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Salí de casa con un vestido negro de florcitas rojas estampadas, uno de los pocos que tengo y, definitivamente, el que más he usado en mi vida hasta ahora. En cierto punto, en el área común del espacio cultural donde ocurría la conferencia en la que participaba, me encontré con una persona que conocía hace poco, pero que ya era un poco especial para mí. Ella elogió mi ropa, agregando –suave y cuidadosamente– el siguiente comentario: “Se debe tener un sentido fuerte de sí para salir así al mundo, ¿no?”. Sin embargo, yo, medio inquieta y de manera intuitiva, contesté: “Tal vez sea exactamente lo contrario: se debe tener un sentido de sí demasiado quebrado para salir así al mundo”. Ella, intrigada, me miró y pidió que, en caso de que pudiera, hablara de eso a fondo. Este texto es, de cierta manera, un intento de hacerlo; es, al tiempo, una manera de comenzar a rastrear, en el quiebre, las fuerzas que se precipitan hacia afuera y más allá de los ideales normativos de género, sujeto y colectividad.
La cuestión que se proyecta sobre este texto puede, por lo tanto, formularse de esta manera: ¿y sí, en vez de la totalidad, de la autoconciencia, de la capacidad de autodeterminación y autoestima, hubiera un sentido de quiebre que desplaza de manera efectiva las posiciones inconformes a la matriz cisgénero? ¿Y si esa sujeción inconsistente, esa manera de ser demasiado quebrada para traducirse en una coherencia identitaria y representativa –sea cual sea– insinuara también una forma de presencia efectivamente desobediente del género? ¿Y si, en las márgenes del gran “nosotros” universal (humano, blanco, cisgénero y heteronormativo) a partir del que se formula y engendra cierto proyecto de sujeto e identidad, se precipitaran en la caída y, a través de ella, otros modos de creación de colectividad y de estar juntas? Y las preguntas no paran ahí, se multiplican: ¿cómo habitar tal vulnerabilidad y cómo engendrar, en ese espacio tenso de las vidas quebradas por la violencia normalizadora, una conexión afectiva de otro tipo, una conexión que no esté basada en la integridad del sujeto, sino en su inevitable quiebre?
Jota Mombaça
¿Cómo habitar tal vulnerabilidad y cómo engendrar, en ese espacio tenso de las vidas quebradas por la violencia normalizadora, una conexión que no esté basada en la integridad del sujeto, sino en su inevitable quiebre?Este texto también está atravesado por el denso proceso experimental, performativo y político que se dio durante la residencia Politizar la herida, que programé con el apoyo institucional, afectivo y financiero del Água Viva Concentrado Artística como parte de su proyecto transborda. Durante una semana, un grupo de diez personas se encontró en una casa cerca del centro de Curitiba para experimentar maneras de pensar y hacer performance desde corporalidades inscritas por heridas históricas y socialmente constitutivas del mundo que se nos ha permitido conocer. Así, más que un ámbito de formación artística, se estableció un espacio de ejercicio ético y reelaboración de las maneras de ser vulnerable en grupo, teniendo en cuenta el modo en que la gordofobia, la supremacía blanca, el heteroterrorismo y la transfobia interactúan en la reproducción de la muerte como expectativa de vida de muchas personas como las que nos reunimos en ese contexto.
Pero ¿qué tipo de colectividad opera en el encuentro de historias de injusticia contadas desde posiciones tan distintas, y desde siempre asimétricas? ¿Qué significa, en un contexto como el de esa residencia (y más allá) insinuar un arreglo, un encuentro, una especie de nosotras cuyo efecto no sea el aniquilamiento del carácter inasimilable de cada cuerpo y de sus heridas? ¿Y cómo remonta eso a la escena del quiebre, a la hipótesis de que no es en la plenitud ontológica, sino en la mul- titud de fragmentos que se produce la posibilidad de otro modo de existencia en común?
Para hablar sobre el quiebre, se debe escapar cuanto antes de las estructuras lógicas que ubican en puntos opuestos al individuo y la colectividad, independientemente de qué tendencia demuestren esas estructuras. No vengo aquí a hablar acerca de quebrar la lógica neo- liberal del individualismo con miras a una inmersión en lo común. Tampoco acerca de afirmarla. Se trata, más bien, del reconocimiento de una posición desde siempre inferior a lo individual –porque es desmontada por el efecto de violencias sistemáticas desindividualizantes– y de una colectividad desde siempre inferior a lo común, porque es inasimilable desde el punto de vista de la generalización de lógicas colectivas. Ni un yo ni un nosotras como entidades internamente coherentes. Hablo de una presencia que escapa al gesto mismo de aprehensión a la que este texto se dirige, hablo de una fuerza que no es ni el sujeto ni el mundo, pero que lo atraviesa todo.
