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Lo extraño es que me encontré con la mente de Mark mucho antes de realmente haberlo conocido a él. En cierto sentido, lo conocía antes de haberlo conocido.
Permítanme que les explique. En 1994, escribí un artículo para Melody Maker sobre D-Generation, una banda de fuerte impronta conceptual de Mánchester, entre cuyos miembros se encontraba Mark. Pero entonces solo hablé por teléfono con otro de sus participantes, Simon Biddell. Como estaba muy interesado en las ideas de D-Generation, nunca se me ocurrió emplear el procedimiento periodístico básico de preguntar sobre quién más estaba en el grupo. Así que solo una década más tarde me percaté de que efectivamente había escrito sobre Mark, cuando él tímidamente me reveló este hecho por email. Y, como era de esperar, al revisar el amarillento recorte de la nota —D-Generation como “Elegido de la semana” en la sección Advance de Melody Maker—, Mark está justo en el centro de la foto: su pelo cortado a la nuca al estilo de Madchester, sus ojos enfocados en el lector con una intensidad escrutadora y amenazante.
D-Generation fue uno de esos grupos que son materia prima para la trituradora de la prensa musical, nébeda para un cierto tipo de crítico: su marco conceptual era picante y provocativo, el sonido ligeramente rezagado detrás del discurso. Al releer el artículo y escuchar por primera vez en muchos años Entropy in the uk, el ep de D-Gene-ration, es fascinante descubrir la cantidad de obsesiones de Mark que ya eran evidentes allí. Está la centralidad del punk en su visión del mundo: D-Generation describía a su música como “tecno asediado por el fantasma del punk”, (literalmente en “The Condition of Muzak”, que sampleaba la despedida de Johnny Rotten en Winterland en 1978 —“¿Alguna vez tuvieron la sensación de haber sido engañados?”— y transformaba su amarga risa burlona en un riff). Está el amor-odio por lo inglés: odio por el carácter nacional “fuerte y sano”, descorazonado, tosco y antiintelecutal (“Rotting Hill” sampleaba “Merrie England? England was never Merry!”, de la versión fílmica de Lucky Jim); amor por una tradición artística desviada y algo oscura, que incluía a The Fall, Wyndham Lewis y Michael Moorcock (todos mencionados en la gacetilla de prensa de D-Generation). También hay evidencias tempranas del virulento desprecio de Mark por lo retro: “73/93” estaba dirigida contra lo que D-Generation llamaba “la conspiración nostálgica”. E incluso hay titilantes augurios ectoplásmicos de hauntología, esa corriente de música, pensamiento y sensibilidad del siglo XXI por la que Mark luchó tan irresistiblemente.
Sin embargo, más allá de estas cuestiones específicas, es la propia estructura del encuentro la que fue reveladora y anticipadora. Un periodista de música (en este caso, yo) que busca ávidamente a un grupo con ideas y que, al encontrar uno (en este caso, D-Generation), forma una alianza simbiótica con los músicos que por su parte piensan como críticos. Así es como Mark iba a manejarse una vez que pasó al otro lado de la división. En sus fructíferas relaciones con Burial, The Caretaker, Junior Boys y otros artistas, se ponía en movimiento un loop de retroalimentaciones intensificadas entre el músico-teórico y el músico-practicante. El límite entre los dos frentes de la actividad se disolvía. Tanto el crítico como el artista contribuían en igual medida a la escena, empujándola hacia adelante en una dialéctica de avances, contrarreacciones, cambios de dirección y enfrentamientos.
Criado por la prensa musical inglesa de la década del ochenta (fundamentalmente NME) y alimentado por lo que en los noventa sobrevivió de su enfoque y espíritu (fundamentalmente Melody Maker y The Wire), Mark Fisher posiblemente haya sido el último de una raza en extinción: la del crítico musical como profeta. Su misión primaria era identificar la vanguardia y hacer proselitismo en su nombre, mientras simultáneamente dirigía rayos láser negativos para desacreditar los caminos errados que otros tomaban y liberar espacio para la verdadera música de nuestro tiempo. Pero junto al elogio convertido en un arma para apoyar a lo nuevo y lo radical, el crítico mesiánico además plantea desafíos para la música; y también para los oyentes y lectores.
