Más humanos vigilando máquinas. Acerca de los malestares atencionales contemporáneos y la interioridad desbordada.

Por Hugo Sir Retamales

5 septiembre, 2023

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La escena es la siguiente: es noviembre de 2017 en Santiago de Chile, nos encontramos en la presentación de los avances de una investigación postdoctoral en psicología aplicada. En ésta se desarrollan los alcances prácticos de lo que se presenta como una mayor economía de la llamada atención encubierta. Frente a estímulos simultáneos, nos dice el investigador, esta modalidad atencional tendría un costo menor que la familiar atención manifiesta o focalizada. La última lámina de su Power Point se titula “El futuro del trabajo: más humanos vigilando máquinas que haciendo cosas”. En ella se ven una serie de fotografías: i) un médico operando a distancia frente a varios instrumentos; ii) un operador de tráfico aéreo y un piloto cada uno frente a una fatigante cantidad de pantallas; iii) un profesor haciendo clases online con un computador, una pantalla y un celular; y iv) un operador de máquinas pesadas de minería sentado en una oficina frente a computadores y gadgets, mientras un enorme camión se encuentra a cientos de kilómetros en una mina a tajo abierto. 

La atención encubierta es definida como aquella que puede prestarse “sin mover los ojos”, siendo uno de los modos de lo que otras investigaciones nombran atención distribuida. Ambas se oponen a la atención focalizada, que tiende a medirse respecto de la dirección de los ojos, como si atención y vista se superpusieran indefectiblemente. Esta atención encubierta y distribuida resulta, entonces, más barata que la focalización cuando se trata de estímulos que se presentan simultáneamente, en la medida en que “cambiar de foco” gasta más tiempo y, por tanto -enfatizaba en variadas ocasiones el investigador-, se haría importante estudiarla de cara a los empleos del futuro. Extrañamente o no, esta misma modalidad atencional es presentada como característica del Trastorno por Déficit Atencional e Hiperactividad (TDAH) ya que, en la neuropsiquiatría contemporánea, este diagnóstico ha dejado de concebirse monolíticamente como un déficit, para comprenderse más bien como un funcionamiento atencional diferente. 

En lo que sigue, quisiera mostrar cómo esta coincidencia no tiene nada de casual y que su vínculo nos ayuda a comprender los malestares que se transportan en la compartida sensación de una distracción generalizada, de un agotamiento atencional o de patologías cognitivas, como describe Franco Bifo Berardi en Futurabilidad y en el Tercer Inconsciente o, igualmente presente, en la reflexión íntimamente crítica del Mark Fisher de Realismo Capitalista o del Volumen 3 de K-punk. Lo que quiero sostener acá, basado en una investigación colectiva y personal sobre el TDAH adulto que empecé precisamente el 2017, es que lo que algunos han llamado crisis atencional puede también ser comprendido como “un problema civilizatorio” en el estricto sentido en que las exigencias del orden social contemporáneo están modificando la experiencia sensorial y corporal de aquello que podemos o debemos sentir y comprender por interioridad

Lo que algunos han llamado "crisis atencional" puede también ser comprendido como “un problema civilizatorio” en el estricto sentido en que las exigencias del orden social contemporáneo están modificando la experiencia sensorial y corporal de aquello que podemos o debemos sentir y comprender por interioridad. 

Civilización, moral e interioridad.

Norbert Elias, un sociólogo conocido por su preocupación por los procesos de larga duración, muestra cómo la preocupación moral, encarnada en la progresiva imposición corporal de buenos modales desde el siglo XV, produce una forma de interioridad específica de la modernidad. La cual, como bien lo había descrito Freud, lejos de ser monolítica u homogénea se haya atravesada por coerciones interiorizadas y conflictos internos. El despliegue de la modernidad y, particularmente, el alargamiento y aumento de complejidad de las “cadenas de interdependencia”, es decir, el aumento progresivo de personas, procesos e instrumentos involucrados en nuestras actividades diarias implicaría – según Elias – elevadas presiones sociales para coordinar una gran cantidad de “variables”. De modo que, ante la constante exposición a largas y complejas cadenas de anónima cooperación, el orden social no puede descansar sobre la obediencia a mandatos exteriores explícitos, sino que implica una internalización particular del mandato de regulación comportamental, que Freud nombra super-yo. Sería el aumento de las presiones organizacionales que caracterizan el despliegue de la modernidad industrial aquello que exige la génesis, a la vez social y psíquica, de una determinada experiencia de interioridad, marcada por el llamado “interno” al autocontrol. Lo cual, como viene señalando Sadin, estaría en plena mutación.

