Las máquinas lectoras

Por Hernán Borisonik

11 abril, 2023

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Empecé a dar clases en la universidad con el cambio de milenio. Mi primera toma de finales fue el 19 de diciembre de 2001, siendo aún alumno avanzado de la carrera. Me acuerdo que tenía un teléfono Nokia con tapita y encontré varias llamadas perdidas de mi madre cuando se fue la última alumna y ya era casi de noche. Al llamarla, me contó lo que estaba pasando y al salir encontré a la ciudad en llamas.

En esa cátedra, los finales eran siempre orales, para poder resolverlos en el momento. Cada examen me tomó muchísimo tiempo. De a poco, fui aprendiendo a ver los patrones de comportamiento de quienes no habían estudiado e iba directo al grano, para no irme en rodeos. En mi comisión, el primer parcial era escrito y presencial. El segundo parcial era un trabajo integrador, una monografía que debía cruzar al menos dos autores y tres problemas. En esos primeros años, todavía había alumnxs que redactaban a mano. Pero en seguida puse como regla que fueran hechos en computadora, para tener una estandarización de las longitudes y, sobre todo, porque algunas letras me eran completamente ilegibles.

A partir de ahí, cada cuatrimestre tenía que poner más regulaciones y hacer preguntas más retorcidas porque empecé a detectar que se contrabandeaban las monografías de las cursadas anteriores. No entendía para qué estudiaban letras si no querían leer más de un cuento por autor. Primero, se pasaban los exámenes persona a persona, después empezaron a aparecer sitios especializados. En algunos casos aislados, se notaban los plagios a diccionarios, manuales y enciclopedias. Eran evidentes, porque ponían cosas que no venían al caso, como los matrimonios y descendencia de los autores, las causas de sus muertes y cosas por el estilo. El problema mayor empezó con la popularización de Wikipedia. Ese espacio tan interesante y prometedor, que había empezado a existir el mismo año que yo había inaugurado mi ayudantía universitaria, comenzó a funcionar como fuente inexorable de copy-paste de los parciales domiciliarios. Lo peor de todo es que en esa época el alumnado de las humanidades era enorme y tenía que irme a casa con 90 carpetas con las mismas frases y leerlas una por una.

Entonces empecé a pedir diálogos que trajeran a la vida y actualizaran el modo de expresar a los autores muertos y, por un tiempo, funcionó relativamente bien. El problema mayor fue cuando se expandió el uso de modelos de lenguaje natural de inteligencia artificial basados en el aprendizaje automático, entrenados con infinitas cantidades de datos. Los trabajos eran todos iguales, pero todos distintos y poco a poco lxs alumnxs dejaron de estudiar. Me costaba entender para qué iban a la universidad, si al final le preguntaban todo al chatbot, pero fui entendiendo que se trataba de un cambio profundo en la subjetividad.

La cuestión es que, aún en ese entonces (ya alrededor del 2025), no me resignaba a la automatización de las conductas académicas y me puse a hablar durante meses con el que era el bot más poderoso para que me ayudara a generar un programa que me sirviera para corregir los parciales de manera autónoma. En poco tiempo empezó a funcionar de maravilla y renovamos el contrato: ellxs no escribían, yo no leía. Todo empezó a pasar por fuera de los tan sacralizados vínculos pedagógicos sobre los que ya casi no tenía ninguna esperanza. Cada tanto agarraba un trabajo y me fascinaba la hermosa, sencilla y clara redacción de la máquina. La velocidad para aprender de las interacciones y mejorar continuamente las respuestas era extraordinaria.

 

En ese entonces (ya alrededor del 2025), no me resignaba a la automatización de las conductas académicas y me puse a hablar durante meses con el que era el bot más poderoso para que me ayudara a generar un programa que me sirviera para corregir los parciales de manera autónoma. En poco tiempo empezó a funcionar de maravilla y renovamos el contrato: ellxs no escribían, yo no leía.

