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Por Jesús Carrillo
Mis primeros contactos con la obra de David Wojnarowicz, por seguir el tono confesional del diario, fue a través de dos compatriotas de su misma generación y contexto neoyorkino, hoy también desaparecidos. Al editar los textos del añorado Douglas Crimp en 2004, encontré en la introducción de Melancholy and Moralism la referencia a un artista para mí desconocido hasta entonces. Douglas relataba la falsa antinomia en que habían querido arrinconarle por su defensa de un arte activista frente al SIDA. Según comentara maliciosamente en Artforum el crítico gay David Deitcher, la posición partisana adoptada por ciertos artistas en 1989 suponía desautorizar el valor de las imágenes abiertamente homosexuales, pero aparentemente apolíticas, de David Wojnarowicz. A ello respondía el autor de On the Museum Ruins que a él mismo le encantaba Wojnarowicz y que no se avergonzaba de hacerlo.
Me encontré por fin cara a cara con tales imágenes cuatro años más tarde, en 2008, cuando Cathie Coleman, fundadora y responsable del departamento de fotografía del Museo Reina Sofía, apareció en mi recién ocupado despacho de actividades públicas con una caja en que traía algo que era importante que viera. Se trataba de una edición póstuma de la serie Arthur Rimbaud en Nueva York (1978-79) que el museo acababa de adquirir y que, según ella, tenían un valor singular. Desgraciadamente, Cathie no llegó a ver la exposición que años después dedicara el Reina Sofía a su admirado Wojnarowicz, con dicha serie como elemento protagonista.
Teniendo entre mis manos las imágenes decadentes y románticas en que el artista neoyorkino invocaba el fantasma del artista en fuga entre las ruinas biográficas y arquitectónicas del Lower East side, pude entender que, diez años después, un crítico malintencionado las contrapusiera a los eslóganes reivindicativos utilizados por los miembros de ACT UP; también entendí que Douglas, dotado de una agudísima sensibilidad estética, se negara a aceptar tal oposición.
Que la obra de Wojnarowicz llegara a un museo al otro lado del océano hacía justicia poética al hecho de que su identidad como artista despertara en una infantil visita al MoMA. Los escritos agrupados bajo el acertado título En la sombra del sueño americano, son los diarios de alguien que encuentra en la “vida de artista” la medida desmedida en que inscribir su inconforme subjetividad. Aquella estructura biográfica tejida desde el extrañamiento y la búsqueda de un horizonte inalcanzable había adquirido carta de naturaleza, a la vez que su expresión epigonal, en la literatura y el arte norteamericanos del siglo XX. David, cuya búsqueda/escapada venía propulsada por el desarraigo emocional de una infancia rota en una sociedad en descomposición, aparecía como un sujeto particularmente adecuado para encarnar el mito. Este le daba la oportunidad de plantear ad infinitum la pregunta ¿por qué? ¿por qué?, difiriendo la respuesta a la irreductible experiencia de un individuo en permanente huida de una vida vacía de sentido. El viaje, el encuentro con un otro desconocido, el enamoramiento fugaz, las impresiones de un caótico paisaje humano, la revelación de los sueños e, incluso, la estancia en París, son lugares comunes de este relato maestro que el joven Wojnarowicz vivió y transcribió con vocación, honestidad y talento.
Puesta de la obra de David Wojnarowicz en el Museo Reina Sofía (2019)
La selección de los diarios realizada por Amy Scholder da cuenta tanto de un sostenido ejercicio de autoconocimiento como del entrenamiento incansable de quien busca adiestrarse en el arte de transmitir las sensaciones más genuinas; de “reflejar la energía que uno absorbe de la sociedad” y, al hacerlo, aliviar el malestar de sus congéneres “haciendo que se sientan a gusto y renuncien a todo lo terrible que hay en el mundo. Que digan: sí, esto es verdad”. A cambio, como él mismo reconocía a través de la voz uno de sus amantes, esperaba la valoración y el reconocimiento que nunca había sentido de niño.
Leer los pasajes de estos diarios trae a la memoria las novelas de otro seguidor americano de Jean Genet como Edmund White y nos permite entender hasta qué punto la traducción estética de la disidencia sexual y el consumo de drogas fue el canto de cisne de una poderosa figura del artista, heredero americano de Rimbaud, a punto de quedar enterrado en la fosa común del tardocapitalismo y de la tragedia del SIDA. La generación de los Kerouac, Burroughs y Ginsberg había marcado un camino sin retorno que el joven David Wojnarowicz se disponía a recorrer hasta sus últimas consecuencias, aunque para ello hubiera de iniciar un viaje sin mapas y generar un “velo” protector respecto a sus orígenes.
Los repetidos encuentros sexuales que encontramos relatados en el diario no son simplemente los hitos temáticos de una narración autobiográfica que necesita enunciarse desde el margen y lo abyecto. Antes que eso son para él la única y fugaz evidencia del sentido de la existencia: “En las sensaciones eróticas evocadas por el encuentro con este hombre por los oscuros recovecos del embarcadero (…) me fue dado un indulto en la imposibilidad de vivir mi vida como debería ser, como demandan mis sensibilidades (…) La posibilidad inherente a la imposibilidad”. David defiende a Burroughs de quienes le criticaban por llenar sus relatos de encuentros con jovencitos. Él mismo registra en su diario el rito compulsivo de bajar al muelle en busca de la furtiva iluminación ligada al encuentro sexual, aunque la repetición de cuerpos y escenarios le provocara la melancólica sensación de estar atrapado en un loop sin salida. El hastío y el cansancio derivados de la repetición le impedía, como a un yonki, romper la circularidad del maelstrom que se alimenta vorazmente de toda energía imaginativa y libidinal a su alcance. Como confesara en una ocasión, “bien en lo profundo algunos desearíamos que todo se prendiera fuego liberándonos a todos de las historias pasadas en este embarcadero”.