La producción de esta experiencia en donde estamos llamados a controlarnos interiormente para participar de las instituciones es, precisamente, lo que Foucault describió como disciplina, a partir de los puntos donde podía verse puesta en cuestión (colegio, fábrica, hospital, cárcel, etc.). De manera interesante, la genealogía del TDAH lo muestra intensamente vinculado con problemas para seguir el mandato del autocontrol, es decir, el tipo de obediencia reclamada por las instituciones típicamente modernas. La propia “historia natural” del diagnóstico lo vincula mayoritariamente con lo que Still, un reconocido pediatra inglés, llamaba en 1902 déficit de control moral. La relevancia de este y otros antecedentes radicaría en que, desde temprano, se distinguía un género de comportamientos bien particular ya que, sin implicar problemas de capacidad intelectual, producía malos resultados escolares y sociales. Comportamientos como la impulsividad, el exceso de movimiento, la dificultad para seguir órdenes, la poca atención sostenida, la agresividad y la búsqueda de estímulos exteriores que, se temía, podrían incluso engendrar conductas adictivas, riesgosas o criminales. 

Si no tenían un problema intelectual que les dificultara la comprensión de las órdenes, ¿de dónde provenía esta imposibilidad de ciertas niñas y niños para controlarse a sí mismos? Durante algunas décadas, esta pregunta hizo suponer que aquellxs tenían primero un daño cerebral y luego una disfunción cerebral, pero mínima. Como los exámenes disponibles en la época, mayoritariamente post-mortem, no permitían observar ningún daño y como lxs niñxs podían perfectamente realizar todas sus “funciones” – aunque no como los adultos querían – se especulaba que la lesión o perturbación debía ser pequeñita, prácticamente invisible. Ahora bien, por más minúscula que fuera no podía dejarse sin vigilancia, en la medida en que, imposibilitándoles de participar de las instituciones modernas, les exponía al crimen y al vicio. Entonces, como suele hacer la medicina, se experimentó con un fármaco. Así, en 1937 cuando hace poco tiempo habían sintetizado las anfetaminas y las recetaban para todo, un médico llamado Bradley las probó en este grupo de infancias con disruptivos comportamientos y ¡pam! Las y los niños no solo se “aquietaron”, sino que además mostraron mayor “interés” e “impulso a trabajar” en sus tareas. De ahí en adelante, los estimulantes se hicieron usuales para el proto-TDAH, hasta que en la década del 50’ se sintetizó la molécula de metilfenidato que, apaciguando algunos resquemores incipientes por darle anfetaminas a menores de 10 años, dio paso a nuestro familiar Ritalín. 

 

Eb 1937 un médico llamado Bradley probó las anfetaminas en un grupo de infancias con disruptivos comportamientos y ¡pam! Las y los niños no solo se “aquietaron”, sino que además mostraron mayor “interés” e “impulso a trabajar” en sus tareas. De ahí en adelante, los estimulantes se hicieron usuales para el proto-TDAH, hasta que en la década del 50’ se sintetizó la molécula de metilfenidato que, apaciguando algunos resquemores incipientes por darle anfetaminas a menores de 10 años, dio paso a nuestro familiar Ritalín. 

El giro atencional del problema moral y la cibernética del cerebro.

Que una sustancia, reconocidamente estimulante, provocara que las y los niños se calmaran resultaba evidentemente extraño y, de hecho, con el tiempo el fenómeno recibió el nombre de efecto paradojal. Esta misteriosa capacidad de los estimulantes para calmar a lxs inquietxs, acompañó durante bastante tiempo el ya nebuloso carácter del diagnóstico de daño, disfunción mínima e, incluso, el de hiperkinesis que, con el paso de los años, se sumó a la órbita. Hubo que esperar a las décadas del 60 y 70 para que esto paulatinamente cambiara, de la mano de modificaciones más generales que enmarcan el problema atencional.

