“TENEMOS QUE INVENTAR EL FUTURO”. ENTREVISTA INÉDITA A MARK FISHER

“TENEMOS QUE INVENTAR EL FUTURO”. ENTREVISTA INÉDITA A MARK FISHER

 

“‘We Have To Invent The Future’: An Unseen Interview With Mark Fisher”, es una entrevista con Tim Burrows y Sam Berkson publicada póstumamente en The Quietus, el 22 de enero de 2017. La versión en castellano, inédita hasta ahora, está incluida en K-punk Vol. III, que llegará a librerías a mediados de este año.

Mark Fisher: ¿Andás en coche?

Sam Berkson: No.

MF: Yo tampoco, y por eso me identifico tanto con los poemas [de Life In Transit], porque pasé mucho tiempo en el transporte público. Hay algo que dijo la Sra. Thatcher: “Si eres mayor de 30 años y estás en el transporte público, has fracasado”. Me parece muy elocuente. Los hombres que conozco no tienen coche, y muchas mujeres sí. Con ellas, pienso que su deseo de conducir puede deberse a la seguridad. Estar en el coche siempre me pareció una pérdida de tiempo. En el tren, en cambio, se puede leer, escribir, hacer otra cosa, y se puede escuchar. Aunque, con la cantidad de auriculares, etc., ya casi nadie se escucha. Creo que algo que emerge con mucha fuerza de tus poemas es que el transporte es solo público en su nombre, puesto que 1) no es propiedad pública, sino de operadores privados horrendos, y 2) el espacio tampoco es público porque, tal como muestran tus poemas, la gente está mucho más metida en sus conversaciones privadas en los teléfonos móviles. A veces, a un nivel humillante y vergonzoso.

SB: En general pocas personas escuchan. Es irónico hablar de transporte público, porque todo el mundo está en su propio mundo, y lo que hace es llevar un mundo privado a la esfera pública. A nadie, ni en la derecha ni en la izquierda, le gusta la idea de que la gente escuche sus conversaciones privadas. Y sin embargo estamos en una época en que las conversaciones son muy escuchadas, con toda la tecnología artera. Además somos cómplices, con cosas como Facebook, como si estuviéramos felices de contar sin parar lo que hacemos todo el tiempo.

MF: Se da un proceso doble: hay cada vez más gente preocupada por Facebook y su erosión de la privacidad, o lo que sea. Y me parece que hay una contradicción interesante ahí. En un sentido, la gente habla por sus teléfonos móviles, asumiendo que otros no los escuchan, pero sabiendo, hasta cierto punto, que al menos alguien lo hará. Y después está el fenómeno de Facebook, donde la gente publica cosas esperando que otras personas lo vean, en una búsqueda desesperada de un público que quizá no tengas. Para después chequear de manera neurótica cuántos “me gusta” y cuántos “comentarios” recibiste.

SB: Como si en lugar de importarte el público que ya está ahí, necesitaras desesperadamente una audiencia mayor.

MF: La celebridad me parece importante en muchos niveles… Es como una intimidad falsa, ¿no? Hay una generalización de revistas de chismes orientadas a mujeres, esa forma general de la cultura, la TV, etc. Este fenómeno de referirse a la gente por su nombre de pila, como hacen en las tapas de estas revistas, como si uno conociera a esas personas.

Tim Burrows: La gente lee revistas en el tren que hablan sobre dietas.

MF: Es un biocontrol cuyo modelo es la revista para mujeres. Se trata de reducir cierta ansiedad, no tanto de decir que hay que hacer esto o esto otro, sino de poner en una página que Geri Halliwell está feliz con sus curvas, y al mes siguiente que se siente mucho mejor porque bajó de peso. Esas revistas te ponen todo el tiempo en situaciones de doble vínculo. La función es desestabilizar a la gente, mantenerla en un estado de ansiedad, y agregar soluciones para todos los problemas basadas en objetos de consumo. Las dietas son biopoder, una forma de control del cuerpo. Con esta cultura digital de hoy lo que tenemos es una forma extraña de hipervulgaridad. Hay personas que están todas vestidas y operadas, pero no es como David Bowie, donde había un juego con una estetización abstracta. Hay gente que tiene una vulgaridad extrema, y es un modelo normativo: dientes perfectos, el tono correcto en la piel. Una artificialidad absolutamente conservadora.

SB: La gente dice que la simetría es el ideal de la belleza humana, y a mí me gusta pensar que la simetría es algo que está solo OK. Pero negar que haya cualquier tipo de belleza a los ojos de quien observa, que hay algo original y único en las cosas y que a todos nos parecen bellas cosas diferentes es volver a llevar el poder hacia una esfera muy conservadora, una forma de conformarse con ser bello. Y por supuesto no es para nada normal, es un estilo muy freak.

MF: Es una influencia de lo digital, mucha gente se photoshopea. La normalización de la cirugía estética, el botox, etc., es parte de este régimen de biopoder y de la ansiedad constante por las apariencias, etc. La cirugía estética no está bien, ¡no está bien! A la gente le preocupa su apariencia, pero la miden según los estándares de una normatividad deprimente. Las neurosis son muy productivas, y muy útiles para el capitalismo. ¿Qué es mejor que una insatisfacción inherente? La satisfacción inherente se puede vender infinitas veces. Por eso el modelo de la revista de mujeres es tan útil para el capitalismo de consumo.

SB: Uno lo ve en la televisión: ahora hay una publicidad sobre el deseo de que tus amigos sean más bellos, creo que es la publicidad de una cámara, y la idea es que uno quiere ser exhibido como que es bello, y esto lo da el hecho de que pasa tiempo con gente bella.

TB: Esa siempre ha sido la paradoja de la televisión: es donde se puede encontrar a las personas más profesionales de Londres en un determinado momento, pero también el lugar con menos retoques en el que puedas estar. Estás muy pegado al rostro de alguien, se pueden ver todas las imperfecciones.

SB: Sí, la iluminación es terrible. La luz en la televisión es deliberadamente incómoda porque la gente tiene menos probabilidades de pelearse si se siente incómoda y expuesta. Si estuviera diseñando la televisión, y quisiera hacerla cómoda, no lo haría como ahora. Piensen en los pubs; entendieron que los pubs no son atractivos para los consumidores si no se puede ver lo que hay adentro. Esa idea de un rincón oscuro donde uno se puede esconder… lo que todos quieren es una ventana grande en el frente. Que se pueda entrar y sentirse a gusto.

MF: Eso no es un pub, es un bar.

SB: Se siente cómodo porque uno se siente observado. Es como el panóptico.

MF: Es el Foucault de la segunda fase, una suerte de autopanóptico. Me acuerdo que alguien dijo que, en la época en que todavía valía la pena pensar sobre Big Brother, la diferencia entre Big Brother y el panóptico de Foucault era que en el caso de Foucault no sabías si te estaban mirando o no, mientras que los participantes de Big Brother están seguros de que sí. Ahora hay una fase de Facebook como un autopanóptico, como dijimos antes, donde la gente se vuelve objeto de vigilancia, y se vigila a sí misma de una manera extraña.

SB: Podemos dar batalla. Y también está el otro problema con la televisión y los buses, que es que hay demasiada publicidad en ellos.

MF: Yo lo llamo polución semiótica.

SB: Sí. ¿Y cuál sería la respuesta sensata? Ponerse auriculares, no mirar alrededor, básicamente apagar los sentidos, bloquear el ambiente. Es una posición terrible para la gente. El consejo que te da todo el mundo es vivir en el presente, mirar alrededor, experimentar las cosas, etc. Pero si uno hace eso, lo único que ve son publicidades y anuncios.

MF: Es impactante. Lo noté en Suecia, en Estocolmo, donde no había publicidades. Pensé: “¿Qué está pasando?”. Incluso el metro de Nueva York no tiene tantos. Hay algo especial en el enorme ataque cibernético de anuncios en Londres. No es que la gente se desconecte del espacio público, sino que ya no hay ningún espacio público al que pueda ir. De lo que se trata es de insertarse en un balbuceo, el balbuceo de las voces al teléfono o el balbuceo del capital que te grita que compres algo.

Agosto de 2012. Portada de la edición inglesa de la revista Hola.

SB: Puedes enterrarte en tu propia caja de arena, apagarte. Este parece ser el modo en que mucha gente elige viajar, literalmente se desconectan del mundo a su alrededor. En algún punto tiene sentido, pero al mismo tiempo estás desconectado del mundo que te rodea.

