SOMOS LES FANTASMES, SOMOS LXS VIRUS

SOMOS LES FANTASMES, SOMOS LXS VIRUS

Por María Ruido

Hace algunas semanas, recibí una invitación de la revista CTXT para reflexionar sobre la institución arte, y especialmente sobre el museo, en relación con el momento actual de pandemia y crisis.

Como ya otras compañeras y compañeros han iniciado este debate público, yo continuaré el diálogo echando mano para ello de herramientas que considero genealogías útiles y necesarias, líneas de pensamiento e imaginarios que me han hecho y me hacen (nos hacen a muchxs) pensarme/pensarnos más allá del sistema-mundo naturalizado como único posible, nos permiten ver más allá de “la lata de conservas”.

Estamos en septiembre y seguimos en pandemia. Frágiles y más precarias, las mujeres que trabajamos dentro del sistema del arte, miramos al museo y a otras instituciones modernas (como la Universidad, en la que también trabajo) con una mezcla de sospechas, reparos y esperanzas, esperando establecer nuevas alianzas que conviertan esta institución —tan conservadora, patriarcal y burguesa, conformadora del gusto hegemónico y de las jerarquías estéticas— en un lugar habitable.

Habito dentro del corazón de la bestia, de algunos de sus centros más conservadores, y no es cómodo. No tengo tan claro que debamos apoyar las instituciones que nacieron en la modernidad, o al menos no debemos (yo diría, no podemos) apoyarlas acríticamente. Como la propia modernidad, estas instituciones tienen una base heteronormativa, racista, clasista, sexista, capacitista, -ista, ista, ista… Pero, ciertamente, estamos sumergidas ya en una crisis medioambiental, económica, social y de cuidados de la que podemos salir peor de lo que estábamos. Las soluciones ultraconservadoras ya no asoman, están instaladas en los parlamentos, y la guerra cultural está desatada. Pero ese apoyo a la Universidad, al museo, al parlamentarismo… no debe ser incondicional ni gratuito, sino siempre crítico, vigilante, exigente y participativo. Nos va, literalmente, la vida en ello. A pesar de los cenizos presagios de una cierta parte de la izquierda (y de los feminismos) que nos acusan de fragmentar en un momento tan complejo, volver décadas atrás no solamente no es deseable, sino que es imposible: el futuro será diverso o no será.

Todas las imágenes son fotomontajes realizados por María Ruido.

Para ello, creo que hará falta más que voluntad y buenas palabras: hará falta una cesión de privilegios, un auténtico respeto a la alteridad y un alimento material que permita que las personas no privilegiadas dentro de las jerarquías de sexo-género, de raza, de clase, de cuerdismo… puedan dedicarse al trabajo de construcción de representación y lenguaje.

Mientras esas condiciones materiales y de respeto a la diferencia no se provean, las representaciones críticas y el pensamiento emancipador y confrontador con las construcciones hegemónicas no se producirá, porque será una labor de privilegiadxs, y el producto del voluntarismo y la auto-explotación: esa, por cierto, es nuestra realidad actual.

Por otra parte, la precariedad no afecta solo a lxs proveedorxs de contenidos dentro de la institución arte. Dentro del trabajo de la cultura hay personas absolutamente necesarias que trabajan dentro del museo, trabajadorxs que sostienen la vida dentro de la institución, y que el propio museo no provee de salarios y condiciones dignas (contratos dignos, seguridad social, tiempos adecuados para desarrollar procesos de pensamiento real…). Estos y estas trabajadoras, que son las que cuidan a las artistas y pensadoras que habitamos temporalmente los espacios del museo, deben ser cuidadas a su vez. Igual que los y las sanitarias son una prioridad en este momento porque nos sostienen, apoyar a las personas que sustentan el entramado institucional de la cultura es también fundamental.

