron fuera de una exhibición grupal en la que el museo decidió incluir la obra de Carl Andre, acusado de haber asesinado a Mendieta, su esposa. Ese eslogan constituía un grito de indignación feminista, un llamamiento nacido de la militancia. La pregunta se hizo sentir en un momento en que entraron en colisión la política de la representación y los modos concretos de violencia sufrida. Pero en la pregunta hay mucho más que eso. Nos interroga cuando intentamos dar sentido a la obra, la vida y la muerte de Mendieta. Este tipo de tarea, a menudo parece signada por el intento inútil de dar sentido a algo que no lo tiene, como su muerte, pero tal vez esta misma imposibilidad de (dar) sentido constituya una de las características fundamentales de la marronidad. Me parece necesario reiterar que aunque la obra de Mendieta confluye de manera potente con su biografía, no podemos reducirla a ella. Me refiero a que hoy parece difícil pensar a Mendieta con independencia del final de su vida, en lo que muchos creen que fue una muerte trágica y violenta.

Del mismo modo en que no es posible dar sentido a Mendieta sin abordar su violento fin, no es posible conocerla sin tomar en consideración sus orígenes, el desplazamiento que signó sus primeros años de vida, su remoción de Cuba por medio del programa Peter Pan, que la reubicó (o acaso la dislocó) en Iowa. Ocurre que, así como la violencia que puso fin a su vida puede verse prefigurada en buena parte de su obra temprana, ese desplazamiento que la trajo a hacer arte a los Estados Unidos reaparece todo el tiempo en su obra posterior. Gran parte de la extraña vitalidad de los proyectos de Mendieta está ligada a la tensión que trae aparejada el tipo de negación vinculada a la pérdida de patria, ethnos y otros elementos accidentales constitutivos del yo.

Es la tensión que padece la vida frente a distintos modos de pérdida lo que confiere esa extraña intensidad a su obra. Esto supone decir que, por debajo de la violencia, la tensión y todo aquello que vuelve a una vida precaria, emerge un vitalismo que perdura aún tras la clausura ontológica oficial del propio yo.

 

La práctica artística de Mendieta estuvo saturada de un vitalismo intenso, de un reconcentrado interés por la vida misma.

Las obras de la serie Silueta parecen el rastro de fuego de una intensidad generada por medio de la mímesis. Buena parte de la obra de Mendieta, de hecho, da la impresión de ser marcas del mundo o marcas en el mundo. Se las puede entender como montajes y representaciones de un élan vital que manifiesta la fuerza ontológica de la marronidad como un modo de particularidad en la multiplicidad. Sin embargo, es importante señalar que esta práctica del autorretrato no se fundaba en una representación figurativa, sino antes bien en una incrustación profundamente simbólica en el mundo que la rodeaba. En esta serie, se talla, se cava, se moldea o incluso se quema una forma genérica femenina sobre la tierra. En ocasiones, son el barro, la tierra o las paredes de una caverna los encargados de capturar esa forma. Todas estas Siluetas parecen ser el contorno rápidamente esbozado de algo que, alguna vez allí presente, está ahora ausente o enterrado, si bien permanece en parte descubierto y en parte persistente, como si se tratara de un eco visual. Si tomando las declaraciones de la artista al pie de la letra consideramos a estas Siluetas como una práctica del autorretrato, ¿qué tienen para decirnos acerca del yo y/en el mundo? Estas piezas son la evidencia de una vida caduca que sin embargo insinúa su retorno, o una regeneración al estilo de Prometeo. La obra de Mendieta insiste en una suerte de comprensión misteriosa de la vida y de la muerte-en-vida como algo dotado de una fuerza mística. Sabemos que se sentía atraída por las metáforas de la magia y la espiritualidad. Pero es preciso entender las intensidades performadas por Mendieta no solo como muestra de un mero escapismo espiritual. Lo que resulta claro es que la artista, al menos en parte, estaba interesada en cierta forma de vitalismo o élan vital que muchos rechazarían por irracional.