MF: Lo que se necesita son formas de desconexión. Desenchufarse de ciertas redes. El otro día hablaba con mis estudiantes sobre tratar de desenchufarse; considero que estamos en una nueva fase de la vida humana. En los setenta, el aburrimiento era un gran problema. El aburrimiento era un vacío existencial, se lo podía tirar a la industria del entretenimiento y la cultura mainstream, y era un desafío para todos nosotros: ¿por qué nos permitimos aburrirnos? Considerando que somos animales finitos, que vamos a morir, aburrirse era un escándalo moral de proporciones descomunales. Pero ahora el aburrimiento es un lujo que ya no podemos darnos, porque nuestros teléfonos no nos lo permiten: incluso cuando uno está esperando un bus o un tren, hay un flujo constante de estímulos de baja intensidad. El aburrimiento y la fascinación están mezclados, para volver a las revistas de famosos. Y un ejemplo de esto serían esos periódicos gratuitos de Londres que por suerte desaparecieron: The London Paper, en una palabra, y el London Lite, cuyo nombre es muy elocuente. El Evening Standard y el Metro, en comparación, son periodismo serio. Cuando aparecieron, esos periódicos eran aterradores. Eran un ejemplo de polución semiótica que también contaminaba las calles de manera literal. Además había inmigrantes pobres cuya tarea era irritar a la gente: pararse en el camino de los trabajadores que iban al transporte, y ponerles estas cosas en las manos. Pero también estaba la total obediencia de los lectores, porque operaban absolutamente exhaustos. Si observabas el vagón, todo el mundo leía estos periódicos. Podías sentir cómo se hundía el nivel intelectual y cultural. El viaje al trabajo es probablemente el momento en que la gente está prestando más atención a la cultura. Yo no era inmune a esto; yo leía los titulares, muchas veces sobre celebridades que apenas conocía y no me interesaban, y aun así quería saber más. Era una forma de curiosidad sin interés. Así que leía todo el periódico, aunque no estuviera interesado, porque al mismo tiempo me había absorbido. A eso me refiero con el aburrimiento y la fascinación. Me imagino que mucha gente, como yo, tenía libros serios en los bolsos, y los habrían leído si no hubiera sido por estos periódicos. Eso dice mucho sobre la manera en la que el capitalismo se aprovecha del cansancio y los peores instintos.

Con esta cultura digital de hoy lo que tenemos es una forma extraña de hipervulgaridad. Hay gente que tiene una vulgaridad extrema, y es un modelo normativo: dientes perfectos, el tono correcto en la piel. Una artificialidad absolutamente conservadora.

TB: Y es por eso que Boris Johnson es tan popular. Es el héroe de la generación de los periódicos gratuitos como ShortList.

MF: El tema con Boris es similar a lo que dijo Franco “Bifo” Berardi sobre Berlusconi: la persona que se burla del poder mientras lo ocupa. Eso es igual a Boris, ¿no? Alguien extrañamente popular para la gente joven, de una manera deprimente, porque no se toma la política en serio, o eso parece. Por supuesto, lo que sí se toma muy en serio es favorecer su propia posición y su propia clase. Esta forma de falsa bonhomía y de negación cínica, a través de la cual el poder de clase se naturaliza, es un problema extremadamente peligroso. Creo que Cameron representa una versión apenas distinta de esto, y no es que él sea tan popular, sino que es bueno para parecer un tipo amigable con el que se puede hablar. Mi sensación del gobierno de Cameron es que quieren romper todo lo que puedan. Saben que probablemente no vuelvan a tener esta oportunidad pero también saben que si cambian algunas cosas fundamentales, entonces ningún gobierno laborista que no realice antes una transformación enorme en la cima de la cultura del partido va a poder volver a cambiarlas.

SB: Hace poco leí algo, que no sé si era un cita, pero le preguntaron a Thatcher cuál había sido su mayor logro y ella dijo el Nuevo Laborismo.

MF: No sé si es una cita, pero eso es cierto. Yo me afilié al Partido Laborista. Nunca antes me había afiliado a un partido, pero hay que tener la misma ambición que el Nuevo Laborismo, y pensar con cinco años de planificación. Si hay más gente avanzando con una agenda fuerte, quizá se pueda cambiar la dirección del partido.

SB: Yo pensé lo mismo, y me afilié al Partido Verde.

MF: Está bien. No hay que ceder ningún territorio. Tampoco quiero jugarlo todo en una sola carta. En los noventa no tenía sentido afiliarse al Partido Laborista. Iban en dirección al Nuevo Laborismo, la neoliberalización, no había forma de que hiciera otra cosa. Pero ahora, no sé a dónde va. Tal vez siga con este neoliberalismo suave desesperadamente banal, o quizá se convierta en otra cosa. Hace dos años, la University of East London estaba plagada de banderas revolucionarias y todo eso; era la época de los recortes, y hubo una efervescencia increíble de militancia, que parecía salir de la nada. Ahora, cuando vas a la UEL y caminas por el pasillo central donde estaban los carteles, es puro Costa y Starbucks, el letrero más grande que se puede ver es una oficina que dice “Credit Control”. Hay una parábola de lo que pasa con los espacios públicos allí. El espacio público que se afirmaba fracasó, y ahora tenemos unos monolitos corporativos, y letreros de Credit Control en el medio del pasillo.

TB: Hay sucursales de la cafetería Costa en todas las salas de espera de los hospitales del Servicio Nacional de Salud.

MF: Mi esposa es de Gravesend, y en un hospital cerca de Dartford, McDonald’s intentó ganar la licitación del restaurante. Que puedas tener negocios en los hospitales me hace pensar en un mundo de Philip K. Dick. No me opongo al cambio de manera intrínseca; me opongo al hecho de que el cambio que hay es una mierda. El tema con el capitalismo es que provee cosas que no le gustan a nadie. Cuando la gente habla de la libertad de elección y el capitalismo… Microsoft lo resume todo. Nadie lo quiere, todo el mundo debe tenerlo. Con las cadenas es igual. ¿Quién es fan de las cadenas? Casi nadie, pero todos debemos ir a ellas.

“Ahora el aburrimiento es un lujo que ya no podemos darnos, porque nuestros teléfonos no nos lo permiten: incluso cuando uno está esperando un bus o un tren, hay un flujo constante de estímulos de baja intensidad. El aburrimiento y la fascinación están mezclados. ”

SB: La gente solía quejarse de que los ferrocarriles de la British Rail llegaban siempre tarde, porque creíamos que éramos sus dueños. Ahora aceptamos que nos cobren demasiado, porque pueden, y que sean una porquería, porque no tenemos otra opción. Antes los sentíamos más cerca.

MF: Había un punto en modernizar esas industrias públicas, que eran dirigidas con una enorme ineficiencia, pero en realidad era un pretexto para privatizarlas. Deberían haberlas mejorado mientras eran públicas. Ahora que son privadas cuestan mucho más. Es una tarifa ridícula, el metro es muchísimo más caro que antes de la privatización. Es la destrucción de un ethos con sus propios trabajadores; lo mismo con los hospitales, ¿por qué no los limpian bien? Porque se usan contratistas privados cuyo único incentivo es hacer las cosas de la forma más barata posible, pagar a los empleados lo menos posible. Si no se tiene el ethos del servicio público, entonces se vuelve aún más lamentable. Es mala calidad pero con brillo. Es la realidad.

Boris Johnson, alcalde de Londres, se queda atascado en una tirolesa durante la presentación de los Juegos Olímpicos de Londres 2012 en Victoria Park.

SB: Una vez más uno se topa con la misma paradoja. Es casi lo contrario de lo que se dice. Hay más opciones; pero en realidad no hay elección. Tiene más brillo, es mejor; pero no, es peor. Es más barato; es más caro. No creo que volvamos a la nacionalización, quizá no sea una buena idea.

MF: El poema que más me atrajo fue uno que aparece al comienzo, sobre la gente que no tiene boleto. Me pareció muy potente en muchos niveles. La dinámica de clases. Estuve en muchas de esas posiciones, tanto la de la persona que observa como la de quien no tiene el boleto.

TB: Me recordó a cuando agarraron al Canciller de Hacienda George Osborne en primera clase sin un boleto de primera clase. Dijo que no quería malgastar el dinero de los impuestos de la gente en un boleto de primera clase.

MF: ¡Bien! Hay que respetar la desfachatez improvisada de esa excusa ridícula. Nada resume al capitalismo mejor que eso, el hecho de que aún exista la primera clase. El otro día fui a Liverpool, y parecía que había que caminar interminablemente hasta llegar a la primera clase. Y, por supuesto, no había nadie en primera clase. ¿Resulta económico tenerla, o existe porque el sistema de clases lo requiere?

SB: Esa es la atracción de la primera clase, que no haya nadie ahí. La idea de la competencia en el tren era por completo defectuosa. No se puede ir a otra línea, en otro tren que salga a la misma hora, porque no lo hay.

MF: Lo único que la gente nacionalizaría sin pensarlo creo que son los trenes.

SB: Es caro para el gobierno hacerse cargo de los trenes, porque dan un montón de dinero público a las compañías privadas que luego aun así nos cobran un montón de dinero. No liberó las cosas, no nos dio libertad. Yo quiero renacionalizar el espacio público, no necesariamente para el Estado.

El tema con el capitalismo es que provee cosas que no le gustan a nadie. Cuando la gente habla de la libertad de elección y el capitalismo… Microsoft lo resume todo. Nadie lo quiere, todo el mundo debe tenerlo. Con las cadenas es igual. ¿Quién es fan de las cadenas? Casi nadie, pero todos debemos ir a ellas.

MF: Creo que hay que distinguir entre el espacio público y el Estado. El Estado es legítimo, diría yo, siempre y cuando facilite un espacio público, pero lo público debe ser pensado por separado. El Estado es una condición previa para lo público, pero no son lo mismo. La gente quiere espacios públicos, por eso Starbucks es popular, porque ofrece una socialización genérica. Es un espacio anónimo y genérico, incluso algo como el programa de talentos X-Factor, a la gente le gusta porque así participa de manera pública y colectiva en algo. Muestra que incluso en estas condiciones, donde ideológicamente todo va en contra de lo público, sigue habiendo un deseo de lo público, que solo recibimos de forma degradada. Lo que el comunismo ofrecería sería tener estos espacios genéricos donde la gente pueda entrar sin necesidad de pagar por un café de mierda. Es el espacio público que necesitamos en el futuro, en el que la gente se pueda reunir sin los agregados parasitarios del capital.