Mark Fisher se transformó en el mejor escritor sobre música de su generación. Pero esa es solo una de las áreas en las que se destacó. Mark escribió brillantemente sobre las artes adyacentes a la música popular: la televisión, la ciencia ficción, el cine mainstream (particularmente el extremo pulp del espectro: siempre me fascinó que rutinariamente miraba cosas como la remake de King Kong de 2005, repleta de efectos digitales, solo por si acaso había algo que salvar en ella, algo que pudiera incorporar a su concepto de “modernismo pulp”). Mark también escribió cautivantemente sobre la alta cultura: artes visuales, fotografía, literatura y cine culto. Y escribió penetrantemente sobre política, filosofía, salud mental, Internet y las redes sociales (la fenomenología de la vida digital, sus peculiares afectos de soledades conectadas y aburrimientos entretenidos). A menudo, y más significativamente, Mark escribió sobre muchas de estas cosas, a veces sobre todas, al mismo tiempo. Al establecer conexiones entre campos remotos, acercándose para prestar una atención vívida a los detalles estéticos y alejándose para abarcar el campo más grande posible, Mark podía identificar la metafísica de un programa de televisión como Sapphire and Steel, las verdades psicoanalíticas latentes en una canción de Joy Division, las resonancias políticas cosidas en la tela de un álbum de Burial o una película de Kubrick. Su tema era la vida humana en su conjunto (incluso si él no se describía ni como un humanista ni como un vitalista). La ambición era vasta; la visión, total.
Lo más excitante de la escritura de Mark —en su blog k-punk, en revistas como The Wire, fact, Frieze y New Humanist, y en sus libros para Zer0 y Repeater– era la sensación de que él estaba en un viaje: las ideas iban hacia algún lado, un edificio gigante de pensamiento en proceso de construcción. Era posible sentir, con creciente asombro, que Mark estaba construyendo un sistema. También quedaba la sensación de que, si bien la obra era rigurosa y profundamente informada, no era académica, ni en términos del público a la que estaba destinada ni como ejercicio en sí mismo. La urgencia de la prosa de Mark provenía de su fe en que las palabras realmente podían cambiar las cosas. Su escritura hacía que todo pareciera más significativo, supercargado de significados. Leer a Mark era un subidón. Una adicción.
Mark Fisher, Kodwo Eshun, Anjalika Sagar y Steve Goodman aka Kode 9. Tomada por Simon Reynolds en 2002.
Luego de ese extraño no-del-todo-encuentro con D-Generation, la primera vez que me encontré con el nombre “Mark Fisher” ya era una firma en los periódicos impresionantemente diseñados que emanaban de una entidad enigmática conocida como CCRU. No logro recordar si ellos me enviaban sus publicaciones o si era nuestro amigo en común Kodwo Eshun quien me las mostraba. Desde el comienzo, el trabajo de Mark sobresalía. La mayor parte de la producción de la Cybernetic Culture Research Unit [Unidad de Investigaciones sobre Cultura Cibernética], una organización para-académica vagamente asociada al Departamento de Filosofía de la Universidad de Warwick, era tozudamente hermética, más cercana a la ficción experimental que a la escritura académica. La prosa de Mark tampoco era académica —prácticamente se retorcía de dolor en la página—, pero siempre era lúcida. Por supuesto que utilizaba, como todos lo hacíamos en aquella época, neologismos aforísticos y palabras compuestas; había un exuberante juego con el lenguaje en medio de la sobriedad apocalíptica y la urgencia del tono. Pero —y esto iba a caracterizar su carrera entera como escritor— Mark casi nunca hacía que su escritura fuera más densa o difícil de lo que se necesitaba. Tenía el fervor de un verdadero comunicador, alguien que cree que las ideas y los temas que trata simplemente son demasiado importantes como para ser ofuscados. ¿Por qué poner obstáculos en el camino del entendimiento? Estoy seguro de que es por esto que la obra de Mark encontró lectores más allá del estrecho ámbito de los académicos y los universitarios, al que algunos de sus intereses más arcanos y abstrusos parecían estar dirigidos. Nunca le hablaba con aires de superioridad a nadie, sino que siempre invitaba al lector a que entrara, arrastrándolo con él.