Es probable, sin embargo, que este texto termine sin ofrecer una definición lo suficientemente bien articulada para lo que aquí se presenta como “el quiebre”. Ese tal vez sea el método del quiebre –menos como entidad autónoma que como fuerza incapturable–: definirse en su resistencia a la definición. Así, el quiebre sería lo que no se define, pero no por heroísmo postidentitario, sino por fracaso e insuficiencia. El quiebre no se define porque no cabe en sí mismo, porque cuando estalla una ventana, los fragmentos vuelan lejos, sin orden plausible. Teniendo esa imagen como ejemplo, y finalmente acercándome lo más posible a una definición, lo que aquí llamo quiebre no son las esquirlas, sino el movimiento abrupto, errático y desordenado del estallido.
Si se piensa como estallido, entonces, ¿cómo es posible insinuar en el quiebre una manera de estar juntas? Si el quiebre rompe con un sentido de integridad, ¿cómo puede precipitar la reunión de fuerzas, entidades y existencias? Si es el evento del desmantelamiento, tras el cual un cuerpo ya no puede leerse como un cuerpo propio, ¿qué política de la afinidad puede engendrarse ahí, a pesar y a través del quiebre?
Mi experiencia en Curitiba, en esos días de residencia, abrió de cierta manera el escenario de esas cuestiones. Para mí, que estaba participando como programadora/proponente, fue sin duda un ejercicio duro, arriesgado, confuso y frecuentemente exhaustivo. Mi metodología –intuitiva y experimental– fue la de presentarme en mi inseguridad y vulnerabilidad, poniendo en duda mi propia posición y mis maneras de llegar al arte de la performance en todo momento. Eso permitió, por un lado, crear una situación en la que todas las personas participantes de la residencia podían, en caso de que quisieran y se manifestaran en ese sentido, asumir mi posición, proponiendo ejercicios y dinámicas; pero también (al menos en mi caso) generó una sensación permanente de cabos sueltos, bordes mal cortados, movimientos indefinidos y ejercicios inconclusos.
Al describirla así puede parecer que la experiencia fue realmente un desastre, pero resulta que, si lo fue, no la analizo ahora desde un punto de vista moral: no escribo aquí para diagnosticar lo bueno o malo de una experiencia colectiva desastrosa, sino para preguntar, ¿qué fuerzas, qué densidades, qué movimientos de vida propician tal encuentro? Pues, en su fragilidad y desajuste, esa experiencia trajo a flote expresiones tanto performativas –propuestas y performadas a lo largo de la residencia– como afectivas –estimuladas y experimentadas en los momentos juntas, dentro, fuera y más allá del espacio que ocupamos– que se precipitan sobre las dinámicas políticas, éticas y estéticas de la colectividad contingente que allí engendramos como una manera de estar en el quiebre. Juntas.
Y nada de eso es fácil, nada de eso es indoloro o cómodo. Al tantear la posibilidad de una colectividad forjada en el movimiento improbable de un estallido, siempre será necesario abrir espacio para los flujos de sangre, para las ondas de calor y para el pulso de la herida. Politizar la herida, a fin de cuentas, es una manera de estar juntas en el quiebre y de encontrar, entre las esquirlas de una ventana estallada, un vínculo imposible, el indicio de una colectividad áspera e improbable. Se trata de habitar espacios irrespirables, de avanzar sobre caminos inestables y estar a solas con la incomodidad de existir en bandada, la incomodidad de, una vez juntas, tocar el quiebre de las otras.
Mientras llego al final de este ensayo –tan inconcluyente como puede ser un escrito hecho en torno a interrogantes para los cuales no hay respuesta–, me pregunto cuánto se acerca al pedido de mi amiga, que mencioné en el primer párrafo de este texto. Esto es, qué tanto enriquece esta reflexión a la idea de que el sentido quebrado de sí –que acompaña mi movimiento en el mundo como cuerpo mons- truoso, de presencia aberrante y desobediente de género– marca otra manera de habitar y enfrentar ese mundo. Entonces miro la historia de mi nombre, de este cuerpo, de los géneros que pasan por él, y me pierdo en el ejercicio poético y político de dar cuenta del quiebre que me atraviesa, me desmonta y, paradójicamente, me hace posible.
Atenas, abril de 2017
[N. del T.] Es probable que este capítulo sea un diálogo con el libro In the Break [En el quiebre], de Fred Moten, en el que se investigan las relaciones entre el jazz, la identidad sexual y la política radical negra.