Javier Pérez Iglesias fue uno de nuestros aliados lectores en el encuentro en torno a Naturaleza Moderna de Derek Jarman que celebramos en Madrid el diciembre pasado, dentro de la exposición Like sparks through the stubble, curada por Jesús Alcaide. En esa actividad, leímos fragmentos de sus diarios y regalamos semillas a los asistentes para que, entre todxs, aunque cada unx desde su casa (casi previendo algo de lo que se nos venía encima) hiciéramos juntxs un jardín en homenaje a Jarman y su Prospect Cottage. Ahí estaría el jardín, en el balcón de cada unx de quienes pasaron esa tarde leyendo.
A raíz de esta primera invocación, surgió la idea de enviarnos cartas contando nuestras experiencias con el libro y con los jardines. La primera que recibimos es esta, de Javier, bibliotecario de la Facultad de Bellas Artes. Javier es un amigo que trabaja rodeado de libros y cultiva un jardín. En esta carta de amor, él vincula esos dos espacios que lo rodean y crecen a su alrededor. Si un jardín es una apuesta a futuro que hay que trabajar en el presente, bibliotecas y espacios verdes tienen más similitudes que diferencias.
Acompañamos esta carta con las entradas al diario Naturaleza Moderna correspondientes a mayo de 1990, hace exactos treinta años.
Es raro escribir cartas a una editorial pero estamos en tiempos de escribir a familiares lejanos y a amigos con los que no hablábamos desde hacía mucho. Al fin y al cabo, Caja Negra, eres una compañía constante en mi vida y, en estos últimos tiempos, has sido anfitriona de muchas de mis mejores conversaciones lectoras. Además, me encanta escribir a una editorial que ha tenido la idea de crear “jardines virtuales” para habitar esta pandemia que nos ha enclaustrado —cada casa, una caja cerrada— en nuestras vidas, con nuestros miedos y nuestras incertidumbres y nuestros placeres, también.
Es una maravilla que tú, editorial, y yo, bibliotecaria, coincidamos en el jardín. “Tú editorial, yo bibliotecaria”. Eso ya sería el título de una canción de amor. Es más: las dos somos muy de reírnos del amor romántico y, al mismo tiempo, muy enamoradizas. ¡No sin nuestras contradicciones!
Llevo un tiempo largo dando vueltas a la idea de jardín como una forma de repensar las bibliotecas. Esto viene de una entrevista que le escuché a mi amiga Michèle Petit en la que hablaba de ese paralelismo, entre jardín y biblioteca, a partir de una conversación entre ella y nuestro común amigo Daniel Goldin.
El jardín es un lugar al que acudimos sin esperar algo práctico o utilitario de esa visita. Vamos a los jardines, o los cuidamos, por el placer del aire libre, de ver plantas, de escuchar a los pájaros, de abrazarnos bajo un árbol o de abrazar al árbol. ¿Por qué no pueden ser las bibliotecas lugares así? Vale, damos información (que es una cosa muy útil), servimos como instrumentos para la autoformación o para apoyar a la educación reglada: somos una puerta de acceso al conocimiento. Eso lo asumimos y nuestra formación y nuestra tradición nos preparan para ello. Pero, además, por qué no podemos ofrecer espacios de placer, lugares para concentrarse en lo que cada una quiera, sin imposiciones, sin formalismos. ¿Por qué no vamos a poder?
También veo en la idea de jardín otras cuestiones que relaciono con las bibliotecas. El jardín nos obliga a pensar en los cuidados y en el futuro. Lo que plantamos hoy solo se verá, tal como lo imaginamos, cuando crezca. Un paseo con sombra, un parterre con determinadas plantas, que combinan colores y olores, solo serán lo que imaginamos cuando hayan pasado meses o años y requerirán nuestra dedicación. Con las bibliotecas también ocurre eso, debemos proyectar hacia el futuro y ese futuro tiene que ver con lo que ya estamos haciendo. Además, un jardín significa escuchar, atender a lo que nos dice la naturaleza. Al menos los jardines que me gustan. En las bibliotecas pasa exactamente lo mismo: sin una escucha atenta a lo que quieren nuestros públicos, no hay forma de dar un servicio coherente. En el jardín, como algunas pensamos que debe ocurrir con las bibliotecas, se disuelve esa falsa dicotomía entre naturaleza y cultura o entre utilidad y placer.
Aquí es donde cobra tanto sentido ese libro que tú, Caja Negra, nos has regalado en una traducción maravillosa: Naturaleza moderna, los diarios de Derek Jarman. Derek Jarman escribió esos diarios (de los años 1989 y 1990) en plena crisis del sida. Él, que ya era muy conocido como artista y cineasta, había hecho pública su condición de enfermo y de marica. Eso le convierte en un militante, en un activista que se opone a las políticas necrófilas y a las declaraciones de odio del gobierno, de ciertos partidos y de la prensa. Coincide además con que se empiezan a manifestar los síntomas de la enfermedad y entra y sale del hospital y se siente débil, desprotegido y cercano a la muerte.
Naturaleza moderna mezcla todo ese mundo con el afán de Jarman por crear un jardín, una alegría, en un entorno que se podría describir como desolado. Una costa agitada por las olas y quemada por el salitre. Vientos violentos y pocas precipitaciones. Solo prosperan plantas bajas o las que, pudiendo haber crecido más, se adaptan pegadas al suelo. Para completar el panorama al fondo hay una central nuclear. Es difícil no ver Prospect Cottage, el jardín, como una metáfora de esa vida de creatividad, de lucha, azotada por la enfermedad y las políticas miserables de destrucción. Y de ahí, de su vida y del jardín, ambos en condiciones extremas, Jarman es capaz de sacar belleza.
