La máquina de hacer emocionar. La inteligencia artificial, lo humano y el arte

Elian Chali

12 julio, 2023

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Como ya sabemos, cada época tiene su pánico particular.

Simondon dice que el miedo a la rebelión de las máquinas lo tienen solamente quienes nunca interactúan con ellas (nobles) o quienes interactúan con ellas en tanto son su propiedad (burgueses). Esto es en el fondo -y desde siempre- el miedo a la rebelión de quienes las manipulan, las fabrican, las reparan.

Más que a miedos puntuales, la inteligencia artificial se parece más  al vértigo que produce el precipicio de la época en pleno colapso o la imposibilidad de imaginar el final producido por la crisis climática. Hasta incluso algo más sencillo como no poder vislumbrar más allá de nuestras narices antropocéntricas. Pero también existe un profundo terror respecto al campo artístico que despierta polémicas cruzadas. Considero que tanta preocupación por el arte, no puede más que señalar su relevancia social.

Para poder insistir en el problema, propongo un paisaje, un escenario. Imaginemos que el arte es un puente: de un lado están los artistas y del otro, el público, los espectadores, la sociedad. La intención no es separar al artista de la comunidad, sino todo lo contrario, tratar de reconocer posiciones en esta constelación llamada cultura para poder entender y seguir preguntando. Este puente no es solo una ingeniería compleja que simboliza un rito de pasaje o un tránsito. Es también una puesta en relación que se compone de contextos diversos, clima de época, modos de producción, temáticas de agenda, estado de la política actual. Entonces desde dónde están los artistas, se echa a rodar algún acontecimiento u objeto creativo con la fuerte convicción de que arribe a destino: una pintura, una canción, un texto, una fotografía. Ese puente puede ser hostil y casi siempre presenta barreras que son propias de cada circunstancia particular; es decir, el objetivo nunca está garantizado del todo. Sucede algo crítico pero intenso cuando cruza una obra por ese puente, perdemos el total control de su comportamiento y a medida que se aleja de quien la produjo, esta comienza a ganar autonomía. Intentemos visualizar la obra de arte como una esponja que va absorbiendo todo a su paso. Embebida de contexto al comenzar su travesía, la obra ya no es estrictamente un producto aislado resultado de quien la creó, sino que se transforma en un vagón cargado de significantes, interpretaciones y experiencias específicas que suceden más allá de la intención de su autor. La creación que comenzó este recorrido, quedó atrás para volverse un testimonio de su época, ahora es un artefacto histórico en sí misma. Entonces el público no recibe solamente un objeto material o formal hecho de lienzo y pintura o de letras y papel; lo que arriba al otro lado del puente es el entrelazamiento de diversos factores que lo vuelven un fenómeno particular con capacidad de interpelación. 

Ya discutimos bastante alrededor de las obras derivadas, las formas de inspiración e influencias, los modos circulares de creación y el gran problema del origen como un valor en sí mismo. Sabemos que Occidente es bastante caprichoso y obsesivo con este asunto, más en épocas en las que la financiarización de la vida busca exprimir al máximo la industria de las patentes. 

Pero la Inteligencia Artificial está haciendo saltar por los aires a gran parte del espectro de la cultura dominante que cuestiona un aspecto en particular: la capacidad de emocionar. Muchos artistas de gran relevancia están posicionándose en contra bajo el argumento de que las creaciones con esta tecnología, no tienen como atributo la capacidad de conmover. Considero que estas declaraciones son al menos insuficientes, ya que la posibilidad de “conmover” no está sujeta obligatoriamente a la creación humana ni a la producción intelectual. Ese posicionamiento es desconocer el poder que tienen las creaciones espontáneas, negar las expresiones más sensibles y sutiles que no alcanzan la categoría de obra de arte y sobre todas las cosas, sostener el especismo cultural cuando bien sabemos la cultura existe muchísimo antes que el animal humano. ¿Cuántas de nosotras nos hemos sentido profundamente cautivadas por los rayos de sol atravesando la ventana? ¿Acaso nunca han pensado en que la multitud de gente moviéndose por la ciudad parece una coreografía espontánea? ¿La conversación de los pájaros en la mañana o la fortaleza de una telaraña son menos valiosas que un cuadro desde la perspectiva emocional? ¿En el futuro seguiremos sosteniendo que una obra de arte es considerada como tal en tanto y en cuanto sea validada por el sistema?

La posibilidad de “conmover” no está sujeta obligatoriamente a la creación humana ni a la producción intelectual. Ese posicionamiento sostiene el especismo cultural cuando sabemos que la cultura existe muchísimo antes que el animal humano.

Esta no es una defensa pública a la Inteligencia Artificial, de la cual no soy usuario aún —o por lo menos conscientemente o bajo mi propia voluntad—, si no es una propuesta a discutir con mayor precisión. No caben dudas de que hay asuntos que requieren profundización urgente, como por ejemplo como es hoy y cómo será el acceso al trabajo o las condiciones laborales del futuro. También la autenticidad o la autoría, la preocupación por las regalías, otro terreno espinoso que continuamos transitando por la discusión alrededor de la producción de valor.

