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Kenneth Goldsmith en su exhibición “Printing Out the Internet” [Imprimiendo Internet] en Ciudad de México, 2013, en la que unas 600 personas colaboraron enviando a la galería alrededor de 10 toneladas de papel con material impreso extraído de Internet. Dentro de la exposición había un escritorio en el que el público podía leer en voz alta los textos y hurgar las pilas de papeles. Crédito de la fotografía: Marisol Rodríguez.
En el mundo digital, el lenguaje se ha convertido hoy en un espacio provisional, rebajado y transitorio, un mero material para ser acumulado, trasladado, transformado y moldeado en la forma más conveniente, solo para ser desechado más tarde con la misma facilidad. Ya que las palabras son baratas y se producen al infinito, se vuelven desperdicios con poco significado y aún menos sentido. La desorientación causada por la copia y el spam es la norma. Rastros de autenticidad u originalidad son cada vez más difíciles de detectar. Los teóricos franceses que anticiparon la desestabilización del lenguaje jamás imaginaron hasta qué punto las palabras de hoy se rehúsan a estar quietas. Hoy las palabras solo conocen la agitación. Las palabras actuales son burbujas, criaturas metamórficas, significantes vacíos que flotan en la invisibilidad de la Web, ese gran ecualizador del lenguaje del cual tomamos todo insaciable e indiscriminadamente, llenando nuestros discos duros hasta hacerlos desbordar solo para reemplazarlos por discos duros más grandes y baratos.
El texto digital es el doble del texto impreso, el fantasma en la máquina. El fantasma se ha vuelto más útil que lo real; si no es descargable, no existe. Las palabras son aditivas, se apilan sin fin, se vuelven indiferenciadas. En un momento, explotan en esquirlas y luego se recomponen y forman nuevas constelaciones de lenguaje solo para volver a explotar.
La tormenta de lenguaje induce amnesia: no son estas palabras para recordar. La estasis es el nuevo movimiento. Las palabras viven en una condición simultánea de presencia y obsolescencia ubicuas, en un estado dinámico y sin embargo estable. Un ecosistema que se reutiliza, se reafirma, se recicla. Regurgitar es la nueva no-creatividad; en vez de crear, honramos, adoramos y acogemos la manipulación y la readaptación.
La exhibición se realizó para conmemorar a Aaron Swartz, un programador y hacktivista de 26 años, que se suicidó luego de ser acusado por la justicia estadounidense por fraude electrónico y robo de información a la base de publicaciones académicas JSTOR. Crédito de la fotografía: Janet Jarman para The Washington Post.
En 2019 Kenneth Goldsmith imprimió más de 60.000 páginas de e-mails que Hillary Clinton había enviado entre 2009 y 2013 durante su cargo como Secretaria de Estado bajo el mandato de Barack Obama. En la campaña presidencial de 2016, Donald Trump, con la intención de desacreditar a su contrincante, acusó a Clinton de haber utilizado un servidor privado (clintonemail.com) para enviar sus correos electrónicos sobre asuntos gubernamentales oficiales.
La exhibición se realizó en el Despar Teatro Italia en el marco de la Bienal de Venecia. En una réplica del Despacho Oval de la Casa Blanca, la pila de e-mails a disposición del púbico buscó poner en evidencia que nada controversial había en los correos, ni eran de un volumen tan espectacular como Trump quiso hacer creer. La exposición reflejó cómo en la era de la digitalización masiva los espacios privados y públicos se entremezclan incansablemente.
No hay mejor museo ni librería que tu local de insumos de oficina más cercano repleta de materia prima para la escritura: discos duros poderosos, torres de CDs en blanco, tintas y tóners, impresoras con mucha memoria y toneladas de papel barato. El escritor es ahora productor, editor y distribuidor. Los párrafos se queman, bajan, copian, imprimen, encuadernan y se envían a la velocidad de un rayo, todo a la vez. La tradicional madriguera solitaria del escritor se ha convertido en un laboratorio de alquimia interconectado socialmente, dedicado a la tosca fisicalidad de la transferencia textual. La sensualidad de pasar gigas de información de un disco a otro: el zumbido del disco, la agitación de materia intelectual vuelta sonido. La excitación carnal generada por el calor de la supercomputación al servicio de la literatura. La rotación del escáner mientras extrae lonjas de lenguaje de la página, descongelándolo, liberándolo. Lenguaje en juego. Lenguaje fuera del juego. Lenguaje helado. Lenguaje derretido.
Esculpir con texto.
Excavar datos.
Chupar palabras.
Nuestra tarea es solo atender a las máquinas.
La globalización y la digitalización convierten todo lenguaje en lenguaje provisional. La ubicuidad del inglés: ya que todos lo hablamos, nadie recuerda su uso. La degradación colectiva del inglés ha sido nuestro logro más impresionante; le hemos fracturado la columna con nuestra ignorancia y nuestro acento, con la jerga, el slang, el turismo y el multitasking. Podemos hacer que diga lo que queramos, como un muñeco parlante.
Los reflejos narrativos que desde el comienzo de los tiempos nos han permitido conectar puntos y llenar vacíos hoy se han vuelto contra nosotros. No podemos dejar de prestarle atención: no hay secuencia tan absurda, trivial, sin sentido o insultante que no queramos registrar. Encontramos sentido, extraemos significado, y leemos intenciones aun en las palabras más atomizadas. El modernismo demostró que es imposible no encontrar sentido incluso en el sinsentido más absoluto. El único discurso legítimo es la pérdida; antes buscábamos renovar lo agotado, ahora tratamos de resucitar lo que se ha ido.