MI SCROLL HABLA DE SHANZHAI

MI SCROLL HABLA DE SHANZHAI

Por Frankie Pizá

Normalmente, cuando queremos expresar (y comprender) la influencia que un escrito ha dejado en nosotros o nuestro modo de pensamiento, recurrimos a la memoria. El número de veces que nombramos algún fragmento, las veces que recurrimos a un aforismo o los momentos en los que convertimos una vulgar conversación en una innecesaria conferencia exhaustiva sobre cualquier libro que creemos fundamental. 

Con frecuencia y en nuestro día a día, nos observamos entonando y distorsionando inconscientemente el conocimiento adquirido en lecturas, podcasts o contenidos audiovisuales. Una gran nube de recortes, frases subrayadas y aforismos flota en nuestra mente y se fusiona con nuestras propias vivencias y creencias. Nuestra sinapsis se encarga de conectar los puntos como si de secuencias de stickers se tratara. 

Digamos que podríamos valorar la “influencia” de un libro en función de cuántas veces recurrimos a él para expresar una idea, un pensamiento o argumentar una opinión. Aunque existen escritos contemporáneos capaces de trascender esa fórmula concreta, superar la transformación de simple ensayo a “libro de cabecera” y pasar a atravesar los modelos de pensamiento del individuo, convirtiéndose en una “lógica”. 

Creo que “Shanzhai” es eso para mí. Una lógica capaz de generar transparencia sobre cualquier elemento o conducta artística dispuesta frente a mis ojos y que está luchando como tantas otras por unos segundos de mi atención. Las dos primeras veces que leí el título de Buyng-Chul Han, ejerció una tracción en mi forma de pensar de la que jamás me desentenderé; la tercera y la cuarta, la lógica y contraposición del pensamiento occidental con el oriental ya se han integrado en mi personalidad; las subsiguientes consultas no han hecho más que confirmar mi posición ética sobre la concepción del arte como una línea discontinua. 

Desestigmatizar la originalidad era para mí una necesidad inconsciente y “Shanzhai” me brindó una oportunidad de ver todo el mundo con otros ojos. Tanta es su influencia en la narrativa que yo le doy al mundo que con tan solo echar un vistazo a mi feed de Instagram puedo observar las consecuencias. Actúa como un filtro para observar la realidad que consumo y que desfila ante mis ojos en la pantalla de mis smartphone.

Las “Air Jodan 1 x Dior” erosionadas de Daniel Arsham

Hagamos una prueba. Al iniciar la aplicación de Instagram, el algoritmo de la red social quiere recibirte con algún nuevo contenido de una cuenta con mucha afinidad. Nada más entrar encuentro la última publicación de Daniel Arsham, un diseñador estadounidense al que sigo fervientemente. En la foto está mostrando su edición limitada de las Air Jordan 1 x Dior con una rara customización: parte de la superficie y piel de la zapatilla está erosionada, envejecida.

Se trata de una práctica muy extendida en otras prendas básicas de nuestros armarios, tales como las camisetas o los vaqueros, aunque no tan vista en modelos de zapatillas. Resulta que Daniel Arsham entregó al artista Phillip Leyesa, el valorado par de sneakers para que su piel fuera voluntariamente agrietada.

En estos momentos, un par original de la Air Jordan 1 diseñada por Dior puede llegar a costar entre 12.000 y 15.000 dólares en Stockx. De esta zapatilla se produjeron tan solo 8.500 pares numerados, tal y como indica la etiqueta cosida en el interior derecho del pie izquierdo. Un buen número de esas copias manufacturadas se vendieron a grandes personalidades, otras muchas se regalaron en eventos exclusivos y otras tantas son dominio de los revendedores, quienes a su vez las han conseguido o vendido directamente a otras personalidades influyentes.

Es decir: si percibes un par de Nike Air Jodan 1 x Dior enfundadas en los pies de alguien que está a punto de cruzar un paso de cebra, es muy probable que el par sea una falsificación. Que sea uno de los fakes de “calidad premium” que normalmente salen de las mismas fábricas donde se ensamblan los modelos originales en China.

La decisión de Daniel Arsham tiene todo el sentido del mundo: sus esculturas y universo de objetos de diseño contempla la evolución y deterioro como algo sistémico. En raras ocasiones observaremos un trabajo diseñado por el de Cleveland en el que no intervenga la degradación temporal y física de las propias obras. En el post original, él mismo incluye conceptos asiáticos (japoneses en este caso) en la explicación: “As a philosophy, kintsugi is similar to the Japanese philosophy of wabi-sabi, an embracing of the flawed or imperfect and @philllllthy is the master.” 

Su pensamiento como artista coquetea alrededor del Shanzhai: normalmente reproduce símbolos, productos icónicos (de un Porsche a un Pokémon) y obras de arte esculpiéndolas en hormigón, mármol, creando un deterioro premeditado y acoplando incrustaciones de minerales y bronce envejecido. Todo lo que diseña Daniel Arsham parece pertenecer a otra dimensión donde las obras se han visto modificadas por el paso del tiempo o han sido reproducidas con nuevos materiales por una sociedad más avanzada.

La publicación de Daniel Arsham mostrando su nueva y “única” versión de las Air Jordan 1 x Dior me acaba llevando a YouTube, donde encuentro al  joven experto en sneakers Harrison Nevel comparando el mismo modelo de zapatillas exclusivas con un fake recién conseguido. Las diferencias son mínimas y en algunas de ellas interviene la propia sugestión del comprador. En un momento del vídeo, aconseja a sus cientos de miles de seguidores que “no compren fakes” y que se gasten los 12.000 dólares que puede llegar a costar el par original. No puedo evitar pensar en la pregunta que hay en mi cabeza: si realmente quisiéramos “deteriorar” las zapatillas como ha hecho Arsham, ¿no sería más inteligente adquirir una falsificación?