En estas décadas, pasan al menos dos series de cosas. Por una parte, nuevos experimentos comienzan a sugerir una relación invertida entre el cuerpo y la atención, es decir, que al contrario de lo que venían haciendo las panópticas instituciones, tal vez no bastaba con disciplinar el cuerpo para controlar a este grupo de niñxs, ya que algo del propio funcionamiento atencional era ingobernable por la clásica vía corporal y cabía por ende centrar los esfuerzos en desentrañar e intervenir una interioridad directamente cerebral y atencional. Por otra parte, se incrementa el uso de nuevas tecnologías de visualización cerebral, en particular, el electroencefalograma (EEG) y, desde los 70, la Resonancia Magnética Funcional (fMRI), logrando producir evidencia molecular, es decir, visualizaciones de la actividad electroquímica de, justamente, la interioridad cerebral y sus funcionamientos atencionales. 

Ahora bien, tanto estos instrumentos de visualización como la explicación del mecanismo de la atención se inscriben en una modificación epistémica de más largo alcance: el despliegue de la cibernética, la(s) teoría(s) de sistemas y las tecnologías informacionales, cuyos radicales efectos recorre Yuk Hui en Recursividad y Contingencia. En efecto, debido a estas modificaciones, la atención comienza a volverse también problemática en el aparentemente alejado ámbito de la teoría de las organizaciones, a través de lo que se conocerá crecientemente como “economía de la atención” y que ha sido objeto de diversas críticas contemporáneas que, en la estela del neo-operaismo (ver el compilado de Reis), exponen cómo las grandes corporaciones (Google, Meta, Netflix) lucran con nuestra atención, manteniendo los cuerpos conectados a las pantallas consumiendo información.

A fines de los 60, Herbert Simon, célebre por sus trabajos en inteligencia artificial y teoría de las organizaciones, señala que uno de los principales problemas en el mundo “informacionalmente rico” que profetiza para las próximas décadas es la escasez de atención. Frente a una organización no solo invadida de máquinas informacionales, sino también comprendida a través de los principios sistémicos de la cibernética, la atención se vuelve un problema organizacional. “Atención” pasa a ser, en efecto, el nombre de la conexión exigida a los cuerpos en las fábricas, empresas y precarios trabajos del actual régimen de acumulación. La atención es el grado cero, la interfaz elemental para el funcionamiento de una organización entendida como sistemas de intercambio de información o de comunicación. El objetivo tiende a ser siempre el mismo, como bien se exponía tempranamente en Tiqqun: minimizar o controlar al máximo el ruido entre las transmisiones, que la conexión sea lo más limpia, transparente y lisa posible. Por ello, una atención altamente eficaz es un elemento cada vez más relevante de la productividad de las organizaciones, por ello también la proliferación de sus malestares.

Paralelamente, el cerebro comenzó a ser redescrito en los mismos términos y, con ello, el funcionamiento atencional. Todo lo que conocemos popularmente hoy del funcionamiento cerebral, lo que significan las enfermedades o el mecanismo de los fármacos neuropsiquiátricos, es fruto de la expansión sideral del lenguaje cibernético para entender y actuar sobre nuestra interioridad cerebral. Los neurotransmisores se explican al modo de, justamente, “transmisores de mensajes”, moléculas que permiten o facilitan la comunicación entre neuronas. Las neuronas y sus mensajes constituyen sistemas dentro del cerebro regulados a través de feedbacks, retroalimentaciones que estimulan o inhiben la producción o recaptación de neurotransmisores. Lentamente, estos sistemas han dejado de considerarse asociados a zonas del cerebro y, profundizando el lenguaje cibernético, prima hoy su comprensión funcional. Por ejemplo, el TDAH, se vincula a sistemas asociados al “centro de motivación y recompensa” como llaman algunos, particularmente con relación al funcionamiento de la dopamina, ligada usualmente al placer. Esta molécula se describe mediando el paso entre algo que nos llama involuntariamente la atención y algo a lo que atendemos conscientemente, es decir, activando y sosteniendo las llamadas “redes ejecutivas” del cerebro. Por lo mismo, sería al menos en parte responsable de que algo nos interese y nos siga interesando, pudiendo seguir atentxs a, concentradxs en, conectados con y, por ende, ser capaces de pensar, hablar, aprender y trabajar.