Conocí a Mark por primera vez en 1998, cuando persuadí a la revista académica Lingua Franca de que me asignara un largo artículo sobre la CCRU y sus aliados de la academia renegada como O[rphan] D[rift>]. Comparada con la desquiciada novedad de sus textos, la CCRU en persona era sorprendentemente moderada y, bueno, británica. Pero nuevamente, Mark se destacaba entre sus camaradas por la pureza de su intensidad. Recuerdo el modo en que me apretó la mano con pasión al tiempo que continuaba conversando mordazmente sobre todo, desde la estética ciberpunk del jungle a la decrepitud del socialismo. Si bien se expresaba suavemente, ya se veía que tenía un don particular para hablar en público, el aura de un orador en ciernes.
Después de eso, estuvimos en contacto online como colaboradores de Hyperdub, el sitio de teoría musical post-rave, fundado por Kode9, alias de Steve Goodman, quien era también uno de los miembros de la CCRU. Pero la amistad terminó de formarse cuando Mark comenzó su blog k-punk en 2003, apenas unos meses después de que yo lanzara mi propio Blissblog. Increíblemente rápido, un equivalente aproximado de lo que había sido la prensa de música semanal en Inglaterra se había reconstituido online. O, en cualquier caso, así quería creerlo yo: esta era la prensa musical en el exilio, una reactivación de todos sus mejores aspectos obsoletos que ya no se podían encontrar en los remanentes impresos que quedaban (que en ese entonces era NME y algunos mensuales como Q). Bueno, todo menos el aspecto económico. Pero en la escena de los blogs de comienzos de los dos mil, la perspectiva más amplia que había tenido la prensa de la era dorada del rock –en la que la música ocupaba un lugar privilegiado, pero en la que el cine, la televisión, la ficción y la política también entraban–, había sido milagrosa e inesperadamente restaurada.
Mark Fisher posiblemente haya sido el último de una raza en extinción: la del crítico musical como profeta. Su misión primaria era identificar la vanguardia y hacer proselitismo en su nombre, mientras simultáneamente dirigía rayos láser negativos para desacreditar los caminos errados que otros tomaban y liberar espacio para la verdadera música de nuestro tiempo. Pero junto al elogio convertido en un arma para apoyar a lo nuevo y lo radical, el crítico mesiánico además plantea desafíos para la música; y también para los oyentes y lectores. Mark casi nunca hacía que su escritura fuera más densa o difícil de lo que se necesitaba. Tenía el fervor de un verdadero comunicador, alguien que cree que las ideas y los temas que trata simplemente son demasiado importantes como para ser ofuscados. ¿Por qué poner obstáculos en el camino del entendimiento? Estoy seguro de que es por esto que la obra de Mark encontró lectores más allá del estrecho ámbito de los académicos y los universitarios, al que algunos de sus intereses más arcanos y abstrusos parecían estar dirigidos. Nunca le hablaba con aires de superioridad a nadie, sino que siempre invitaba al lector a que entrara, arrastrándolo con él.Mark accedía a mayores recursos de “nihilación”, el término que utilizaba para referirse al instinto despiadado, por parte de un crítico o un artista, de rechazar otras perspectivas y condenarlas al tacho de basura de la historia. (Debo agregar que ese carácter despectivo era una característica de su “imagen impresa”; en persona, era generoso y abierto.) El músico John Butcher describió este esquema mental desde el punto de vista de un artista en una entrevista de 2008 publicada en The Wire: “Esta música está aquí en oposición a otra música. No coexisten todas amablemente. El hecho de que yo haya elegido hacer esto implica que yo no valoro lo que otros están haciendo por ahí. Mi actividad hace que tenga que cuestionar tu actividad. Esto es lo que le da forma a nuestro pensamiento musical y a nuestra toma de decisiones.”
Tanto en Fisher como en Butcher, la dureza con la “oposición” es una marca de seriedad, un signo de que algo está en juego y de que vale la pena pelear por las diferencias. Sobre todo, es esta capacidad negativa —la fuerza de voluntad para desacreditar y descartar— la que mantiene a la música y la cultura furiosamente en movimiento hacia adelante, no la tolerancia a medias o la positividad del todo vale. Si la creación de música puede ser una forma de “crítica activa”, entonces la crítica también puede ser, a su vez, una suerte de contribución no-sonora a la música.