El OIL de Shenzen celebra su tercer aniversario

Mientras sigo scrolleando, un amigo cercano me envía una reciente publicación del club OIL en Shenzen (China). Allí, otro flyer con un diseño apabullante del club (representante de una nueva de concebir el clubbing en el país y donde se apuesta por las propuestas locales más vanguardistas), me informa que proyectos como los de 33EMYBW y Zhiqi estuvieron presentes en el tercer aniversario a principios del mes de noviembre. Mi amigo me envió la publicación porque solemos comentar el diseño de los carteles y la nueva escena musical que está influyendo globalmente desde China, aunque en esta ocasión caigo que el logotipo del club guarda semejanzas con otro que he visto muchas veces. Tras un barrido por mi memoria encuentro el match: es una variante del símbolo de Tresor en Berlín.

Siempre puede ser una coincidencia, y cualquier que esté involucrado en la experiencia del diseño de branding sabe que suelen ocurrir estas cosas, pero mi pensamiento me lleva por otro sitio. La fascinanción de Asia con la cultura electrónica occidental es un hecho constatado, y aunque no tengo fuentes que lo corroboren, es bastante probable que OIL esté homenajeando a su manera a la institución del clubbing de la capital alemana.

Las bolas de nieve de David Hammons no eran iguales

Continuo mi scroll por mi feed y percibo a otra institución artística que reivindica a David Hammons, probablemente el artista conceptual afroamericano más influyente del último siglo. La fotografía es una de las más clásicas realizadas por Dawoud Bey aquella fría mañana de 1983: el artista, como si de un nuevo Duchamp se tratara, colocó bolas de nieve de diferentes tamaños sobre una alfombra en plena calle, dispuesto a venderlas a los transeúntes. 

Aquella performance, conocida como Bliz-aard Ball Sale, ha quedado clavada en la médula espinal del arte contemporáneo: una meta-reflexión sobre el mundo del arte y la posición de los artistas y las obras en ese universo, además de las cuestiones socio-políticas que intervienen en un gesto tan simple y mundano. 

La de Hammons es una de las ideas más brillantes del siglo (debo mencionar su Global Fax Festival también) si la observamos desde la lógica Shanzhai: aquellas esferas de nieve creadas con delicadeza eran elementos efímeros y de una exclusividad perversa, a la que que el artista situaba a su mismo nivel a cualquier persona que caminara por Nueva York. Porque cualquiera podía falsificar esas bolas de nieve que él estaba vendiendo.

Dapper Dan ha hackeado Gucci 

A estas alturas, todo el mundo versado en el lifestyle conoce la historia de Dapper Dan: el sastre de Harlem que confeccionaba imitaciones de prendas Gucci y Louis Vuitton a raperos como LL Cool J, Rakim y otros de sus contemporáneos a principios de la década de los 80.

Ya que yo mismo me dedico desde hace años al contenido y crítica musical, su presencia infecta mi timeline muy de vez en cuando, y más cuando es la propia marca de alta costura Gucci la que hace ya unos años decidió ficharlo oficialmente. Una publicación random me recuerda el hecho de que un falsificador como Dapper Dan, quien tuvo serios problemas con las firmas a las que imitaba, ha acabado siendo considerado un artesano reivindicado por las mismas compañías que años atrás le demonizaron. 

Es una de las tipologías de hacking más comunes en nuestro mundo estético actual: las marcas de moda tienen la cultura afroamericana como uno de los iconos más recurrentes y en su escala de prioridades se encuentra en lo más alto generar la sensación de exclusividad. Si juntamos ambos factores, Dapper Dan es una personalidad única que Gucci debe comprar e integrar en su ADN: un artista que con sus imitaciones no solo creó una dimensión totalmente diferente del lujo que Gucci proponía, acercándolo al gueto y alterando sus códigos, sino un creativo capaz de coger un punto de partida y distorsionarlo para conseguir algo más exclusivo todavía. 

Comprar un traje o una chaqueta de piel confeccionada por Dapper Dan con materiales prémium de Gucci y que ahora el sastre ya no esté creando fakes sino prendas oficiales es una demostración de cómo los pioneros de la customización y, en cierta manera de la filosofía Shanzhai, son hoy los individuales con más posibilidades de triunfar en el mundo de la moda. Solo hace falta echar un vistazo a nuestro alrededor: la carrera completa de Virgil Abloh se basa en la práctica del bootleg y de nuevo la re-contextualización del readymade de Duchamp.

Ahí está otra vez, Mark Fisher

De repente, una cama cualquiera de matrimonio en la que las sábanas rezan “Realismo Capitalista” de Mark Fisher. No es un diseño, es la portada del libro original editado por Zero Books y después editado en castellano por Caja Negra. Me detengo en mi scroll y tras profundizar me doy cuenta que en estos momentos existen varias corrientes meméticas que tienen al escritor británico como referencia. 

No acabo de enterarme, ya que seguir a Joshua Citarella asiduamente es sinónimo de estar muy al día con las corrientes meméticas y las alteraciones de las guerras culturales que ocurren en el universo de Internet. Mi sorpresa llega cuando percibo que aquello es mucho más grande de lo que había pensado en un primer momento: hay memes que incorporan la portada del libro en fotos de Kim Karsashian o el Papa, otros que dibujan al propio Fisher como entidad (una versión del estándar Wojak) incorporándola a diversas situaciones siempre promoviendo la ironía y meta-ironía como narrativa principal. 

Diviso “el realismo capitalista está acabando”, aunque haya estado agonizando desde la crisis financiera de 2008. En otra perversa situación, diseñada por la cuenta @thememesofsaturn, observamos a Fisher revelando que tiene “impotencia reflexiva” y “disfunción eréctil”. Tan solo con buscar unos minutos daremos con centenares de memes diferentes en los que Fisher aparece aportando la lógica del realismo capitalista cuando todos estamos presenciando el final del realismo capitalista. Valga la redundancia. 

