No más mañanas de lunes deprimentes

Por Matt Colquhoun

24 enero, 2024

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UNA EXHIBICIÓN DE ATROCIDADES

En la introducción a su libro inconcluso y póstumo, Comunismo ácido, Mark Fisher –famoso por su afición al postpunk, el jungle y una serie de experimentalistas pop contemporáneos– sorprendió a amigos y fans por igual al escribir favorablemente acerca de la contracultura de las décadas del sesenta y el setenta.

Con anterioridad, Fisher había hecho algunos comentarios mordaces sobre el legado de la contracultura. Alguna vez había dicho en su blog k-punk, por ejemplo, que el “hippismo era fundamentalmente un fenómeno masculino de clase media” caracterizado por un “infantilismo hedónico”. En su opinión, la típica dejadez del hippie, “la ropa descuidada, la apariencia desarreglada y la confusa charla psicodélica y fascista sobre las drogas mostraban un desdén por la sensualidad”. Para Mark Fisher no había mayor crimen. Los hippies, como si estuvieran atrapados en su propio escenario inventado al estilo de Invasion of the Body Snatchers [La invasión de los exhumadores], eran culpables de sucumbir pasiva e irreflexivamente al principio de placer, y el “precio de esta ‘felicidad’ –un estado de desafección entre personas indolentes viviendo en chozas alegres– [era el] sacrificio de toda autonomía”.

Para Fisher, autoinducirse un estupor aletargado, químicamente o por cualquier otra vía, era ser funcional al capitalismo, como dejándose llevar por una “compulsión de repetición” freudiana a implementar de manera artificial la captura cognitiva del capitalismo desde dentro, demostrando así la “marcada tendencia [del organismo humano] a buscar e identificarse con los parásitos que lo debilitan pero nunca lo destruyen del todo”. En lugar de ello, y en su blog k-punk en particular, Fisher ofrecía otro camino. Este camino no exigía el primitivismo superficial de bañarse menos y fumar más; tampoco era afín a ese exceso de confianza new age en afirmaciones tan positivas como huecas. Para tomarnos en serio nuestro sueño psicodélico de emancipación, y para que este sueño tenga alguna relevancia contemporánea, tenemos que entender que no podemos lograr nada saliéndonos de nuestras cabezas con las drogas. Sin embargo, no se trataba de una cuestión moral, sino de una cuestión radicalmente política. Se trataba de “salir a través de nuestra cabeza”, usando una “razón psicodélica”, “auto-realizando nuestro cerebro en un estado de éxtasis”.

Fisher nutrió su alternativa con la filosofía del siglo XVII de Baruch Spinoza, donde esta “razón psicodélica” yace agazapada, lista para ser descubierta. “Spinoza es el príncipe de los filósofos; en realidad, el único que necesitamos”, escribe. Antes que Deleuze y Guattari, Freud y Lacan, fue Spinoza quien tuvo la llave para exorcizar de nuestra mente a ese demonio parasitario de la modernidad, el ego capitalista. Spinoza “dio por sentado lo que más tarde se convertiría en el principio básico del pensamiento de Marx: que era más importante transformar el mundo que interpretarlo”. Spinoza intentó hacer esto construyendo un proyecto ético reflexivo que era “efectivamente psicoanálisis trescientos años antes del psicoanálisis”. Continúa Fisher:

Según la psicología vernácula, las emociones son irreductiblemente misteriosas, demasiado difusas e indistintas como para ser analizadas más allá de cierto punto. Spinoza, por otro lado, sostiene que la felicidad es una cuestión de ingeniería emocional: una ciencia precisa que puede ser aprendida y practicada […]. En sintonía con la sabiduría popular, Spinoza tiene en claro que lo que genera bienestar en un ente es veneno para otro. El primer y más importante impulso de todo ente, dice Spinoza, es su voluntad de perseverar en su propio ser. Cuando un ente empieza a actuar en contra de lo que es mejor para sí mismo, a destruirse –como, tristemente, observa Spinoza, suelen hacerlo los humanos–, es porque fuerzas externas se han apoderado de él. Ser libre y feliz implica exorcizar a estos invasores y actuar conforme a la razón.

En este sentido, el grito de guerra blogosférico de Fisher consistía en decir que ya tenemos todo lo que necesitamos para escapar de los confines del realismo capitalista: ese corset ideológico que nos mantiene sumisos y mata nuestra imaginación; el invasor externo que constriñe nuestras mentes, nuestros cuerpos y la autorrealización de nuestro ser en la actualidad. Puede que drogas como el ácido o el éxtasis relajen la mente hasta cierto punto, pero descuidan las otras partes, más lúcidamente existenciales, de la subjetividad humana (nuestra capacidad para razonar, nuestra agencia política), dejando que se pudran y se atrofien. El problema con las drogas, sostiene Fisher, es que “son como un kit de escape sin un manual de instrucciones”. “Tomar MDMA es como mejorar [Microsoft] Windows: no importa cuántos retoques Bill $ [Gates] le haga, MS Windows siempre va a ser una mierda porque está construido sobre la desvencijada estructura de DOS [Disc Operating System].” Las drogas son, entonces, demasiado temporarias: “Consumir éxtasis siempre terminará jodiéndonos porque el SO [sistema operativo] Humano no ha sido extirpado y desmantelado”. Por muy divertidas que puedan ser, en el gran esquema de las cosas, como dice la vieja canción, the drugs don’t work, they just make things worse [las drogas no funcionan, solo hacen las cosas peores]…

Sin embargo, cuando los hippies “salieron de su supina niebla hedónica para asumir el poder”, continúa Fisher –dando cuenta de la ubicuidad estética y el poder cultural de la contracultura, que han perdurado mucho más allá de la utilidad política del movimiento–, “llevaron consigo el desprecio por la sensualidad”. En términos culturales, la sombra de este momento es larga. Con la nueva sensualidad del postpunk finalmente derrotada, Fisher conecta la virulencia de esta “sensibilidad antisensual” con los yuppies culturales de la década del noventa, personificada por los Jóvenes Artistas Británicos, junto con el ascenso al poder de esa complicidad masculina del britpop.

Es difícil negar la prevalencia de la trayectoria negativa de la contracultura cuando se la presenta de esta manera. Si bien, por ejemplo, a simple vista no parece haber mucho más en común entre John Lennon de los Beatles y Liam Gallagher de Oasis que una predilección similar por los lentes de sol redondos, de hecho el callejón sin salida de la pasividad contracultural –o, en palabras de Fisher, su sensibilidad “hey man, se trata de la MENTE”– funcionó como la fuerza impulsora tanto para la vibra “nublada, borrosa, desconfiada, agresiva, con olor a cerveza” del hedonismo del britpop, como para los experimentos con ácido de los sucios bohemios.

Esto resulta evidente tan pronto como echamos una mirada a la mundanidad ácida reflejada en dos canciones: “Lucy in the Sky with Diamonds” (1967) de los Beatles y “Champagne Supernova” (1995) de Oasis. Con treinta años de distancia, y provenientes de dos mundos (políticamente) distintos, las une, sin embargo, el nexo de una melancolía psicodélica. Podemos ver la misma transferencia hauntológica y melancólica con “Bed-Ins for Peace”, la sentada performativa de John Lennon y Yoko Ono de 1969, cuya cáscara podrida resurgió en el fúnebre cubo blanco de la Tate Gallery bajo la forma de “My Bed”, la obra de Tracey Emin de 1998.