 El TDAH se formula por primera vez como tal a inicios de los 80’ en el DSM-III. Aunque es un manual que se basa en agrupaciones de síntomas, este y otros diagnósticos coquetean, desde entonces, con las explicaciones moleculares. Así, una de las primeras en desarrollarse vinculará directamente el efecto de los estimulantes con la explicación general del mecanismo atencional. En consonancia con la hipótesis que se establecía para la depresión, entre los 80 y los 90, hallamos la idea de un desbalance químico en el espacio intracerebral, sináptico, molecular: esta vez no de serotonina, sino de dopamina, cuyos niveles como mostraban distintos experimentos, se disparan con todo tipo de estimulantes, desde la cocaína al Ritalín. Esta primera explicación en estabilizarse insiste en la idea de la disfunción: en la medida que hay un déficit de dopamina, entonces, tomar anfetas o Ritalín (la cocaína ya estaba prohibida) pone a disposición lo que estructuralmente hace falta.  

La atención es el grado cero, la interfaz elemental para el funcionamiento de una organización entendida como sistemas de intercambio de información o de comunicación. Por ello, una atención altamente eficaz es un elemento cada vez más relevante de la productividad de las organizaciones, por ello también la proliferación de sus malestares.

Una interioridad desbordada por las exigencias atencionales. 

 

Si la explicación, tratamiento y autoidentificación con el diagnóstico se hubiera quedado en el déficit de dopaminas, entonces, el problema atencional al menos en su costado clínico no hubiera sido mucho más que un disciplinamiento químico, como algunos estudios críticos afirmaban a inicios de los 2000. Incapaz, por ello, de desafiar la forma de interioridad de la modernidad, solo podría denunciarla o sometérsele, rechazar o aceptar el “diagnóstico”. Sin embargo, la inquietud atencional no se detuvo en absoluto ahí, ni en relación con su descripción clínica y experiencia personal, ni como denuncia y experiencia colectiva. Creo que adentrarnos en algunas de las últimas modificaciones de la teoría molecular de la atención, puede ayudarnos a sopesar de mejor manera lo que se agita en el malestar compartido respecto a las capacidades atencionales y la expoliación que de ella realizan las modalidades contemporáneas de trabajo y consumo.

Durante los 90’, la descripción molecular de los procesos neuronales involucrados en la atención respaldó la proliferación de diversas modalidades atencionales, como la descrita por el investigador del inicio. Esto contribuyó a multiplicar “el” funcionamiento atencional e incluso, más recientemente, el tipo de redes neuronales involucradas. De ese modo, al dejar de ser considerado una capacidad humana monolítica, en buena medida reaccionando a críticas formuladas desde organizaciones y personas diagnosticadas, el funcionamiento del TDAH pudo paulatinamente dejar de ser considerado como defectuoso y, de ese modo, volverse un funcionamiento otro, eventualmente reivindicable como neurodiversidad. 

¿En qué diferiría este funcionamiento? Pues que, a diferencia de lo que exigen las instituciones disciplinarias, modernas en último término, no privilegia una atención focalizada y sostenida, sino otra cosa. Molecularmente, la “atención disciplinaria” asegura el feedback positivo que requeriría el aprendizaje, a través de la internalización del mandato que implica distinguir adecuadamente cuándo y a qué se debe dirigir la atención. En el funcionamiento neuronal “típico” de la dopamina, esto estaría facilitado porque las redes neuronales “ejecutivas” priman sobre otras, probabilizando “cerrar la ventana atencional” según lo requerido por las instituciones disciplinarias. En el TDAH esto no sería así. La dinámica de la dopamina probaría que las redes ejecutivas se ven amenazadas por otras redes pertenecientes a un “modo cerebral por defecto” que, descubierto hace poco, implica algo así como un inconsciente cerebral o el equivalente a la “materia oscura” en el cerebro – según me contó otro investigador entrevistado. Por tanto, las personas permanecerían conectadas a estímulos que el mandato disciplinario instaba a ignorar. Dicho de otra manera, en este caso, la dinámica dopaminérgica no facilitaría la obediencia de tipo disciplinaria y focalizada, sino como ya lo sabemos gracias a los estimulantes, respondería mejor a una guía mediante la administración de estímulos, es decir, una seducción que organice la simultaneidad de atractores.

