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The Terraforming / Pharmakon Landscape (2020)
En las últimas décadas, la crisis ecológica anunciada por las ciencias de la Tierra ha cobrado especial relevancia en el ámbito del arte y la teoría. Proliferan los discursos eco- críticos –muchos de ellos vinculados al posthumanismo, las humanidades ambientales o los nuevos materialismos– que nos invitan a repensar nuestra relación con el planeta y con el resto de las entidades no-humanas a partir de conceptos como la “intrusión de Gaia”, desarrollado por Isabelle Stengers y Eduardo Viveiros de Castro, o las “alianzas multiespecies” propuestas por Donna Haraway. Se trata de análisis valiosos que apuntan a la necesidad de generar nuevos imaginarios más allá del excepcionalismo humano, poniendo de relieve la interdependencia y la interrelación como rasgos que definen la red de la vida. Sin embargo, parecen ser insuficientes para afrontar la devastación que nos atraviesa: los procesos de cambio cultural son lentos y, mientras tanto, asistimos con perplejidad al calentamiento global, la acidificación oceánica, la polución ambiental o la extinción de especies. Necesitamos cuestionar el rol de lo humano al mismo tiempo que buscamos vías de acción para detener la catástrofe en curso, que puede suponer (y ya está suponiendo) el sufrimiento y la muerte de billones de formas de vida.
En el otro extremo estarían las propuestas solucionistas que consideran que la respuesta a la crisis ecológica puede consistir únicamente en la aplicación de parches tecnológicos sin un cuestionamiento de las bases culturales y filosóficas que han conducido hasta ella, y tampoco de las estructuras políticas y económicas que han puesto en el centro la acumulación de capital y la extracción de recursos haciendo caso omiso a los límites del planeta. En esta línea se encuentran muchos de los defensores de la geoingeniería, que apuestan por el uso de diversas tecnologías de intervención sobre el clima (como la gestión de la radiación solar o la captura y almacenamiento de carbono) para paliar los efectos del cambio climático sin combatir sus causas, y que gozan de gran popularidad entre quienes abogan por un “capitalismo verde” en la medida en que no supone una amenaza para el estado actual de las cosas. Sin duda estas tecnologías pueden resultar útiles, pero si no van acompañadas de un cambio sistémico serán insuficientes para afrontar la situación o podrán llegar incluso a empeorarla.
Aunque puedan parecer dos vías antagónicas, en realidad se trata de un falso dualismo que nos impide ver la posibilidad (o incluso la necesidad) de compaginarlas con vistas a una mitigación efectiva del cambio climático. Se necesita un proyecto que reconozca y al mismo tiempo dé respuesta a los efectos devastadores de la acción humana sobre el planeta: en esta línea se encuentra la terraformación que propone Benjamin Bratton en este libro, y que comprende tanto las transformaciones inadvertidas que han tenido lugar en los últimos siglos bajo la forma del Antropoceno como el conjunto de intervenciones que deberán planificarse y llevarse a cabo en el futuro. Por un lado, hemos alterado los procesos naturales sin deliberación ni plan, con resultados desastrosos para los ecosistemas y sus formas de vida. Por otro lado, para afrontar esto va a ser necesario un proyecto geotécnico, geohistórico y geofilosófico consistente en “encontrar un modo de planetariedad viable”.
Hablar de “planetariedad” ya implica un imaginario distinto al actual. El término fue popularizado por Gayatri Spivak en su conferencia de 2012 “Es imperativo reimaginar el planeta”, en la que plantea una crítica de la globalización a partir de la figura del migrante en Europa: en este sentido, la planetariedad podría entenderse como un cambio de percepción del globo como sistema tecnocrático-financiero al planeta como espacio compartido que nos fuerza a responsabilidades colectivas para con el otro. Posteriormente sería retomado por lo que se ha dado en llamar el “giro planetario” tras la publicación del volumen The Planetary Turn: Relationality and Geoaesthetics in the Twenty-First Century [El giro planetario: Relacionalidad y geoestética en el siglo XXI], editado por Amy J. Elias y Christian Moraru, que sigue el trabajo de teóricos como Masao Miyoshi interesados en pensar la condición planetaria desde la filosofía, la literatura y las artes. Se trata de un giro crítico (como el poscolonial o el posthumano) que pone el foco en la cuestión medioambiental al considerar el planeta como ecología mundial desde una perspectiva materialista. Benjamin Bratton sigue el mismo enfoque al afirmar que el planeta como realidad astronómica y geológica se impone sobre los relatos e historias que contamos acerca de él: “El planeta es lo que hace posible los mundos, los mundos surgen de una condición planetaria que los precede, los supera y les da forma”. Por ello, además de generar nuevos conceptos y figuraciones, tenemos el deber de preservar, cuidar y extender la vida compleja que se ha visto amenazada por el cambio climático antropogénico; de ahí que, en su opinión, las respuestas a este deban ser igualmente antropogénicas o artificiales. Se trata de asumir nuestra respons(h)abilidad: es decir, la capacidad y obligación simultáneas de actuar y dar respuesta.
