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1.
Con el comienzo de la pandemia del COVID-19 y la emergencia sanitaria, muchxs empezamos a recibir diversas invitaciones para hablar o escribir sobre un conjunto de problemas que parecían haber llegado a la agenda pública junto con el virus: desde violencia contra las mujeres en el ámbito doméstico hasta el hacinamiento carcelario, desde represión policial en el espacio público las hasta políticas de cuidado, o las decisiones difíciles que deben que tomar los sistemas de salud con recursos escasos. Temas que pocas veces se abordan en los medios de comunicación o en las redes sociales tomaron cada vez más centralidad, y se escucharon todo tipo de intervenciones, mal y bien informadas, y mal y bien intencionadas. Para quienes llevamos años trabajando sobre alguna(s) de estas cuestiones se trata de un fenómeno llamativo, pero a la vez incómodo. Por un lado, creemos que estos temas deben estar en la agenda pública, y cuando sucede lo sentimos como un pequeño triunfo. Pero por otro, responder a la invitación para hablar acerca de “esto que está pasando ahora” tiene un aire a lo que en filosofía se ha llamado una “falacia de la pregunta compleja”: si acepto, no estoy respondiendo afirmativamente a una sola pregunta (¿querés venir a hablar sobre x?) sino a dos (¿querés venir a hablar sobre x? y ¿este tema del que vamos a hablar es algo que surgió ahora con el COVID-19?). Pocxs estarían dispuestxs a responder afirmativamente a la segunda pregunta, porque ese es el mundo en el que viven desde hace décadas, y/o porque han seguido de cerca las mutaciones y desarrollo de estos problemas a lo largo de los años. Hablemos entonces, decimos, pero partiendo de la base de que hay aquí un desacuerdo fundamental en nuestra percepción de la temporalidad. O, para hablar más precisamente, en nuestras figuraciones temporales: las variadas maneras en las que organizamos el tiempo a través de las representaciones que producimos y reproducimos (narraciones históricas, relatos cotidianos, o discursos que circulan socialmente acerca del presente, el pasado y el futuro). Hay algo que puede parecer nuevo pero no lo es; algo que habla del presente, de un acontecimiento puntual, pero que a la vez es una forma de vida, es “la vida”.
Algo similar sucede al reencontrarse con El optimismo cruel de Lauren Berlant. Parece que está hablando de hoy, de lo que está sucediendo en este preciso instante. Nociones como “incertidumbre”, “adaptación”, “crisis corriente”, “desgaste”, y el impacto que todo ello tiene sobre nuestra vida afectiva, recorren el texto y también dan forma a esta experiencia cotidiana (que ya conocemos, pero que de repente es compulsivamente rotulada como “en tiempos de Coronavirus”). No obstante, El optimismo cruel es un libro del 2011. Tal familiaridad no es casual, y de hecho Berlant nos ofrece un repertorio potente de ideas para entender este extraño fenómeno temporal. Lo que aparece como extraordinario, advierte la autora, “siempre resulta ser la amplificación de algo que ya estaba en funcionamiento, en el mejor de los casos la ruptura de un límite lábil, no un punto de partida después de dar un portazo. En el impasse que produce la crisis, el ser se mantiene a flote; principalmente, se ocupa de no ahogarse”. ¿Hace cuánto que conglomerados enteros de la población dedican su vida entera a “no ahogarse”?
2.