La artista y educadora Jenny Odell dice que “ser uno mismo” hoy puede significar convertir tu identidad en una marca reconocible a fin de que los algoritmos puedan publicitarte. Implica la transformación de tus “hábitos, deseos e impulsos” en unidades de capital. Pero la gran disputa de hoy alrededor de la inteligencia artificial no trata solamente sobre lo que esa tecnología puede o no crear. La disputa es porque esa tecnología de producción está bajo el control de monopolios corporativos. La lucha debería orientarse también hacia la democratización del medio productivo si queremos discutir horizontalmente sobre lo que se puede o no se puede. Sabemos que el problema que alimenta esta discusión, es en última instancia, el del trabajo de la producción intelectual, de la producción de símbolos, que hasta antes de ayer estuvo en manos exclusivamente de individuos bajo la forma artesanal de producción. Y ahora en cambio, la técnica con la inteligencia artificial se transforma en un entorno reticular, un medio en el que estamos inmersas y donde el movimiento de signos tiene un nivel de afectación horizontal minúsculo pero industrializante que se aleja de la singularidad del viejo modelo de producción intelectual. En la línea de Bruno Latour, debemos insistir en el problema de la cajanegrización, ya que la comprensión del funcionamiento de la IA está en pocas manos y su espectacularidad la vuelve cada vez más opaca. Aunque el “saber” no sea particularmente relevante para la utilización de esta tecnología, acceder al reloj interno nos permitirá intervenir sobre ella para que sea reapropiada por los deseos de quienes la alimentamos. 

Ahora volvamos al puente. Las creaciones espontáneas que señalé anteriormente como ejemplos sencillos de lo que nos puede producir emoción, nos ubicaría en un problema, ya que una obra goza de su propio estatuto siempre que esté garantizada la interrelación entre quien produce o enuncia y el público. En estos casos “menores” o “insuficientes” —al igual que muchísimas experiencias y cosas que nos producen infinitas sensaciones— la categorización de lo que es y no es obra, vendría a organizar la capacidad de interpelación dada por su lugar en la jerarquía. Pero me pregunto ¿si no es obra, significa que no tiene el poder de interpelar? ¿No será que los humanos, y en particular los artistas, hemos privatizado algunas emociones? Para ser honesto, las imágenes generadas por sistemas automatizados, me parecen aburridas y suelo descartarlas. Pero es algo que también me pasa cuando recorro algunos de los museos más importantes del mundo. Que no todo tenga la capacidad de emocionar es algo que antecede a la inteligencia artificial, al igual que nuestras decisiones singulares de preferencias. Es constitutivo del ser, la facultad de discernimiento.  Deberíamos insistir en Donna Haraway cuando señala que prefiere ser un cyborg a que ser una diosa porque casi 40 años después de su ya clásico libro Manifiesto para Cyborg, la alianza interespecie y el cuestionamiento a los modos de organización de la vida, está tomando una relevancia radical que sin dudas impactará en los modos de producir ficciones y realidades. También es verdad que las personas que hacemos arte, no solo lo hacemos para producir capital, sino también lo hacemos por placer. Entonces podríamos preguntarnos qué nuevas formas de disfrute artístico están arribando con la inteligencia artificial ya que estas pueden permitir a las personas sin habilidades específicas -como pintar, por ejemplo- la posibilidad de crear más allá y a pesar de sus capacidades individuales.

 

La gran disputa de hoy alrededor de la inteligencia artificial no trata solamente sobre lo que esa tecnología puede o no crear. La disputa es porque esa tecnología de producción está bajo el control de monopolios corporativos.

Me pregunto si podemos pensar la inteligencia artificial desde una perspectiva crip-queer para desorganizar lo “humano” como lo dado y retomar la relación con las tecnologías como instrumentos de alteración del cuerpo. De seguro habrá consecuencias antropológicas, como casi todo lo que observamos con perspectiva una vez que la historia nos arrolla, pero con una diferencia: ahora el tiempo está desdoblado y la obsesión por predecir el futuro goza de buena prensa para los sistemas de control. En ese sentido, me parece pertinente un reconocimiento de todos los despliegues tecnológicos que han acompañado la creación artística desde el inicio de la humanidad y que funcionaron como apoyo, extensión o amplificación de nuestras capacidades. Desde un cincel para tallar la piedra más dura, hasta la imprenta que revolucionó para siempre los modos de circulación de saberes, pareciera que nuestra especie se ha encargado de acorralar el avance tecnológico para que la mente –ergo la razón y el pensamiento- nunca se vea en riesgo de reemplazo. Las personas con discapacidad venimos reivindicando los dispositivos de apoyo para alcanzar una vida más vivible y es innegable el capacitismo y biologicismo que encubre esta postura sobre la producción artística. 