La caricaturización de Mark Fisher comenzó como una forma de santificación debido a la poderosa influencia que sus escritos han tenido en los últimos años. Su presencia se convirtió primero en una herramienta para explicar algunos conceptos en cuentas de memes de izquierdas, pero ha acabado transformándose en una “memeficación” perversa que lo sitúa como una mascota más de un discurso que él mismo confeccionó. 

La reproducción de su imagen y supuestos razonamientos en manos de diferentes artistas, comunicadores y creadores de memes me lleva a pensar de nuevo en que, en los tiempos de hiper-comunicación e infoxicación que vivimos, la evolución y deterioro de una obra no está en ningún caso en manos del propio autor. La incontrolable corriente de diferentes memes sobre Mark Fisher demuestra como cualquiera de nosotros puede contribuir a la distorsión (positiva o negativa) de un mensaje artístico. Y que hoy más que nunca, nada puede permanecer estático.

Escuchando a Travisbott

Tras la conmoción y sobredosis de memes de Mark Fisher, continuo mi viaje consumiendo diferentes contenidos por los que pago tan solo unos céntimos de mi moneda corriente, la atención. Me topo con otra publicación que me recuerda la existencia de Travisbott, una versión digital de Travis Scott que creó la agencia digital space150 aplicando tecnologías como el machine learning y el deep fake a una inteligencia artificial. Obviamente, la publicación menciona “Jack Park Canny Dope Man”, la canción de este fake del artista norteamericano compuesta por el propio software. 

La publicación también incluye la cita de Ned Lampert, el director creativo ejecutivo de la compañía: “Pensamos, ‘¿qué pasaría si tratamos de hacer una canción, como una buena canción de verdad, usando la IA y básicamente la dirección creativa de la IA? Así que elegimos a Travis Scott porque es un artista único, tiene un sonido único y todo tiene una estética, tanto auditiva como visual.” 

La compañía comenzó este proyecto para demostrar los tremendos avances que están ocurriendo en el campo de las redes neuronales, aunque acentuando el carácter de la imitación digital para no introducirse en problemáticas más delicadas. Según algunos artículos, la empresa creó diferencias deliberadas entre Travisbott y Travis Scott, dejando entrever que una versión “mucho más exacta” podría ser posible en estos momentos. 

Este acontecimiento nos hace no solo cuestionarnos el poder de estas nuevas tecnologías aplicadas a la creatividad y creación de contenidos artísticos, sino imaginarnos un futuro a corto plazo donde podrán coexistir y convivir diferentes versiones de una misma entidad artística. Copias exactas y otras no autorizadas, customizaciones propias de artistas populares… y la incapacidad cada vez más borrosa para identificar qué es original y qué no lo es. Ya sea como asistencia en la creación o en la reproducción de productos artísticos, estas técnicas y recursos todavía embrionarios desvelan una abrupta confirmación de que la originalidad, como idea, lógica y práctica, ya se extinguió por completo

https://www.instagram.com/frankiepiza/

Un recuerdo de mi visita al MoMa: el año encarcelado de Tehching Hsieh 

Siguiendo mi periplo por Instagram encuentro a una cuenta dedicada a la selección de contenidos artísticos recordándome la performance de Tehching Hsieh, One Year Performance, 1980-1981 (Time Clock Piece), parte de su conjunto de cinco acciones titulado One Year Performances and a Thirteen Year Plan. 

El objetivo del artista y de su arte performativo extremo ha sido siempre “reflejar el paso del tiempo”, propósito que se extiende durante toda su carrera. Primero, a finales de los 70, se encerró en una jaula de madera de 3,5 x 2,7 x 2,4 metros durante 365 días, siendo supervisado por un abogado que se aseguró que se cumplieran restricciones autoimpuestas por el propio artista: no escribir, no leer, no ver la televisión, no escuchar música ni hablar con nadie. La segunda performance (la que me recuerda la publicación y yo mismo pude ver expuesta en el MoMa hace más o menos 10 años), que se desarrolló desde el 11 de abril de 1980 hasta el 11 de abril de 1981, Hsieh perforó cada hora (24 veces al día) una tarjeta conectada con un reloj. Cada vez que eso ocurría, el mecanismo tomaba una fotografía de sí mismo en posición central. Con todo el material se confeccionó una película de animación de 6 minutos donde se podía observar la degradación temporal del artista. 

Después, en su tercera performance, Outdoor Piece, Hsieh vivió a la intemperie en las calles de Nueva York entre septiembre de 1981 y el mismo mes de 1982. En Rope Piece, Hsieh y Linda Montano vivieron atados el uno al otro con una cuerda de 2 metro y medio. Debían estar siempre en la misma habitación y no podían tocarse bajo ningún motivo. Su última performance, No Art Piece (1985-86) consistió en no relacionarse con nada que tuviera que ver con el arte: no crear, no entrar en galerías ni ver nada relacionado con el arte.

Finalmente, para su Thirteen Year Plan (desde el 31 de diciembre de 1986 al 31 de diciembre de 1999) se autoimpuso “seguir creando arte” pero “no mostrarlo públicamente”. Hsieh perdió (o interrumpió) su propia vida como artista intentando “detener el tiempo”, de capturarlo y exponerlo con deliberados procesos de degradación y meditación propia. Su obra es una gran paradoja sobre la continuidad artística y el tiempo como algo ineludible en cualquier obra. 

Una Roland TR-808 a 322 euros

Acto seguido, veo que Thomann promociona el producto RD-8 Rhythm Designer de Behringer, su famoso clon de la caja de ritmos Roland TR-808. El clon de la marca alemana cuesta 322 euros y según muchísimos expertos, no hay apenas diferencias perceptibles entre la copia y la versión original de Roland, un sintetizador que puede llegar a costar entre 3.000 y 4.000 euros por su carácter vintage y descatalogado. 