Una vez recubierta por la episteme cibernética, tanto desde el punto de vista organizacional como neuronal, la atención se vuelve un asunto de (in)voluntarias conexiones. En efecto, al menos desde la década del 70’ la atención en general se describe como uno o más circuitos cerebrales que permiten discriminar señales del “interior” y del “exterior”, es decir, que reparten la experiencia que tenemos de interioridad y exterioridad. Si bien efectivamente, como anunciaba Simon, nuestros modos de trabajar vuelven escasa la atención, no sería sin embargo porque la consuman, como si fuera una cosa que se gasta. Antes bien, las actuales exigencias “informacionales” estarían cambiando la manera en que nos vemos llamados a “cerrar la ventana atencional”. En medio de la simultaneidad de procesos automatizados que nos atraviesa y que, reclamando cada tanto una acción, exigen no obstante una vigilancia recurrente: mails, uber, redes sociales, mercado financiero, sistema de gestión de recursos humanos, infernales chatbots, formularios online, solicitudes de visa, de banco, de crédito, de hora al médico, etc., ¿dónde están los límites entre la memoria y la notificación; o el odio y el formulario; o entre el cuerpo que solicita un crédito y el perfil que tiene el banco?

En este sentido, al menos una parte del malestar atencional implicaría la incómoda experiencia de un cuerpo, a la vez, desbordado por las demandas de conectividad y ya inmerso en ellas.  Así, incluso sin que podamos nombrarlo del todo, las exigencias sociales parecen presionar por una forma de interioridad que excede los límites corporales que suponía la modernidad como régimen de inviduación/civilización, extendiéndose a los “límites atencionales” e inevitablemente modificando lo que entende(re)mos por cuerpo. 

Esto me parece importante de considerar, ya que perturba un trasfondo optimista que algunas veces acompaña clandestinamente la crítica al “robo” de nuestras capacidades atencionales, como si bastara con cerrar las redes sociales para que todo vuelva a ser como antes. No obstante, el problema no radica en una decisión voluntaria de adherir, sino en una complicidad forzada por la incrustación de las demandas atencionales en las modalidades contemporáneas de trabajo. Y no es sino a través del trabajo que la especie se ha moldeado, para bien y para mal, como humana. Aquello que sentimos como un exceso en la cantidad y velocidad de los estímulos y que dañaría nuestra atención, me parece puede ser reformulado como una presión a una individuación que implica cada vez más la simultaneidad de estímulos, objetos y funciones. Después de todo, (casi) nadie espera que uno deje de hacer lo que está haciendo para responder focalizadamente el whatsapp, sino que, como el operador de minería, de control aéreo o del delivery, lo hagamos mientras hacemos una o veinte cosas más, con tal de nunca dejar el visto. 

Aquello que sentimos como un exceso en la cantidad y velocidad de los estímulos y que dañaría nuestra atención, puede ser reformulado como una presión a una individuación que implica cada vez más la simultaneidad de estímulos, objetos y funciones.

Hugo Sir Retamales. Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Chile y Sociología por Paris 8 [cotutela]. Entre otras cosas, me desempeño como investigador asociado a LaPSoS (UCH), al Colectivo Vitrina Dystópica y al Espacio de producción de conocimientos autónomos .tierra. He enfocado parte de mi trabajo en comprender las relaciones entre formas de sufrimiento individual y modos de organización y dominación social, a la vez que, colectivamente, en sus formas de politización. Mi investigación doctoral indaga en el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) en adultos para cartografiar el impacto psíquico y social de las actuales mutaciones globales en los mercados del trabajo, a la vez que la manera en que la dimensión atencional permite (re)imaginar formas de habitar las exigencias económicas y civilizatorias contemporáneas.