Esta superficial regurgitación de las preocupaciones de los sesenta en el marco de la melancolía del capitalismo de los noventa recuerda a la decadencia fin de siècle del siglo anterior: una dantesca y torpe autopsia de un sueño muerto hace tiempo, aunque desprovista de toda autoconciencia protomodernista. El britpop, en este sentido, fue verdaderamente una exhibición de atrocidades, la curaduría de un desfile de espectros y zombis neoliberales que ahora acechan y atormentan la psiquis.

 

Según Fisher, para tomarnos en serio nuestro sueño psicodélico de emancipación, tenemos que entender que no lograremos nada saliéndonos de nuestras cabezas con las drogas.

EL ÉXTASIS ABSTRACTO DE LA RAZÓN PSICODÉLICA

Vale decir que nada de este período de los días blogger de Fisher –un agosto de 2004 particularmente productivo– busca “dorar la píldora”: sus críticas son mordaces y a menudo totalmente negativas. ¿Cómo se transformó entonces este Fisher en el Fisher de Comunismo ácido? A pesar de esta valoración poco halagadora de mediados de la década de 2000, parecería que Fisher luego suavizó su opinión sobre la contracultura en su conjunto. Y, sin embargo, pese a las apariencias, esta transformación no era tan radical. Antes bien, Fisher se encargó de ir más allá de sus críticas mordaces y trabajar en la construcción de un proyecto político positivo, un proyecto que seguía teniendo en su centro la “razón psicodélica” de Spinoza.

Al parecer, en el proceso de construir este proyecto, Fisher había empezado a revalorizar el potencial político de las mejores expresiones culturales y estéticas de la contracultura, al menos en su contexto sociopolítico original. Un potencial que no debía buscarse tanto en las abstracciones surrealistas de un concierto burgués de Pink Floyd, recicladas con espíritu nostálgico y apocalíptico para la actualidad. Al contrario, tenía que buscarse explícitamente en los artefactos culturales que tendían nuevos puentes entre la conciencia de clase y la conciencia psicodélica, entre la con- ciencia de clase y la conciencia de grupo, pero que fueron sofocados o abandonados antes de tiempo.

Por ejemplo, en la introducción a Comunismo ácido Fisher defiende “Sunny Afternoon” de The Kinks y “I’m Only Sleeping” de los Beatles como dos canciones, ambas lanzadas en 1966, que fueron capaces de reflejar

el cansancio y la pesadilla de la vida cotidiana desde una perspectiva que flota a un margen, desde arriba o des- de más allá: se trate de una calle ajetreada vista desde la ventana de alguien que se quedó dormido hasta tar- de, y cuya cama se transforma en un bote que se mece suavemente a la deriva; la escarcha y la neblina de una mañana de lunes abjurada por la tarde soleada de un do- mingo que no tiene por qué terminar; o las urgencias de la vida laboral desdeñadas con ligereza desde la aguilera de una casa aristocrática en decadencia, ocupada ahora por soñadores de clase trabajadora que jamás volverán a trabajar.

En esta provocación política había algo más que la ilusión del oyente promedio de la BBC Radio 4 que sueña con un domingo tranquilo que nunca termina. Más en general, Fisher estaba interesado –y siempre lo había estado– en las formas en que los mensajes políticos radicales podían ser introducidos de contrabando en la conciencia política a través de la cultura popular. También le intrigaban los modos en que la cultura pop podía no solo encandilarnos con su contagiosa euforia, sino también llevarnos más allá de la cooptación capitalista del principio de placer, hacia algo más profundo, algo completamente inconsciente, y traerlo furtivamente a la superficie.

Subsisten, sin embargo, una serie de preguntas. En particular, Mark quería saber qué había pasado y adónde había ido a parar este potencial. Era obvio que, como diría más tarde, lo que más temía el establishment era que la clase trabajadora se convirtiera al hippismo. Pero ¿por qué? ¿Qué había en la contracultura que tanto amenazaba al establishment, a tal punto que el floreciente orden neo-liberal consideró necesario subyugar esa nueva conciencia colectiva? Y, ¿podría la actualización de algunos de estos potenciales frustrados amenazar todavía hoy al establishment del realismo capitalista?

Estas preguntas dan cuenta de una visión de la psicodelia que todavía necesita ser afirmada. En este sentido, es la función latente de la psicodelia, antes que su forma estética habitual, la que sigue siendo relevante para nosotros en el presente: el modo en que el mundo mismo, dejando de lado todas las connotaciones estéticas, conlleva la manifestación de lo que está en las profundidades de la mente, no solo en su superficie. Una conjunción anómala del prefijo castellano moderno “psico-” y la raíz griega más evidente dēlos –que significa “manifestar” o “revelar”–, lo psicodélico es aquello que manifiesta lo que está en la mente, reflejando, una vez más, el adagio spinozista de Marx según el cual no debemos conformarnos con interpretar el mundo, sino que debemos buscar transformarlo. No obstante, esto no significa oponer la interpretación a la transformación, sino más bien que la interpretación tiene que esforzarse por convertirse en transformación.

Se necesita, por lo tanto, una nueva cultura psicodélica que dé forma otra vez a la política, pero puede que esta cultura no sea como esperamos. En efecto, deberíamos estar alerta ante cualquier cosa que luzca demasiado familiar. Podríamos decir incluso que las connotaciones estéticas de la psicodelia en la actualidad tienen que ser rotundamente rechazadas. Recordemos lo que Fisher alguna vez escribió sobre el surrealismo, uno de los antecedentes más claros de la psicodelia contracultural: “Como el punk, el surrealismo murió cuando fue reducido a mero estilo estético. Resurgió nuevamente bajo la forma de un programa delirante (así como el punk resurgió cuando se reconfiguró como una contagiosa red antiautoritaria y acéfala)

Es por esto que la contracultura debe ser manejada con cuidado. A pesar de, o tal vez debido a, su romantización contemporánea, esta parece haber sido la última vez que una revolución cultural estuvo cerca de llevar a cabo una revolución política. La cultura siguió desarrollándose a buen ritmo, pero la política ha tardado en ponerse al día. Sin embargo, y pese al estado del establishment político contemporáneo, todavía hay mucho por lo que entusiasmarse. Como Fisher concluye en la introducción a Comunismo ácido: “Por supuesto, hoy sabemos que la revolución no ocurrió. Pero las condiciones materiales para tal revolución están más dadas en el siglo XXI de lo que lo estaban en 1977”. Antes que simplemente celebrar el potencial de la contracultura, Fisher tenía serias preguntas que plantear acerca de por qué fracasó y qué podríamos aprender de ese fracaso. Continúa:

Lo que cambió al punto de volverse irreconocible es la atmósfera existencial y emocional. Las poblaciones están resignadas a la tristeza del trabajo, aunque se les diga que la automatización está haciendo que sus trabajos desaparezcan. Debemos recuperar el optimismo de ese momento de los setenta, del mismo modo que debemos analizar cuidadosamente toda la maquinaria que desplegó el capital para transformar la confianza en abatimiento. Entender cómo funcionó este proceso de deflación de la conciencia es el primer paso para revertirlo.

El ensayo termina de forma inconclusa, y este llamado  a entender el proceso en cuestión se desvanece, al parecer sin una hoja de ruta. Tras la muerte de Fisher en enero de 2017, la hipótesis ha sido que los detalles de Comunismo ácido se perdieron con su autor. Y, sin embargo, hay un largo rastro de pistas en el mundo para la mirada del lector curioso. Quizá lo mejor que podemos hacer es aplicar la estrategia anunciada por Fisher a su propio pensamiento: entender cómo se gestó el proyecto de Comunismo ácido es el primer paso para reconstruirlo.