2 de marzo
Naturaleza moderna nos propone un jardín que no intenta domar a la naturaleza y ordenarla. Pero tampoco imita a una naturaleza idealizada que se admira, que se pretende pura. La modernidad de Jarman, y de esa naturaleza que nos propone, reside en la escucha, en intentar aliarse con esa tierra, esos vientos y esas condiciones ambientales dadas para averiguar lo que pueden ayudar a generar. Lo que ofrecen. La ofrenda de la tierra. La belleza, no tan obvia, de lo que está ya ahí. Ese deseo de belleza, de resistencia y de escucha que Jarman coloca en el jardín yo lo comparto con las bibliotecas. Así ha nacido otro proyecto que hemos bautizado, con mi socio Javi Álvarez, #jardinismos. Si “japonismos” designa las influencias del arte japonés en otras culturas, con “jardinismos” queremos significar todo lo que los jardines nos ayudan a crear para explicarnos el mundo.
Javi y yo, “Javis Jardines”, tuvimos la idea de este proyecto justo al comienzo de la cuarentena. Aunque nuestras casas estén frente a frente, y podamos vernos desde los balcones, y a pesar de ser ambos muy de hacer barra en los bares, hemos tenido que recurrir a lo epistolar para comunicarnos. Nos hemos metido juntos en jardines que no sabemos a dónde nos van a llevar así que no está mal poner por escrito las cosas que queremos contarnos. De lo que nos contemos entre nosotros va a salir lo que le contemos a la gente.
Escribir cartas es tomarse tiempo y si algo podemos encontrar estos días (siempre que sepamos protegernos de las urgencias que nos acosan, es verdad) es eso: tiempo para pararnos a pensar, a ordenar ideas, a escribirlas, a compartirlas y a mezclarlas.
De momento sabemos que queremos que del proyecto nazca una pieza en la que convivirán libros (físicos, en papel) y músicas (también con soportes tangibles como el vinilo o la cassette) junto con nosotros dos (y seguramente otros objetos y seres vivos) en la que hablaremos a, ante, bajo, con, contra, de, desde, entre, hacia, hasta, para, por, según, sobre, tras los jardines. Lo hemos explicado en el Blog de la Biblioteca de la Facultad de Bellas Artes de la UCM y esa va a ser nuestra plataforma para, durante el periodo de confinamiento, ir publicando reseñas de libros y músicas que estarán presentes en la pieza.
Caja Negra querida, editorial de mi corazón, estamos entrando en un paisaje en el que hay mucho poliamor entre usted y yo y un activista musical y una biblioteca y un blog y lo que te rondaré morena.
Con las mismas me despido. Espero que sea un hasta pronto y te deseo muchas buenas lecturas, aventuras sonoras y los más bellos jardines,
Javier Pérez Iglesias
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Imágenes del jardín de Javier Pérez Iglesias.
Foto: Isabel Permuy
JAVIER PÉREZ IGLESIAS (1961) se define como “activista bibliotecario” porque piensa que las bibliotecas son unas herramientas colaborativas para la experimentación cultural y la transformación social. Ha trabajado en el mundo de la edición, en la cooperación universitaria y científica para el desarrollo en África y América Latina y en bibliotecas académicas dando apoyo al aprendizaje y a la investigación. Ha sido editor de dos publicaciones, Palabras por la Biblioteca (2004) y Palabras por la Lectura (2007), que recogieron testimonios de editoras, libreras, bibliotecarias y escritoras sobre qué pueden significar la lectura y las bibliotecas en estos tiempos cambiantes. Una de sus áreas de investigación ha sido el papel social de las bibliotecas y su relación con las minorías dentro de la comunidad (“Nosotras red(volucionarias): como tejer una Red que haga las bibliotecas menos excluyentes”). Pero hay un momento definitivo para el giro que ha tomado su práctica bibliotecaria y tiene que ver con el encuentro y la contaminación con prácticas artísticas. Desde 2013 programa, escribe, lee, crea, investiga y ayuda a expandir lecturas desde la Biblioteca de la Facultad de Bellas Artes de la UCM. Allí trabaja con publicaciones bastardas o raritas, crea conferencias performativas y anima discusiones. En 2017 creó junto a Alejandro Simón la editorial Desiderata que está especializada en historia del arte con MAYÚSCULAS; en las prácticas (de riesgo) en bibliotecas y archivos; en las escénicas (y sus nomenclaturas); en la investigación artística y el interiorismo (como manifestación de esa artista que todas llevamos dentro). Quizá lo mejor sea ver su primera publicación, Desiderata, para hacerse una idea de todo esto. Actualmente, está aprovechando el confinamiento para desarrollar un proyecto de escucha y diálogo con el artista sonoro Javi Álvarez que se llama #Jardinismos..
Guillem Jiménez realizando su performance en el Jardín Botánico de Barcelona en Montjuic.