SB: Es como el tema de los medios y los fines. Ya decir esto me gusta. Yo voy hacia allá porque me gusta. Me parece difícil imaginar cómo sería el futuro ideal, pero pienso: ¿qué cosas funcionan? Hagamos más de esas cosas que funcionan.

MF: Creo que la tarea para nuestra imaginación hoy es pensar: ¿cuál es el futuro de lo público? Necesitamos aceptar que el cuento neoliberal que dice que lo público ya no existe se terminó. Si lo público no van a ser indus- trias estatizadas a la vieja usanza, centralización estatal y todo eso, ¿cómo va a ser en el futuro? No lo sabemos, tenemos que inventarlo.

Mark Fisher (Reino Unido, 1968-2017) Fue un escritor y teórico especializado en cultura musical. Colaborador regular de las publicaciones The WireSight & SoundFrieze y New Statesman. Ejerció como profesor de filosofía en el City Literary Institute de Londres y profesor visitante en el Centro de Estudios Culturales de Goldsmith, Universidad de Londres. Entre sus libros se cuentan Realismo capitalista (Caja Negra, 2016), Los fantasmas de mi vida (Caja Negra, 2018), Lo raro y lo espeluznante y K-Punk (Volumen I: Caja Negra, 2019). Su blog k-punk es uno de los blogs más populares sobre teoría cultural.

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Por Sergio Bologna

El grupo de investigadoras e investigadores que en Italia estudia la destrucción del trabajo asalariado, la precarización, el trabajo gratuito, la extracción de plusvalía de las capacidades relacionales y de los estados emocionales ha alcanzado a estas alturas un grado de profundidad analítica y de amplitud de óptica que permite iluminar incluso los ángulos más oscuros de este universo laboral en descomposición constante. Se trata de un segmento de la sociología del trabajo que ha alcanzado resultados excelentes y que en buena parte es realizado por investigadores precarios. Se podría añadir que junto con la devaluación de las prestaciones laborales asistimos a una devaluación de las mercancías, causada por lo que podríamos llamar la “economía de la deflación” y que consiste en una ciega política de descuentos, en una carrera por rebajar los precios y que nada tiene que envidiar a la de las retribuciones.

Una investigación sobre la quiebra de la cadena de distribución británica BHS, publicada en el periódico The Guardian el 23 de abril de 2017, señalaba que en los Estados Unidos se habla en la actualidad de un retailapocalypse [apocalipsis de ventas minoristas]. Las grandes cadenas reducen drásticamente sus puntos de venta a causa de la expansión del e-commerce (ventas en línea) pero también para ceñirse a los márgenes de ganancia determinados por una política de descuentos aplicada sistemáticamente para resistir la competencia. Centenas de miles de puestos de trabajo están en riesgo y, dada la edad media del personal de ventas, la franja de desocupación juvenil es de las más afectadas. Un fenómeno análogo se observa en el sector que sigo desde hace varios años por razones profesionales, el sector del shipping, es decir, de la navegación comercial, en el cual se ha llegado a un punto en el que el 36% de la flota mundial en ejercicio vale lo que la chatarra. No obstante, en la práctica, se puede comprar de segunda mano un barco, revenderlo al día siguiente a un desmantelador paquistaní o indio y sacarle alguna ganancia.

Así que todo parece encajar: si la mercancía por excelencia, la madre de todas las mercancías, el trabajo, pierde valor, necesariamente todo el resto también lo pierde. Aunque en realidad el proceso es mucho menos lineal y está lleno de contradicciones. Si el desplome de las retribuciones deteriora el salario y provoca un desplome en el consumo, refrenado a su vez sin éxito por la política de descuentos que disminuye los precios, ¿cómo se explica el incremento del 16% en las matriculaciones de vehículos nuevos en Italia en 2016 (o miles de otros ejemplos aparentemente contradictorios en países de Occidente)? Es necesario percibir el colosal cambio antropológico causado por el postfordismo, por las políticas neoliberales, por la globalización, etc. Las jerarquías de valores se han venido abajo. Una familia puede aceptar sin problemas tener en casa y mantener hasta los 40 años a dos hijos graduados con título que trabajan gratis, pero corre a cambiar el coche cuando sale un nuevo modelo de la Toyota. Las tiendas de mayor éxito son aquellas que explícitamente se proponen crear un hombre nuevo, modificar no solo los hábitos de consumo, sino también las dinámicas racionales y emotivas, modificar el adn, como oí afirmar tranquilamente a los gerentes estrella de Google y de Amazon en uno de los últimos congresos internacionales de logística en los que participé.

Cuando hablamos de trabajo gratuito nos indignamos por los métodos y los lenguajes con los cuales se solicita y se representa (la convocatoria de la Expo 2015 al trabajo voluntario estaba dirigida a sujetos con características de excelencia, altamente calificados, con dominio de lenguas extranjeras, capacidad de resolución de problemas y disponibilidad, ductilidad, cortesía, empatía en las relaciones, individuos excepcionales recompensados por ser considerados ciudadanos con méritos… para de hecho distribuir folletos publicitarios y decir “Bienvenidos” o “Pase por aquí”). Pero deberíamos indignarnos mucho más por la disponibilidad demostrada por los sujetos, como si la mutación antropológica estuviese ya consumada en su cerebro y la convicción de ser ciudadanos modelo –ellos, que destruyen puestos de trabajo retribuido a cambio de nada– estuviese ya asimilada. Creo que en las nuevas generaciones en Italia esta mutación se encuentra ya muy avanzada, que la idea de considerar la retribución una pretensión injustificada está ya muy difundida, que la relación de trabajo forma parte ya de “las fortunas de la vida”, olvidando del todo ‒y considerándola insólita incluso‒ su esencia contractual. Venderse a la baja es actualmente un comportamiento normal en el mundo de los trabajadores freelance. La caída de los precios parece casi una compensación en términos de reducción de los costos para sobrevivir. Ante fenómenos como el que comenté más arriba sobre el shipping, cualquier marxista de segunda esperaría de nuevo el desplome/suicidio del capitalismo, pero en realidad esto es el new normal. No debemos partir ya de las astucias perversas de la economía de las promesas, sino del sujeto que acepta, reconoce como justa y se complace en su explotación.

Creo que en los agudos razonamientos y profundos análisis que se han hecho hasta ahora también se advierte una cierta carencia: la de haber descuidado los procesos de liberación o, mejor, la falta de indagación en la mecánica, en las dinámicas por las cuales sujetos ya completamente conquistados por la ideología de la explotación consiguen liberarse de ella o aunque sea ponerla en duda. No se han investigado los momentos interiores en los que se enciende la chispa del repudio o al menos de la resistencia, del disgusto, de la molestia, que después madura en actitud de rebelión o tal vez en proceso de liberación. ¿Cuáles son las condiciones favorables que pueden encender esa chispa? ¿Qué es aquello que en cierto momento puede devenir intolerable? No cambia nada si en vez de una adhesión acrítica a la doctrina del trabajo gratuito y a vender las propias competencias por un bajo precio, encontramos actitudes del tipo “es verdad que todo es un asco, pero si las condiciones del mercado son estas y no tengo alternativa…”. Quien se entrega –algunas veces día tras día– a procesos asociativos, de representación y de autogestión, constata una situación que parece irremediablemente comprometida al nivel de la subjetividad. Me gustaría que los investigadores de vez en cuando se pusieran en los zapatos del organizer o asumieran su punto de vista.

Los organizadores sindicales de antaño –que se pasaban la vida intentando llevar por primera vez a la huelga a obreros que tenían a cargo mujer e hijos, dispuestos hasta ese momento a cualquier sometimiento, a toda hora extra no pagada– no sé si la tenían más difícil que un activista del ACTA [Asociación Italiana del Freelance] que se esfuerza hoy por convencer a un freelancer de tener presentes sus propios derechos y de hacer alguna cosa por defenderlos. Ya casi no se trata de resistencias a un proceso organizativo de trabajadores –algo perfectamente comprensible–, sino de resistencias a una actitud de “exposición”, a aceptar el riesgo de minoría, a asumir el compromiso de no venderse a la baja. Por desgracia, un organizador de freelancers no puede poner en práctica acciones coercitivas, mientras que el sindicalista de antaño podía por lo menos organizar un piquete duro. Cuánto la situación está comprometida en la actualidad a nivel subjetivo se hace evidente en el hecho de que muchos gestores de espacios co-working consideran sembradores de cizaña a aquellos que se proponen llevar al interior de esos espacios un discurso sobre los derechos negados por el trabajo postfordista, mientras a menudo esos mismos gestores abren las puertas de par en par a notables charlatanes que venden barato el capital humano.

En la producción sociológica “militante” también hay una falta de análisis sobre la génesis del conflicto o simplemente sobre la posibilidad del conflicto (actualmente debemos llamar “conflicto” a aquello que hace treinta años habría sido considerado un comportamiento “normal”). Se encuentra en estos análisis, por ejemplo, un cierto escepticismo ante las experiencias mutualistas. Yo creo, en cambio, que el mutualismo es la forma natural de la autotutela en un ambiente en el que no existe el conflicto o en el que aún no se alcanza la fase de conflicto. Si la experiencia del pasado nos sirve de algo, no podemos ignorar que el mutualismo precedió al sindicalismo, y que aseguró la posibilidad de sobrevivencia a un proletariado amenazado y que, solo en un segundo momento, aseguró a un sindicalismo conflictual una especie de retaguardia para poder gestionar la resistencia de la lucha. ¿Esta secuencia puede reproducirse hoy con los trabajadores del conocimiento? Yo no veo otra alternativa. Y he notado con un cierto placer que las asociaciones de freelancers –en los Estados Unidos y en Europa– están desplazando su activismo del terreno de las temáticas de seguridad social y asistenciales (pensiones, enfermedad, maternidad) al de las temáticas retributivas (wagetheft [robo de salarios], pagos en falta o retrasados). Esto permite cuestionar el mérito del choque característico de la economía de la deflación, remite a un conflicto hic et nunc y constata la naturaleza contractual de las prestaciones. El mutualismo actualmente no es una utopía, podemos probarlo observando las realidades existentes que asocian a decenas de miles de personas y así verificaremos la complejidad de los servicios que el mutualismo consigue poner en juego (la editorial italiana DeriveApprodi tradujo el libro Refaire le monde… du travail. Contre l’uberisation de l’economie [Rehacer el mundo… del trabajo. Contra la uberización de la economía], de Sandrino Graceffa, coordinador de Smart, la Societé Mutuelle des Artistes, que actualmente cuenta con más de 80 mil socios a nivel europeo).