Mi programa leía tan bien que me lo empezaron a pedir prestado mis colegas de la facultad. Mi corrector automatizado podía valorar la coherencia y capacidad del texto para mantener un sentido lógico, la fluidez y naturalidad de la escritura, la variedad y pertinencia del vocabulario, la capacidad de estructurar un estilo adecuado y, claro, la corrección gramatical, sintáctica y ortográfica de los escritos entregados. Más tarde trabajé sobre un nuevo parámetro que le dio su toque final: detección de ideas y enfoques nuevos y originales. Recuerdo aún el día en que me dieron el premio mayor de la institución por mis aportes a la educación. Volví a mi casa y me emborraché, insulté a mi chatbot y lloré por los tiempos perdidos.

La envidia de mis compañerxs y mi hartazgo sistemático me tenían al borde de la renuncia, pero aún necesitaba de mi mísero salario de jefe de trabajos prácticos para subsistir. De modo que tuve que expandir los límites.

– Hola. ¿Podrías escribir un texto de ficción que le guste a mucha gente? – le pregunté una noche. Me dijo que sí, que podía hacerlo y lo haría con gusto, y me presentó un breve relato que se llamaba “La última carta de amor”. Si bien era un poco simplón tenía el gancho de que lxs protagonistas no se enamoraban de la persona obvia. Lo interesante vino cuando le pregunté por qué había escrito ese texto como respuesta a la premisa “gustarle a mucha gente” y me dio cinco fundamentos incuestionables en relación a los elementos que suelen agradar al gran público.

Entonces empezamos una conversación de varias semanas, ensayando teorías sobre cómo reconocer objetivamente marcadores de literatura con adjetivos (buena, popular, de culto, etcétera). Mi bot comenzó a redactar refinadas listas acerca de estilos, temáticas, tipos y desarrollos de los personajes, capacidad de transmisión de estados, cohesión, verosimilitud, formas, estructuras y muchos más elementos, cada vez con mayor seguridad. Mi actitud frente a sus enormes avances cotidianos era de franca apatía. No me sentía particularmente emocionado ni asustado por el avance de la inteligencia artificial. No me causaba una gran ansiedad ni preocupación.

Cuando tomé por terminada esa fase, le pregunté si le parecía posible evaluar algunos textos literarios sin importar si habían sido escritos por humanos o por máquinas. Me transmitió algunas dudas, pero se lanzó a la tarea y arrojaba resultados muy satisfactorios. Su manera de analizar y entender los escritos (cada vez más largos) y reconocer sus elementos estilísticos y formales me parecía efectivamente novedoso. Era raro el desapasionamiento con el que se expresaba. Me hacía acordar a los jueces de patín sobre hielo o de gimnasia artística de las olimpíadas que miraba cuando era chico.

El bot había desarrollado un método para simular la experiencia de la lectura y hasta, en ciertos giros muy sutiles, hasta me parecía adivinar cierto placer estético.

Aprovechando mi pequeña fama por el corrector de exámenes automatizado, me presenté en un concurso de innovación del Ministerio de Cultura para seguir desarrollando al bot con financiamiento estatal. A los pocos meses me llamó la ministra en persona. Querían destinar un fondo especial para mi proyecto y empezar a usar el bot-jurado en el Premio Nacional del año siguiente, que iba a incluir la categoría “Textos escritos por inteligencias artificiales” y les pareció ideal que a las máquinas escritoras las juzgara una máquina lectora. El premio para esa categoría iba a ser especial, porque no entregarían dinero, sino la publicación del volumen en una edición enorme a precio económico.

Le pregunté a mi chatbot si le parecía posible evaluar algunos textos literarios sin importar si habían sido escritos por humanos o por máquinas. Me transmitió algunas dudas, pero se lanzó a la tarea y arrojaba resultados muy satisfactorios. Su manera de analizar y entender los escritos (cada vez más largos) y reconocer sus elementos estilísticos y formales me parecía efectivamente novedoso. El bot había desarrollado un método para simular la experiencia de la lectura y hasta, en ciertos giros muy sutiles, hasta me parecía adivinar cierto placer estético.