En su momento, la marca japonesa vendió pocas copias de la icónica caja de ritmos, y las copias disponibles en el mercado de segunda mano son escasas si lo equiparamos a la demanda. Como ya es popularmente conocido, los sonidos de esta caja de ritmos analógica han influido de forma determinante en el desarrollo de la composición musical contemporánea. 

Hace ya algunos años que Behringer encontró una solución avispada a esta problemática: el deseo de poseer una TR-808 pero sin pagar un prohibitivo precio de segunda mano. Su estrategia fue clonar los circuitos, no patentados por la marca original, y manufacturar una versión con componentes similares pero a un coste más bajo. 

Behringer ha hecho lo mismo con marcas y modelos característicos de Moog, Oberheim o Pro-One, emulando los productos sin usar la misma denominación y mucho menos el diseño original. Hace un tiempo que Roland se vio obligada a lanzar una línea de miniaturas que imitaban (en aspecto y sonido, no en circuitería) sus productos más emblemáticos (entre ellos, la TR-808 o la TR-303). 

Además, Roland encontró una nueva forma de hacer frente a esta nueva forma de competitividad comercial por parte de marcas como Behringer: patentar el diseño y las formas características (incluido el color) de los componentes del aparato original. Así, Behringer tuvo que invertir y modificar colores si quería comercializar su propia “imitación” de la famosa TR-808. 

La Gran Vía de Antonio López

Ver en tu timeline un cuadro de Antonio López siempre provoca una sensación extraña. Podrían ser confundidos con fotografías, como siempre ha pasado cuando observamos una de sus piezas hiperrealistas. El pintor total de Tomelloso (Ciudad Real) también ha buscado siempre “detener el tiempo” con sus pinturas. 

Pero en esta ocasión, a mí me ocurre algo diferente, a la inversa: al mirar una publicación de una amiga mía, confundo una fotografía real tomada en una gran vía desierta (época primer confinamiento) con el cuadro más emblemático del artista. El poco tiempo destinado a la percepción de la publicación genera en mí una confusión momentánea: no entiendo lo que he visto, si la obra real o la realidad misma. 

Esta anécdota reactiva en mi cabeza un pensamiento en el que profundicé hace años: cómo la reproducción fotográfica y la pintura hiperrealista puede ser vista como una imitación de la más pura realidad o una necesidad de generar una dimensión paralela a la propia realidad. 

La canción de DOGGFACE que han versionado los Fleetwood Mac

Después, me encuentro con algunos memes que invierten el suceso que hizo famoso en todo el mundo al cholo @doggface208: situaciones meméticas que proponen (irónicamente) que realmente fue él el compositor de “Dreams” de Fleetwood Mac y que el mítico grupo ha compuesto tras su vídeo viral en TikTok la canción que se puede escuchar en Spotify. 

La canción más universal de Fleetwood Mac ha gozado de una nueva re-incursión en la cultura popular tras ser escogida por el creador de contenido en su famoso paseo con skate tomando zumo de arándanos rojos. De hecho, muchos de los beneficios de publicaciones derivadas del vídeo que contienen la canción se están monetizando por la banda y no por los creadores de los vídeos. 

Por si fuera poco, los streams de la canción se han incrementado considerablemente desde la erupción del vídeo. De nuevo, un vídeo que simboliza una escena de “libertad mundana” en un año y contexto que nos ha hecho reflexionar sobre nuestra realidad, nuestra existencia, nuestros derechos y nuestros bienes más preciados, se transforma en una herramienta para exponer nuevos mensajes y distorsionar el mundo. 

Imaginen por un momento que es cierto lo que proponen esos memes: el individuo sale de paseo en skate tarareando una canción que acaba de componer, y acto seguido surge un grupo emulando esa composición y creando una canción completa del boceto que se ha “escuchado” en TikTok. 

De alguna manera, esto ya está pasando en la red social de origen chino, un “simulador” donde la creatividad se concibe como algo discontinuo y colectivo, donde las ideas se alteran pasando de unos a otros. Artistas ya usan la plataforma para observar la reacción a algunas nuevas composiciones y son los tiktokers los que actúan como la nueva radio: antenas de transmisión capaces de expandir, alterar y amplificar algunos contenidos y otros no. 

Jose Luis López Vázquez encarnando a Antoni Gaudí

“La originalidad es una vuelta a los orígenes” dice José Luis López Vázquez interpretando a Antoni Gaudí en un fragmento de un documental perdido que jamás se estrenó en salas y únicamente fue visionado en pases privados. 

El historiador Carles Querol lo encontró hace más o menos un año en un almacén de una entidad financiera que poseía copias “embargadas” de la cinta Antoni Gaudí, una visión inacabada, dirigida por el cineasta y realizador televisivo estadounidense John Alaimo. 

En el documental, el actor da vida al arquitecto, quien repasa durante el metraje algunas de sus enseñanzas, inspiraciones, obras y filosofía artística. La escena que me encuentro en mi paseo por Instagram es aquella en la que Gaudí les explica a unos jóvenes alumnos la sustancia más inspiradora para su arte. Él se dirige a ellos apuntando a la ventana, “allí afuera”, “donde todo se encuentra en equilibrio”. 

Para el universal e influyente arquitecto catalán, su principal propósito fue siempre “imitar a la naturaleza”, siendo esta filosofía enraizada en profundos sentimientos religiosos. También se ha formulado desde hace décadas que posiblemente la filosofía de Gaudí estuvo influenciada por el pensamiento oriental y concretamente el taoísmo. 