“Ese apoyo a la Universidad, al museo, al parlamentarismo… no debe ser incondicional ni gratuito, sino siempre crítico, exigente y participativo. Nos va, literalmente, la vida en ello. A pesar de los cenizos presagios de una cierta parte de la izquierda (y de los feminismos) que nos acusan de fragmentar en un momento tan complejo, volver décadas atrás no solamente no es deseable, sino que es imposible: el futuro será diverso o no será.”

 Estamos en una crisis medioambiental, social, material y de cuidados de la que podemos salir con más desigualdad y por la vía reaccionaria (y muchos indicios apuntan hacia ahí…) o con mayor consciencia de nuestra fragilidad, más colaboradoras, más radicales en el pleno sentido del término. Y para ello, aprender de los feminismos, de la práctica antirracista, de la lucha ecologista o de los movimientos sociales anticapitalistas no es una opción, es una necesidad, porque el extractivismo, la economía fosilista y neoliberal y el patriarcado heteronormativo ya sabemos adónde nos han llevado.

Basta ya de pensar que cualquier propuesta de cambio es utópica (con toda la carga negativa o al menos irrealizable que ha adquirido la palabra utopía en estos momentos) y que las “cosas son como son”, porque no es cierto: las cosas son como las hemos construido.

Debería ser una herramienta fundamental de transformación, pero no, el museo no siempre nos ha cuidado, no nos ha hecho más iguales, no ha respetado más las diferencias que el resto de las instituciones modernas que conforman nuestras sacrosantas democracias liberales occidentales. El museo no ha respetado nuestras fragilidades y nuestras miradas distintas, no ha dado oportunidades a aquellas que no venimos de una familia con capital económico y/o simbólico: hemos tenido que travestirnos, hemos tenido que callarnos, hemos tenido que entrar con miedo y tragarnos la rabia.

Ojalá ese museo que ha sido hospital —como explicaba recientemente  Manuel Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía— y el resto de museos, centros de arte, filmotecas, centros de producción de conocimiento y representación de nuestro contexto… se conviertan en lugares de cuidado y reconocimiento del otrx, en lugares habitables y acogedores, en espacios de búsqueda de emancipación y respeto a la discrepancia. Pero no lo han sido, no lo son en este momento. Ojalá la palabra “curar”, tan en boga en nuestro ámbito, adquiera un significado real en estos tiempos tan inciertos.

Se dice que el Reina Sofía, ese antiguo “sanatorio”, está ocupado por presencias fantasmales, por las presencias de las locas, de los tullidos, de las enfermas, de los pobres, de aquellos cuerpos sin órganos que buscaron alguna vez la curación en su interior.

Por otra parte, la precariedad no afecta solo a lxs proveedorxs de contenidos dentro de la institución arte. Dentro del trabajo de la cultura hay personas absolutamente necesarias que trabajan dentro del museo, trabajadorxs que sostienen la vida dentro de la institución, y que el propio museo no provee de salarios y condiciones dignas (contratos dignos, seguridad social, tiempos adecuados para desarrollar procesos de pensamiento real…). Estos y estas trabajadoras, que son las que cuidan a las artistas y pensadoras que habitamos temporalmente los espacios del museo, deben ser cuidadas a su vez. Igual que los y las sanitarias son una prioridad en este momento porque nos sostienen, apoyar a las personas que sustentan el entramado institucional de la cultura es también fundamental.

Nosotras, como elles, somos fantasmas, casi invisibles al sistema de representación y de conocimiento imperante, o apenas utilizados para ser el contrapunto de sus centralidades. Pero como augura la hauntología, las apariciones espectrales son persistentes, y no sólo impregnan las instituciones, sino que, como decían aquellos señores del siglo XIX, siguen recorriendo Europa (y yo añadiría, el mundo), y acabarán/acabaremos infectándolo todo con nuestra presencia (im)perceptible. Porque fueron, somos; porque no nos vamos a ir: somos les fantasmes, somos lxs virus.