Esta estrategia requiere mucha menos especulación de la que uno podría creer a primera vista. Además de una colección diversa de ensayos, que se extiende a lo largo de su carrera como escritor y crítico, y que refleja muchos de los temas y objetos que se esperaba que explorase, también queda la estructura de “Deseo postcapitalista”, el último ciclo de clases de posgrado que Fisher proyectó para el año académico 2016-2017 en Goldsmiths, Universidad de Londres.

Se necesita una nueva cultura psicodélica que dé forma otra vez a la política.

AÑO NUEVO, VIDA NUEVA

El inicio del año académico 2016-2017 trajo aparejados una serie de cambios en el departamento de Culturas Visuales de Goldsmiths. Esto fue así para todos, pero en particular para Mark Fisher y Kodwo Eshun. Antes de ese año, juntos habían coorganizado una Maestría de Artes en Culturas Audiovisuales, un curso que, en pocas palabras, partía de la siguiente pregunta: ¿cómo pensamos la relación entre sonido e imagen en la era de la ubicuidad de los medios? Sin embargo, luego de una serie de cambios administrativos en la universidad, este curso –junto con un puñado de otros cursos de maestría, relativamente pequeños– pasaría a formar parte de una maestría preexistente, ahora reunida en “Teoría del Arte Contemporáneo”.

Estos cambios podrían haber sido vistos como un perjuicio, pero Fisher y Eshun aprovecharon la oportunidad para probar algo nuevo, dejando atrás el foco en las Culturas Audiovisuales para desarrollar dos módulos separados que reflejaran sus intereses actuales. Mientras que Eshun presentó el seminario “Geopoética” –una lectura (muy) minuciosa de quince semanas de Ciclonopedia, el complejo libro de teoría-ficción de Reza Negarestani de 2008–,15 Fisher dio inicio a “Deseo postcapitalista”, un seminario en el que exploraría la nefasta e intrincada relación entre deseo y capitalismo, y la medida en que el primero puede a la vez ayudarnos y refrenarnos en nuestros intentos de escapar al segundo. También podía ser visto como un intento de taller para su siguiente libro: el ahora conocido work in progress que tituló tentativamente Comunismo ácido.

El curso tomó su nombre de un ensayo que Fisher había publicado previamente en 2012, en el que exploraba “la relación del deseo con la política en un contexto posfordista”. Tomándose en serio un comentario muy ridiculizado que la política conservadora Louise Mensch hizo en la televisión británica acerca de la supuesta hipocresía de los manifestantes de Occupy en 2010 –que denunciaban el capitalismo mientras hacían cola en Starbucks o tuiteaban sobre política desde sus iPhones–, Fisher argumentaba que la posición de Mensch, no obstante, merecía una respuesta escrupulosa. Esta respuesta consistía en decir que, si bien el cinismo de Mensch era superficial, las implicaciones de su crítica no dejaban de ser profundamente inquietantes. ¿Hasta qué punto nuestro deseo de postcapitalismo está siempre ya capturado y neutralizado por el propio capitalismo? ¿Cómo se supone que tenemos que combatir la “intensificación del deseo de bienes de consumo, financiado mediante el crédito”? ¿Deberíamos siquiera intentarlo? Para Fisher, la respuesta a este problema no puede ser, como sugiere Mensch, una aspiración reaccionaria a un primitivismo precapitalista; las “atracciones libidinales del capitalismo de consumo”, señala, “deben ser enfrentadas por una especie de contralibido y no simplemente por una deslibidinización depresiva”.

Fisher pasa a demostrar esta necesidad a través de un concienzudo análisis de los escritos “antimarxistas” de su antiguo y controvertido profesor, Nick Land, en parti- cular, su ensayo “Deseo maquínico”. En este texto Land defiende, con su estilo arquetípicamente ciberpunk de los noventa, una suerte de devenir-replicante, un devenir-in- manente con las fuerzas del capitalismo. Para Land, ya no es “verosímil que la relación entre capital y deseo sea o bien externa o bien esté basada en una contradicción inmanente, aun cuando algunos cómicos ascetas sigan diciendo que el involucramiento libidinal con la mercancía puede ser trascendido por la razón crítica”. Aquí el capital “no es una esencia, sino una tendencia”. Como la pulsión de muerte lacaniana, según la cual el nihilismo innato de la existencia humana es un afán por volver a la calma pre-edípica del útero, Land sostiene que el capitalismo persiste hoy porque el ciberespacio “ya está bajo nuestra piel”, y retirarnos de él equivale a refugiarnos en un imaginario precapitalista inexistente. Tenemos tantas posibilidades de escapar del capitalismo como de volver arrastrándonos al vientre materno. En este sentido, intentar desligar nuestros deseos del capitalismo es como clavar un separador torácico en el sujeto de la modernidad, aún con vida; el uso de la razón a un empeño tan intrínsecamente irracional no es suficiente.

A pesar de que el rechazo de Land a esta aplicación de la razón sitúa los proyectos de ambos autores en aparente oposición, y a pesar de lo espeluznantes que los juicios de Land puedan resultarle a la izquierda moderna, para Fisher sería negligente que esta los ignorara.

Indagar de qué maneras podemos contrarrestar o dar cuenta éticamente de estas críticas, implementando una contralibido frente al deseo capitalista –un deseo post-capitalista–, será el principio rector del curso de Fisher. Por ejemplo, en la primera clase retomará este tipo de interrogantes, partiendo una vez más de la provocación de Mensch y abordando al mismo tiempo algunas de las tensiones todavía irresueltas de su propia respuesta (esto es, de su Comunismo ácido). Pero, antes de que él y sus estudiantes pudieran vislumbrar un futuro contralibidinal, y tal como había advertido a sus lectores en la introducción a Comunismo ácido, primero era necesario determinar por qué todas las versiones previas de contralibido no habían logrado poner en marcha y materializar un verdadero cambio social.

Las primeras clases del curso intentaban responder estas preguntas a través de una variedad de lecturas, desde algunas densamente teóricas hasta otras más periodísticas y pop-históricas. En la segunda clase, por ejemplo, repasando la influencia quizá sorprendente del psicoanálisis freudiano en la contracultura emergente, Fisher toma dos visiones opuestas del período: la del filósofo de la Escuela de Frankfurt Herbert Marcuse de 1955, y la de la ensayista y crítica musical feminista Ellen Willis de 1981. En conjunto, estas visiones dan una imagen de aquella etapa desde un momento inmediatamente anterior al surgimiento de la contracultura, así como un relato condenatorio y póstumo de su eventual fracaso.

Es un contraste desconcertante. El texto de Marcuse  sigue siendo tan estimulante como lo era hace más de sesenta años, pero las críticas de Willis también resuenan profundamente en nuestro presente. Como Fisher escribió en un ensayo de 2013 para e-flux:

La contracultura de los sesenta puede estar ahora reducida a una serie de reliquias estéticas “icónicas” –archiconocidas, interminablemente divulgadas, deshistorizadas– despojadas de contenido político, pero la obra de Willis se mantiene como un doloroso recordatorio del fracaso de la izquierda. Como deja en claro en su introducción a Beginning to See the Light, Willis se encontró a sí mis- ma en frecuente conflicto con lo que percibió como el autoritarismo y el estatismo del socialismo dominante. Mientras la música que escuchaba hablaba de libertad, el socialismo parecía implicar centralización y control esta- tal. La historia de cómo la contracultura fue cooptada por la derecha neoliberal es bien conocida, pero el otro lado de esta narrativa es la incapacidad de la izquierda para transformarse de cara a las nuevas formas del deseo a las que la contracultura dio voz.