Por Jesús Alcaide
1º de enero de 1989. Dungeness. Prospect Cottage. Derek Jarman comienza la escritura de un diario. Cuadernos dorados y amigos que van desapareciendo. La grabación de The garden. El cuidado del jardín. Salvia, pervinca y rosas caninas. El jardinero cava en otro tiempo, sin pasado ni futuro, principio ni fin. El VIH, hospitales, noches de insomnio y fiebre. HB, Tilda y el jardín. Sudor nocturno, cabello empapado y frío a altas horas de la madrugada. No tengo fuerzas para nada. Intenté descalzar una planta muerta y me desmayé. Solo puedo caminar hasta el final del jardín. La crónica de una desaparición que ocurrirá 5 años después. 19 de febrero de 1994. Hace 25 años.
La edición traducida de Naturaleza moderna ocurre en otro tiempo. 25 años después. Ilya Prigogine e Isabelle Stengers escribían en Entre el tiempo y la eternidad (1994) que “cada ser complejo está constituido de una pluralidad de tiempos, conectados los unos con los otros según articulaciones sutiles y múltiples. La historia, sea la de un ser vivo, o la de una sociedad, no podrá jamás ser reducida a la sencillez monótona de un tiempo único”. Derek era un ser complejo como todos (¿o como pocos?) y se sabía perecedero, sin fecha de caducidad exacta, pero con un horizonte de vida corto, el de aquellos tantos amigos que fueron muriendo a causa del SIDA desde mediados de los años ochenta.
“Camino por este jardín/ de la mano de mis amigos muertos/ la vejez llegó pronto a mi generación/ sorprendida por la escarcha/ Frío, frío, frío, murieron tan sigilosamente”. Naturaleza moderna es un diario escrito contra el tiempo. También a contratiempo. Una escritura de la urgencia, un texto que como un rizoma comienza por el amor de Derek hacia los jardines y las plantas y va conectándose con otras luchas. Como en uno de los diálogos de la película “No son perversos los homosexuales sino la situación que viven” (1970) de Rosa Von Praunheim, “Preocuparos mutuamente de vuestra situación en vuestros trabajos/ Unámonos a los negros del Black Panthers y a las mujeres de Women’s Lib y luchemos contra la opresión de las minorías. Tenemos que volvernos eróticamente libres y socialmente responsables”. Ese es el espíritu que atraviesa Naturaleza moderna, unos diarios que diagnostican los síntomas de la crisis del SIDA como algo más que un problema que afecta al organismo del cuerpo enfermo sino al de toda la sociedad.
Como otros escritores y artistas que fallecieron a causa de complicaciones derivadas de la enfermedad del SIDA como puede ser el caso de David Wojnarowicz, Hervé Guibert, Severo Sarduy, Nestor Perlongher, Pepe Espaliú o Félix González-Torres, hay en estos textos algo así como lo que el maravilloso Pedro Lemebel subtituló en Loco afán como la “Crónica de un sidario”.
Naturaleza moderna es una crónica de las desapariciones, pero al mismo tiempo es una lucha vital en el aquí y ahora. Un grito de amor y rabia. El 10 de agosto escribe Jarman en la entrada de su diario:
La semana pasada, un médico que dirige la investigación de una importante compañía farmacéutica dijo que la búsqueda de drogas para combatir el virus y prolongar las vidas de quienes ya están infectados plantea un problema ético, dado que mantenerlos (léase, mantenerme) con vida contribuiría a exacerbar la situación. Es mejor que todos nos muramos lo mas rápido posible.
Cada día de muy distintas y sutiles maneras, somos víctimas de este tipo de terrorismo. Nuestras relaciones carecen de autorización, están más allá de la ley. Mientras tanto el corresponsal médico del SUN, llevándole la contra a toda la evidencia existente (que indica que la gran mayoría de casos de VIH se da entre homosexuales) les dice a sus lectores que no tienen nada que temer, que esa “evidencia” es una conspiración: solo los gays se contagian.
Necesitamos los soldados gays de Burroughs. Como escribí, solo las delicadezas y limitaciones de una buena educación inglesa evitan que agarre un revólver.
Jardín de cenizas. Pieza de The perfect lover, Blueproject Foundation, 2019. Crédito de la fotografía: Roberto Ruiz.
En un momento como el actual, de nuevas guerras cuturales y retrocesos ideológicos hacia la moral de los bienpensantes, la lectura de Naturaleza moderna aparece atravesada por nuevas conexiones, estableciendo nuevos nodos y nudos como los que a lo largo de estos meses hemos podido ir entrelazando en algunos de los proyectos curatoriales en los que he participado.
Mia anima nera, título extraído de un capítulo de Croma, también editado por Caja Negra, era el nombre con el que THE PERFECT LOVER, colectivo formado por Javier Pividal, Sergio Porlán y yo mismo, nos presentábamos en la Blueproject Foundation con un proyecto en el que la figura de Derek Jarman aparecía como un fantasma, un referente a partir del cual nos interrogábamos sobre la complejidad del lenguaje y la oscuridad del deseo. Atravesando las cancelas, su rostro hecho de cenizas vigilaba la entrada, para volver a reaparecer en la oscuridad del jardín. Un jardín hecho de cenizas y figuras sin rostro, indefinidas, fantasmas de plomo y trofeos cegados que se alzaban sobre postes como los que van construyendo extrañas geometrías en Prospect Cottage, el jardín de Derek Jarman en Dungeness.
