Prólogo a La terraformación, de Benjamin Bratton

Por Toni Navarro

29 agosto, 2021

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The Terraforming / Pharmakon Landscape (2020)

En las últimas décadas, la crisis ecológica anunciada por las ciencias de la Tierra ha cobrado especial relevancia en el ámbito del arte y la teoría. Proliferan los discursos eco- críticos –muchos de ellos vinculados al posthumanismo, las humanidades ambientales o los nuevos materialismos– que nos invitan a repensar nuestra relación con el planeta y con el resto de las entidades no-humanas a partir de conceptos como la “intrusión de Gaia”, desarrollado por Isabelle Stengers y Eduardo Viveiros de Castro, o las “alianzas multiespecies” propuestas por Donna Haraway. Se trata de análisis valiosos que apuntan a la necesidad de generar nuevos imaginarios más allá del excepcionalismo humano, poniendo de relieve la interdependencia y la interrelación como rasgos que definen la red de la vida. Sin embargo, parecen ser insuficientes para afrontar la devastación que nos atraviesa: los procesos de cambio cultural son lentos y, mientras tanto, asistimos con perplejidad al calentamiento global, la acidificación oceánica, la polución ambiental o la extinción de especies. Necesitamos cuestionar el rol de lo humano al mismo tiempo que buscamos vías de acción para detener la catástrofe en curso, que puede suponer (y ya está suponiendo) el sufrimiento y la muerte de billones de formas de vida.

En el otro extremo estarían las propuestas solucionistas que consideran que la respuesta a la crisis ecológica puede consistir únicamente en la aplicación de parches tecnológicos sin un cuestionamiento de las bases culturales y filosóficas que han conducido hasta ella, y tampoco de las estructuras políticas y económicas que han puesto en el centro la acumulación de capital y la extracción de recursos haciendo caso omiso a los límites del planeta. En esta línea se encuentran muchos de los defensores de la geoingeniería, que apuestan por el uso de diversas tecnologías de intervención sobre el clima (como la gestión de la radiación solar o la captura y almacenamiento de carbono) para paliar los efectos del cambio climático sin combatir sus causas, y que gozan de gran popularidad entre quienes abogan por un “capitalismo verde” en la medida en que no supone una amenaza para el estado actual de las cosas. Sin duda estas tecnologías pueden resultar útiles, pero si no van acompañadas de un cambio sistémico serán insuficientes para afrontar la situación o podrán llegar incluso a empeorarla.

Aunque puedan  parecer dos vías antagónicas, en realidad se trata  de un falso dualismo que nos impide ver la posibilidad (o incluso la necesidad)  de compaginarlas con vistas a una mitigación efectiva del cambio climático. Se necesita  un proyecto que reconozca y al mismo tiempo dé respuesta  a los efectos devastadores  de la acción humana sobre el planeta:  en  esta  línea  se encuentra  la terraformación  que  propone  Benjamin  Bratton  en  este  libro,  y que  comprende  tanto las  transformaciones   inadvertidas que han  tenido  lugar en los últimos  siglos bajo la forma del Antropoceno como el conjunto de intervenciones  que deberán planificarse y llevarse a cabo en el futuro. Por un lado, hemos alterado  los procesos naturales  sin deliberación ni plan, con resultados  desastrosos para los ecosistemas y sus formas de vida. Por otro lado, para afrontar  esto va a ser necesario un proyecto geotécnico,  geohistórico  y geofilosófico consistente  en “encontrar  un modo de planetariedad  viable”.