Esta crítica también podía encontrarse en otros escritos de Fisher de la época: 2013 fue también el año en que publicó su hoy tristemente célebre ensayo “Salir del Castillo de Vampiros”. Fisher veía que eso que Willis había descrito desde el lado oscuro de los años setenta continuaba socavando las esperanzas y los sueños de la izquierda del siglo XXI.

Desde la ruptura que se produjo entre los sindicatos y la contracultura en los Estados Unidos a principios de la década del setenta hasta la declaración del viceprimer ministro británico John Prescott en 1997 según la cual “ahora todos somos de clase media”, la segunda mitad del siglo XX estuvo marcada, al menos para Fisher, por la des- articulación de la clase respecto de casi todos los discursos culturales y políticos. En el siglo XXI, no obstante, la clase estaba resurgiendo. Desde la popularización del grime a principios de los dos mil hasta la publicación de Chavs, el libro de Owen Jones de 2011 sobre la demonización de la clase trabajadora, estaba emergiendo en Gran Bretaña una nueva conciencia de clase, que se presentaba de formas muy distintas. Por desgracia, esta conciencia de clase seguía teniendo dificultades para perforar lo que Fisher había definido como la “atmósfera macartista y febril que fermenta la izquierda moralizante”.

El tono de Fisher en “Salir del Castillo de Vampiros” era un tono de furia e impaciencia, de decepción y frustración. Era, al fin y al cabo, la búsqueda de una salida, pero solo de las redes sociales. La respuesta al ensayo, al menos desde algunos sectores, podía hacer pensar al interlocutor más desprevenido que Fisher había dado la espalda a todo lo que la izquierda tenía en tan alta estima. Podría decirse que esta también era la crítica de Fisher desde el otro bando. Al desarticular la clase de las luchas identitarias de la época, el capitalismo ya no parecía ser el enemigo. Éramos, en cambio, demasiado propensos a volvernos impotentemente unos contra otros.

En ese momento, esta crítica del panorama político parecía ser totalmente negativa, poblado como estaba por un vampírico elenco de trolls chupadores de energía que usaban las redes sociales, y Twitter en particular, para desalentar por completo cualquier incipiente conciencia F política de grupo. Haciéndose eco de las diversas descripciones de vampiros grises que habían salpicado su blog k-punk –merodeadores de la sección de comentarios que “no se alimentan directamente de energía, sino de obstruir proyectos”–, Fisher deploraba el complaciente milieu identitario de las redes sociales, que parecía decidido a so- cavar el estimulante cambio que estaba teniendo lugar en la cultura pop, algo que no se veía hacía décadas. Aunque muchos rechazaron rotundamente el diagnóstico de Fisher, más tarde sería reivindicado en los años del referéndum sobre el Brexit y la conducción de Jeremy Corbyn en el Partido Laborista (esta conducción en particular suponía una potencial reforma de la política de izquierdas en Gran Bretaña, una reforma que fue tan sistemáticamente debilitada desde dentro como desde fuera).

El daño infligido por esta enfermedad política autoinmune, en todas sus formas, ha sido considerable, sobre todo para la conciencia de clase. “La conciencia de clase es frágil y huidiza”, sostenía Fisher, pero la mejor manera de combatir esto es conservarla como un tema de conversación: “La pequeña burguesía que domina la academia y la industria cultural tiene todo tipo de estrategias sutiles para evitar que el tema siquiera surja. Y cuando surge, hacen que uno piense que mencionar la clase es una im- pertinencia terrible, un incumplimiento de las reglas de etiqueta”. Esta indignación es tan persistente como lo fue siempre. Sin embargo, el hecho mismo de que la conciencia de clase tenga que ser constantemente socavada nos da una idea de su incipiente poder político. Por desgracia, con la viralización del “Castillo de Vampiros” de Fisher en todo el mundo anglosajón, que encendió esa maquinaria de indignación de las redes sociales que él buscaba criticar, muchos cancelaron totalmente a Fisher por cometer el mismo pecado capital sobre el que él pretendía llamar la atención: separar la conciencia de clase de toda conciencia de género, raza o cualquier otra forma minoritaria de autoidentificación. La realidad de su posición, como más tarde se esforzaría por enfatizar, era exactamente la opuesta.

Intentar desligar nuestros deseos del capitalismo es como clavar un separador torácico en el sujeto de la modernidad.

TOMA DE CONCIENCIA

Más tarde Fisher pulió el argumento que tan polémicamente había planteado en “Salir del Castillo de Vampiros”, transformando su crítica negativa en un proyecto positivo de toma de conciencia. Era este mismo proyecto el que Fisher retomará en la tercera clase de su curso “Deseo postcapitalista”.

Popularizado durante la segunda ola del movimiento feminista de las décadas del sesenta y el setenta, “toma de conciencia” fue el nombre que se le dio a una práctica de discusión colectiva que subrayaba las desigualdades bajo las cuales vivían colectivamente las personas. Este era un proceso necesario en la medida en que, como Fisher sostendrá en sus clases sobre el “deseo postcapitalista”, la conciencia de nuestra propia existencia material no es, a pesar de sí misma, inmediatamente autoevidente. Al contrario, la conciencia de nuestro lugar dentro de una estructura de desigualdad –ya sea el capitalismo, el patriarcado o la supremacía blanca– tiene que ser construida; nunca está dada. La mejor forma de construir esta conciencia es mediante la participación de otros que comparten una existencia material similar.

Escribiendo para la organización política Plan C acerca del potencial psicodélico que todavía puede extraerse de una práctica grupal como la toma de conciencia, Fisher explica:

cultivar la toma de conciencia no es meramente reconocer hechos que antes ignorábamos: es un desplazamiento de nuestra relación con el mundo en su totalidad. La conciencia en cuestión no es la conciencia de un estado de cosas ya existente. Al contrario, la toma de conciencia es productiva. Crea un nuevo sujeto: un “nosotros” que es a la vez aquello por lo que se lucha y el agente de la lucha. Al mismo tiempo, la toma de conciencia interviene sobre el “objeto”, sobre el mundo mismo, que ya no es aprehendido como una opacidad estática cuya naturaleza está decidida de antemano, sino como algo que puede ser transformado. Esa transformación requiere conocimiento; no va a ocurrir solamente a través de la espontaneidad, el voluntarismo y la experiencia de eventos de ruptura o en virtud de la marginalidad.

En la actualidad, si bien hay “agentes de la lucha” por todas partes, aquello por lo que se lucha es diverso y está poco claro. Pareciera incluso que ciertas formas de conciencia política, incautadas por el propio capitalismo, han sido utilizadas precisamente para fragmentar la solidaridad antes que para crearla. Por ejemplo, mientras los individuos se pelean por ver quién tiene más reconocimiento en Twitter, atacándose unos a otros, el verdadero enemigo –el propio capitalismo– sale completamente airoso. La esperanza de Fisher era que estas formas de conciencia nuevas y sin embargo fragmentadas, que proliferan con el nombre de “políticas de la identidad”, pudieran encontrar un suelo común que incluyera una conciencia de clase previamente desarticulada, esto es, una conciencia colectiva que permitiera construir una conciencia articulada de las luchas de las minorías para entender mejor la totalidad del sistema en su conjunto: el capitalismo. Esto era necesario para que la izquierda pudiera crear eso que Fisher alguna vez había llamado, en su libro de 2009 Realismo capitalista, “el sujeto que se requiere a tal fin, un sujeto colectivo”. En los años posteriores a la publicación de su inesperado bestseller, Fisher seguiría desarrollando este concepto de una subjetividad colectiva, llegando a inclinarse por el término “conciencia de grupo”.