Entendiendo el proyecto como un dispositivo para ser activado por otros, la exposición fue activada el día de la inauguración por una performance de Guillem Jiménez a modo de apertura, y como clausura de la exposición, el 11 de enero, en el marco del Jardín Botánico de Barcelona en Montjuic realizamos una lectura colectiva y paseada en la que intervinieron el propio Guillem, Artur Serra, una de las personas que forma parte del grupo que cuida del jardín de Jarman en el momento actual y varias voces que fueron leyendo extractos de Naturaleza moderna y que de alguna manera estaban relacionados con las cuestiones presentes en el mismo, Linda Valdés, Martina Millà, David Bestué; Marc Herrero o Pedro Torres.
En otro contexto de trabajo se enmarca Like sparks through the stubble, un proyecto que tiene lugar en La Eriza (Madrid) y en el que a partir de una intervención con trabajos de Javier Pividal en el espacio se propusieron otro tipo de acciones en los que la obra de Jarman estuvo presente. Un jardín de cenizas con recuerdos de los tres (Óscar, Javier y yo), una composición de jarrones de plomo con flores marchitas, otro retrato de Jarman hecho de cenizas y un candelabro cubierto de cenizas en cuyo interior una vela se iría derritiendo a lo largo de la reunión. Otro tiempo diferente. El tiempo de un único amante.
El 1º de diciembre de 2009, Óscar, el dueño de La Eriza, proyectaba Blue. El espacio se ilumina de azul para acoger el que será uno de los testamentos fílmicos de Jarman. Una película sin imágenes. Una metáfora sobre lo invisible. Una crónica de su incipiente ceguera a causa del SIDA. La pantalla es todo azul. Un Croma azul con el que Jarman se despide de todo. De los amigos, del jardín, del cine, de la vida. Con el tiempo nuestro nombre caerá en el olvido y nadie se acordará de nuestras obras. Nuestro tiempo es una sombra fugaz y se propagará como chispas en el rastrojo.
Diez años después, el 1º de diciembre de 2019, Óscar volvía a iluminar con luz azul el espacio de La Eriza. De su mano, entramos otras personas. Otro tiempo, otros amigos. Allí, el jueves 12 de diciembre, otras voces nos reuníamos para poner cuerpo y voz a algunos fragmentos de Naturaleza moderna. Fran MM Cabeza de Vaca, Óscar Espírita, Paula Cueto, Diego del Pozo y Javier Pérez Iglesias leyendo a Jarman, mientras en una improvisada pantalla proyectábamos imágenes del ayer y el hoy de Prospect Cottage a partir de las fotografías de Howard Sooley y Artur Serra Costa. Cuando el oscuro tornado hizo volar la pequeña casa de Kansas sobre las embravecidas nubes de Oz…
Miércoles 22 de enero de 2020. Comienzo a escribir este texto. El teléfono móvil vibra. Recibo un mensaje de Artur. Tilda Swinton comparece ante público y periodistas en la Slade, la escuela de artes en la que estudió Jarman para presentar una campaña de recaudación de fondos con la que se pretende proteger el último legado del cineasta, su casa y jardín en Dungeness… PROSPECT COTTAGE NEEDS YOU NOW. #saveprospectcottage. Recibo otro mensaje de Óscar diciéndome que justo encima del lugar en el que ahora Tilda comparece, él tenía su estudio en los noventa. Coincidencias, encuentros, nodos.
Escribe John Fowles en El árbol, “me resulta bastante misterioso el hecho de que, para mí, los bosques nunca hayan sido un elemento estático. En términos físicos, yo me muevo a través de ellos, pero en términos metafísicos, son ellos los que parecen moverse a través de mí”. Naturaleza moderna sigue moviéndose dentro de mí. Derek sigue caminando por el jardín.
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Jesús Alcaide (Córdoba, España, 1977) es crítico de arte y comisario independiente. Desarrolla sus investigaciones y trabajos curatoriales en diferentes territorios de las prácticas artísticas contemporáneas. Entre las exposiciones y proyectos que ha comisariado destacan Rock My Illusion (Fundación Botí de Artes Plásticas, 2007), Traslaciones (Excmo Ayuntamiento de Córdoba, 2009), Desdibujados (Fundación Botí de Artes Plásticas, 2009), Contratiempo (Diputación de Córdoba-Villa romana de El Ruedo, 2010), Dutch Play: Nuevos lenguajes audiovisuales en la colección del Netherlands Media Art Institute (I+CAS, 2010), Mario Montez. It’s Wonderful (El Palomar, 2014), Los nombres del Padre (Centro de arte Pepe Espaliú, 2013), Sub/versos (Fundación Gala, 2014), Agustín Parejo School (CAAC, 2016), Disfonías (Centro Párraga, 2016), Teorema (Espai Tactel, 2017), In ictu oculi (Artnueve, 2017), Animal mirror (Scan, 2017) , Itziar Okariz. Una construcción… (CA2M, 2017), Pepe Espaliú. Barcelona-Hospitalet. Tres temps (Tecla Sala, 2018), Pepe Espaliú. En estos veinticinco años (García Galería, 2018), Maria Cañas. No ni ná (TEA-Tenerife, 2018), Cristian Lagata. Verde Chroma (Centro Párraga, 2018) o Pepe Espaliú/Juan Muñoz-Correspondencias (Sala Verónicas, 2019).
Entre 2010 y 2011 dirigió el I+Cas . Centro experimental y Tecnológico para la Cultura y las Artes de Sevilla. Entre 2014 y 2016 ha sido codirector del espacio de creación independiente COMBO.