(…)

Las ideas europeas del siglo XIX acerca de una fuerza vital, incluso aquellas teñidas de un irracionalismo racialista, pueden ser vistas bajo otra luz cuando se toma en consideración el trabajo de artistas del siglo XX como Césaire y Senghor, interesados en proyectos más vastos de decolonización y en la creación de una genuina poética de la desposesión. El ejemplo de los intelectuales de la negritud y su vitalismo creolizado podría servirnos como un precursor a la hora de explicar cómo, a través de protocolos estéticos como los de Mendieta, el vitalismo puede ofrecer una representación  productiva de ese sentido del mundo y la vida al que llamamos marronidad.

El objetivo aquí no es tomar una posición definitiva respecto del debate filosófico esbozado en el párrafo anterior, ni formular mi acuerdo o desacuerdo con el admirable trabajo de Jones. Lo que me interesa es plantear preguntas similares en torno a la noción de élan vital con el propósito de describir un concepto general de la marronidad y, de manera más específica, analizar una formulación particular de esta idea en relación con la poética de desposesión que practicara Ana Mendieta. Cuando se presta atención al mundo de la imaginería cubana que tanto interesaba a Mendieta, es preciso evitar la tentación de visualizarlo como algo real o imaginario, o como algo ligado a la creencia o la no creencia. Sabemos que Mendieta tomaba prestado el lenguaje figural de la religiosidad africana, afrocubana y taíno afrocubana. Olga M. Viso señala las inquietudes que despierta en muchas personas su uso de esta simbología sagrada. Algunas creen que el uso de este léxico imaginario, de manera involuntaria, “habría conjurado fuerzas que ella no terminaba de entender”.

Pero lo cierto es que la cuestión de las intenciones de la artista o su creencia en estas imágenes no vienen al caso, en cuanto la obra, en cambio, da a entender un sentido del mundo como la posibilidad de compartir una vida que es consciente de la precariedad y la afectividad de la marronidad. Todas estas imágenes son huellas de vida que invocan la noción potencialmente unificadora de un mundo pasado, real o imaginario, un plano de diferencia y singularidad simultáneas. Se trata de un repertorio de imágenes que se ocupa de performar el despliegue simbólico de la fuerza vital de pueblos colonizados y desposeídos que comparten un sentido en común o un sentido común, ese sentido que constituye un aspecto central de la performance y el despliegue de la marronidad. Algunos creen que el pensamiento racialista se encuentra entre las peores trampas que debe evitar unx intelectual o artista de color. Sin embargo, si dejamos de lado por un momento los previsibles argumentos de perro bueno/perro malo respecto de los esencialismos, seremos capaces de ver las operaciones miméticas y las reconstrucciones o acciones presentes en ciertas performances del élan vital (o lo que denomino aquí la fuerza vital de la marronidad) como algo más que una apelación conservadora o reaccionaria a una herencia o memoria en común. Acaso se trata de construir una cosmología que sea capaz de responder de manera contundente a esas historias precarias de desposesión múltiple y singular que a simple vista parecen separadas, como ocurre con la violencia contra las mujeres y el sometimiento imperial de los pueblos del Caribe. Estas historias de violencia se encuentran en la práctica artística, en la vida y en el repertorio icónico de Mendieta. Su obra pone en circulación capturas de la vida como algo que lucha contra su negación, lo que equivale a decir que su léxico visual es detectable como una visualización (y una demarcación) de un sentido precario y valioso del mundo. Cuando nos encontramos con esos rastros de vida a los que conocemos como las Siluetas, podemos ver la marca dejada por algún tipo de fuerza. Esta perspectiva nos da a entender que lo que estamos viendo acaso sea el rastro que deja esa fuerza vital que es la marronidad al encontrarse con las multiplicidades actuales de las paredes de un estudio, cavernas, playas, campos y distintos montículos de tierra y mundo. El trabajo de Mendieta organiza encuentros con las actualidades de una virtualidad correspondiente, como si estuviesen performando otra cosa, como si las estuviera señalando o demarcando, y es exactamente aquí que aparece en su obra la posibilidad de cambio. No obstante, nada indica que ese cambio sea “un caos libidinal precultural”, sino por el contrario un comentario complejo de aquello que la vida social es y acaso podría ser para las personas desposeídas.

Una de las Siluetas de Ana Mendieta

La extraña vitalidad de la obra de Mendieta está ligada a la tensión por la pérdida de patria, ethnos y otros elementos constitutivos del yo.