Volviendo a su ensayo para Plan C, fue aquí donde Fisher precisó más acabadamente la necesidad de ampliar la idea de conciencia más allá del individuo:

dado que esta [toma de conciencia] ha sido utilizada por todo tipo de grupos subyugados, quizá sea mejor hablar ahora de “conciencia de la subyugación” más que (solo) de “conciencia de clase”. […] La conciencia de la subyugación es en primer lugar conciencia de los mecanismos (culturales, políticos, existenciales) que la producen: los engranajes que el grupo dominante normaliza y a través de los cuales crea una sensación de inferioridad en los subyugados. Pero, en segundo lugar, es también conciencia del potencial del grupo subyugado, una potencia que depende precisamente de ese alto estado de conciencia.

Lamentablemente, en los años que siguieron a la accidentada recepción de “Salir del Castillo de Vampiros”, esta conciencia de los grupos subyugados siguió desinflándose. En un principio, la era Corbyn en el Partido Laborista parecía augurar un renacimiento, pero la debacle del Brexit frustró toda esperanza de que esta conciencia emergente llegara a imponerse. Aunque Fisher no vivió para ver hasta qué punto el Brexit hundiría esta conciencia, no dejó de destacar las incursiones en ella realizadas hasta ese momento, con la esperanza de que –tal como Owen Jones lo había hecho en 2011– arrojar luz sobre el ejemplo adecuado en el momento justo pudiera acaso despertar a la nación de su letargo neoliberal.

En 2014, por ejemplo, Fisher puso el foco en la polémica serie documental Benefits Street, que seguía las vidas de los residentes de la James Turner Street de Birmingham, una calle en la que supuestamente vivían más familias dependientes de la asistencia social que en ningún otro lugar de Gran Bretaña. En un artículo para la revista New Humanist, Fisher sostenía que el programa, por su naturaleza misma, presuponía una “mirada burguesa implícita, que juzga a los miembros de la clase trabajadora como carenciados, en comparación con los de clase media”. “Además”, continúa, “esta carencia es entendida en términos fuertemente moralizados; no se la explica en función de la falta de recursos y oportunidades de la clase trabajadora, sino de un déficit de voluntad y esfuerzo”.

En este sentido, Benefits Street era un programa que retrataba una mutación aún más perniciosa al interior de la naturaleza en constante evolución del realismo capitalista. No solo el capitalismo era considerado por los “realistas” como la única opción, sino que la mirada de su sujeto fantasmático fundamental, la ubicua “clase media”, también era considerada ahora como la posición de sujeto disponible por defecto. Puede que Fisher haya rechazado la declaración de los noventa de que “ahora todos somos de clase media”, pero las pantallas de nuestros televisores siguen anunciando esta realidad silenciosamente y sin fanfarria. El mensaje, aunque implícito, es bien conocido: no hay alternativa.

Según Fisher, la conciencia de nuestro lugar dentro de una estructura de desigualdad –ya sea el capitalismo, el patriarcado o la supremacía blanca– tiene que ser construida; nunca está dada.

AGÁRRENSE FUERTE Y ESCÚPANME ENCIMA

La imposición de la clase media como una posición subjetiva por defecto sería abordada por Fisher en su última lección sobre el “deseo postcapitalista” antes del receso de Navidad. Aquí, el hecho de que la clase trabajadora pueda encontrar placer en su propia opresión se vuelve un desafío tan oscuramente humorístico como visceralmente desencantador. (Aquí resuenan ominosamente una vez más los desafíos planteados por el antiguo profesor de Fisher, Nick Land.)

Leyendo en voz alta Economía libidinal, el libro endiabladamente difícil de Jean-François Lyotard de 1974, Fisher se deleita con los pasajes más polémicos de la obra, donde Lyotard parece profetizar la mirada condescendiente que se posa sobre James Turner Street, a fin de dejar en evidencia a los productores de la serie que “no se atreven a decir lo único importante que hay que decir, que se puede gozar tragándose el semen del capital, las materias del capital, las barras de metal, los poliestirenos, los libros, los rellenos de las salchichas, tragando toneladas de todo eso hasta reventar”. En lo que respecta a Lyotard,

los desocupados ingleses no se han hecho obreros para sobrevivir, han gozado –agárrense fuerte y escúpanme encima– el agotamiento histérico, masoquista, y no sé qué más, de aguantar en las minas, en las fundiciones, en los talleres, en el infierno, han gozado en y de la loca destrucción de su cuerpo orgánico que les era ciertamente impuesta, han gozado de que se les impusiera, han gozado de la descomposición de su identidad personal, de esa identidad que la tradición campesina les había construido, han gozado de la disolución de las familias y de los pueblos, y han gozado del nuevo anonimato monstruoso de los suburbios y de las cantinas de la mañana y de la noche.

Fisher ya se había tomado muy en serio desde hacía tiempo la acusación de Lyotard, con todo su humor negro. En su ensayo de 2010 “Terminator versus Avatar”, por ejemplo, actualiza la provocación de Lyotard para el siglo XXI:

Levante la mano quien quiera abandonar sus anónimos suburbios y pubs y volver al fango orgánico del campesinado. Es decir, que levante la mano todo aquel que real- mente quiera volver a las territorialidades, las familias y los pueblos precapitalistas. Que levanten la mano aquellos que realmente creen que estos deseos de una integridad orgánica restaurada son extrínsecos a la cultura del capitalismo tardío, en lugar de elementos completamente incorporados a la infraestructura libidinal capitalista.

Las clases trabajadoras del siglo XXI están tan enredadas en su deseo subordinado/deseo de subordinación como lo estaban en el siglo XX. Pero esta aparente paradoja de deseos sadomasoquistas tiene sus usos. Continúa Fisher: “No muy por debajo del ‘sí ebrio de deseo’ yace el no del odio, la ira y la frustración: no hay satisfacción, no hay diversión, no hay futuro. Estos son los recursos de la negatividad con los que creo que la izquierda tiene que volver a conectar”.

Puede que la izquierda en su conjunto no esté lista para esto en el presente –y el propio Fisher matizaría su negatividad en los años siguientes–, pero, así como el desarrollo de la contracultura prefiguró reiteradamente los cambios políticos de la época, las provocaciones de Lyotard están encapsuladas en gran parte de la música y la cultura contemporánea. En efecto, ¿qué es una contracultura si no una hegemonía cultural en negativo?

Aunque en nuestro momento actual hay muchos ejemplos entre los cuales elegir, tal vez el sucesor espiritual más evidente de este fuego sean los Sleaford Mods, cuya música irradia una furia en la que la frustración económica y sexual confluyen de una manera que Lyotard desplegó por primera vez en su teoría, profundamente transgresora, de la economía libidinal. En su canción “Jobseeker” [as- pirante a un empleo] de 2008, por ejemplo, el vocalista Jason Williamson se agarra fuerte y nos escupe encima a través de los parlantes, ensayando una suerte de malicioso monólogo interior: lo que él desearía poder decir a los burócratas superficialmente compasivos de la agencia de empleo:

“Así que, señor Williamson, ¿qué hizo usted para encontrar un empleo remunerado desde la última vez que firmó la planilla?” ¡Váyanse a la mierda! He estado sentado en casa pajeándome. Y quiero saber por qué no sirven café aquí. Tenía turno para firmar la planilla a las once y diez. Ya son las doce. Y algunos de ustedes, bastardos malolientes, tienen que ser ejecutados. […] “Sr. Williamson, su historial de empleo luce bastante impresionante. Veo que previamente ocupó tres puestos gerenciales en empresas de buena reputación. ¿No es algo a lo que le gustaría volver?” Neh, terminaría robando el puto lugar. Tienes una caja registradora llena de billetes de 20 mirándote todo el día. ¿Cómo voy a soportarlo?