Por último, una nueva cita de Bruce Lee

Antes de salir de la aplicación me espera una nueva cita de Bruce Lee, uno de los artistas contemporáneos quizá más citados en nuestra era. Corresponde a unas notas incluidas de forma póstuma en la publicación de su libro de cabecera, El Tao del Jeet Kune Do, donde propone filosófica y estructuralmente el diseño de un nuevo arte marcial que se anticipó décadas a las disciplinas de combate que hoy proliferan en televisión. 

La cita dice: “In memory of a once fluid man, crammed and distorted by the classical mess.” Para el que escribe es una de las frases y pensamientos que mejor simplifican la filosofía del maestro: el concepto de “desaprendizaje” estuvo presente en toda su obra (cinematográfica y como maestro de artes marciales) y se encuentra en la columna vertebral del Jeet Kune Do. 

Habla en primera persona de una experiencia vivida durante siglos en Occidente, donde la creencia en la inmutabilidad y la permanencia se han extendido de forma global. Lee se observó a si mismo “infectado” por las tradiciones y normativas impuestas en el mundo de las artes marciales y creó desde cero un estilo que respondiera a sus necesidades y las de los combates reales. En ese sentido, fue un auténtico revolucionario que consiguió diseñar su propio contexto y pensamiento: la mutabilidad permeando sobre todos los razonamientos del que combate y movimientos simples, directos y que se repetían constantemente.

Frankie Pizá es agente cultural, divulgador y experto en teoría de la información que hoy en día es parte de la dirección creativa en Primavera Sound y Vampire Studio. Con una experiencia de más de 15 años en la industria musical como crítico, asesor y generador de contenido ha dirigido medios digitales como Concepto Radio o TIUMag, habiendo colaborado en distintas épocas con otros como PlayGround, BeatBurguer o Tentaciones (El País) y siendo consultor para artistas como Alizzz o Whoa! Music. En estos momentos también actúa como asesor estratégico y musical en WOS y ha regresado a la prensa escrita para la nueva Rockdelux. Su interés va enfocado en las nuevas formas y vertientes de la comunicación digital aplicada al territorio cultural y artístico, no solo musical. En este campo, lleva ya varios años experimentando con las nuevas formas de divulgación adaptadas a las nuevas realidades comunicativas de Internet. 

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UNA LOCURA NECESARIA

UNA LOCURA NECESARIA

Por Federico Barea y Maximiliano Storck 

Leer a Burroughs siempre es un acontecimiento. Su zona textual promueve focos insurreccionales en el preconsciente, sus agentes lingüísticos se inmiscuyen ahí donde lo subliminal se organiza para caosificar, lo suyo es armar bardo en los centros sinápticos donde se atan y desatan pretensiones. Tijeras, grabadores y cinta en mano, se pregunta ¿qué es el sexo? ¿qué es lo humano, lo propio? ¿qué es la palabra? Las respuestas posibles, las normalizadas y las conjeturales son desmontadas, reordenadas, liberadas para ejercer una síntesis nueva y reincorporadas luego al sistema cerrado de la cultura. Como lo pretendía Artaud en el teatro de la crueldad, deshegemonizar el cuerpo, libertar los órganos. La estrategia burroughsiana es concreta como en Vertov, como en Schaeffer, Steve Reich, Beckett o como en Raymond Scott, él también es un artista del montaje. Su apuesta: alcanzar el des-orden a través de la re-orgon-ización de la palabra, alta droga: hacia la resemantización interior, ¡siempre! Plop.

Si la primera nos trajo hasta acá, entonces copiarla, amasar una Eva siamesa o un tomatelás, dinamitar la dialéctica de la Creación, porque no existe oposición posible que nuestra mente pueda procesar cuando dónde todo es lo opuesto a sí mismo, así mismo cómo puede haber oposición si no hay afuera, si el cuerpo, la máquina blanda que es nuestro adentro es este corso en el que aprendimos a confinar la razón, este movimiento perpetuo del corazón que es la locura que es un estadío donde los torrentes de razonamientos se entremezclan que es la columna flexible del último coral que bajo el sol de una nova se contonea en los oceánicos ojos de un lémur.

Sólo Burroughs es capaz de hacerlo, pero hacelo vos también, porque como dice el pibe subliminal, al ver verás.

Burroughs describió, como Vaneigem, como Debord, en la tradición de Spengler, Freud, Adorno, el malestar contemporáneo. Como ellos ejerció un arte revolucionario de la sensibilidad, una apuesta a la modificación de la percepción que atentase contra los nexos asociativos obsesivos. Estos nexos provienen del Estado, la familia y la prensa, del sector privado y la industria cultural como antes lo hicieron del aspecto exotérico de los rituales religiosos. Son concretos, son conscientes. Burroughs dispara contra tanto automatismo, desplaza los cimientos de la propiedad del lenguaje. Usa las palabras, las lija, las pule y las baña en cromo, las asocia y las recategoriza para combatir la locura circundante de la norma. En esta mitología de la era espacial, el collage narrativo detona la figura de autor, de narrador. La repetición de fórmulas usadas hasta el hartazgo, el manejo de las tensiones narrativas, clímax, reposo, estereotipos, vuelven, esta vez en forma de farsa. ¿Logró su propósito? Cabe el “ni ahí”, porque la suya era la última instancia antes que el maelstrom se lo devorase todo. Pero en su obra aparece la figura del saboteador, I and I, una suerte de Yojimbo espacial que llega para acelerar el desastre. Burroughs alguna vez dijo, mejor el caos que la aniquilación total. Entonces, qué genialidad la suya. Qué intento, qué nobleza la San Puta. Tirar de la hilacha y desvestir el cuerpo crudo y explotado que se estremece en la punta del tenedor, buen provecho.