Entiendo que se subestime el mutualismo ante el espectáculo de su mercantilización pero respecto a esto último no podemos hacer nada; no podemos lloriquear porque el capitalismo consigue extraer ganancia de todo (hasta del conflicto). Antes preguntémonos si la dificultad de poder señalar la génesis de los procesos de liberación no será en parte atribuible a la representación de una “humanidad uniformemente precaria” en la que las diferencias entre trabajo independiente y autónomo desaparecen, entre ocupados y desocupados, entre jóvenes y viejos, dejando lugar una única distinción, la diferencia de género, pero reducida, precisamente en el trabajo, a una diferencia puramente formal (la “feminización” de trabajo a la que corresponde la “masculinización” de lo femenino).

Si continuamos representando el trabajo postfordista como una indistinta multitud precaria no encontraremos nunca, ni desde la perspectiva analítica ni desde la perspectiva práctica, un punto de apoyo para levantar la pesada cortina de subordinación pasiva a las reglas de la economía de la deflación. Yo me inclinaría a recuperar la doble valencia de la composición de clase y a insistir en el porqué la composición técnica, o sea, en términos actuales, la fragmentación, puede ofrecernos miles de campos de observación diferentes dentro de los cuales los procesos de liberación aparecen en toda su diversidad como reflejo de los segmentos del mercado, restituyendo la “recomposición” a una perspectiva… escatológica, considerándola como la conclusión de un camino de civilidad y no el punto de partida del razonamiento. Para individuar los procesos de liberación necesito ver el trabajo concreto, debo centrarme en los detalles, no puedo perderme en la niebla de una multitud que se ha confundido con la forma visible del trabajo abstracto de las Grundrisse. La representación uniforme de la “humanidad precaria” corre el riesgo además de reducir instrumentos de emancipación, como la exigencia del ingreso de ciudadanía [ingreso básico universal] (sobre el que reafirmo mi escepticismo), una especie de Sol del Porvenir de estaliniana memoria.

Hoy, muchos de nuestros discursos parecen superados por el salto hacia adelante que generó el capitalismo de plataformas y que combinó de manera inédita control y autonomía, uso de los recursos ajenos y expropiación, voluntariado y esclavitud. Pero ha devuelto el protagonismo a la protesta, al conflicto colectivo; aquel conflicto tradicional que asume las formas y el contenido de la huelga. Es sobre esto que debemos trabajar y no seguir acríticamente los nuevos hallazgos del capitalismo digital. Mientras este domina Internet y las redes, nosotros nos desplazamos hacia las viejas fórmulas de la protesta sindical que nos parecen preciosas, se trate de los conductores de Uber o de los ciclistas de Foodora. No sé cómo acabarán pero su forma elemental es preciosa, han recobrado los vocablos y un lenguaje que parecía extinguido y los han propuesto de nuevo al empleado aterrorizado por un posible recorte y al freelancer que no tiene tiempo de ir hasta la pizzería y pide comida por Deliveroo. No despreciemos estos conflictos, tal vez mañana esos ciclistas con el cubo en la espalda serán capaces de entrar en los algoritmos que los controlan y sabotearlos, como hacía el viejo obrero Fiat con la banda de producción del 124.

*Este texto estará incluido en una futura antología sobre Neo-operaísmo que está en preparación, compilada y traducida por Mauro Reis. 

SERGIO BOLOGNA (1937) es una de las figuras más destacadas de la izquierda italiana. Desarrolló una actividad política como secretario de Potere Operaio hasta 1972, año en que la interrumpió por desavenencias políticas. Dio clases en las universidades de Trento, Padua y Bremen y trabajó como consultor independiente en los sectores de la logística y el transporte. Destacan sus obras La tribù delle talpe (1978) y Nazismo y clase obrera (2000), así como multitud de artículos publicados en los últimos años.

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CIEN AÑOS DE CRISIS. SEGUNDA PARTE

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Por YUK HUI
@digital_objects

Traducción: Tadeo Lima

El coronavirus, al igual que todas las catástrofes, nos obliga a preguntarnos hacia dónde nos dirigimos. Aunque sabemos que nos dirigimos hacia el vacío, nos arrastra un impulso tragicista de “tratar de vivir”. En un contexto de competencia agudizada, los intereses de los Estados ya no se alinean con los de sus súbditos, sino exclusivamente con el crecimiento económico: cualquier cuidado de la población es subsidiario de la contribución que ella hace al crecimiento económico. Esto resulta evidente en la manera en que China intentó inicialmente silenciar las noticias sobre el coronavirus, y más tarde, cuando Xi Jinping advirtió que las medidas para contener el virus dañarían la economía, el número de nuevos contagios descendió dramáticamente a cero. Es la misma implacable “lógica” económica que llevó a otros países a adoptar una conducta expectante, debido al impacto que tendrían medidas preventivas como las restricciones de viaje (que la OMS desaconsejó), la implementación de controles médicos en aeropuertos o la suspensión de los Juegos Olímpicos.

Tanto los medios de comunicación como algunos filósofos presentan un argumento un poco ingenuo a propósito del “modelo autoritario” asiático y el modelo presuntamente liberal/libertario/democrático de los países occidentales. La manera autoritaria china (o asiática) –a menudo identificada erróneamente con el confucianismo, el cual no es en absoluto una filosofía autoritaria o coercitiva– mostró un eficiente manejo de la población mediante el recurso a tecnologías de vigilancia de los consumidores que ya estaban muy extendidas (reconocimiento facial, geolocalización a través de dispositivos móviles, etc.) y que permitieron trazar la propagación del virus. Cuando se dispararon los contagios en Europa, se seguía debatiendo si debía usarse o no este tipo de información personal. Si realmente tuviésemos que elegir entre los modelos de gobernanza “asiático autoritario” y “occidental liberal/libertario”, el primero parecería más aceptable a los fines de enfrentar catástrofes futuras, ya que la manera libertaria de gestionar este tipo de pandemias es esencialmente eugenista: permite que los mecanismos autorregulados de la selección eliminen rápidamente a la población más avejentada. De cualquier forma, todas estas oposiciones culturales esencialistas resultan engañosas, puesto que ignoran la solidaridad espontánea entre comunidades y la pluralidad de lealtades y obligaciones morales de las personas –hacia los mayores, la familia, etc.–. Pero es este tipo de ignorancia el que se requiere para entregarse a expresiones vanidosas de superioridad.

¿Pero hacia qué otro lugar puede avanzar nuestra civilización? La escala de esta pregunta abruma nuestra imaginación y nos lleva a refugiarnos en la esperanza de que podamos recuperar una “vida normal”, lo que sea que ello signifique. En el siglo XX diversos pensadores buscaron otras opciones y configuraciones geopolíticas para superar el concepto schmittiano de lo político. Uno de ellos fue Jacques Derrida, que en Políticas de la amistad le respondió a Schmitt deconstruyendo el concepto de amistad. La deconstrucción abre la diferencia ontológica entre amistad y comunidad para sugerir una política que se ubica más allá de la dicotomía amigo-enemigo fundamental para la teoría política del siglo XX, una política de la hospitalidad. La hospitalidad “incondicional” e “incalculable”, que cabría llamar amistad, puede ser concebida en el ámbito geopolítico como algo que socava la soberanía. En este sentido, el filósofo deconstructivista japonés Kojin Karatani afirmó que la paz perpetua con la que soñó Kant solo será posible cuando la soberanía sea dada como un don en el sentido de la economía del don de Marcel Mauss, que habría de suceder así al imperio capitalista global. Esta posibilidad está condicionada, sin embargo, por la abolición de la soberanía, en otras palabras, por la abolición de los Estados-nación. Para que ello suceda, según Karatani, probablemente necesitaríamos una Tercera Guerra Mundial seguida por la instauración de un organismo internacional gubernamental con más poder que las Naciones Unidas. De hecho, la política de refugiados de Angela Merkel y el principio “un país, dos sistemas” concebido por Deng Xiaoping en la transferencia de la sobreanía de Hong Kong del Reino Unido a China han avanzado en esa dirección sin necesidad de una guerra. Este último tiene el potencial para convertirse en un modelo más sofisticado e interesante que el sistema federal. Pero mientras que la primera ha sido el blanco de ataques feroces, el segundo está siendo destruido por nacionalistas cortos de miras y schmittianos dogmáticos. Una Tercera Guerra Mundial será la opción más próxima si ningún país está dispuesto a avanzar en otra dirección.