*Artículo publicado originalmente en Revista CTXT

María Ruido (España, 1967). Es artista visual, realizadora de vídeo, investigadora y productora cultural. Desde 1997 desarrolla proyectos interdisciplinares sobre los imaginarios del trabajo en el capitalismo postfordista, la construcción de la memoria y sus relaciones con las formas narrativas de la historia. Actualmente es profesora en el Departamento de Imagen de la Universidad de Barcelona, y está implicada en diversos estudios sobre las políticas de la representación y sus relaciones contextuales.

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NUESTROS MALESTARES TAMBIÉN PUEDEN SER POTENCIA

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Aunque Mark Fisher escribió abiertamente sobre su depresión, se nos hace difícil explicitar qué papel jugó esta enfermedad en su escritura y en su proyecto crítico y militante. Nos cuesta invocar a Fisher como fantasma porque su pensamiento aún sigue vivo. Su estela se adivina en múltiples proyectos que se rebelan sin tapujos contra nuestro asfixiante presente. En el texto “Bueno para nada” afirma que la depresión colectiva es el proyecto de resubordinación de la clase dirigente, y nos insta a convertir la desafección privatizada en ira politizada. Estado de malestar, el ensayo audiovisual de la artista María Ruido, nos convoca también en esa dirección. Nuestros malestares también pueden ser potencia. Hoy, encerradxs en nuestras casas, no dejamos de recibir instrucciones para lidiar con nuestra claustrofóbica ansiedad. El coaching psicológico se ha revelado como una de las técnicas de control social fundamental para la gobernanza en tiempos de cuarentena y pandemia. La incertidumbre ante el costo social que implicará la vuelta a la normalidad del realismo capitalista no debe ser (al menos solo) gestionada con mindfulness o clases virtuales de yoga. La energía política que subyace a nuestras sintomatologías debe remar contra la docilidad y el disciplinamiento que nuestros cuerpos están experimentando en este contexto de laboratorio social en el que estamos arrinconadxs.

Te invitamos a leer las reflexiones de Mark Fisher en “La privatización del estrés” y a ver el documental de la cineasta española María Ruido, presentado por ella misma.


Descargá “La privatización del estrés”, de Mark Fisher

Capítulo incluido en Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? (Caja Negra, 2016)

ESTADO DE MALESTAR. POR MARÍA RUIDO 

La privatización del estrés es un sistema de captura perfecto, elegante en la brutalidad de su eficacia.
El capital enferma al trabajador, y luego las compañías farmacéuticas internacionales le venden drogas para que se sienta mejor. Las causas sociales y políticas del estrés quedan de lado mientras que, inversamente, el descontento se individualiza y se interioriza.

Mark Fisher, Realismo capitalista

En los años 60, un grupo de artistas encabezados por G. Richter y S. Polke acuñaron el término realismo capitalista como contraposición al denominado realismo socialista, y es este mismo término el que retoma el escritor y crítico cultural británico Mark Fisher para articular una de las más certeras y dolorosas crónicas de nuestro sistema de vida y trabajo y sus consecuencias.

Partiendo del libro de Fisher, Realismo capitalista (2016), y de su análisis de la presión y burocratización del semiocapitalismo digital, de ese espejo crítico que pone frente al “No hay alternativa” que pronosticó la recién llegada Margaret Thatcher en 1979, este proyecto propone un análisis del malestar y las enfermedades propias del capitalismo informacional, de esta tristeza general privatizada y desarticulada, paliada con el consumismo (ya lo advertía Pier Paolo Pasolini…) y la farmacología, y confrontada con el “voluntarismo mágico”, epítome de la falsa autonomía liberal del “si quieres, puedes”.