Puede resultar productivo acortar las distancias y circunscribirnos a un encuentro en particular con los rastros de élan vital de los muchos que supo dejar Mendieta. Este no es el primer ensayo que aborda su obra desde lo afectivo. En su sorprendente libro Cuban Palimpsests, José Quiroga ofrece un bello relato de su propio regreso a Cuba y su encuentro con las famosas obras de tierra que la artista realizara en las cavernas del Parque Nacional Jaruco. Quiroga siguió el mismo itinerario que transitara la propia Mendieta casi una década antes, pero su viaje terminó en frustración, ya que no pudo encontrar dentro de la cueva las tallas de Mendieta, que con toda probabilidad hayan hecho su propio acto de desaparición temporal. Después de 1980, Mendieta hizo siete viajes de regreso a Cuba. Quiroga describe el trabajo de la artista como un intento de reconstruir su pertenencia a un sentimiento total de cubanidad. Desde la perspectiva política, ese sentimiento de pertenencia es imposible. El pueblo cubano ha sido fragmentado no solo por la partición de la isla y por la diáspora, sino por distintas comprensiones monolíticas de la política. Quiroga afirma que “[la] naturaleza del compromiso que Mendieta produjo a través de su arte fue afectiva en todos los niveles; en el arte nos inscribimos y leemos nuestras vidas a través de él. No hay nada para ganar en la resistencia a este proceso de identificación, ya que es precisamente eso lo que ella demanda”.

Este planteo de Quiroga de la obra de Mendieta como una interface que conecta al espectador con cierto élan vital marrón por medio del rastro de esa intensidad que deja a su paso la marronidad en y del mundo nos permite trazar líneas de influencia y de devenir-marrón que emanan ya no tanto de Mendieta como fuente, sino antes bien a través de ella. Son estas líneas energizadas las que nos permiten comenzar a descifrar la potente identificación de Richard Move con Mendieta en las reconstrucciones de la obra de la artista que monta en su documental Blood Work. Son también ellas las que nos permiten pensar cierta parte de la obra producida por la artista cubana Tania Bruguera, que supo canalizar la fuerza afectiva de Mendieta en su body art temprano. Incluso la obra de Nao Bustamante resuena en una suerte de eje con Mendieta, debido al lugar que la forma femenina ocupa en su obra como silueta que se performa en términos icónicos. Si bien la obra de Bustamante tal vez no remita de inmediato al espectador a la obra de sangre que Mendieta montara en Iowa, las dos afirman una mirada del cuerpo femenino como monumento en términos muy elementales y viscerales. De manera similar, una pieza como Given Over to Want [Entregada al deseo, 2008] nos enfrenta a un nuevo tipo de obra de sangre, que retrata las trayectorias de violencia que signan la marronidad del ser en el mundo.

Todas estas obras exhiben eso que Quiroga denomina una demanda por identificarse con Mendieta. Sin duda, en la obra de esta artista coexisten identificaciones, desidentificaciones y contraidentificaciones a las que es posible entender como interfaces con la fuerza vital de la marronidad. Pero volviendo sobre la formulación de Quiroga, me gustaría señalar que hay algo más en y acerca de la obra que no tiene tanto que ver con una demanda por identificarse, sino con la necesidad de compartir el sentido de la marronidad en y del mundo que las imágenes de Mendieta presentan.

Jean-Luc Nancy nos recuerda que el trabajo de existir no se limita a la operatividad o la utilidad. De hecho, tiene más que ver con el acto de compartir esa cosa que no tiene valor precisamente porque es invaluable. Si bien Mendieta no podía desafiar por el completo el sistema de valoración constitutivo del mundo del arte, su obra nos dirige en otra dirección, hacia el deseo, la sensación o incluso la irradiación de un valor que se resiste a la acumulación y la propiedad. Pensemos en sus siluetas sobre la arena, borradas por las mareas o el tiempo. Muchas de estas obras con tierra fueron pensadas para no durar. O imaginemos el destello de sus esculturas de pólvora, que hoy solo conocemos por medio de documentación o gracias a su reconstrucción.