Hay un sentido en el que “la crisis del COVID-19” no es en absoluto novedosa. La idea de que estamos en una crisis es recurrente en nuestros tiempos, y hasta es una especie de lugar común decir que en la Argentina somos expertxs en crisis (y en cómo reinventarnos después de cada una de ellas). Sin embargo, Berlant y otrxs han señalado la trampa de esta figuración temporal: presentar una problemática social como algo pasajero que puede ser recortado en el tiempo, por un lado desconoce el arraigo de dicha problemática en el tejido social y la historia, su funcionalidad de larga data, y por el otro justifica intervenciones “de urgencia” que abren exclusas (disciplinamiento, represión, control, coerción, eugenesia pasiva) que luego no se cerrarán. Es fundamental, por lo tanto, resistir esta retórica (este “género”, diría Berlant) y reconocer que no estamos ante una crisis de lo corriente, sino que lo corriente mismo consiste en un permanente estado de crisis: “la destrucción de los cuerpos por el capital no es sólo una crisis del juicio en el presente afectivo, sino una condición ético-política de larga data”. Con esto, por supuesto, la palabra “crisis” pierde gran parte de su sentido, y resulta más adecuado hablar de lo que Berlant llama “ambientes temporales” y del desgaste de poblaciones que ella denomina “muerte lenta”.
La “crisis” emerge, se hace visible, cuando los sistemas de crueldad del mundo alcanzan a los sujetos equivocados, aquellos que no deberían padecerlos: allí vemos el colapso del sistema de salud, la represión policial, el hambre, la precarización laboral. Pero antes, durante, y después de “la crisis”, franjas enteras de seres humanos están expuestas a la muerte lenta: ese “desgaste físico de una población en el sentido de su deterioro físico, entendido como la condición que determina su experiencia y su existencia histórica”. En la misma línea que, desde la otra punta del mundo, ha señalado Achille Mbembe con la idea de “humanidad excedente” o “personas que sobran”, se trata de poblaciones ante las cuales “el Estado ya no tiene la obligación de hacer retroceder su violencia constitutiva” (Mbembe, Brutalisme, 2020). La muerte lenta, nota Berlant, no es un evento puntual y llamativo, ni una crisis precipitada por una serie de acontecimientos reconocibles, sino un modo de relación social, una experiencia que “se sitúa al mismo tiempo en el ámbito del extremo y en la zona de lo corriente”, al punto que deja de llamar la atención. Se trata de un sentido común que empapa todos los vínculos, prácticas e instituciones con las que nos relacionamos a diario, pero que afecta sólo a aquellos sujetos “que sobran”, un precariado “marcado para el agotamiento” y el desgaste.
Todas las ilustraciones de esta nota son de Pao Lunch instagram.com/paolunch/
Paradójicamente (o no), el momento de crisis tampoco desencadena un proceso de transformación, sino solamente uno de adaptación para que ese mismo orden pueda seguir funcionando. El nuevo imperativo al que hay que adaptarse es, precisamente, el imperativo de la adaptación. Como consecuencia, se genera “una nueva esfera pública precaria definida por debates acerca de cómo reelaborar” —nótese: no “terminar con”, sino “reelaborar”— “la inseguridad del presente actual”. La discusión no orbita en torno a la muerte por goteo de enormes sectores de la población, sino a cuál será la dosis justa para que ese goteo sea suficiente para no despertar sospechas de necropolíticas de gestión estatal, pero no demasiado para que el capital “no vaya a pérdida”. En las crudas palabras de Berlant, la evidencia de una crisis “marca un límite, no en la conciencia pública, estatal o corporativa acerca de si es lícito o de qué manera podría serlo sacrificar el cuerpo del trabajador a la ganancia comercial, sino acerca de qué tipo de sacrificio contribuye mejor a la reproducción de la fuerza de trabajo y a la economía de consumo”. Lo que estamos viendo en estos tiempos de pandemia, y lo que en última instancia preestablece las reglas del juego, es un rotundo estrechamiento del horizonte político en el que sólo podemos hablar la lengua de la precarización, la represión, y el sacrificio de poblaciones “excedentes”. Reducción de daños para algunxs, maximización de ganancias para otrxs: esos parecerían ser los límites de gran parte de las conversaciones que estamos sosteniendo por estos días.