La revolución electrónica es una apuesta vitalista ante este mundo condicionante. Responder por las cintas y la reproducción y el feedback es otra manera de autoafectarse. Ante el sustancialismo de los discursos dominantes, el vitalismo anarca del feedback que busca desanudar los nexos asociativos atávicos de esta violenta especie. Es su afán destruir el virus palabra que nos inyecta realidad a cada rato, la fuga insustancial en el sitio donde se acoplan la palabra y la cosa. Si enunciar es una estafa porque encubre un procedimiento desconocido incluso para el enunciador, ¿cómo romper la línea de montaje discursiva que estimula la manipulación? En la resaca del escándalo (en un mundo donde ya nada escandaliza) estos textos recogidos y traducidos ante el vacío circundante; híbridos, mezcla de ensayo, literatura de anticipación, delirio pop, Burroughs canturrea, cut-up mediante, una fórmula encantatoria-tecno.

Como todos, Burroughs bucea tratando de encontrar la perla con que pagarse otro culo, no jodamos. Pero aun así es el prócer de la postmodernidad, el profeta turbio de esta síntesis en la que agonizan el rock, el cine, la poesía, el escándalo, la política y la prohibición. Su denuncia es heroica y huele a tongo, a tanga, a cromo y carne asada, a lavandina y ozono. Según él, una mitología para la era espacial. Desde su propio inconformismo retoma la experiencia y como buen chamán predice lo que va a venir, lo que ya llegó hace rato, este estrellado futuro nuestro de cada día.

Federico Barea (Buenos Aires, 1982). Como investigador realizó la bibliografía Todo Córtazar, (2014) junto a Lucio Aquilanti. Compiló para la editorial La Comarca ensayos, cuentos y las experiencias como tallerista de Néstor Sánchez en Ojo de Rapiña (2014), Solos de Remington (2015), Taller de Escritura Poemática (2017), respectivamente. También reunió poemas de Reynaldo Mariani, Jorge Quiroga y Julio Huasi en la editorial del Instituto Lucchelli Bonadeo y las prosas de Ruy Rodríguez y Reynaldo Mariani para la misma editorial. En 2016 apareció en Caja Negra la antología de poetas y narradores Argentina Beat. Como traductor publicó, con Marco Lera, Estrategias de lo bello (Las Cuarenta, 2017) de Mario Perniola. Junto a María Negroni tradujo Hotel Insomnio de Charles Simic (Zindo & Gafuri, 2017) Trece maneras de mirar a un mirlo de Wallace Stevens (Kalos, 2018) Navidad y otros poemas de Erri de Luca (Kalos, 2019). Además, compilaron la poesía completa de H. A. Murena en Una corteza de paraíso, (Editorial Pre-Textos, 2019). 

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VENIAL. SOBRE MARK FISHER Y EL ELEGÍACO OCASO DE LOS BLOGS

VENIAL. SOBRE MARK FISHER Y EL ELEGÍACO OCASO DE LOS BLOGS 

Por Rafael Cippolini 

Murió Dios (dos veces), murió el Arte, murió la Historia, murió el rock y también murieron los blogs. Alguna vez soñé con un tipo de ensayo epifánico modelado en las condiciones digitales que el formato blog permitía (puedo proponer una fecha bastante certera: diciembre de 2004, mi primer intento fallido por abandonado, de acometer un blog). Nada de traficar materiales teóricos a la web; menos todavía ilustrar en el desierto de los bits. Más bien, una cacería de materiales bastardos de acá y allá (Internet nació aventajando a los teletransportadores de Star Trek) para desmenuzarlos o readobarlos en sus sentidos improbables, con un rigor casi atlético (una redacción de no más de 40 minutos, un quantum de entre 4500 a 5000 caracteres). Lo más cerca posible de un anotador de entomólogo en medio de ese Amazonas de clicks. El monstruoso perfil de ese continente desproporcionado que se denominaba blogósfera nacía, se autoreplicaba, deconcertaba. ¡Todo parecía tan nuevo! Telarañas de bitácoras, subsistemas entre subsistemas, que hace rato no son más que cementerios del links, o en el peor de los casos, el ocaso de una parodia.

Si se quiere, el ensayo que soñaba deseaba pendular más hacia al apunte que al paper, como debería corresponder a un cronófobo de cuna como yo. Visualicemos: en esa época, un blog era cualquier cosa menos vintage o soporte de páginas web de cabotaje. 

Una buena parte de aquel tiempo (2004 – 2009) la dediqué observar otros estilos. No sé cuál dominó de links me llevó a K-Punk. Eso sí: experimenté una simpatía inmediata hacia Fisher, tan cercano y aún más desproporcionalmente divergente. Advertí en el acto su magisterio, el de un clásico modernista invirtiendo la polaridad de frankfurtianos: crisis marxista y declive de la mejor cultura pop con la que habíamos crecido. Y por sobre todo, uno de los más significativos espejos -deformante e iluminador- sobre cómo apropiarse de un medio de producción de sentido al alcance de todos.

Casi de mi edad, amábamos los mismos libros, las mismas bandas, las mismas películas; aparte de eso, me devolvía la evidencia de que no nos parecíamos en nada. Por culpa de Erik Davis (Techgnosis) y otro Mark (Dery), mi búsqueda era la de una revelación post-informática y psicodélica (con todo el weird de un devoto bonaerense de la cyberdelia de Timothy Leary, sumándole los exabruptos de Ken Goffman y su Mondo 2000, etc., etc.). Fueron años en que me alimenté de la basura de los blogs como una suerte de droga. Tan diferente, Fisher usaba la red no tanto como observatorio, sino como un arma propagadora de sus analítico-nostálgicas cavilaciones post-jamensonianas. K-Punk fue (y es) una trinchera única: más allá de todo pesimismo sobre el futuro de la web, la utilizó cenitalmente como panel de sintomatología político-cultural, virus teórico en los intersticios de la Bestia conectiva.