“Jobseeker” rechaza la figura moralizada del oprimido y sin suerte. Es el reverso de una figura como Daniel Blake, como se la puede ver en la aclamada película de Ken Loach de 2016, Yo, Daniel Blake. En lugar de generar conciencia a través de la compasión, retratando mediante una ficción la abyecta realidad del Estado de bienestar británico, Williamson genera conciencia a través de la vi- leza, condensando la humillación de la subordinación de clase y convirtiéndola en un arma. Esto no quiere decir que el rechazo de los Sleaford Mods representado por Ken Loach sea un rechazo de esa forma de conciencia política; simplemente ofrece una imagen invertida de la subjetivi- dad proletaria: felizmente expulsada del sistema. En este sentido, “Jobseeker” refuerza el “sí ebrio de deseo” de Lyotard, reafirmando el hecho de que esta subyugación incómoda es lo que hace de la clase trabajadora una amenaza para el sistema mismo. ¡A la mierda tu decoro de clase media! Tengo deseos que perseguir…

La razón psicodélica de Fisher sigue teniendo un papel importante aquí. La implicación es que la ética antitrabajo del “quedarse en la cama, flotar contra la corriente” (stay in bed, float upstream) que los Beatles tenían en los sesenta está más al alcance para la clase trabajadora actual de lo que nunca antes lo estuvo. Lo que era suficientemente bueno para John y Yoko sin duda lo es para el desempleado retratado en “Jobseeker”. ¿No es mucho mejor quedarse en la cama en un departamento en Grantham antes que en una suite privada del hotel Hilton?

Reflexionando sobre la accesibilidad actual de esta potente afectividad en una reseña de dos lanzamientos de Sleaford Mods para la revista The Wire en 2014, Fisher escribe que el tipo de descontento al que Williamson da voz “está hoy en todas partes en el Reino Unido, pero es privado casi en su totalidad: mitigado por el alcohol y los antidepresivos, o canalizado en el impotente resentimiento de la sección de comentarios y la indignación vacía de las redes sociales”. Sin embargo, está “subrayado por una conciencia de clase dolorosamente al tanto de que no hay nada que pueda transformar la desafección en acción po- lítica”. Quedan muchas preguntas por responder: “¿Quién hará contacto con la ira y la frustración que Williamson articula? ¿Quién puede convertir este afecto negativo en un nuevo proyecto político?”. ¿Quién se apoderará de esta desafección químicamente mitigada para lanzarla contra el establishment?

Esta desafección es, en cierto sentido, solo la chispa de un movimiento más amplio. ¿Está condenada a la impotencia si el fuego no prende en la imaginación de las poblaciones a las que da voz? Hablando sobre Lyotard con sus estudiantes a finales de 2016, Fisher admira igualmente la “gloriosa cualidad acorazada” del filósofo, pero se pregunta si su mordaz diatriba es “una muestra del glorioso tipo de autonomía y suficiencia del texto mismo, o más bien de su impotencia o inutilidad”. Estas son las preguntas que siguen atormentando a la cultura hoy; y, si atormentan a la cultura, inevitablemente atormentarán a la política. A menos que las fortalezas de esta emerjan de aquella, puede que nos veamos atrapados en el mismo bucle de retroalimentación negativa.

¿Qué es una contracultura si no una hegemonía cultural en negativo?

ACELERAR EL PROCESO

Las clases de Fisher sobre el “deseo postcapitalista”, al igual que la introducción a Comunismo ácido, se presentan como un intento de seguir el recorrido de esta captura. Se preguntan: ¿qué se requiere de nosotros si verdaderamente queremos ir más allá del capitalismo? La propuesta que se desprende de la quinta clase del curso es que tenemos que acelerar para ir más allá del principio de placer, más allá de nuestra cultura de retrospección y pastiche, más allá de la persistente desarticulación de la conciencia de grupo, más allá del realismo capitalista. En este sentido, Fisher está intentando describir a sus estudiantes, partiendo desde cero, una nueva praxis para un aceleracionismo de izquierda.

El aceleracionismo aparece frecuentemente a lo largo de las clases. Fisher hasta llega a decir que el discurso en torno al término es “probablemente la influencia más importante del curso”, pero, desde este presente, su aparición merece una mayor contextualización.

Hoy en día el aceleracionismo está bastante denostado. Habiendo sido asociado de forma generalizada (y quizá fatal) con la extrema derecha –el término apareció en su variante más repulsiva en el manifiesto de 2019 del supremacista blanco australiano y asesino en masa Brenton Tarrant–, la comprensión popular de los objetivos de esta filosofía es actualmente la idea de que el capitalismo (o el “statu quo” más en general) es una maraña de contradicciones apenas funcional, insostenible; por lo tanto, debemos acelerar los mecanismos del capitalismo (o del “statu quo”) hasta su inevitable perdición. Esta posición es traducida aún más vagamente (pero a menudo) como “las cosas tienen que empeorar antes de que puedan mejorar”. No obstante, como señaló el filósofo Pete Wolfendale en 2015, “esta no es una posición que alguien alguna vez haya sostenido”. En realidad, la posición aceleracionista era una crítica a cómo las cosas solo están empeorando. Las crisis, ya sean crisis del capitalismo o de las formas de protesta –como el crack financiero de 2007/2008 y el movimiento Occupy que le siguió–, ya no producen un cambio; la negatividad destruye lo viejo, pero ya no produce lo nuevo.

Fue con esto en mente que el aceleracionismo –un término acuñado por Benjamin Noys en The Persistence of the Negative [La persistencia de lo negativo], su crítica de la filosofía continental post-Mayo del 68–36 había sido más tarde apropiado y perversamente afirmado por Mark Fisher. El libro de Noys era, en líneas generales, una crítica de cómo la filosofía continental estaba obsesionada con afirmar lo negativo. Fisher, con la malicia de un troll, luego afirmaría la crítica negativa de Noys. En retrospectiva, puede que esto haya sido un error por parte de Fisher, pero, para bien o para mal, el nombre fue aceptado, evidenciando una extraña confluencia de posiciones encontradas.

Podría decirse que Fisher usurpó el término para de- mostrar que la posición aparentemente benévola de Noys, que mira desde arriba esta maraña de negaciones y afirmaciones, era una falacia. Mientras que Noys intentaba desenredar esta maraña, Fisher afirmaba todos sus hilos, como si el propio proyecto de Noys fuera una cosificación de lo negativo, extendiendo así la problemática misma que pretendía criticar. Sin embargo, Fisher estaba al tanto de que este bucle de retroalimentación negativo era la principal causa del “estancamiento” hauntológico del siglo XXI. En efecto, el discurso online en torno al aceleracionismo había surgido explícitamente a partir del crack financiero de 2007/2008, tras el cual la izquierda y sus movimientos de protesta parecían totalmente incapaces de producir un cambio real. Mientras que a Noys le preocupaba hasta qué punto había persistido la negatividad filosófica, Fisher estaba preocupado por la actual crisis política de esta negatividad. Lo preocupante no era su presencia, sino su impotencia. Los escritos aceleracionistas de Fisher buscaban establecer una estrategia práctica para una eventual superación de esta crisis.