*La imagen miniatura de esta entrada muestra a personas cuidando del jardín de Jarman en Prospect Cottage, Dungeness, 2019. Crédito de la fotografía: Artur Serra Costa.
DEREK, UN INSOLENTE Y ABRASADOR TESTIMONIO DE POSIBILIDAD
DEREK, UN INSOLENTE Y ABRASADOR TESTIMONIO DE POSIBILIDAD
Compartimos la introducción de Olivia Laing a Naturaleza Moderna, de Derek Jarman.
Ningún otro libro me resulta más querido que este. No hay otras páginas sobre las que haya vuelto con mayor asiduidad o que hayan tenido en mí una influencia más perdurable. Leí Naturaleza moderna uno o dos años después de su publicación en 1991, con toda seguridad antes de la muerte de Derek Jarman en 1994. Fue mi hermana Kitty la que me introdujo en su obra. Por aquel entonces, ella tenía diez u once años, y yo doce, tal vez trece.
Éramos niñas raras. Mi madre era gay y las tres vivíamos en un feo y moderno complejo edilicio de una ciudad cercana a Portsmouth, lleno de calles sin salida que llevaban los nombres de los campos destruidos para construirlo. Éramos bastante felices juntas, pero el mundo exterior nos resultaba un sitio endeble, inhóspito, siempre gris. Odiaba la escuela de señoritas a la que iba, llena de alumnas homofóbicas y maestras entrometidas, siempre interesadas en saber más acerca de nuestra “situación familiar”. Eran los tiempos del artículo 28, que prohibía que las autoridades locales promovieran la homosexualidad o que se hablara de ella en las escuelas “como una supuesta relación familiar” aceptable. Vivíamos bajo el perverso gobierno de un Estado que nos consideraba una familia supuesta, sometida a la amenaza siempre latente de una eventual exposición y el consiguiente desastre.
No recuerdo cómo llegó Derek a nuestro mundo. Tal vez haya sido gracias a una emisión de Eduardo II en la trasnoche de Channel 4. Kitty quedó deslumbrada. Durante años, vio de noche una y otra vez en su cuarto todas las películas de Jarman, se convirtió en su seguidora más acérrima e improbable. Le resultaba particularmente conmovedora la escena en que Gaveston y Eduardo, vestidos en pijamas, bailan juntos en la cárcel mientras Annie Lennox canta “Every Time We Say Goodbye”.
En mi caso, fueron sus libros. Naturaleza moderna me atrapó de inmediato. Al volver a leerlo este invierno me sorprendió corroborar hasta qué punto marcó mi vida adulta. Fue entre sus páginas que comencé a hacerme una idea de qué significa ser una artista, tener posiciones políticas e incluso acerca de cómo plantar un jardín (de manera lúdica, obstinada, sin prestar atención a los límites, en libre colaboración con el entorno).
Durante mi juventud, su potente hechizo me llevó a incursionar en la herboristería, bajo el encanto de las interminables letanías de los nombres de plantas –dulcamara, áster, ononis–, intercaladas con fragmentos de textos de los antiguos herboristas, Apulio y Gerardo, acerca de las propiedades de la violeta de las hechiceras y la querida cala. Cuando me dispuse a escribir mi primer libro, To the River, fue la voz de Jarman la que intenté transmitir.
A principios de los noventa, Derek siempre estaba en el diario o en la radio. Era una de las poquísimas celebridades británicas que habían hecho público que vivían con VIH, y esto lo convirtió en un mascarón de proa. “Siempre odié los secretos”, nos explica en este libro, “ese cáncer corrosivo”. No dudaba en mostrarse enérgico contra el prejuicio, la censura y la falta de fondos para la investigación, pero también podía resultar encantador, inteligente y hasta capaz de pequeñas maldades.
En un principio, le preocupó que la noticia pusiera en riesgo la viabilidad de su futuro como cineasta, dado que de allí en más ninguna compañía estaría dispuesta a asegurarlo. Sabía, también, que atraería el odio de los periódicos sensacionalistas y se convertiría en un blanco visible para exorcizar el pánico del sida. Sus temores no eran infundados. En sus memorias de 2017 para la London Review of Books, el dramaturgo Alan Bennett recuerda que en ocasión del estreno de Angels in America en 1992 le tocó sentarse detrás de Jarman. Se había hecho un ligero rasguño antes de llegar al teatro, y estaba “aterrorizado de que Jarman se diera vuelta y quisiera estrecharme la mano. Así que con vergüenza traté de pasar lo más desapercibido posible”. En el intervalo, salió de la sala y consiguió un apósito, tras lo cual sí se sintió en condiciones de saludarlo. Bennet decidió contar esta historia, según nos dice, “como un recordatorio de la histeria de aquella época, a la que tampoco yo fui inmune”.
Resulta difícil explicar lo sombríos y lúgubres que fueron aquellos años. No teníamos Internet, esa mutación adictiva del espejo mágico del Dr. Dee. Sabíamos muy poco. Enfermo y todo, Derek resultaba un insolente y abrasador testimonio de posibilidad. Nos bastaba verlo para saber que había otra forma de vida: libre, desenfrenada, gozosa. Él abrió una puerta y nos mostró el paraíso. Lo había plantado con sus propias manos, ingeniosas y ahorrativas. No creo en las vidas modelo, pero incluso hoy, veinticinco años más tarde, me pregunto una y otra vez: ¿qué haría Derek en esta situación?