Antes de que llegue ese día, y antes de que una catástrofe aún más grave nos acerque un poco más a la extinción (que ya podemos sentir), quizás debamos preguntarnos qué aspecto tendría un sistema inmunológico global “organísmico”, más allá de la presunta capacidad de coexistir con el coronavirus. ¿Qué clase de coinmunidad o coinmunismo (neologismo acuñado por Sloterdijk) es posible si queremos que la globalización continúe, y que continúe de una manera menos contradictoria? La estrategia coinmunitaria de Sloterdijk es interesante aunque políticamente ambigua –acaso porque no la ha desarrollado lo suficiente en sus obras mayores–, oscila entre la política de fronteras del partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (afd) y la inmunidad contaminada de Roberto Esposito. Pero el problema es que mientras sigamos ateniéndonos a la lógica del Estado-nación, nunca llegaremos a una coinmunidad. No solo porque un Estado no es ni una célula ni un organismo –por atractiva y práctica que pueda resultar la metáfora para los teóricos–, sino más fundamentalmente porque el propio concepto solo pude producir una inmunidad basada en la distinción entre amigo y enemigo, independientemente de que adopte la forma de organizaciones o consejos internacionales. Los Estados modernos, aunque compuestos por sus súbditos como en la célebre imagen del Leviatán de Thomas Hobbes, no tienen intereses más allá del crecimiento económico y la expansión militar, o al menos no los tienen hasta que no se topan con una crisis humanitaria. Acosados por una inminente crisis económica, los Estados-nación se vuelven la fuente (más que el blanco) de fake news manipuladoras.

“Si realmente tuviésemos que elegir entre los modelos de gobernanza “asiático autoritario” y “occidental liberal/libertario”, el primero parecería más aceptable a los fines de enfrentar catástrofes futuras, ya que la manera libertaria de gestionar este tipo de pandemias es esencialmente eugenista: permite que los mecanismos autorregulados de la selección eliminen rápidamente a la población más avejentada. De cualquier forma, todas estas oposiciones culturales esencialistas resultan engañosas, puesto que ignoran la solidaridad espontánea entre comunidades y la pluralidad de lealtades y obligaciones morales de las personas –hacia los mayores, la familia, etc.–.”

SOLIDARIDAD ABSTRACTA Y CONCRETA 

Volvamos sobre la cuestión de las fronteras e indaguemos en la naturaleza de esta guerra que estamos combatiendo, que el Secretario General de las Naciones Unidas António Guterres considera el mayor desafío que ha enfrentado la onu desde la Segunda Guerra Mundial. La guerra contra el virus es en primer lugar una guerra de información. El enemigo es invisible. Solo puede ser localizado a través de información sobre las comunidades y los movimientos de los individuos. La eficacia en la guerra depende de la habilidad para recolectar y analizar información y para movilizar los recursos disponibles con la mayor eficiencia. Para los países que ejercen una estricta censura en línea existe la posibilidad de contener al virus como se contiene una palabra clave “sensible” que circula por las redes sociales. El uso del término “información” en contextos políticos ha sido a menudo equiparado a la propaganda; deberíamos evitar entenderlo exclusivamente como una cuestión de los medios de comunicación y el periodismo, e incluso de libertad de expresión. La guerra de información es la guerra del siglo XXI. No es un tipo específico de guerra, sino su forma permanente.

En sus clases reunidas en Defender la sociedad, Michel Foucault invirtió el aforismo de Carl von Clausewitz “la guerra es la continuación de la política por otros medios” como “la política es la continuación de la guerra por otros medios”. Si bien la inversión sugiere que la guerra ya no adopta la forma bajo la cual la había pensado Clausewitz, Foucault no había desarrollado aún un discurso sobre la guerra de información. Hace más de veinte años se publicó en China un libro titulado 超限戰 [Guerra allende los límites] (oficialmente traducido al inglés como Unrestricted Warfare [Guerra irrestricta]), escrito por dos coroneles retirados de la Fuerza Aérea del Ejército Popular de Liberación. El libro fue rápidamente traducido al francés y se dice que influyó en el colectivo Tiqqun y más tarde en el Comité Invisible. Los dos coroneles retirados –que no habían leído a Foucault pero conocían bien a Clausewitz– llegaban a la conclusión de que la guerra tradicional acabaría por difuminarse y sería reemplazada en el mundo por guerras inmanentes, introducidas y posibilitadas en buena parte por las tecnologías de la información. El libro podía ser leído como un análisis de la estrategia de guerra global de los Estados Unidos, pero también y más significativamente como un penetrante estudio del modo en que la guerra de información redefine la política y la geopolítica.

La guerra contra el coronavirus es al mismo tiempo una guerra de información errónea y desinformación, como resulta característico de la política de la posverdad. El virus puede haber sido un evento contingente que desencadenó la actual crisis, pero la guerra en sí misma ya no es contingente. La guerra de información introduce a su vez otras dos posibilidades (en cierto modo farmacológicas): primero, la de una guerra que ya no tiene al Estado como unidad de medida, sino que está constantemente desterritorializándolo con armas invisibles y fronteras difusas; y segundo, la de la guerra civil, que adopta la forma de un choque entre infoesferas en competencia. La guerra contra el coronavirus es una guerra contra los portadores del virus, y es una guerra que se libra empleando fake news, rumores, censura, falsas estadísticas, desinformación, etc. En paralelo a la utilización que han hecho los Estados Unidos de las tecnologías de Silicon Valley para expandir su infoesfera y penetrar en la mayoría de la población de la Tierra, China también ha construido una de las infoesferas más grandes y sofisticadas del planeta, equipada con potentes cortafuegos que consisten tanto de máquinas como de humanos. Ello le permitió contener el virus en el seno de una población de 1400 millones de personas. Esta infoesfera está expandiéndose gracias a la infraestructura de la iniciativa “Cinturón y Ruta de la Seda”, así como a las redes ya tendidas en África, lo que ha provocado la respuesta de los Estados Unidos, que en nombre de la seguridad y la propiedad intelectual bloqueó la expansión de Huawei al interior de su propia infoesfera. Desde luego, la guerra de información no la libran solo los soberanos. Dentro de China, diferentes facciones compiten entre sí a través de los medios de comunicación oficiales, medios tradicionales como los periódicos y medios independientes. Por ejemplo, tanto los medios tradicionales como los medios independientes verificaron las afirmaciones de figuras del Estado acerca del brote epidémico, forzando al gobierno a corregir sus errores y distribuir más equipamiento médico en los hospitales de Wuhan.

El coronavirus hace explícita la inmanencia de la guerra de información al exponer la necesidad del Estado-nación de defender sus fronteras físicas al mismo tiempo que se expande tecnológica y económicamente fuera de sus límites para establecer nuevas fronteras. Las infoesferas las construyen los humanos, y pese a haberse expandido enormemente en décadas recientes, su devenir permanece indeterminado. En la medida en que la imaginación de una coinmunidad –como un posible comunismo o asistencia mutua entre naciones– solo puede ser una solidaridad abstracta, resulta tan vulnerable al cinismo como el concepto de “humanidad”. En las últimas décadas algunos discursos filosóficos han alimentado exitosamente una solidaridad abstracta que puede virar hacia comunidades sectarias cuya inmunidad es determinada por el acuerdo y el desacuerdo. La solidaridad abstracta es atractiva porque es abstracta: a diferencia de lo concreto, lo abstracto no está cimentado ni tiene una localidad; puede transportarse a todas partes y radicarse en cualquier lugar. Pero la solidaridad abstracta es un producto de la globalización, una metanarrativa (e incluso una metafísica) para algo que hace mucho ha enfrentado su propio fin.

“La guerra contra el coronavirus es al mismo tiempo una guerra de información errónea y desinformación, como resulta característico de la política de la posverdad. El virus puede haber sido un evento contingente que desencadenó la actual crisis, pero la guerra en sí misma ya no es contingente. La guerra de información introduce a su vez otras dos posibilidades (en cierto modo farmacológicas): primero, la de una guerra que ya no tiene al Estado como unidad de medida, sino que está constantemente desterritorializándolo con armas invisibles y fronteras difusas; y segundo, la de la guerra civil, que adopta la forma de un choque entre infoesferas en competencia. ”

La verdadera coinmunidad no es solidaridad abstracta, sino que parte de una solidaridad concreta cuya coinmunidad debería servir de base para la próxima oleada de globalización (si es que la hay). Desde el comienzo de esta pandemia ha habido numerosos actos de auténtica solidaridad, en situaciones donde resulta de suma importancia quién hará tus compras si tú no puedes ir al supermercado, quién te dará una máscara si necesitas acercarte al hospital, quién ofrecerá respiradores que salven vidas, etc. Hay también solidaridades entre las comunidades médicas que comparten información con vistas al desarrollo de vacunas. Gilbert Simondon distinguió entre lo abstracto y lo concreto a través de los objetos técnicos: los objetos técnicos abstractos son desmontables y móviles, como los que abrazaron los enciclopedistas del siglo XVIII y que (hasta el día de hoy) inspiran optimismo sobre la posibilidad del progreso; los objetos técnicos concretos son aquellos que se cimientan (acaso literalmente) en los mundos humano y natural, entre los que actúan como un mediador. Una máquina cibernética es más concreta que un reloj mecánico, que a su vez es más concreto que una simple herramienta. ¿Podemos concebir entonces una solidaridad concreta que sortee el impasse de una inmunología basada en los Estados-nación y la solidaridad abstracta? ¿Podemos considerar la infoesfera como una oportunidad que apunta en dirección a una inmunología de ese tipo?