El aceleracionismo, entonces, como una especie de primo hiperactivo de la hauntología, era visto por Fisher y otros autores como un análisis de la velocidad cada vez mayor del progreso tecnológico bajo el capitalismo, un análisis que buscaba entender el modo en que esta velocidad estaba afectando la producción cultural humana y la producción de subjetividad. Estos escritores aceleracionistas señalaban que, si bien el capitalismo continúa desarrollándose a velocidades exponencialmente mayores, nosotros, en cuanto sujetos contemporáneos del capitalismo, no podemos seguir el ritmo del sistema dentro del cual estamos encerrados. Como resultado, la cultura se estanca y entorpece el funcionamiento del sis- tema mismo, que responde apaciguando nuestros deseos a través de medios superficiales y nos hace languidecer en el fin de la historia. Puede que los filósofos continentales que Noys criticaba hayan sido incapaces de prevenir esta aguda condición posmoderna, pero, para Fisher, culparlos por su influencia era inútil. Nadie más había estado tan cerca, al menos en términos filosóficos, de impedir que nos viéramos encerrados en lo que Fisher más tarde describiría como nuestra “estasis frenética”.

Con todo, la mayoría de las críticas del aceleracionismo atacan hoy el argumento inicial de Noys. Bajo su mirada crítica, Noys había definido la teoría en cuestión como la depositaria de la creencia de que “si el capitalismo genera sus propias fuerzas de disolución, entonces lo que se necesita es radicalizar el propio capitalismo: cuanto peor, mejor”. A esto se refería el autor como a la tendencia aceleracionista de la filosofía continental; una tendencia que la extrema derecha ha utilizado para justificar el fomento de una guerra racial. Cuando Pete Wolfendale más tarde argumentó que nunca nadie había sostenido esa posición, estaba intentando aclarar que el aceleracionismo, en su nueva modalidad, “no consiste en absoluto en acelerar las contradicciones del capitalismo. Lo que sea que esté sien- do acelerado, y hay serios y significativos desacuerdos al respecto, no son las contradicciones, y cualquiera sea la transición a la que esta aceleración apunte, no es el colapso social”. A esta altura, no obstante, estas objeciones al cliché aceleracionista muy a menudo resuenan en oídos sordos. La reducción de la crítica de Noys a la filosofía continental se ha impuesto en el peor de los sentidos y, al menos en el nivel del discurso popular, ha triunfado.

El capitalismo continúa desarrollándose a gran velocidad y nosotros, sujetos contemporáneos, no podemos seguir el ritmo del sistema dentro del cual estamos encerrados.

EL DEVENIR DE LA HISTORIA

Teniendo en cuenta los otros materiales discutidos en las clases sobre el “deseo postcapitalista”, podríamos decir que, para Fisher, lo que tiene que ser acelerado es el curso de la historia. Podríamos recordar, por ejemplo, el famoso texto El fin de la historia y el último hombre, en el que Francis Fukuyama anuncia no un fin de los acontecimientos en cuanto tales, sino más bien la definitiva victoria ideológica del capitalismo, cuya consecuencia es la cosificación total de la historia y nuestra estasis hauntológica actual.

Este problema está como telón de fondo en la tercera clase del curso, en la que Fisher se detiene en Historia y conciencia de clase, el libro de 1923 del filósofo húngaro Georg Lukács. Aunque Fisher se centra en la segunda mitad del título de la obra, Lukács distingue entre un proceso interminable de toma de conciencia y una autoconciencia inmediatamente dada –esto es, superficial y estática– de nuestro propio lugar dentro de la historia. Al fin y al cabo, todos sabemos que la historia la escriben los vencedores. Para Lukács, la cosificación de la historia por parte del capitalismo es una de las estrategias centrales que tiene para cimentar su posición:

Así pues, si la reificación es la realidad inmediata necesa- ria para todo ser humano que viva bajo el capitalismo, su superación no puede asumir otra forma que la tendencia ininterrumpida y siempre renovada a romper prácticamen- te la estructura reificada de la existencia mediante una referencia concreta a las contradicciones, concretamente manifiestas, del desarrollo general, mediante la toma de conciencia del sentido inmanente que tienen sus contra- dicciones para el desarrollo general.

Muchos autoproclamados aceleracionistas creen que el principal objetivo es la exacerbación de las contradicciones. No es así. Como Lukács deja en claro, si queremos actuar de otro modo tenemos que entender las contradicciones en su totalidad. Este argumento, de nuevo, prefigura la razón psicodélica de Fisher. Debemos recordar, escribe Lukács, que la historia es mutable; no es, como había sido teorizada desde Hegel, “una limitación de la cognoscibilidad para el sistema del racionalismo”.

Para Lukács, esto quiere decir que la historia humana es distinta de la historia natural. Nuestra historia está afectada ideológicamente por nuestra posición en el presente; la historia geológica –más allá de los acalorados debates en torno al así llamado “Antropoceno”– no lo está. Los acontecimientos de la historia humana –nuestras guerras, nuestras elecciones, nuestra cultura– no son fósiles incrustados en los estratos geológicos de la Tierra, aun cuando el capitalismo nos implora que creamos eso. Por el contrario, la historia no es algo que yace detrás de nosotros en el pasado, sino más bien aquello que ocurre aquí con nosotros en el presente. La historia es el relato de nuestro propio devenir, y para mantener esa posición, la historia debe participar también de su propio proceso de devenir. De acuerdo con Lukács, es solo “en la historia, en el devenir histórico, en el incesante surgir de lo cualitativamente nuevo” que puede encontrarse “el orden y la concatenación ejemplares de las cosas”. La historia solo ocurre cuando las cosas cambian. ¿Y quién tiene la verdadera capacidad de cambiar las cosas? Solo el proletariado. La historia –esto es, la verdadera historia– es “la de la ininterrumpida transformación de las formas de objetividad que configuran la existencia del hombre”; la historia es “el producto –inconsciente hasta ahora, por supuesto– de la actividad de los hombres mismos, […] la sucesión de los procesos en los cuales se subvierten las formas de esa actividad, las relaciones del hombre consigo mismo (con la naturaleza y con los demás hombres)”.

Sin embargo, el problema en nuestro momento posmoderno actual es dar cuenta de hasta qué punto a la clase trabajadora, en términos generales, le gusta la historia cosificada, goza de la certeza de su narrativa y del hecho de que ella sitúa nuestra existencia en una estasis legible. Es esta acusación la que preocupa a Lyotard en particular, como una figura con un lugar destacado tanto en la crítica de Noys como en la afirmación de Fisher del aceleracionismo. Para volver al artículo de Wolfendale sobre el tema, el autor explica que, al mapear algunos de los principales antecedentes filosóficos de esta difamada teoría, “el intento [de Lyotard] de combinar marxismo y psicoanálisis tiene muchos problemas […], pero tematiza significativamente las nociones de deseo y alienación”. Lo que Lyotard argumenta, de acuerdo con Wolfendale, anticipándose en más de treinta años a la cínica crítica de Louise Mensch (y re- chazándola), es que “no hay una forma de vida precapitalista pura, auténtica o natural a la cual volver”, de manera que no debemos “renegar de las formas de vida y de deseo que el capitalismo ha producido, simplemente por el hecho de su génesis”. Aun así, cuál sea el camino a seguir de aquí en más sigue siendo objeto de intensos debates; queda por ver cuál será la naturaleza de una sociedad postcapitalista. Previendo la división que más tarde caracterizaría los discursos aceleracionistas online a mediados de la década de 2010, Wolfendale escribe que nuestra especulación al respecto

Puede degenerar en una perversa celebración de las tendencias destructivas y opresivas del capitalismo (estoy pensando en Lyotard), pero también puede convertir- se en un llamado a una mayor toma de conciencia con respecto a cómo construimos nuestros deseos y a nosotros mismos (ahora pienso en Foucault), un diagnóstico honesto que se resiste a quedar atrapado en esa falsa conciencia nostálgica que se cuela espontáneamente en tantos discursos de izquierda.