Derek Jarman inicia el diario que más tarde habría de convertirse en Naturaleza Moderna el primer día de enero de 1989, con la descripción de Prospect Cottage, esa pequeña casa de pescadores de color negro, ubicada en la playa de Dungeness, que compró en un arranque a un valor de 32.000 libras esterlinas, haciendo uso de una herencia que había recibido de su padre. Después de décadas de vivir en Londres, al fin tenía la oportunidad de volver a su primer amor: la jardinería.
A primera vista, cuesta pensar en Dungeness como una ubicación prometedora para un enamorado de las plantas. Este sitio conocido como “el quinto cuarto” del mundo es un lugar distinto de cualquier otro, un microclima de extremos, asolado por la sequía, los fuertes vientos y la sal de mar, perniciosa para las hojas. Sobre ese desierto de piedra, al que una imponente planta nuclear ignora, Jarman decidió conjurar un oasis improbable. Al igual que con todos sus proyectos, lo hizo a mano y con un mínimo presupuesto. Cargando estiércol y cavando agujeros en la grava, convenció a las rosas antiguas y a la higuera de florecer con el mismo encanto con que manejaba a sus actores.
En sus primeras páginas, Naturaleza moderna no difiere tanto de los escritos de Gilbert White o Dorothy Wordsworth, descripciones eruditas de la flora y la fauna local acompasadas por retazos de sabiduría de anticuario. Jarman tenía la habilidad del pintor para advertir los tonos cambiantes del mar, el cielo y la piedra, y dedicó la sutileza de su mirada a descubrir en esa playa una abundancia improbable. La amapola cornuda y la col marina brotaron de la grava; luego habrían de llegar los jacintos, las varas amarillas, las viboreras, las retamas, los tojos, las lagartijas y decenas de especies de mariposas.
Sin embargo, según le explica a la pintora Maggi Hambling poco después, su interés no era exactamente el mismo de los majestuosos naturalistas victorianos. “Ah, entiendo”, contestó ella. “Has descubierto la naturaleza moderna”. Esta definición resulta ideal, ya que se extiende también a las vacilantes noches de sexo casual en los jardines de Hampstead Heath y la atroz realidad de la infección de VIH. Derek logra hablar con tal franqueza acerca del sexo y la muerte –evidentemente, los más naturales de los estados– que hace que buena parte de la escritura actual acerca de la naturaleza parezca remilgada y anémica. Al día de hoy, continúa pareciéndome el escritor más radical a la hora de tratar el tema de la naturaleza, en la medida en que se niega a excluir el cuerpo de su ámbito de incumbencia, y documenta la fluctuación de las mareas de la enfermedad y el deseo con tanto cuidado y esmero como el que dedica al descubrimiento del espino amarillo o de una higuera silvestre.
Cultivar un jardín fue la respuesta enérgica y productiva (como solían ser todas las suyas) que Jarman dio a lo que, antes de la terapia combinatoria, era una sentencia de muerte casi segura. Fue una inversión a futuro, que lo condujo a cavar hondo en los recuerdos de su pasado. A medida que iba retomando el contacto con las plantas que lo habían acunado de niño –las nomeolvides, las siemprevivas, los perfumados claveles–, se internaba en los jardines de su peripatética e infeliz infancia.
Su padre había sido piloto de la Real Fuerza Aérea británica, la RAF, y por ello su familia se había mudado muchas veces. De niño, Jarman vivió en el deslumbrante esplendor de la ribera del lago Maggiore, en Italia, como así también en Pakistán y en Roma. Cuando volvieron a Inglaterra, apostados en Somerset, una pared de la casa en la que vivían se desplomó bajo el peso de una enorme cantidad de miel, producida por un enjambre de abejas salvajes que había encontrado refugio en el ático.
Niño sensible, Derek encontró en los jardines un lugar de magia y posibilidad, una alternativa plena a la violenta disciplina de la vida militar. Recuerda haber construido nidos de recortes de hierba, sobre los que se tendía en los días de lluvia a recorrer atentamente las lujosas láminas a todo color de Bellas flores y cómo cultivarlas. Su padre le propinaba insultos afines: florecita, limón amargo; una vez, o eso contaba un pariente, el padre había arrojado a su pequeño hijo por una ventana.
Otro jardín, uno al que nadie prestaba atención, habría de resultar fuertemente erótico. En la escuela preparatoria, época por la que vagaba sin rumbo, dueño de un temperamento poco apropiado para el código de la muscular cristiandad, Derek tuvo sus primeras experiencias sexuales con otro niño perdido, con el que se acariciará y se lamerá en un confuso éxtasis sobre un claro de violetas. Una sensación encantadora, así explica lo que siente por aquel muchacho. Lamentablemente, no tardaron en descubrirlos, y aquella fue para Jarman la primera y más agónica expulsión del Edén, escena traumática que habría de replicar en casi todas sus películas.
La escuela. Según él, el Paraíso de los Pervertidos: un sitio lleno de golpizas en lugar de abrazos, en el que pobres niñitos que a duras penas llegaban a llenar sus trajes se torturaban unos a otros, privados de afecto, alienados de sus propios cuerpos. Esto haría que hasta sus primeros años de adulto Jarman cargara con una intensa sensación de vergüenza y le costara hablar acerca de sus verdaderos deseos (ni qué decir de actuar en conformidad con ellos). “Asustado y confundido, creía que era el único queer en el mundo.”