A mi estúpido optimismo blogósfero, Fisher inoculó lentamente una necesaria y trágica sensatez pesimista. Las suyas fueron bombas de tiempo extenso, cancelativas. No le faltó perspicacia: algo de muchos de nosotros, de nuestras escrituras, desapareció con lo que aquella red de blogs nos daba. Que sus textos salieran ilesos, sigue siendo una preciosa e indeleble lección. Vislumbró la trampa desde el minuto cero: úsese mientras se pueda; lo digital se pierde en más digitalidad, o sea más capitalismo de servicio. Signo de los tiempos: Fisher habitó diskettes y pendrives mucho antes de llegar a mi biblioteca.

Nunca lo leí cronológicamente: husmeaba sus entradas en relación a tal o cual cita. Crecimos en los mismos años, él con NME, Melody Maker y más tarde, a distancia, Wired. Me tocó hacer lo propio con la segunda etapa de Expreso Imaginario (Rosso & Pettinato), Cerdos & Peces y Babel. Dos de los primeros textos que recuerdo que leí fueron traducidos poco más de una década después por Fernando Bruno y compilados por Caja Negra: nada menos que “Londres después de la rave: Burial” y “¿Cuáles son las políticas del aburrimiento?”. Pero cuando me encontré, ya en la edición local, con “Fantasmas de mi vida. Goldie, Japan y Tricky”, me rendí del todo. Lo adoré. 

En Fisher me reencontré con jalones de un Ballard que comenzó a desestabilizarme en la temprana adolescencia (Ediciones Minotauro), aunque a mi centro lo encontraba más en Aldiss (A cabeza descalza, Enemigos del sistema, Criptozoo), o sea, sin la urgencia de “hacer máquina” con el rock y aún muy lejos del veinteañero hiperfan de Tricky en el que elegí transformarme una década después. La salvedad obliga, entre sus Ballard-Tricky y los míos, median una recepción-delay de 11.200 km, y aún sigo pensando que de ningún modo esto sugiere una desventaja. Al revés: la tuvo más difícil.

Para el segundo lustro de los 2000, como ya dije, Fisher representaba la culminación del modernista tardío -por extemporáneo-, uno de los más lúcidos cultores de la dialéctica negativa en la era de los celulares inteligentes. Tan equipado (quizá aún más) que el Marshall Bergman de Aventuras marxistas, con cada intervención, mi involuntario amigo invisible Mark re-energizó a ese androide bamboleante que sigue siendo el marxismo no-dogmático de estas primeras décadas del milenio. Sigo pensando que para un diagnóstico más panorámico sigue adolesciendo de mucho cómic formativo, ya sea Metal Hurlant, Raw, Katsushiro Otomo, Julie Doucet o Gran Morrison, por enumerar desordenadamente ¿Acaso gran parte de los imaginarios que analiza no provienen de viñetas que nos fueron cogeneracionales?

El que creo que es mi primer apunte sobre su escritura lleva el título de Venial (2006): “Ningún esfuerzo teórico por trascender el siglo XX. Bueno ¿por qué tendría que hacerlo?”. Estoy persuadido que entendía, tanto como me toca, que los de nuestra generación podíamos cultivar el orgullo de convertirnos, lenta e inexorablemente, en unos “viejos chotos deliciosos”. Al fin de cuentas, teníamos referentes: no es difícil imaginar a Ballard, Burroughs, Alan Moore o mi amado Macedonio como bebés aquejados por una daimónica gerontofilia. Su decisión de no envejecer nos privó de gran parte de lo mejor que tendríamos en este mismo momento. Creo que me enteré de su muerte por un mail -o un WSP, quizá- de mi amiga Renata Zas, que en ese tiempo estudiaba en el Goldsmiths Institute, y asistió a un acto en su homenaje en el que habló su padre. Todo esto es difuso, pero déjenme atribuirle la dudosa inspiración de esta sentencia spinettiana-artaudiana que no le corresponde: “Lo suicidó el capitalismo. Una pérdida tristemente aceleracionista”. No me hagan mucho caso. Puedo estar inventándolo. Pero algo así fue. I like you, Mark. So much (with circumstantial distances).

Rafael Cippolini es escritor, ensayista y curador. Sus crónicas, ensayos, ficciones y artículos fueron publicados en medios como Página/12, Clarín, La Nación, Perfil, Ramona, Tsé=tsé, Otra Parte y entre otros.

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CRUZADA QUEER 

CRUZADA QUEER 

Por Diego Trerotola 

Hace más de quince años escribí una nota sobre John Waters en la revista El Amante en la que reclamaba que se traduzcan y publiquen en la Argentina los libros que hasta ese momento había escrito ese anarquista anal, tanto sus compilaciones de artículos, sus guiones como su temprana autobiografía Shock Value. Leía los libros de Waters desde los noventa, pero nunca encontraron un proyecto editorial local que apostara por ellos. De hecho, me había propuesto compartir en aquella nota algunos fragmentos de sus textos como prueba de su valor literario. En aquellos años, Waters estaba todavía en actividad como cineasta pero era completamente desconocido como escritor aquí y en gran parte del mundo. Aún faltaban varios años para que se convirtiera en un best-seller con su genial Mis modelos de conducta, pero igual sus libros anteriores ya contenían páginas de talento infinito.