Hablar de  “planetariedad”  ya  implica un  imaginario distinto al actual. El término fue popularizado por Gayatri Spivak en su conferencia de 2012 “Es imperativo reimaginar el planeta”,  en la que plantea  una crítica de la globalización a partir  de la figura del migrante  en Europa: en este sentido,  la planetariedad  podría entenderse como un cambio de percepción  del globo como sistema  tecnocrático-financiero  al  planeta  como espacio  compartido  que nos fuerza a responsabilidades colectivas para con el otro. Posteriormente  sería retomado  por lo que se ha dado en llamar el “giro planetario”  tras la publicación del volumen The Planetary Turn: Relationality and Geoaesthetics in the Twenty-First  Century [El giro  planetario: Relacionalidad y geoestética  en el siglo XXI], editado  por Amy J. Elias y Christian Moraru, que  sigue  el trabajo  de teóricos  como Masao Miyoshi interesados  en pensar  la condición planetaria desde la filosofía, la literatura y las artes. Se trata  de un giro crítico (como el poscolonial o el posthumano)  que pone el foco en la cuestión  medioambiental  al considerar el planeta  como ecología mundial  desde una  perspectiva materialista.  Benjamin Bratton sigue el mismo enfoque al afirmar que el planeta  como realidad astronómica y geológica se impone sobre los relatos e historias  que contamos acerca de él: “El planeta  es lo que hace posible los mundos, los mundos surgen  de una  condición planetaria  que los precede, los supera y les da forma”. Por ello, además de generar nuevos conceptos y figuraciones, tenemos el deber de preservar, cuidar y extender  la vida compleja que se ha visto  amenazada  por el cambio climático antropogénico; de  ahí  que,  en  su  opinión,  las respuestas  a este  deban ser igualmente  antropogénicas  o artificiales.  Se trata  de asumir nuestra respons(h)abilidad: es decir, la capacidad y obligación simultáneas  de actuar y dar respuesta.

Esta capacidad se ha visto reforzada  en gran  medida por el desarrollo tecnocientífico  y, especialmente,  por la computación  (que  permitió  construir  el cambio climático como objeto  de conocimiento a partir  de representaciones  mediadas  por la tecnología).  Es el tema  sobre el que Bratton  ha investigado  durante  la última  década en trabajos  como The Stack: On Software and Sovereignty [El stack. Sobre software y soberanía],  en el que esboza una nueva  teoría  geopolítica  según  la  cual  los  distintos tipos de computación a escala planetaria  pueden ser vistos como un  todo coherente  que  ha  dado  lugar  a  una  megaestructura accidental  que es tanto una  infraestructura computacional  como una  nueva  arquitectura de  gobierno. Se trata  de una obra ambiciosa que combina distintas áreas de conocimiento (sociología, filosofía, arquitectura, diseño,  etc.)  en  las que  Bratton  demuestra  un  nivel  de experticia  poco común; y esa misma apertura  disciplinar puede  encontrarse   en  el programa  de  posgrado  llamado justamente  The Terraforming  que  dirige  en  el  Instituto Strelka de Moscú y para el que fue concebido inicialmente este  libro a modo de guía o plan de estudios.  Uno de los aspectos  más interesantes de este  think  tank  es el reconocimiento de que su objetivo –buscar formas para que la Tierra vuelva a ser habitable–  está  lleno  de riesgos técnicos, filosóficos y ecológicos, sin que por ello podamos permitirnos  el lujo de renunciar  a él.

The terraforming / Black Almanac (2020)

Es la misma actitud  prometeica que puede encontrarse en el aceleracionismo, del que Bratton  es bastante  próximo (si bien elude cualquier etiqueta  simplista para clasificar su trabajo).  En cualquier caso, además de pertenecer a la misma constelación  teórica y contar con figuras como Nick Srnicek o Helen Hester en su plantilla  de profesores en Strelka, hay varios puntos de unión en lo que respecta a su mutuo  distanciamiento de la izquierda folk. El proyecto de Bratton va en contra de un clima cultural  predominante  (heredero  del postestructuralismo y de Mayo del 68) que considera que la planificación es fascista, lo artificial es el mal, el colapso es merecido, el universalismo es colonial, la totalidad es imperialista, el materialismo es eurocéntrico,  el leviatán  es violencia,  la mitología  es el antídoto  del racionalismo y el igualitarismo es estrictamente   cultural.  Este es,  seguramente,   uno  de  los  aspectos más interesantes del libro: el haber instaurado  un nuevo sentido  común que se distancia  de la tradición  intelectual  previa  por su incapacidad  de abordar  los retos contemporáneos  debido a la autocomplacencia  y el confort que ofrece la mera crítica.