Naturaleza moderna está regado de lamentos por ese tiempo perdido, esos años de asfixia que debieron transcurrir hasta que Jarman finalmente juntó el coraje para salir del clóset en la escuela de arte y comenzar –placer de los placeres– a tener sexo con hombres, ese acto todavía ilícito, el paraíso recobrado del deseo correspondido.
Pero aquella educación clásica también lo marcó en un sentido más benigno. Incluso en el clima cambiante de este diario, es claro que su yo oscila continuamente entre dos almas: la del rebelde y la del anticuario. Sí, encontramos en ellas al perverso azote del sistema, el queer abierto a la experimentación que se deleita haciendo pasar vergüenza a Mary Whitehouse. Pero también al tradicionalista que no posee tarjeta de crédito y oculta la máquina de faxes en una cesta de lavandería, que lamenta la pérdida de los rituales y las estructuras, los abundantes huertos de Kent desterrados por los supermercados, la fosa de osos isabelina de Bankside, demolida por los urbanistas.
En este punto, Jarman no es exactamente nostálgico, decididamente no en el sentido de la Pequeña Inglaterra. Se manifiesta contra todas las paredes y vallas, siempre a favor del diálogo, la colaboración y el intercambio. Como afirma en la primera página de este libro: “Los límites de mi jardín son el horizonte”. Lo que lo embelesa es una Inglaterra heráldica, romántica, un poco imaginaria en parte. “La Edad Media ha sido el paraíso de mi imaginación”, nos dice, “no… el Edén del caminante de William Morris, sino algo subterráneo, como las algas y el coral que flotan dentro de las tapas de los relicarios”.
Durante sus años de estudiante en el King’s College de Londres, en los sesenta, tuvo la oportunidad de tomar clases con el historiador de la arquitectura Nikolaus Pevsner, quien era capaz de identificar los múltiples períodos de tiempo que se entrecruzaban en las distintas ciudades inglesas y escenas campestres. A Jarman, en determinados momentos el pasado le resultaba muy cercano, casi palpable, un sentimiento que compartía con Virginia Woolf y del que dejó testimonio en películas como Jubilee y Conversación angelical, hechizos de viaje en el tiempo.
Las derrotas de Inglaterra se traducen en melancolía. El acero más afilado es el sida. El diario de Jarman está puntuado por la muerte, la pérdida prematura y catastrófica de muchos de sus amigos. “La vejez le llegó pronto a mi generación, sorprendida por la escarcha”, escribe lleno de pesadumbre. Varias veces sueña con la muerte. El jueves 13 de abril de 1989, registra una conversación telefónica que sostiene con su amigo Howard Brookner, un brillante cineasta de Nueva York. Para ese entonces, el joven ha perdido la capacidad de hablar, y durante los veinte minutos de grabación se comunica con él por medio de un “gemido suave y triste”, devastación que resulta magnificada por la hechicería de una tecnología que no puede curarlo pero sí transmitir su voz a toda velocidad alrededor de la tierra.
El sida trae consigo una sensación de apocalipsis inminente. Confrontado día a día por el amenazador espectáculo de la planta de energía nuclear de Dungeness, que en cierta ocasión pareció explotar dejando una nube de vapor, Jarman se preocupa por el calentamiento global, el efecto invernadero, el agujero de la capa de ozono. ¿Habrá un futuro? ¿Acaso también el pasado ha sido irreparablemente destruido? ¿Qué hacer? No perder el tiempo. Plantar romero, flor de cohete, santolina; por medio del arte de la alquimia, convertir el terror en arte.
¡Pero esperen! No quisiera pasar por alto al otro Derek, el hacedor de maldades, el amigo de la conversación, el que al igual que su vecino, el cuervo ladrón, no logra contenerse y coquetea en los bares de Compton, el que comparte chismes e intrigas mientras saborea las deliciosas tortas de la Maison Bertaux. Este que se roba ramitas y esquejes de cada planta que ve, despotrica contra los editores de periódicos sensacionalistas, contra la Fundación Nacional para Lugares de Interés Histórico o Belleza Natural, contra las máquinas expendedoras de boletos y contra los operadores de Channel 4, y al fin logra desarmarnos deleitándose en su buena fortuna, su última alegría que acaba de florecer.
“HB, amor”, garabatea en el hospital. La más profunda fuente de su felicidad es Hinney Beast,[1] apodo que diera a su compañero Keith Collins. Dueño de una belleza extraordinaria, Collins era un programador de computadoras de Newcastle. Se conocieron en 1987 durante una proyección y para cuando comienza el diario, ya están viviendo y trabajando juntos, yendo y viniendo de Prospect Cottage a Casa Phoenix, el pequeñísimo monoambiente de Jarman sobre Charing Cross Road.
“Yo soy un viejo coronel y él es un joven subalterno”, dijo el cineasta al Independent en 1993 para su columna “Cómo nos conocimos”, a lo que HB replicó: “Nuestra relación es muy inusual, no somos amantes ni novios. Les diré a qué nos parecemos: a James Fox y a Dirk Bogarde en El sirviente.[2] Yo me la paso todo el día diciendo cosas como ‘si no resulta demasiada osadía de mi parte, permítame que le señale, señor, que mi quiche ha recibido muchos elogios’”.
Ya sea boxeando con su sombra, saliendo de improvisto de autos como si se tratase de una sorpresa mecánica, tomando largos baños de tres horas, en los que mantiene en equilibrio tazones de copos de maíz y reza con su cabeza bajo el agua, hb es una presencia constante en Naturaleza moderna. Le hace bromas a Jarman y lo conforta, le prepara la comida, actúa luminosamente en sus películas y hasta hace que todo fluya de manera un poco más apacible en la sala de edición.