Puede que necesitemos extender el concepto de infoesfera de dos maneras. En primer lugar, la construcción de infoesferas podría entenderse como un intento de construir tecnodiversidad, de desmantelar desde adentro la cultura monotecnológica y escapar a su “mala infinitud”. Esta diversificación de tecnologías conlleva una diversificación de modos de vida, de formas de coexistencia, de economías y demás, ya que la tecnología, en tanto es una cosmotécnica, integra diferentes relaciones con los no humanos y el cosmos en general. Esta tecnodiversificación no implica la imposición de un marco ético a la tecnología, ya que dicho marco llega siempre tarde y solo está allí para ser violado. Si no cambiamos nuestras tecnologías y nuestras actitudes, solo preservaremos la biodiversidad como un caso excepcional, pero no aseguraremos su sustentabilidad. En otras palabras, sin tecnodiversidad no podemos sostener la biodiversidad. El coronavirus no es la venganza de la naturaleza, sino el resultado de una cultura monotecnológica en la que la tecnología misma simultáneamente pierde sus cimientos y quiere convertirse en el cimiento de todo lo demás. El monotecnologismo en el que vivimos actualmente ignora la necesidad de coexistencia y ve la Tierra como un mero stock de existencias. Con la feroz competencia que fomenta, solamente puede producir nuevas catástrofes. De acuerdo con esta visión, al cabo del agotamiento y la devastación de la nave Tierra, solo nos queda repetir el mismo agotamiento y la misma devastación sobre la nave Marte.

En segundo lugar, la infoesfera puede ser considerada como una solidaridad concreta que se extiende más allá de las fronteras, como una inmunología que ya no toma como punto de partida al Estado-nación, con sus organizaciones internacionales que son virtualmente marionetas de las potencias globales. Para que emerja esta solidaridad concreta, necesitamos una tecnodiversidad que desarrolle tecnologías alternativas, como nuevas redes sociales, herramientas cooperativas e infraestructuras de instituciones digitales que sirvan de base para una colaboración global. Los medios digitales ya tienen una larga historia social, aunque pocas de sus formas que no sean las de Silicon Valley (o WeChat en China) alcanzan una escala global. Esto se debe en gran medida a la herencia de una tradición filosófica –con sus oposiciones entre naturaleza y tecnología, y entre cultura y tecnología– que es incapaz de ver una pluralidad de tecnologías como realizable. La tecnofilia y la tecnofobia se vuelven los síntomas de una cultura monotecnológica. Estamos familiarizados con el desarrollo a lo largo de la últimas décadas de la cultura hacker, el software libre y las comunidades de programadores de código abierto; sin embargo, el foco ha estado más en el desarrollo de alternativas a las tecnologías hegemónicas que en la creación de modos de acceso, formas de cooperación y, más importante aún, epistemologías alternativas.

“Si no cambiamos nuestras tecnologías y nuestras actitudes, solo preservaremos la biodiversidad como un caso excepcional, pero no aseguraremos su sustentabilidad. En otras palabras, sin tecnodiversidad no podemos sostener la biodiversidad. El coronavirus no es la venganza de la naturaleza, sino el resultado de una cultura monotecnológica en la que la tecnología misma simultáneamente pierde sus cimientos y quiere convertirse en el cimiento de todo lo demás.”

EEl incidente del coronavirus acelerará los procesos de digitalización y de subsunción por la economía de los datos, ya que esta ha demostrado ser la herramienta más efectiva para contener la propagación. Esto pudo verse ya en el reciente vuelco a favor del uso de datos recolectados por dispositivos móviles para trazar los contagios en países que suelen ser celosos de la privacidad. Quizás convenga hacer una pausa y preguntarnos si esta aceleración del proceso de digitalización no puede ser tomada como una oportunidad, como un kairos que resalta la actual crisis global. Los llamados a una respuesta global nos ponen a todos en el mismo bote y el objetivo de retomar la “vida normal” no parece una respuesta adecuada. El brote epidémico de coronavirus marca la primera vez en más de veinte años que la enseñanza en línea es ofrecida por todos los departamentos de las universidades. Ha habido muchas razones para oponerse a la enseñanza digital, pero en su mayoría se trata de razones menores, cuando no irracionales (institutos que se dedican a las culturas digitales consideran indispensable la presencia física para la gestión de recursos humanos). La enseñanza en línea no puede reemplazar por completo a la enseñanza presencial, pero amplía radicalmente el acceso al conocimiento y nos hace replantearnos la cuestión de la educación en un momento en que muchas universidades están siendo desfinanciadas. ¿Nos permitirá cambiar estos hábitos la suspensión de la vida normal a causa del coronavirus? Podríamos, por ejemplo, tomar los próximos meses (o años quizás), durante los cuales la mayoría de las universidades del mundo van a estar empleando plataformas de enseñanza digital, como una oportunidad para crear instituciones digitales de peso a una escala sin precedentes. Una inmunología global requiere este tipo de reconfiguraciones radicales.

La cita con la que abrí la primera parte de este ensayo pertenece al opúsculo inconcluso de Nietzsche La filosofía en la época trágica de los griegos, escrito en 1873. En vez de hacer referencia a su propia exclusión de la disciplina filosófica, Nietzsche identifica el anhelo de reforma cultural con los filósofos de la antigua Grecia que aspiraban a reconciliar ciencia y mito, racionalidad y pasión. Ya no estamos en la época trágica, sino en un tiempo de catástrofes del que ni el pensamiento tragicista ni el pensamiento taoísta, por sí solos, ofrecen escapatoria. En vista de la enfermedad de la cultura global, tenemos una necesidad urgente de reformas guiadas por un nuevo pensamiento y por nuevos marcos que nos permitan despegarnos de lo que la filosofía ha impuesto e ignorado. El coronavirus destruirá muchas instituciones ya amenazadas por las tecnologías digitales. También hará necesarios un aumento de la vigilancia y la implementación de otras medidas inmunológicas contra el virus, al igual que contra el terrorismo y las amenazas a la seguridad nacional. Este es también un momento en el que necesitamos solidaridades concretas y digitales más fuertes. La solidaridad digital no es un llamado a usar más Facebook, Twitter o WeChat, sino a sustraerse a la competencia feroz de la cultura monotecnológica, a producir una tecnodiversidad por medio de tecnologías alternativas y de sus correspondientes formas de vida y modos de habitar el planeta y el cosmos. Puede que en nuestro mundo posmetafísico no necesitemos pandemias metafísicas. Puede que tampoco necesitemos una ontología orientada a los virus. Lo que realmente necesitamos es una solidaridad concreta que permita diferencias y divergencias antes de que caiga el crepúsculo.

Quiero agradecer a Brian Kuan Wood y Pieter Lemmens por sus comentarios y sugerencias a los borradores de este ensayo. Este texto se publicó originalmente en la web e-flux en abril de 2020.

YUK HUI nació en China. Estudió ingeniería informática y filosofía en la Universidad de Hong Kong y en Goldsmiths College en Londres, con un enfoque en filosofía de la tecnología. Actualmente enseña en la Universidad Bauhaus en Weimar y en la Escuela de Medios Creativos de la Universidad de Hong Kong. Fue investigador asociado en el Instituto de Cultura y Estética de los Medios (ICAM), investigador postdoctoral en el Instituto de Investigación e Innovación del Centro Pompidou en París y científico visitante en los Laboratorios Deutsche Telekom en Berlín. Es el iniciador de la Red de Investigación en Filosofía y Tecnología, una red internacional que facilita investigaciones y colaboraciones en filosofía y tecnología. Hui ha publicado colaboraciones en distintos medios como Research in Phenomenology, Metaphilosophy, Cahiers Simondon, Deleuze Studies, Implications Philosophiques, Techné, etc. Publicó los libros 30 Years after Les Immatériaux: Art, Science and Theory (2015, con Andreas Broeckmann), On the Existence of Digital Objects (2016), The Question Concerning Technology in China -An Essay in Cosmotechnics (2016) y Recursivity and Contingency (2019). Próximamente publicará Art and Cosmotechnics. Sus escritos han sido traducidos a una docena de idiomas.Durante 2020 será uno de los autores publicados por Caja Negra Editora.   

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CIEN AÑOS DE CRISIS.

 PRIMERA PARTE 

CIEN AÑOS DE CRISIS. PRIMERA PARTE  

Por Yuk Hui
@digital_objects

Traducción: Tadeo Lima

Allí donde la filosofía se mostró como una ayuda, como algo salvador, 

como algo protector, fue siempre con los sanos; 

a los enfermos los volvió aún más enfermos.
Friedrich Nietzsche, La filosofía en la época trágica de los griegos

EL CENTENARIO DE “LA CRISIS DEL ESPÍRITU”

En 1919, después de la Primera Guerra Mundial, el poeta francés Paul Valéry escribió en su ensayo “La crisis del espíritu”: “Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales”. Solo ante una tragedia semejante, y con posterioridad, nos damos cuenta de que somos seres frágiles. Cien años después, un murciélago en China –si efectivamente el coronavirus proviene de los murciélagos– ha precipitado al planeta entero en una nueva crisis. Si aún viviera, Valéry tendría prohibido salir de su departamento en París.