Frente a la fábrica y sus instituciones paralelas de disciplinamiento y concentración, las sociedades digitales -con formas de producción y sujeción dispersas y deslocalizadas- ya no tienen un afuera del trabajo. En el mundo actual, el capitalismo neoliberal se impone sin que exista prácticamente ningún lugar que escape a su sombra. Si en 2011 salimos a las plazas de España para compartir nuestro malestar, en los últimos años las condiciones del trabajo han empeorado, y nuestras vidas parecen haber retomado el rumbo del hogar, convirtiendo la precariedad no en un hecho económico si no en una condición vital: una vida en la que es imposible planificar a medio plazo, una vida en la que estamos obligadxs a convivir con lo imprevisto, y en la que las nuevas políticas de clase y de relación no parecen acabar de nacer ante las viejas estructuras que están ya muertas hace tiempo.

Si en el capitalismo fordista, como nos recordaban Gilles Deleuze y Félix Guattari, la enfermedad social era la esquizofrenia, en el postcapitalismo robotizado e hiperburocratizado (donde el horizonte que se vislumbra es el del postempleo) la competitividad constante y la vigilancia sin fin nos convierten en depresivxs, en anoréxicxs, en bulímicxs. Como explica Franco “Bifo” Berardi en un texto de 2006 sintomáticamente titulado La epidemia depresiva, frente a las enfermedades confrontativas como las neurosis o las psicosis, las enfermedades de nuestro tiempo son enfermedades de la “acomodación”, de la sobrerrespuesta, de la disponibilidad absoluta: la anoréxica o la bulímica temen no responder al cuerpo que se demanda de ellas, el vigoréxico nunca es suficientemente musculoso y fuerte, y el depresivo o la depresiva ha descubierto sus flaquezas, no se sienten a la altura de lo que esperan de él/ella.

Nuestros cuerpos anómalos han experimentado el horror del sistema, su violencia estructural –pura necropolítica–, sus trampas implacables, y responden con la fatiga, la inmovilidad, la enfermedad, el dolor crónico, los síndromes de sensibilización central. Responden con lo que son los síntomas de un malestar que va mucho más allá de lo biológico, que apunta al hueso de lo social, de lo colectivo.

El realismo fue, ya desde sus diferentes etapas, una forma de codificar la realidad, una forma de hegemonizar lo que se entendía por “real”. El realismo burgués del siglo XIX construyó un imaginario a la medida de esa clase social y del primer capitalismo, y las vanguardias respondieron con nuevas formas y encuadres que evidenciaban el marco político en el que se escondía el realismo burgués.

Parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, pero ¿lo es? El realismo capitalista lo absorbe todo, incluso nuestra capacidad para imaginarnos fuera de él. Lo capitaliza todo y convierte este sistema en el único posible. No hay alternativa. No hay salida. “Las cosas son como son”, nos dicen… sustrayéndonos a algo que no deberíamos olvidar nunca: la realidad es un estilo, la realidad no “es”: la realidad “se construye”.

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Mirá Estado de Malestar, de María Ruido

MARÍA RUIDO

(España, 1967). Es artista visual, realizadora de vídeo, investigadora y productora cultural. Desde 1997 desarrolla proyectos interdisciplinares sobre los imaginarios del trabajo en el capitalismo postfordista, la construcción de la memoria y sus relaciones con las formas narrativas de la historia. Actualmente es profesora en el Departamento de Imagen de la Universidad de Barcelona, y está implicada en diversos estudios sobre las políticas de la representación y sus relaciones contextuales.

MARK FISHER

(Reino Unido, 1968-2017). Fue un escritor y teórico especializado en cultura musical. Colaborador regular de las publicaciones The Wire, Sight & Sound, Frieze y New Statesman. Ejerció como profesor de filosofía en el City Literary Institute de Londres y profesor visitante en el Centro de Estudios Culturales de Goldsmith, Universidad de Londres. Entre sus libros se cuentan Realismo capitalista (Caja Negra, 2016), Los fantasmas de mi vida (Caja Negra, 2018), Lo raro y lo espeluznante y K-Punk (Volumen I: Caja Negra, 2019). Su blog k-punk es uno de los blogs más populares sobre teoría cultural.

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