Esta capacidad se ha visto reforzada en gran medida por el desarrollo tecnocientífico y, especialmente, por la computación (que permitió construir el cambio climático como objeto de conocimiento a partir de representaciones mediadas por la tecnología). Es el tema sobre el que Bratton ha investigado durante la última década en trabajos como The Stack: On Software and Sovereignty [El stack. Sobre software y soberanía], en el que esboza una nueva teoría geopolítica según la cual los distintos tipos de computación a escala planetaria pueden ser vistos como un todo coherente que ha dado lugar a una megaestructura accidental que es tanto una infraestructura computacional como una nueva arquitectura de gobierno. Se trata de una obra ambiciosa que combina distintas áreas de conocimiento (sociología, filosofía, arquitectura, diseño, etc.) en las que Bratton demuestra un nivel de experticia poco común; y esa misma apertura disciplinar puede encontrarse en el programa de posgrado llamado justamente The Terraforming que dirige en el Instituto Strelka de Moscú y para el que fue concebido inicialmente este libro a modo de guía o plan de estudios. Uno de los aspectos más interesantes de este think tank es el reconocimiento de que su objetivo –buscar formas para que la Tierra vuelva a ser habitable– está lleno de riesgos técnicos, filosóficos y ecológicos, sin que por ello podamos permitirnos el lujo de renunciar a él.
The terraforming / Black Almanac (2020)
Es la misma actitud prometeica que puede encontrarse en el aceleracionismo, del que Bratton es bastante próximo (si bien elude cualquier etiqueta simplista para clasificar su trabajo). En cualquier caso, además de pertenecer a la misma constelación teórica y contar con figuras como Nick Srnicek o Helen Hester en su plantilla de profesores en Strelka, hay varios puntos de unión en lo que respecta a su mutuo distanciamiento de la izquierda folk. El proyecto de Bratton va en contra de un clima cultural predominante (heredero del postestructuralismo y de Mayo del 68) que considera que la planificación es fascista, lo artificial es el mal, el colapso es merecido, el universalismo es colonial, la totalidad es imperialista, el materialismo es eurocéntrico, el leviatán es violencia, la mitología es el antídoto del racionalismo y el igualitarismo es estrictamente cultural. Este es, seguramente, uno de los aspectos más interesantes del libro: el haber instaurado un nuevo sentido común que se distancia de la tradición intelectual previa por su incapacidad de abordar los retos contemporáneos debido a la autocomplacencia y el confort que ofrece la mera crítica.
Poner esto en valor no implica ignorar los muchos aspectos problemáticos que plantea su propuesta, y que han sido señalados con anterioridad en los debates sobre geoingeniería. El principal tiene que ver con la posibilidad de que el solucionismo tecnológico desvíe nuestra atención de la verdadera causa del desastre ecológico, y que por tanto no se reúnan los esfuerzos suficientes para transformar nuestros modelos económicos y cambiar nuestras infraestructuras energéticas (lo que se conoce como “riesgo moral”). Pero la terraformación va más allá de la gestión de la radiación solar o la captura y almacenamiento de carbono: no es una tecnología, sino un proyecto que incluye una variedad de intervenciones sobre el clima a gran escala, empezando por la economía. De hecho, como ha señalado en alguna ocasión el escritor norteamericano Kim Stanley Robinson, la medida más eficaz de geoingeniería sería la abolición del capitalismo. Por ello, es importante dejar de considerarla en oposición a otras posturas como el decrecimiento: la geoingeniería debe pensarse como parte de una estrategia más amplia cuyas metas son la descarbonización, la reducción de la producción y del consumo, la redistribución de la riqueza y la justicia social.
La planetariedad podría entenderse como un cambio de percepción del globo como sistema tecnocrático-financiero al planeta como espacio compartido que nos fuerza a responsabilidades colectivas para con el otro. Se trata de un giro crítico (como el poscolonial o el posthumano) que pone el foco en la cuestión medioambiental al considerar el planeta como ecología mundial desde una perspectiva materialista.Otro punto que quizá resulte controvertido es la idea de Bratton de que los cambios necesarios en geotecnología deben preceder a los cambios necesarios en geopolítica. Si bien es cierto que nuestras arquitecturas de gobernanza no están resultando eficaces a la hora de afrontar la crisis climática, y que la voluntad popular podría poner obstáculos a la aplicación de algunas medidas basados en prejuicios arraigados e ideas erróneas, resulta difícil pensar en un despliegue efectivo de la geoingeniería que no incluya la participación de la sociedad civil tanto en el diseño de las tecnologías como en la toma de decisiones. Con relación a esto, hay un tema importante a mi entender que tiene que ver con la participación de los pueblos originarios en los debates sobre geoingeniería. Uno de los puntos que señalan expertos en ética ambiental como Kyle Powys Whyte es que no es razonable esperar que los pueblos originarios participen en discusiones que no les permitan poner sus preocupaciones sobre la mesa: si la conversación ya está enmarcada de antemano en términos de lo que es importante discutir, no hay muchas oportunidades para un compromiso significativo.
Esta cuestión –la participación de la sociedad civil– es lo que creo que hace importante la publicación de este libro. Los temas que se tratan quizá sean objeto de discusión habitual en la comunidad científica o en los comités de expertos; pero es necesario que se abra el debate a otras disciplinas y otros espacios en los que se puedan examinar y validar colectivamente propuestas como la de Bratton, que él acompaña no solo de gráficas y datos, sino también de un marco filosófico para pensar la relaciones entre naturaleza y artificio o entre humanidad y tecnología. Lo que no parece una opción, dada la gravedad del problema, es oponernos de entrada a cualquier posible vía de mitigación, reparación o restauración ambiental. Como dice la especialista en sociología del desarrollo Holly Jean Buck en After Geoengineering [Después de la geoingeniería], “la posibilidad de que se produzca una catástrofe climática hace que la reflexión sobre el mejor uso de todos estos enfoques sea un valioso experimento mental”. Necesitamos más experimentos mentales y más creatividad –tanto tecnológica como social– para evitar la catástrofe que viene. Quizás un plan elaborado a partir de un concepto como terraformación, que rescata la imaginación utópica y constructora de mundos del cosmismo ruso, sea un buen comienzo.