No encontrará el lector en las intensas páginas del diario de Wojnarowicz una descripción razonada de la sociabilidad gay del Nueva York previo a la pandemia. Más allá de algunas conversaciones con su círculo íntimo y del registro directo de sus encuentros sexo-afectivos, solo encontramos imágenes impresionistas de los muelles y de los bares que eran escenario de sus trayectos vitales. No hay un interés especial por recoger los modos en que la disidencia sexual deja su huella colectiva en la ciudad. Por el contrario, se pregunta “Si estas paredes hablaran ¿Cuál sería el mejor recuerdo que tendrían de mi?” Los personajes que habitan sus calles y sus bares adquieren foco únicamente cuando pasan a ser objeto de su deseo personal. Mientras tanto, las travestis aparecen una y otra vez a modo de elemento ambiental sin dejar nunca el anonimato. De hecho, tampoco refleja los rasgos individuales de quienes le acompañaron de un modo más cercano y sostenido en su vida, como sí lo hiciera de sus amantes o de Peter Hujar, cuya amistad le ayudó a resituar su carrera artística. De Brian o de Tom sabemos poco más que sus nombres.
Del periodo de mayor éxito artístico, la década de los 80, apenas tenemos registros. Demasiado ocupado, dejó de dedicar esfuerzos al diario, según nos informa la editora. Éste retoma toda su intensidad a partir de 1987 coincidiendo con las primeras alusiones al VIH y la enfermedad de Peter Hujar. En ese momento, confiesa David, la esperanza de estar unido con el discurrir del mundo se interrumpe, se frena, confundiéndole y generándole un malestar que ya no le va a abandonar. Desde entonces hasta unos meses antes de su fallecimiento el diario de Wojnarowicz se precipita en una emocionante, escalofriante a veces, reflexión sobre la vida y, ante todo, sobre la muerte. El ejercicio de autoconocimiento y de exploración de emociones adiestrado en su condición de artista iba a verse desbordado, estallando en mil pedazos, ante la enfermedad y la inminencia de la muerte. Si en 1977 se veía “mirándome a mi mismo sentado junto a una ventana abierta” desde donde el mundo aparece “como un gran misterio, un misterio de tierras extranjeras y alientos oceánicos”, en 1990, invirtiendo el punto de vista, querría que esa ventana permitiera que los demás vieran su alma, quién y cómo es verdaderamente. A pesar de ese deseo último de transparencia, se siente a menudo como una ventana rota a punto de desvanecerse, “un cristal humano desapareciendo entre la lluvia mientras muevo mis manos y brazos invisibles y grito mis invisibles palabras”.
El desdoblamiento que le permitía al joven artista verse mirando al infinito, se convierte ahora en desidentificación con el David que llora ante la certeza de la muerte, deseando sustituir dicha certeza con la idea de “desaparecer, montarme en un coche al atardecer y pisar el acelerador, lanzarme hacia lo desconocido y la nada del desierto”. Pero la ficción de escapada ya no alivia, como tampoco lo hace la sensación otrora tan liberadora de ser un extraño: “Jamás podré encontrar lo que busco fuera de mí (…) Me siento como si hubiese llegado de otro mundo y no pudiera hablar el lenguaje adecuado”. Tal sensación se vuelve insoportable una vez se da cuenta de que “ya nadie podrá tocar una parte esencial de mi ser”. El sexo, ahora de pago y sometido a la profilaxis exigida por la posibilidad del contagio, ya no es capaz de conjurar un miedo a la muerte que lo invade todo y para el que confiesa no estar preparado, si es que ese estar preparado significara algo.
El que tal vez sea uno de los documentos más intensos del deseo de vivir del último tercio del siglo XX se transforma por el SIDA en uno del inconmensurable miedo que provoca la muerte, cuando esta, cruelmente, avanza triturando de manera sistemática los fundamentos de una biografía basada en la consecución de una libertad cifrada en el ilimitado encuentro con los extraños.
Jesús Carrillo. Desde 1997 es profesor en el Departamento de Historia y Teoría del Arte en la Universidad Autónoma de Madrid. Desde 2008 a 2014 dirigió el Departamento de Programas Culturales del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. De 2015 a 2016 fue Director General de Programas y Actividades Culturales del Ayuntamiento de Madrid. Miembro de la Red Conceptualismos del Sur. Entre sus libros destacan, Space invaders. Intervenciones artístico-políticas en un territorio en disputa. Lavapiés (1997-2004) (Madrid: Brumaria, 2018), Arte en la Red (Madrid: Cátedra, 2004), Naturaleza e Imperio (Madrid: 12 calles, 2004) y Tecnología e Imperio (Madrid: Nivola, 2003).