Mi argumento aquí no es que la obra de Ana Mendieta resista la lógica de la mercancía del mundo del arte. En su lugar, me interesa plantear que en gran medida tiene que ver con un intento de compartir lo incompartible. Para Nancy, lo incompartible es aquello que se comparte como lo incalculable, lo no operativo, lo invaluable; nos explica que conocemos estas cosas bajo las formas del arte, la amistad, el amor, el pensamiento, el conocimiento y, lo más importante para mí, la emoción.

 

Alma. Silueta en Fuego, de Ana Mendieta. Iowa, noviembre de 1975

Si bien Mendieta no podía desafiar por el completo el sistema de valoración del mundo del arte, su obra nos dirige hacia la irradiación de un valor que se resiste a la acumulación y la propiedad.

Ana Mendieta irradia un mundo de lo marrón que ahora podemos comenzar a describir como aquello que no es político pero tampoco “no no” político, algo que está más allá de una demanda de reconocimiento. El afecto es contagioso. Los buenos y los malos afectos tocan el mundo a nuestro alrededor y se infiltran en nuestros sentidos del mundo. Nuestro mundo es justamente eso: sentidos plurales del mundo que son singulares en su pluralidad. Las palabras de otro filósofo podrían ayudarnos a ilustrar en este punto eso que puede entenderse como la serie de convergencias y correspondencias entre lo virtual y lo actual que describo aquí bajo el nombre de marronidad. Antonio Negri caracteriza así el diagrama, una idea tomada de Foucault y cuidadosamente reelaborada por Deleuze: “La nuda vida y la vida vestida, la pobreza y la riqueza, el deseo crítico y la construcción de lo real; estos son los elementos que constituyen el diagrama [foucaultiano] de inmersión en la verdadera realidad. Solo entonces es posible participar de la composición del enjambre de singularidades. Las singularidades desean fluir juntas dentro del común, pero también desean mantener su propia libertad, su diferencia”.

La obra de Mendieta demanda, como plantea Quiroga, una identificación, pero acaso esa identificación tenga más que ver con la compleja coreografía ontológica a la que he dado en este libro el nombre de marronidad. La marronidad es más que un conjunto de identificaciones o incluso contraidentificaciones. Es sin duda afín a lo que he descrito como desidentificación, pero hasta dicha descripción puede depender todavía demasiado de la linealidad de los alineamientos directos. La marronidad tiene que ver con otra cosa. Como concepto, como método incluso, nos ofrece un sentido del mundo. Este sentido del mundo es al mismo tiempo el abordaje y el objeto que Mendieta nos presenta con tanta elegancia y urgencia: un sentido del mundo como algo marrón. Representa un “enjambre de singularidades”. Este sentir marrón no es únicamente la provincia de personas que han sido consideradas o se consideran a sí mismas marrones. Es, por el contrario, y de manera más importante, el acto de compartir un sentido marrón del mundo, un fluir dentro del común que sin embargo preserva las urgencias y las intensidades que experimentamos en términos de libertad y diferencia.

 

Este artículo fue acortado para favorecer su lectura online. Pueden encontrar la versión completa en El sentido de lo marrón, de José Esteban Muñoz (Caja Negra, 2023) 

Otra de las siluetas de Ana Mendieta

Mendieta nos presenta con elegancia y urgencia un sentido del mundo como algo marrón, como un “enjambre de singularidades”.

José Esteban Muñoz (Cuba, 1967-2013) Fue un académico, ensayista y pensador que transformó el campo de los estudios queer y de la performance. Nació en La Habana y al poco tiempo emigró a los Estados Unidos con su familia. Estudió literatura comparada y fue profesor y director del Departamento de Estudios de Performance en la Universidad de Nueva York. La obra de Muñoz, escrita originalmente en inglés, se caracterizó por su investigación de las intersecciones de la cultura, la política y la diversidad sexual, con particular énfasis en la obra de artistas contemporáneos contraculturales en los Estados Unidos. Su primer libro, Disidentifications: Queers of Color and the Performance of Politics (1999) es un texto fundacional de la crítica queer de color y representa una de las grandes contribuciones a la investigación de minorías en el campo de Estudios de Performance. Sus títulos disponibles en español son Utopía queer (Caja Negra, 2020) y El sentido de lo marrón (Caja Negra, 2023).