La crisis del espíritu de 1919 fue precedida por un nihilismo, una nada que agobió a Europa en los años anteriores a 1914. Como escribió Valéry acerca de la escena intelectual de preguerra: “No veo ¡nada! Nada, aunque haya sido una nada infinitamente rica”. En su poema El cementerio marino, de 1920, leemos una llamada afirmativa de ecos nietzscheanos: “El viento vuelve, intentemos vivir”. Este verso sería adoptado más tarde por Hayao Miyazaki como título para su película de animación sobre Jiro Horikoshi, el ingeniero aeronáutico que diseñó los cazas para el Imperio de Japón que fueron usados en la Segunda Guerra Mundial. Este nihilismo retorna recursivamente bajo la forma de una prueba nietzscheana: un demonio se introduce en tu más solitaria soledad y te pregunta si quieres vivir el eterno retorno de lo mismo –la misma araña, la misma luz de la luna entre los árboles y el mismo demonio que hace la misma pregunta–. Toda filosofía que no sepa convivir con este nihilismo y hacerle frente será incapaz de ofrecer respuestas satisfactorias. Una filosofía tal solo puede hacer a una cultura enferma más enferma, o en nuestra época, refugiarse en los grotescos memes filosóficos que circulan por las redes sociales.

El nihilismo impugnado por Valéry fue alimentado incesantemente por la aceleración y la globalización tecnológicas iniciadas en el siglo XVIII. Como escribe hacia el final de su ensayo:

Pero el Espíritu europeo –o por lo menos lo que contiene de más precioso– ¿es totalmente difusible? El fenómeno de la explotación del globo, el fenómeno de la igualación de las técnicas y el fenómeno democrático, que hacen prever una diminutio capitis de Europa ¿deben tomarse como decisiones absolutas del destino?

Esta amenaza de difusión –que Europa habría intentado afirmar– ha dejado de ser algo a lo que Europa pueda hacer frente sola, y probablemente ya nunca vuelva a ser superada por el espíritu “tragicista” europeo. “Tragicista” se refiere en primer lugar a la tragedia griega; es también la lógica del espíritu que se esfuerza por resolver las contradicciones que brotan de su interior. En “¿Qué comienza después del fin de la Ilustración?” y otros ensayos he intentado esbozar cómo, desde la Ilustración y luego del ocaso del monoteísmo, este fue reemplazado por un monotecnologismo (o tecnoteísmo) que encuentra su culminación en el transhumanismo de nuestros días. Nosotros, los modernos, los herederos de ese Hamlet europeo que en “La crisis del espíritu” de Valéry resume como el legado intelectual europeo sosteniendo los cráneos de Leibniz, Kant, Hegel y Marx, cien años después de su escrito aún creemos y queremos seguir creyendo que nos volveremos inmortales, que seremos capaces de equipar nuestros sistemas inmunológicos contra todos los virus, o simplemente huiremos a Marte cuando se presente el peor escenario. Pero en plena pandemia de la enfermedad por coronavirus, la exploración de Marte parece irrelevante a los fines de detener su propagación y salvar vidas. Los mortales que todavía habitamos este planeta Tierra posiblemente no tengamos la oportunidad de esperar hasta volvernos inmortales, como promocionan los transhumanistas en sus eslóganes corporativos. Todavía está por escribirse una farmacología del nihilismo después de Nietzsche, pero la toxina ya ha penetrado el cuerpo global y causado una crisis en su sistema inmunológico.

Para Jacques Derrida (cuya viuda, Marguerite Derrida, falleció recientemente de coronavirus), el ataque a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 marcó la manifestación de una crisis autoinmune que disolvió estructuras de poder tecnopolíticas estabilizadas durante décadas: dos aviones Boeing 767 fueron usados como armas contra el propio país que los había inventado, a la manera de células mutadas o de un virus endógeno. El término “autoinmune” es solo una metáfora biológica cuando se lo emplea en un contexto político: la globalización es la creación de un sistema mundial cuya estabilidad depende de la hegemonía económica y tecnocientífica. De allí que el 11 de septiembre haya llegado a ser visto como una ruptura que puso fin a la configuración política deseada por el Occidente cristiano desde la Ilustración, desencadenando una respuesta inmune que se expresó como un estado de excepción permanente –guerras y más guerras–. El coronavirus ahora hace implosionar esta metáfora: lo biológico y lo político se vuelven uno. Los esfuerzos para contener al virus no incluyen solo desinfectantes y medicina, sino también movilizaciones militares, cuarentenas de países enteros, cierres de fronteras, suspensión de vuelos internacionales y paralización del transporte por tierra.

“El término ‘autoinmune’ es solo una metáfora biológica cuando se lo emplea en un contexto político: la globalización es la creación de un sistema mundial cuya estabilidad depende de la hegemonía económica y tecnocientífica.”

Kevin Frayer/ Getty Images – Foto para Der Spiegel.

A fines de enero de 2020, el semanario alemán Der Spiegel publicó una edición titulada Coronavirus, Made in China: Wenn die Globalisierung zur tödlichen Gefahr wird [Coronavirus, Made in China. Cuando la globalización se vuelve un peligro mortal], ilustrada con la imagen de una persona china luciendo un equipo de protección exagerado y mirando la pantalla de un iPhone con los ojos entrecerrados, como si le estuviera rezando a un dios. El brote de coronavirus no es un ataque terrorista –hasta ahora no ha habido evidencia clara del origen del virus previo a su primera aparición en China–, sino un evento organológico en el que un virus se acopla a redes de transporte avanzadas y se desplaza a 900 kilómetros por hora. Es también un evento que parece devolvernos a un discurso sobre el Estado-nación y a una geopolítica definida por naciones. Con “devolvernos” me refiero antes que nada al hecho de que restaura el sentido a fronteras que el capitalismo global y la creciente movilidad promovida por el intercambio cultural y el comercio internacional habían desdibujado. El brote epidémico global anuncia que hasta ahora la globalización ha cultivado una cultura monotecnológica que solo puede conducir a una respuesta autoinmune y a una gran regresión. En segundo lugar, el brote epidémico y el retorno al Estado-nación revelan los límites históricos y reales del propio concepto de Estado-nación. Los Estados-nación modernos han intentado disimular esos límites por medio de guerras de información inmanentes y de la construcción de infoesferas que se expanden más allá de las fronteras. Sin embargo, en vez de producir una inmunología global, estas infoesferas, por el contrario, usan la patente contingencia del espacio global para librar una guerra biológica. Aún no está disponible una inmunología global a la que podamos recurrir para hacer frente a este estadio de la globalización, y posiblemente no llegue a estarlo nunca si persiste esta cultura monotecnológica.

UN SCHMITT EUROPEO VE MILLONES DE FANTASMAS

Durante la crisis de refugiados en Europa de 2016, el filósofo Peter Sloterdijk criticó a la canciller alemana Angela Merkel en una entrevista con la revista Cicero, en la que afirmó: “Todavía nos falta aprender a glorificar las fronteras. […] Tarde o temprano los europeos desarrollaremos una política de fronteras común eficiente. A la larga, el imperativo territorial se impone. Después de todo, no existe una obligación moral a la autodestrucción”. Incluso si Sloterdijk estaba equivocado al sostener que Alemania y la Unión Europea deberían haber cerrado sus fronteras a los refugiados, cabe decir en retrospectiva que tenía razón acerca de lo poco pensada que estaba la cuestión de las fronteras. Roberto Esposito ha afirmado claramente en Immunitas que en relación a la función de las fronteras subsiste una lógica binaria (polar): por un lado, se insiste en la necesidad de controles más estrictos como una defensa inmunológica contra un enemigo exterior –una concepción clásica e intuitiva de la inmunología como oposición entre el yo y el otro–; por el otro, se propone la abolición de las fronteras para permitir la libre circulación y asociación de individuos y bienes. Esposito sugiere que ninguno de estos dos extremos –como se ha vuelto evidente hoy– es deseable ética y prácticamente. El brote de la enfermedad por coronavirus en China –que comenzó a mediados de noviembre de 2019 aunque la primera alerta oficial no se dio hasta después de mediados de enero de 2020, seguida por el cierre total de la ciudad de Wuhan el 23 de enero– llevó inmediatamente a controles indiscriminados en las fronteras internacionales de las personas de nacionalidad china o incluso de las de “rasgos asiáticos”, identificadas como portadoras del virus. Italia fue uno de los primeros países en suspender los vuelos de y hacia China; ya a fines de enero, el Conservatorio Santa Cecilia de Roma suspendió a los alumnos “orientales” y les impidió seguir asistiendo a clases, incluidos aquellos que nunca en su vida habían estado en China. Estos actos –que podríamos llamar inmunológicos– son llevados a cabo por miedo, pero más fundamentalmente por ignorancia.

En Hong Kong –próximo a Shenzhen, en la provincia de Guangdong, uno de los principales focos epidémicos fuera de la provincia de Hubei– se oyeron fuertes voces que reclamaron al gobierno el cierre de la frontera con China. El gobierno se negó, ateniéndose a las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, que instó a los países a evitar imponer restricciones a los viajes y el comercio con China. Como una de las dos Regiones Administrativas Especiales de China, se esperaba que Hong Kong no se opusiera a China y que quisiera evitar hacer más pesado el lastre de su menguante crecimiento económico. Sin embargo, muchos restaurantes colgaron carteles en sus puertas avisando que los hablantes de mandarín no eran bienvenidos. El dialecto mandarín es asociado a los chinos del continente en cuanto portadores del virus y se vuelve una señal de peligro. Un restaurante que en condiciones normales está abierto a todo aquel que pueda pagar solo admite a cierto tipo de personas.