Para reunir mis pensamientos y limpiar mi cabeza antes de escribir esto, salí a caminar. Había una suerte de sentimiento inglés en la hermosa y brillante mañana en el sur de California: una fuerte brisa hacía deslizar las enormes nubes por el cielo, sus mechones blancos atravesados por los punzantes rayos de sol, dándoles una cualidad en cierto modo agrietada que yo asocié con los días parcialmente nublados del Reino Unido. Me habría encantado mostrarle Los Ángeles a Mark, llevarlo a algunos de sus “otros lados” (él tenía unas ideas muy establecidas sobre la ciudad, en gran parte derivadas de Fuego contra fuego, de Michael Mann, y de ¡América!, de Baudrillard). Y me habría encantado mostrarle Suffolk, con los paisajes costeros que Mark adoraba.
Pero la cantidad de tiempo que pasamos físicamente juntos fue dolorosamente poca. Posiblemente, el número de encuentros no alcance la decena. Mark y yo vivimos en diferentes continentes la mayor parte del tiempo que nos conocimos. Eso le otorgó una suerte de pureza a la amistad, basada casi enteramente en la palabra escrita: teníamos una gran comunión mental a través de los emails, los debates en los blogs, los foros… pero no pasamos mucho tiempo juntos.
Esto implica que lo que escribí aquí solo puede ser un retrato parcial de Mark, en cuanto figura pública y en cuanto hombre. Nos conocíamos como colegas virtuales y colaboradores no-oficiales (nunca escribimos nada juntos, pero formamos un frente común en varias campañas, como las del hardcore continuum, la hauntología, y la polémica antirretro en general). Sobre todo, yo lo conocí como su lector. (Una vez más, lo desconcertante fue volverme fan de alguien que había sido fan mío.) Pero sé que hay muchos otros Mark Fisher. Mark el profesor, Mark el editor, Mark el hijo y esposo y padre. Yo lo encontré casi enteramente en la enrarecida esfera del discurso —habitualmente del discurso bastante febril— y nunca llegué a verlo en ámbitos más casuales y cotidianos. Me habría encantado conocer mejor a esos otros Mark: Mark que juega, Mark que ríe, Mark relajado, Mark con su familia.
La última vez que vi a Mark en persona fue en septiembre de 2012, en el festival de música Incubate, en Tilburgo, Holanda. El tema del festival era el do it yourself [DIY]. Yo hice una presentación, en la que repasaba ciertos aspectos de la ideología DIY y me preguntaba si esta había dejado de tener utilidad como ideal cultural. Mark venía a continuación y espontáneamente decidió descartar lo que iba a decir e improvisar una nueva charla, construida sobre mi argumento. Era como en los viejos tiempos del blog, excepto que esta vez en tiempo y en espacio reales. Mientras que yo leí un texto escrito con anterioridad, que iba enlazando con improvisaciones ocasionales, Mark habló espontáneamente, extrayendo riffs del formidable arsenal en su cerebro, produciendo nuevos pensamientos y estableciendo conexiones eléctricas. Su actuación estuvo a la altura de su agilidad mental y de su capacidad de cooperar con sus colegas. Mark la comparó más tarde con una rutina de stand-up, y agregó que se estaba volviendo un problema que las personas y las instituciones grabaran sus charlas y las subieran a YouTube, porque el público podría acostumbrarse demasiado a sus materiales. Pero no puedo imaginar cómo eso sería un problema: Mark era una fuente inagotable de conocimientos y pantallazos generales, que rebosaba de percepciones frescas y articulaciones originales, máximas memorables y aforismos agudos. Nunca se iba a quedar sin cosas para decir.
Pero luego Mark se quedó sin tiempo.
Siento su ausencia como amigo y como camarada, pero más que nada como lector. Muchos días me pregunto qué habría dicho Mark sobre esto o aquello. No me había dado cuenta de lo dependiente que me había vuelto de las sorpresas y desafíos que Mark planteaba permanentemente: la incitación y la chispa de su escritura, la claridad que le daba a casi todo sobre lo que dirigía su luz. Extraño la mente de Mark. Es un sentimiento desolador.
*Este texto fue publicado como prefacio de K-Punk vol. I (caja Negra, 2018)