El cine, por el contrario, es un amado intransigente. “Cometí la tontería de querer que mi cine fuera mi hogar, que contuviera todas mis intimidades”, escribe, pero la realidad es que para lograrlo debió hacer frente a interminables compromisos y frustraciones. Lo que en realidad ama es el vertiginoso deleite de la toma, ese caos improvisado, vestido con ropajes espléndidos que salía de los fondillos de su mameluco y le permitía reconstruir imágenes robadas de los sueños.
Los períodos contemplativos en Prospect Cottage se ven progresivamente interrumpidos por un torbellino de proyectos, a medida que intenta apretujar décadas de trabajo en unos pocos años. Tan solo en los dos que cubre este diario, Jarman termina The Garden y las películas para la primera gira de los Pet Shop Boys, que también diseña, aparte de comenzar a trabajar en Eduardo II y a veces cubrir hasta cinco lienzos por día. Le quedan muy poco tiempo y demasiadas ideas.
Todo este torbellino se detiene de manera abrupta en la primavera de 1990, momento en que Jarman se encuentra en la guardia del Hospital St. Mary’s de Paddington, batallando contra una tuberculosis hepática, mientras afuera estallan los disturbios contra el impuesto per cápita que acaba de introducir el gobierno conservador de Margaret Thatcher. Lo que resulta extraordinario de estos diarios de hospital es su constante alegría, en una situación que claramente es de agonía y terror. Enfundado en “un pijama carmín y azul prusiano”, registra los tormentos de la pérdida de visión y los copiosos sudores nocturnos con curiosidad y buen talante. Devuelto a un estado de dependencia física absoluta, inundado de recuerdos de su triste infancia, descubre con gran alegría que está rodeado de amor.
El diario termina en el hospital, las letanías de los nombres de plantas del inicio son reemplazadas por las de las drogas que lo mantienen con vida: azt, rifampicina, sulfadiazina, carbamazepina, la lúgubre canción de cuna de principios de los noventa. Pero luego Jarman se levantará de esa cama y hará Eduardo II, Wittgenstein y Blue, sus magistrales últimas películas. Comprimirá en los siguientes cuatro años mucho más de lo que parece posible, antes de morir a la edad de 52 años.
Desearía que hubiese tenido algo más de tiempo. Desearía que aún estuviese aquí, alegre y burbujeante, cocinando algo con prácticamente nada. El rango y la escala de su obra resultan abrumadores: once largometrajes (cada uno de los cuales empuja los límites del cine, del latín de Sebastiane a la pantalla constante de Blue), diez libros, decenas de cortos en super-8 y videoclips, cientos de pinturas, las escenografías de Jazz Calendar de Frederick Ashton, el Don Giovanni de John Gielgud y Savage Messiah y Los demonios de Ken Russell, por no mencionar su icónico jardín.
En estos días no hay nadie que se le parezca. Hace poco leí el tuit con el que un periodista intentaba defender a quienes escriben para publicaciones como el periódico sensacionalista Daily Mail afirmando que “el periodismo es una industria moribunda y los escritores necesitan pagar el alquiler. No somos lo suficientemente ricos como para elegir entre nuestra moral y nuestra necesidad de sobrevivir”.
Cómo se hubiese reído Derek de esto. Toda su vida fue una refutación de esta lógica insostenible. ¿Creer que la moral es un lujo de ricos? Él creía que el cine era una industria en decadencia y aun así hacía sus películas, sin esperar a contar con los permisos necesarios o el financiamiento para tomar su cámara de super-8 y armar un elenco de amigos. Cuando con Christopher Hobbs, su escenógrafo, necesitaron reconstruir en un set de Caravaggio el mármol del Vaticano, pintaron el suelo con cemento negro y después lo inundaron de agua: consiguieron así una ilusión de plenitud que en cierto sentido era una plenitud por derecho propio, en virtud de su propia riqueza de imaginación, una riqueza que no estaba compuesta de dinero contante y sonante, sino de esfuerzo y capacidad. Por la realización de War Requiem cobró tan solo diez libras. Tenía suficiente para comer, ¿qué otra cosa podía pedir que tener la oportunidad de hacer el trabajo que amaba? Su vista siempre estaba puesta en el porvenir. “Hacer cine, no películas.”
Para finalizar, he aquí unos versos que me han acompañado a lo largo de más de veinte años. Son de Naturaleza moderna, y los utiliza también en Croma y en Blue (Derek era un inveterado reciclador de sus planos y líneas de diálogo favoritas). Están basados en parte en El cantar de los cantares, una reliquia amable de esa misma cristiandad que lo había hecho tan amargamente infeliz en su infancia.
Nuestro tiempo es una sombra fugaz y se propagará como el fuego en el rastrojo.
Así pasaremos todos, como una chispa que sale de la oscuridad y vuelve a perderse en ella, pero oh, qué maravilloso será haber podido arder.
[1] Se trata de un juego de palabras intraducible, ya que si bien “hinny beast” es literalmente “bestia de carga”, el adjetivo hinny es un término cariñoso (por deformación de honey) en la zona del norte de Inglaterra, de donde era Collins.
[2]El sirviente (The Servant), dir. Joseph Losey, 1963.