Todas las formas de racismo son fundamentalmente inmunológicas. El racismo es un antígeno social, ya que distingue claramente entre el yo y el otro y reacciona contra cualquier inestabilidad introducida por el otro. Al mismo tiempo, no todos los actos inmunológicos pueden ser considerados racistas. Si no reconocemos la ambigüedad entre ambos tipos de actos, disolvemos todo en la noche donde todas las vacas son negras. En el caso de una pandemia global, es inevitable una reacción inmunológica cuando el contagio es multiplicado por los trenes de larga distancia y los vuelos intercontinentales. Cinco millones de habitantes huyeron antes del cierre de Wuhan, llevando involuntariamente el virus fuera de la ciudad. De hecho, es irrelevante que a uno se lo etiquete por provenir de Wuhan, ya que cualquiera puede ser considerado sospechoso si se tiene en cuenta que el virus puede permanecer latente durante días en un cuerpo sin que este desarrolle síntomas y todo ese tiempo estar contaminando los alrededores. Hay momentos inmunológicos a los que no es fácil escapar cuando la xenofobia y los microfascismos se vuelven moneda corriente en las calles y los locales: basta con toser sin querer para atraer todas las miradas. Más que nunca, las personas reclaman una esfera inmune –como sugirió Peter Sloterdijk–, como protección y como organización social.

Pareciera así que los actos inmunológicos, que no pueden simplemente ser reducidos a actos racistas, justifican un retorno a las fronteras –individuales, sociales y nacionales–. En la inmunología biológica tanto como en la inmunología política, al cabo de décadas de debates sobre el paradigma yo-otro y el paradigma organísmico, los estados modernos vuelven a los controles de fronteras como forma más simple e intuitiva de defensa, aun cuando el enemigo no es visible. En rigor, solo estamos luchando contra la encarnación del enemigo. Aquí estamos todos regidos por lo que Carl Schmitt llamó lo político, que se funda en la distinción entre amigo y enemigo –una definición difícil de rebatir y que probablemente se vea reforzada durante una pandemia–. Cuando el enemigo es invisible, tiene que ser encarnado e identificado: primero los chinos, los asiáticos, luego los europeos, los norteamericanos; o, dentro de China, los habitantes de Wuhan. La xenofobia alimenta el nacionalismo, ya sea porque el yo la considera un acto inmunológico necesario, ya porque el otro la moviliza para fortalecer su propio nacionalismo como inmunología.

“Aquí estamos todos regidos por lo que Carl Schmitt llamó lo político, que se funda en la distinción entre amigo y enemigo –una definición difícil de rebatir y que probablemente se vea reforzada durante una pandemia–. Cuando el enemigo es invisible, tiene que ser encarnado e identificado: primero los chinos, los asiáticos, luego los europeos, los norteamericanos; o, dentro de China, los habitantes de Wuhan. La xenofobia alimenta el nacionalismo, ya sea porque el yo la considera un acto inmunológico necesario, ya porque el otro la moviliza para fortalecer su propio nacionalismo como inmunología.”

La Sociedad de las Naciones fue fundada en 1919 después de la Primera Guerra Mundial y más tarde sucedida por la Organización de las Naciones Unidas con la misma estrategia de evitar la guerra en una organización común. Carl Schmitt hizo una crítica certera de este intento al señalar que la Sociedad de las Naciones –que hubiera tenido su centenario el año pasado– identificó erróneamente a la humanidad como fundamento común de la política mundial. La humanidad, para Schmitt, no es un concepto político. Antes bien, la humanidad es un concepto de la despolitización, ya que la identificación con una humanidad abstracta e inexistente habilita “un mal uso de la paz, el progreso, la civilización con el fin de reivindicarlos para uno mismo negándoselos al enemigo”. Como es sabido, la Sociedad de las Naciones, que reunía a representantes de los diferentes países miembros, fue incapaz de impedir una de las mayores catástrofes del siglo XX, la Segunda Guerra Mundial, y a raíz de ello fue reemplazada por las Naciones Unidas. ¿No es aplicable el argumento a la Organización Mundial de la Salud, en cuanto organización global que se supone trasciende los límites e intereses particulares de las naciones para aconsejar e implementar políticas de prevención e intervención en cuestiones de salud global? Considerando que la OMS prácticamente no tuvo ningún papel positivo en la contención del virus –si es que no tuvo un papel negativo: su Director General se negó hasta último momento a declarar la pandemia, cuando ya era evidente para todos los observadores–, ¿qué la hace necesaria en definitiva? Por supuesto que el trabajo de los profesionales que trabajan para y con la organización merece un gran respeto, pero el caso del coronavirus ha puesto al descubierto una crisis en la función política de la organización en su conjunto. Peor aún, solo podemos criticar a este enorme y costoso órgano gubernamental global por su fracaso en las redes sociales, que es como gritar al viento, pero nadie tiene la capacidad de cambiar nada, puesto que los procesos democráticos están reservados para las naciones. 

MONOTECNOLOGÍA VS. TECNODIVERSIDAD

Si seguimos a Carl Schmitt, la OMS es ante todo un instrumento de despolitización, ya que su función de advertir sobre el coronavirus podría haberla realizado mejor una agencia de noticias. En efecto, numerosos países actuaron con demasiada lentitud al basarse en las primeras evaluaciones que hizo la oms de la situación. Como escribe Schmitt en El concepto de lo político, un organismo internacional gubernamental representativo fraguado en nombre de la humanidad “no suprime la posibilidad de que haya guerras, en la misma medida en que no cancela los Estados. Introduce nuevas posibilidades de guerras, permite las guerras, favorece las guerras de coaliciones y aparta una serie de inhibiciones frente a la guerra desde el momento en que legitima y sanciona determinadas guerras”. ¿La manipulación de los organismos internacionales gubernamentales por las potencias mundiales y el capital transnacional desde después de la Segunda Guerra Mundial no es solo una continuación de esa lógica? ¿Este virus que era controlable en un primer momento no ha hundido al mundo en un estado de guerra global? Estas organizaciones contribuyen a una enfermedad global allí donde la competencia económica monotecnológica y la expansión militar son el único objetivo, arrancan a los seres humanos de sus localidades enraizadas en la tierra y las reemplazan con identidades ficticias moldeadas por los Estados-nación modernos y las guerras de información.

El concepto de estado de excepción o estado de emergencia tenía originalmente como función permitir al soberano inmunizar el cuerpo político, pero desde el 11 de septiembre ha tendido a convertirse en la norma política. La normalización del estado de emergencia no es solo expresión del poder absoluto del soberano, sino también de los esfuerzos a menudo malogrados del Estado-nación moderno para enfrentarse a la situación global defendiendo y expandiendo sus fronteras por todos los medios tecnológicos y económicos disponibles. El control de fronteras solo constituye un acto inmunológico eficaz si se entiende la geopolítica en términos de Estados soberanos definidos por sus fronteras. Después de la Guerra Fría, el incremento en la competencia ha resultado en una cultura monotecnológica que ya no busca equilibrar progreso económico y progreso tecnológico, sino que los asimila al tiempo que avanza hacia un final apocalíptico. La competencia basada en la monotecnología está devastando los recursos naturales de la Tierra en aras de la maximización de ganancias e impide a los actores adoptar caminos o direcciones diferentes, es decir, bloquea la “tecnodiversidad” sobre la que he escrito extensamente. Diferentes países produciendo la misma tecnología (monotecnología) con distinto branding y características ligeramente diferentes no son sinónimo de tecnodiversidad. Esta se refiere, por el contrario, a una multiplicidad de cosmotécnicas que difieren entre sí en términos de valores, epistemologías y modos de existencia.

“Diferentes países produciendo la misma tecnología (monotecnología) con distinto branding y características ligeramente diferentes no son sinónimo de tecnodiversidad. Esta se refiere, por el contrario, a una multiplicidad de cosmotécnicas que difieren entre sí en términos de valores, epistemologías y modos de existencia.” 

Si la forma actual de la competencia que emplea medios económicos y tecnológicos para pasar por encima de la política suele ser atribuida al neoliberalismo, su pariente cercano el transhumanismo considera a la política como una mera epistemología humanista que pronto será superada gracias a la aceleración tecnológica. Estamos frente a un impasse de la modernidad: el miedo a ser sobrepasado por otros en la competencia impide sustraerse a ella. Es como la metáfora del hombre moderno que describió Nietzsche: un grupo de hombres abandona su tierra y se embarca en una travesía marítima en busca del infinito solo para llegar al medio del océano y descubrir que el infinito no es un destino. Y no hay nada más aterrador que el infinito cuando ya no hay vuelta atrás.

YUK HUI nació en China. Estudió ingeniería informática y filosofía en la Universidad de Hong Kong y en Goldsmiths College en Londres, con un enfoque en filosofía de la tecnología. Actualmente enseña en la Universidad Bauhaus en Weimar y en la Escuela de Medios Creativos de la Universidad de Hong Kong. Fue investigador asociado en el Instituto de Cultura y Estética de los Medios (ICAM), investigador postdoctoral en el Instituto de Investigación e Innovación del Centro Pompidou en París y científico visitante en los Laboratorios Deutsche Telekom en Berlín. Es el iniciador de la Red de Investigación en Filosofía y Tecnología, una red internacional que facilita investigaciones y colaboraciones en filosofía y tecnología. Hui ha publicado colaboraciones en distintos medios como Research in Phenomenology, Metaphilosophy, Cahiers Simondon, Deleuze Studies, Implications Philosophiques, Techné, etc. Publicó los libros 30 Years after Les Immatériaux: Art, Science and Theory (2015, con Andreas Broeckmann), On the Existence of Digital Objects (2016), The Question Concerning Technology in China -An Essay in Cosmotechnics (2016) y Recursivity and Contingency (2019). Próximamente publicará Art and Cosmotechnics. Sus escritos han sido traducidos a una docena de idiomas.Durante 2020 será uno de los autores publicados por Caja Negra Editora.   

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