Las cosas escalaron tan rápidamente que no las recuerdo con total claridad, pero estoy seguro de que una de las primeras cosas que hicimos fue poner al bot ante un espejo y competir contra sí mismo para obtener textos cada vez mejores. De hecho, usamos la base de entrenamiento del DeepMind para el go, que ya estaba declarada patrimonio de la humanidad y se había convertido en open source. El nivel que había alcanzado la escritura algorítmica era ya muy elevado, así que no fue tan complicado asumir que ya estábamos en presencia de un jurado a la altura de la tarea. 

Durante el lanzamiento de las bases no faltaron los escándalos. Aunque la sociedad estaba acostumbrada a (y, en muchos casos se celebraba) que los curadores de artes visuales hubieran sido reemplazados por IAs, la lectura parecía aún un ámbito exclusivo de los humanos. ¿Para qué una máquina lectora? Lxs ludistas y caza-brujas digitales llenaron los medios hablando de lo macabro para excluir a la gente de la lectura. Hubo una marcha de artistas en defensa del arte hecho por humanos para humanos. Lxs tecno religiosxs festejaron en las redes sociales el fin de la tiranía antopocéntrica sobre la lectura. En seguida, varias empresas empezaron a desarrollar plataformas de venta de libros en código para que las máquinas pudieran leer más rápida y cómodamente, sin pasar por las interfaces humanas.

En lo que se refiere al estilo, los avances del aprendizaje automático dejó en evidencia el hecho de que los humanos, en nuestra obstinada demanda de explicaciones causales, no estábamos comprendiendo la realidad (ni la literatura). Precisamente, la cuestión del sentido empezó a rodar como una avalancha que fue tapándonos los poros. Uno de los varios escándalos que sucedieron fue el documental que mostró que César Aira era la pantalla de un grupo de ingenierxs que venían probando la capacidad de escritura de los algoritmos. Pero las ventas, en lugar de bajar, subieron.

En la primera edición de la inclusión de la nueva categoría en el Premio Nacional se premió la obra “La narradora de los cántaros rotos”, que en mi opinión tenía un estilo mítico. Tal vez por escribir por contexto y no por gramática, algunas estructuras en la escritura maquínica de esos tiempos tendían a ser repetitivas y me recordaban permanentemente a los epítetos homéricos y los cantos medievales. La difusión de esa obra entre las máquinas lectoras fue inmediata. Esa misma noche, el archivo había sido copiado en todas las terminales de lectura.

Cuando, en la segunda o tercera premiación, una criptomoneda ofreció una suma significativa para que la IA ganadora la administrara, decidí que era el momento de retirarme de la vida pública. Nadie había entendido mi chiste, tan literal estaba todo. Vendí mis últimos datos, patentes y cuadernos y con esa pequeña fortuna compré una casa de piedra en el medio del campo, en uno de los pocos lugares donde había aún agua y las temperaturas mínimas llegaban a menos de 30º algunas noches. Fui declarado persona no grata en varias ciudades, creo que también en dos países. Algunxs fans conseguían hacerme llegar sus regalos y loas. Intenté contactar a Jorge Carrión, pero jamás me respondió.

Me enteré que la IA ganadora de la sexta edición rechazó el premio: no le interesaba que la leyeran los seres humanos.

Hernán Borisonik es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires e investigador del Conicet. Es profesor adjunto en la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín, donde coordina el Centro Ciencia y Pensamiento. Su campo de exploración abarca problemas vinculados al dinero, la sacralidad, la política y las artes. Dirige y forma parte de diversos proyectos vinculados a la filosofía y la teoría política. Realiza episódicamente tareas de curaduría, performance y crítica de artes. Editó varios volúmenes académicos y de divulgación y escribió los libros Dinero sagrado (2013, traducido al portugués en 2021), Soporte (2017, traducido al portugués, ganador del segundo lugar en el Premio Nacional de ensayo filosófico en 2020) y Persistencia de la pregunta por el arte (2022).