La idea de que estamos en una crisis es recurrente en nuestros tiempos, y hasta es una especie de lugar común decir que en la Argentina somos expertxs en crisis (y en cómo reinventarnos después de cada una de ellas). Sin embargo, Berlant y otrxs han señalado la trampa de esta figuración temporal: presentar una problemática social como algo pasajero que puede ser recortado en el tiempo, por un lado desconoce el arraigo de dicha problemática en el tejido social y la historia, su funcionalidad de larga data, y por el otro justifica intervenciones ‘de urgencia’ que abren exclusas (disciplinamiento, represión, control, coerción, eugenesia pasiva) que luego no se cerrarán.3.
¿Qué hacen las personas ante este panorama desolador? Berlant nos muestra cómo, en muchos casos, invertimos en lo que llama “optimismo cruel”: “la proyección de una fantasía que sostiene, pero es improbable” (p. 338) o incluso perjudicial para alcanzar la “buena vida” que queremos. El apego, de acuerdo con la autora, es optimista en tanto se ilusiona con “un manojo de promesas” (p. 57) que entendemos como llaves para acceder a la vida que deseamos. Sin embargo, a veces esa ilusión transporta su propio veneno: podemos invertir en “un objeto/escena de deseo” que “es en sí mismo un obstáculo para la satisfacción de esas mismas apetencias que atraen a las personas hacia él” (p. 409). Ciertamente es cruel: depositar nuestra ilusión y nuestros esfuerzos en algo que soñamos que nos quitará de este estado de mera subsistencia, de mantenernos a flote en medio del derrumbe, pero que en realidad es algo que, de hacerse realidad, o nos pasará por el costado o nos alejará aun más de nuestro objetivo.
Para quienes ven la inviabilidad de ese optimismo, puede resultar incomprensible cómo la gente a nuestro alrededor invierte tanta expectativa en su promesa: “¿por qué las personas mantienen su apego a determinadas fantasías convencionales de la buena vida”, pregunta Berlant, “habiendo sobradas pruebas de su inestabilidad, su fragilidad y sus costos?”. Quizás en estos días, esa pregunta haya tomado para muchxs la forma de: ¿cómo pueden pedir más militarización, más intervención de las fuerzas represivas del Estado, más ajuste y menos redistribución para resolver la emergencia económica y social que ha desencadenado esta pandemia? ¿Cómo pueden pensar que eso les va a llevar a una vida más “segura”, más tranquila, sin sobresaltos? Y sin embargo, el imán del optimismo cruel sigue rindiendo sus frutos, tal vez porque nos da un sentido de nuestro lugar en el mundo, o porque apuntala la idea de que esas fantasías de una vida vivible están al alcance de nuestra mano. La hipótesis de Berlant parecería ser que “el optimismo es una escena de sostenimiento negociado que vuelve soportable la vida tal como ésta se presenta”. Quizás ese optimismo sigue siendo posible por la misma cotidianeidad de la muerte lenta, que de tan ordinaria ya forma parte del paisaje.
Lo que estamos viendo en estos tiempos de pandemia, y lo que en última instancia preestablece las reglas del juego, es un rotundo estrechamiento del horizonte político en el que sólo podemos hablar la lengua de la precarización, la represión, y el sacrificio de poblaciones ‘excedentes’. Reducción de daños para algunxs, maximización de ganancias para otrxs: esos parecerían ser los límites de gran parte de las conversaciones que estamos sosteniendo por estos días.Sin embargo, puede ser que enfrentarnos con la incomodidad de tensionar nuestro paisaje, y llevar las preguntas un poco más allá: ¿cómo aportamos con nuestras figuraciones temporales a la perpetuación de este desgaste de la vida (en fin, de la vida como mero desgaste)? ¿Y qué optimismos crueles nos impulsan? ¿En qué manojos de promesas (incluso algunas que pueden venir de la mano del feminismo, la progresía o la izquierda) seguimos invirtiendo, aun cuando sabemos que van a envenenar nuestro proyecto de un mundo más justo?