Insistiendo en la cuestión de los roles instaurados, quisiera tomar el planteo del escritor Jorge Carrión cuando dice que progresivamente nos estamos convirtiendo en los editores de los algoritmos culturales y creativos. ¿Puede, entonces,  que estemos frente a un nuevo escenario de las prácticas curatoriales? ¿Podemos desdoblar el rol del artista creador, para expandir el del artista curador? O mejor dicho ¿desorganizar la idea de creación? Cuando los flujos creativos capaces de producir sentido empiezan a movilizarse y los sujetos de enunciación intercambian sus roles, los resultados pertenecen al terreno de la incertidumbre porque ante todas las cosas, las categorías se asientan a partir de la reiteración de datos concretos de inteligibilidad. Además ¿no hemos copiado, transformado o modificado las ideas de otras a lo largo de la historia? Si la inteligencia artificial pone en manifiesto sobre su plataforma técnica las formas de influencias e inspiraciones, lo que está emergiendo es un intercambio de roles imposible de ocultar. 

Si pudiéramos dejar la obra, el creador y los públicos al costado por un momento, de fondo encontraremos una discusión ética profunda sobre la tecnología que viene siendo postergada pero que ahora resulta más preocupante al verse amenazada la continuidad del humano tal como lo conocemos. Como señala Eric Sadin, el sentimiento de “condición existencial pixelizada” producida por las pantallas en las últimas décadas ya nos nos permite imaginarnos por fuera de los espejos negros. También denuncia el filósofo que “no corresponde que ciertos ingenieros desconectados de la realidad tengan la llave del destino de la humanidad y que, encima, entren caminando por una alfombra roja”.

Bifo Berardi también pregunta y se anima a esbozar una respuesta: “¿qué estándares éticos deberíamos incluir en la inteligencia artificial? La experiencia de siglos muestra que un acuerdo universal sobre reglas éticas es imposible, ya que los criterios de evaluación ética están relacionados con los contextos culturales, religiosos, políticos, y también con los impredecibles contextos pragmáticos de la acción. No existe una ética universal, si no la impuesta por la dominación occidental que, sin embargo, empieza a resquebrajarse. Obviamente, todo proyecto de inteligencia artificial incluirá criterios que correspondan a una visión del mundo, una cosmología, un interés económico, un sistema de valores en conflicto con otros. Naturalmente, cada uno reclamará universalidad”.

Entonces, ¿qué pasará con las universalidades que reclamaran cada campo artístico? ¿estaremos frente a una cosmología cultural a inaugurarse en múltiples dimensiones y tiempos a la vez? 

Acordando con ambos autores, insisto en que debemos dar batallas precisas, porque en esta época de sobreproducción e imposibilidad de procesamiento, a menudo las preguntas se desorientan y terminamos apuntando a cualquier lado. La ya conocida técnica del neoliberalismo para hacer escapar al enemigo. 

Queramos o no, el mundo ya no es el mismo con la Inteligencia Artificial. Es el resultado de un proceso histórico que estalla justo en nuestra época. Desconocerlo sería negar el mundo, es decir, ponernos en contra de él. No debemos olvidarnos que caminamos sobre huellas. Llegamos hasta acá y estamos vivas de casualidad. Las obras de arte son vasijas colmadas de enigmas incontestables que han hecho de esta travesía un recorrido más amable.

En una pared, un graffiti dice: lo que aún no tiene forma me protegerá. Una mejor obra está por venir. 

Este ensayo fue parte de la conferencia “Art in the age of automatic production: Regulation and social implications” en RightsCon Costa Rica 2023. 

Me pregunto si podemos pensar la inteligencia artificial desde una perspectiva crip-queer para desorganizar lo “humano” como lo dado y retomar la relación con las tecnologías como instrumentos de alteración del cuerpo.

Elian Chali (1988, Córdoba, AR) es artista y activista del colectivo de personas con discapacidad. Sus prácticas van desde la pintura expandida, fotografía y escritura hasta el activismo social y los proyectos comunitarios. Con 4 exposiciones individuales y numerosas colectivas, sus proyectos se pueden encontrar en Argentina y el exterior.  Sus investigaciones recientes abordan las políticas de representación del cuerpo en la cultura y la sociedad, la liberación sexual y las formas singulares de supervivencia en contextos urbanos dentro los estudios crip. Ha publicado Hábitat (2016), Barrio Muerto (2018), Interín, Desvaríos sobre la cultura pre, durante y ¿post? pandemia (2020), y Nadie sabe lo que puede un cuerpo que no puede (2022). Como activista del colectivo de PCD, forma parte de Torceduras&Bifurcaciones, foro de corporalidades políticas. También habita Hotel Inminente, adhiere a AVAA y participa de organizaciones sociales que problematizan la violencia institucional en sus diferentes dimensiones.