Aquí vuelve a asomar su cabeza la razón psicodélica de Fisher, con el aceleracionismo –una iglesia sin dudas amplia– afirmando precisamente las formas en que una razón asediada por la irrealidad de la modernidad capitalista todavía puede dar lugar –como quería Spinoza– a una libertad humana realmente existente.

Para Lukács, lo que se necesita parece estar claro. Cuando los aceleracionistas dicen que “la única salida es a través”, se refieren a que la única forma de salir es yendo hacia adelante; hacia adelante en el tiempo y en la historia. No hay vuelta atrás a un pasado cosificado. Intentar volver atrás es aceptar el destino que los ideólogos del capitalismo quieren para nosotros. Por poco acuerdo que pueda haber entre otras facciones aceleracionistas, el pro- ceso que hay que acelerar es, en un sentido lukácsiano, la historia.

La historia solo ocurre cuando las cosas cambian. ¿Y quién tiene la verdadera capacidad de cambiar las cosas? Solo el proletariado.

¿QUÉ HARÍA MARK FISHER?

Por desgracia, la promesa de que este pensamiento siguiera desarrollándose se vio trágicamente interrumpida. Luego del receso por Navidad de 2016, las clases de Fisher no se reanudaron en el año nuevo. Con lo cual su última clase sobre Lyotard cobra un sabor agridulce. Es poco lo que se resuelve, pero, tras la lectura de estas únicas cinco clases, tal vez nos hallemos en posesión de un nuevo conocimiento –y, en efecto, una nueva conciencia– respecto de las circunstancias en las que vivimos y, en más de un sentido, siempre hemos vivido.

Estaba previsto que la sexta clase analizara el movimiento autonomista en Italia de finales de los años setenta. En concreto, Fisher les pidió a sus estudiantes que leyeran un capítulo del libro de Nicholas Thoburn de 2003, Deleuze, Marx y la política. Si bien Fisher tenía la intención de concentrarse específicamente en el capítulo 5 de este libro –sobre la política del rechazo al trabajo–, es interesante señalar el hecho de que el texto de Thoburn se ocupa, en un sentido similar, de los planes no realizados de un gran pensador.

Antes de su muerte en 1995, Gilles Deleuze había anunciado que su último libro llevaría por título La grandeza de Marx. No deja de ser un título intrigante, sobre todo porque, para muchos estudiosos, el marxismo aparentemente heterodoxo de Deleuze ha obstaculizado la recepción política de su obra. Pero, como escribe Thoburn, esta promesa incumplida de un último libro sobre Marx “abre oportunamente el corpus de Deleuze y deja planteada una pregunta fascinante”.

¿Cómo habría de componer este filósofo de la diferencia y la complejidad –para quien la base del compromiso filosófico era la resonancia antes que la explicación– la “grandeza” de Marx? ¿Qué tipo de relaciones construiría Deleuze entre él y Marx, y qué nuevas líneas de fuerza habrían de surgir de ello? Comprometiéndose con esta pregunta y mostrando su importancia, Éric Alliez sugiere que […]: “Puede comprenderse, por lo tanto, cuán lamen- table resulta que Deleuze no haya podido escribir la que planeó como su última obra, y que quería titular Grandeza de Marx”. Pero este lamento no resulta improductivo, pues, tal y como propone Alliez, el libro faltante puede servir para activar nuevas relaciones con su obra. Su mismísima ausencia puede provocar un compromiso con el “Marx virtual” que atraviesa los textos de Deleuze.

El espectro de Comunismo ácido se cierne producti- vamente sobre el pensamiento de Fisher más o menos en este mismo sentido. Es por esta razón que estas clases han sido reunidas y publicadas en el presente volumen, en el que cada discusión funciona como una generosa caja de herramientas para ser utilizada una y otra vez por los lectores interesados, propiciando así una interacción con el “comunismo virtual” que Fisher tenía en mente. No obs- tante, la intención de Fisher no era publicar sus ideas bajo esta forma; pero, en un momento en que sus obras están siendo puestas al servicio de todo tipo de proyectos, nadie mejor que el propio Fisher para aclarar su pensamiento, que ciertamente requiere de algunas aclaraciones.

A finales de 2017, por ejemplo, el concepto de “comunismo ácido” fue adoptado en el Reino Unido por una agrupación de izquierda vinculada directamente con el Partido Laborista, que intentaba dar nuevo impulso a un resurgente socialismo democrático combinándolo con una nostalgia rave-hippie, llegando incluso a hacer un llamado a reflotar aquellos aspectos del hippismo de los que Fisher más desconfiaba. Rebautizado más tarde como “corbynismo ácido” a fin de situarlo más firmemente en su momento contemporáneo, este movimiento se mantenía fiel a muchas de las preocupaciones de Fisher, tales como la necesidad de crear una nueva conciencia colectiva, pero también conservaba muchas de las cualidades que Fisher veía como perjudiciales para el resurgimiento de cualquier causa contracultural. Este movimiento tampoco tenía en cuenta la problemática central que atraviesa todos sus I escritos: la crisis de lo negativo. Esto quiere decir que la alegría colectiva es un bálsamo superficial para una melancolía individualizada allí donde ninguna de las dos es capaz de producir lo nuevo. Tenemos que encontrar una forma de intervenir en ambas, en su totalidad entrelazada, que sea capaz de impulsarnos hacia adelante. Al pasar por alto este núcleo tensado del proyecto dialécticamente psicodélico de Fisher, cualquier “comunismo ácido” póstumo está condenado a ser poco más que una “política folk”; y, a juzgar por los contenidos de las primeras cinco clases de este curso, Fisher tenía mucho más que eso para ofrecer a sus lectores.

Con esto en mente, esperamos que estas clases sean un recurso útil, que proporcionen un fundamento más general al proyecto de Comunismo ácido. En muchos sentidos, es asombroso que Comunismo ácido haya despertado un interés tan fuerte a través de un escrito tan breve, y sobre todo tan inconcluso, lo cual da testimonio de la lucidez de los borradores de Fisher, por no hablar de sus textos terminados. Si bien los capítulos aquí reunidos probablemente también merezcan el rótulo de “borradores”, constituyen mucho más que una introducción. Lo que se nos presenta es, en cambio, el desentrañamiento (parcial) de un hilo de Ariadna, y esta es una tarea que todos debemos continuar en su ausencia.

Puede que para muchos esta sea una propuesta incómoda. Es sin duda la capacidad de Fisher como guía –sus talentos como stalker, si se quiere, que le permiten atravesar las zonas raras y espeluznantes del capitalismo– lo que ha despertado el creciente interés por su pensamiento desde su intempestiva muerte. Incluso a aquellos que no estaban familiarizados con su obra antes de 2017 los em- barga el mismo sentimiento que hemos visto expresarse online una y otra vez: “Ojalá Mark Fisher estuviera aquí”, para guiarnos, para informarnos, para darnos confianza, para hacernos reír. Pero, en cada caso, queda en claro que las preguntas que Fisher planteó acerca de Lyotard y los Sleaford Mods siguen siendo igual de relevantes para su propio proyecto y para aquellos que su legado inspiró. ¿Quién podrá conectar con la ira y la frustración que él articulaba? Y además, ¿quién podrá conectar con la alegría y la energía que él generaba? La respuesta a estas preguntas no es individual sino colectiva. No se trataba del propio Fisher, sino de un pueblo todavía por venir.