Caja Negra cumplió mi deseo y comenzó a editar a Waters en la Argentina, lo que implicó para mucha gente conocer más de un cineasta que podía moverse de forma única en la literatura, el arte contemporáneo, el cine, la música y en otros ámbitos más oscuros para revelar una cultura que era desconocida, excéntrica y hasta inimaginable a veces. Ya lo dije en su momento: Waters es una guía cultural desviada, como ese alter ego amarillo que interpreta en un capítulo de Los Simpsons. Y lo extraordinario de Caja Negra no fue solo que lograron que la inteligencia y la sensibilidad de Waters apareciera nítida en el mapa local, sino que también la editorial se constituyó en una guía cultural con la misma carga de excentricidad. Porque no solo redoblaron la apuesta, editando no uno sino dos libros de John Waters, sino que el catálogo, desde antes y después de esos libros, se propuso terminar con una carencia editorial argentina: la ausencia de una continuidad en la cultura queer literaria y artística, editando autores sin fijarse en las legitimaciones ni las modas locales. Waters no era una apuesta solitaria para Caja Negra, porque también permitieron conocer en profundidad los mundos de William S. Burroughs, Ed Wood, Derek Jarman, Walt Curtis, José Esteban Muñoz, Sara Ahmed, Alfred Jarry, Claudio Caldini, entre otras personas que, en su gran mayoría por primera vez, tuvieron libros en los que se pudieron recorrer sus sensibilidades, sus lenguajes, sus idearios, sus legados. Y ahora, cumpliendo una década y media de vida editorial, preparan la publicación del nuevo libro de Waters, que será toda una fiesta, porque tres ya es una orgía.

Un aniversario de Caja Negra es también una celebración de una cruzada editorial que nos permitió el placer de desviarnos de los caminos rectos y demasiado transitados.Dieg

Diego Trerotola es ramonero, crítico de cine, queer, gordo. Escribe en Página/12  y es director del Festival Asteriosco. Colecciona figuritas. 

 

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EL HECHO SINESTÉSICO

EL HECHO SINESTÉSICO

Por Cristian De Napoli 

Parafraseo a E. P. Thompson: todo empezó por las pequeñas inquietudes de un grupo de editores diletantes. Entre 2003 y 2006 los vimos ocupar las plazas y las ferias de la autoproducción, los espacios no marcados para concentrar libros, y a la vez, o algo más tarde, las librerías. Pienso en Caja Negra como en Cactus, El Cuenco de Plata, Mansalva, Eloísa Cartonera, Milena Cacerola, Entropía y tantos sellos nacidos en ese lapso. Una camada de 24-hours publishing people, cada uno hacía unos pocos libros y los difundía —pueden cambiar las vocales: los defendía— a toda hora: a las diez de la mañana en una radio, a las cinco de la tarde en un parque, a medianoche en una ex fábrica de amianto reconvertida en pista de baile para la ocasión. Esa circulación sinestésica del libro vino para quedarse, acompañada de un sonido o un color, y transformó lo que había. No me pregunten qué es lo que había inmediatamente antes; por supuesto que no era nueva la figura del editor entusiasta, sobre todo en poesía. Pero campeaba el traspaso de sellos locales a grupos multinacionales, y alejarse de la gran edición internacional (bestseller o de culto) no era tanto adentrarse en pequeños proyectos como salirse de todo mercado, indie o mainstream, y respaldar el tráfico de libros enteros en fotocopia. Del descolor a la sinestesia, el salto fue así. La política podía tener su váyanse todos; el mundo editorial ya se había ido y, bueno, que vengan todos, como sea. Y vinieron rápido, de golpe y en banda, como dijo Luca Prodan que vino el punk a una Londres “aburida y estancada”. En sentido editorial, y solo en ese sentido, la Buenos Aires previa a la irrupción de estos nuevos sellos sabía mucho de estancamiento y algo, no poco, de “aburimiento”.

Caja Negra se plantó enseguida con dos colecciones de nombre misterioso: Numancia y Synesthesia. Aunque me llevo muy bien con la primera (que es la más volcada a la literatura y filosofía), la segunda, de libros sobre cine y música, me dio felicidades que con la relectura tiendo a volver frecuentes. Mi subcolección dentro de Synesthesia la forman los libros de música, y hay un título maravilloso en el centro: La historia secreta del disco de Peter Shapiro. Shapiro es un historiador; su método se conecta con la concepción del ensayo que entre nosotros manejaron David Viñas o Néstor Perlongher en su trabajo sobre los chongos de San Pablo. Contrastando lo singular o lo bello del objeto con lo duro de la data en torno, su investigación sobre la música disco neoyorquina recoge datos sociológicos fuertes, poco contemplados por el común de los libros de música (leyes sancionadas en la época, índices de criminalidad, campañas publicitarias, políticas raciales, todo lo que estaba alrededor de la bola de espejos). Pero además de historiador, Shapiro es alguien que la vivió, que participó activamente de la cultura disco y ahora la (d)escribe con las armas de la sociología, evitando “competirle” a su objeto con un discurso wannabe desenfrenado o excitante. Es una doble distancia: respecto del canchereo vivencialista y también de la pesadez académica, eso otro que normalmente abunda. Shapiro es un escritor.

Más cerca del presente, Caja Negra nos hizo conocer los escritos de Mark Fisher sobre el modernismo popular —noción que, creo, calza muy bien para la síntesis de todo lo que dije en mi primer párrafo— y partiendo de Boris Groys e Hito Steyerl lanzó una tercera colección, Futuros Próximos, que llegó para puntear la discusión filosófica, política y estética de estos días. Hoy cumple quince años y tiene cerca de cien títulos publicados, cuya identidad es su vigencia. El hecho sinestésico, leí por ahí, no es tanto el desarreglo o la confusión de los sentidos como la apertura a la percepción de una cosa y además otra (un color y un sonido, por ejemplo). Hablamos la lengua de un grupo de editoriales como Caja Negra.

Cristian De Nápoli es escritor. Nació en Buenos Aires en 1972. Trabaja como traductor y atiende su librería, Otras Orillas. Sus últimos dos libros son En las bateas expuestas. Crónicas del amor y el hartazgo con los libros (2020, Añosluz) y los poemas de Antes de abrir un club (2018, Zindo & Gafuri). 

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