Poner esto en valor no implica ignorar los muchos aspectos problemáticos que plantea  su propuesta,  y que han sido señalados con anterioridad  en los debates sobre geoingeniería.  El principal  tiene  que ver con la posibilidad de que  el solucionismo  tecnológico  desvíe  nuestra  atención de la verdadera causa del desastre ecológico, y que por tanto no se reúnan  los esfuerzos suficientes  para transformar nuestros  modelos económicos y cambiar nuestras  infraestructuras  energéticas  (lo que se conoce como “riesgo moral”). Pero la terraformación  va más allá de la gestión de la radiación solar o la captura y almacenamiento de carbono: no  es una  tecnología,  sino  un  proyecto  que  incluye  una variedad  de  intervenciones   sobre  el clima a gran  escala, empezando  por la economía. De hecho,  como ha señalado en alguna ocasión el escritor norteamericano  Kim Stanley Robinson, la medida más eficaz de geoingeniería  sería la abolición del capitalismo. Por ello, es importante  dejar de considerarla  en oposición a otras  posturas  como el decrecimiento:  la  geoingeniería  debe  pensarse  como parte  de una  estrategia  más amplia cuyas metas  son  la descarbonización,  la reducción de la producción y del consumo, la redistribución  de la riqueza y la justicia social.

La planetariedad podría entenderse como un cambio de percepción del globo como sistema tecnocrático-financiero al planeta como espacio compartido que nos fuerza a responsabilidades colectivas para con el otro. Se trata de un giro crítico (como el poscolonial o el posthumano) que pone el foco en la cuestión medioambiental al considerar el planeta como ecología mundial desde una perspectiva materialista.

Otro punto que quizá resulte controvertido es la idea de Bratton  de que los cambios necesarios  en  geotecnología deben  preceder  a los cambios necesarios  en  geopolítica. Si bien es cierto que nuestras  arquitecturas de gobernanza no están  resultando  eficaces a la hora  de afrontar  la crisis climática,  y que la voluntad  popular  podría  poner obstáculos a la aplicación de algunas medidas basados en prejuicios arraigados e ideas erróneas,  resulta  difícil pensar en un despliegue  efectivo de la geoingeniería  que no incluya  la participación  de la sociedad civil tanto en  el diseño de las tecnologías  como en la toma de decisiones. Con relación a esto,  hay un tema importante  a mi entender que tiene  que ver con la participación  de los pueblos originarios  en  los  debates  sobre  geoingeniería.   Uno de los puntos que señalan expertos  en ética ambiental  como Kyle Powys Whyte es que no es razonable esperar que los pueblos originarios  participen  en discusiones  que no les permitan  poner  sus  preocupaciones  sobre  la mesa: si la conversación ya está enmarcada de antemano  en términos de lo que es importante  discutir,  no hay muchas oportunidades para un compromiso significativo.

Esta cuestión  –la participación  de la sociedad civil– es lo que creo que hace importante  la publicación de este libro. Los temas que se tratan  quizá sean objeto de discusión habitual  en la comunidad científica o en los comités de  expertos;  pero  es necesario  que  se abra  el debate  a otras  disciplinas  y otros  espacios en  los que  se puedan examinar y validar colectivamente  propuestas  como la de Bratton, que él acompaña no solo de gráficas y datos, sino también  de un marco filosófico para pensar  la relaciones entre  naturaleza  y artificio  o entre  humanidad  y tecnología. Lo que no parece una opción, dada la gravedad del problema,  es  oponernos  de  entrada   a  cualquier  posible vía de  mitigación,  reparación  o restauración  ambiental. Como dice  la  especialista  en  sociología  del  desarrollo Holly Jean  Buck en After Geoengineering [Después de la geoingeniería],  “la posibilidad de que se produzca una catástrofe  climática hace que la reflexión sobre el mejor uso de todos estos  enfoques  sea un  valioso experimento mental”.  Necesitamos más experimentos mentales  y más creatividad  –tanto tecnológica  como social– para  evitar la catástrofe  que viene. Quizás un plan elaborado a partir de un concepto como terraformación,  que rescata la imaginación utópica y constructora  de mundos del cosmismo ruso, sea un buen comienzo.

Toni Navarro es filósofo especializado en género y tecnología. Ha prologado los libros Xenofeminismo de Helen Hester y La guerra de deseo y tecnología de Sandy Stone, y ha traducido textos de autoras como Sadie Plant, Judy Wajcman o VNS Matrix para la antología Ciberfeminismo. De VNS Matrix a Laboria Cuboniks.