NO HAY MANERA DE ESCAPAR. ENTREVISTA A EDUARDO BERTI

NO HAY MANERA DE ESCAPAR. ENTREVISTA A EDUARDO BERTI

Por Caja Negra 

 

No hay manera de escapar es un novela policial pero también es un trabajo colaborativo en el tiempo, entre Boris Vian, quien escribió los primeros capítulos y dejó marcado el camino a seguir, y el grupo de literatura potencial francés Oulipo, nacido un año después de la muerte del autor, que continuó la tarea. 

El escritor Eduardo Berti, único miembro argentino del grupo, tuvo una doble función: por un lado, la de continuar, junto con el resto de los oulipianos, la novela bajo las directivas que había dejado Vian. Por el otro, la de traducirla para esta edición. Desde Francia, recorre los procesos de producción y escritura que fueron parte del libro en esta entrevista para Caja Negra.

-Los herederos de Boris Vian decidieron proponerle a Oulipo que continuara la novela inconclusa No hay manera de escapar. ¿Cuáles fueron las reacciones del grupo al enterarse de la propuesta? ¿Qué les pasaba colectivamente con la obra de Vian ante semejante desafío? 

La reacción fue una mezcla de sorpresa y emoción, pese a que, en cierto aspecto, resulta bastante sensato que los herederos de Vian recurrieran a Oulipo, ya que Vian sin dudas habría sido oulipiano de no haber muerto meses antes de que se fundara el grupo en 1960. Por supuesto, otra reacción fue la curiosidad: ver qué había escrito Vian, qué había intentado hacer y cómo había planeado concluir el libro. Creo que nos tranquilizaron y entusiasmaron dos cosas: saber que existía una sinopsis (escueta, pero muy clara), y saber que la novela retomaba la línea de los policiales de Vernon Sullivan. En el primer caso, la sinopsis nos planteaba un caso bastante oulipiano de escritura bajo restricción. En el segundo caso, no implica lo mismo completar o terminar un libro de Vian que un libro donde Vian juega a parodiar los tópicos de la novela policial o, más aún, los tópicos de las traducciones de las novelas policiales estadounidenses en la escuela de Chandler o Hammett. No sé si, personalmente, me hubiese atrevido a terminar una “novela de Vian”. Lo que hicimos fue otra cosa porque nos permitía movernos en el terreno de la parodia e incluso esbozar, por momentos, la parodia de la parodia. 

-¿Cómo organizaron el proceso colectivo de escritura? ¿Con qué tipo de dificultades o escollos se encontraron? ¿Y cuáles fueron las mayores gratificaciones? 

Hubo una serie de etapas. Leer los primeros cuatro capítulos, los de Vian, y comentarlos. Decidir que esos cuatro capítulos no los tocaríamos (podríamos, por ejemplo, haberlos “intervenido” con inserts). Discutir la sinopsis. Ver qué le faltaba a esa sinopsis (por ejemplo, faltaba sembrar “falsos indicios”, faltaba desarrollar personajes y situaciones). Esta fue la primera etapa, digamos. Hicimos una segunda sinopsis, ampliando la de Vian, y nos dividimos los capítulos. Cada uno de nosotros escribió entre dos y tres capítulos: primeras versiones de esos capítulos. El primer resultado, como sabíamos que iba a ocurrir, fue un Frankenstein. Eso nos condujo a la tercera etapa: pulir, unificar el estilo, limar incoherencias, mejorar el ritmo narrativo, etc. Cada etapa fue apasionante. Un gran escollo fue el tipo de narrador elegido por Vian: una primera persona que no siempre nos resultaba la perspectiva ideal para su sinopsis. Sospecho que, de haber avanzado en la escritura de este libro, Vian acaso habría cambiado de punta de vista narrativo. Quién sabe… Entre las mayores gratificaciones están los comentarios elogiosos que recibimos, incluso de lectores fanáticos de Via 

-La novela está situada en los Estados Unidos durante la década del 40 y está plagada de referencias a ese espacio y ese tiempo. ¿Cómo hicieron para recuperar ese espíritu y darle vida a los personajes planteados por Vian? 

Investigamos al respecto. Y tratamos de insertar no solo algunas referencias (sobre todo, siendo Vian, en materia de jazz y de música popular), sino también una atmósfera de época: la ideología, el discurso, la arquitectura, el vocabulario de esos tiempos. En cuanto a los personajes, un ejercicio interesante consistió en discutir entre nosotros su pasado (al que Vian hacía muy poca referencia en los capítulos y en la sinopsis), por ejemplo el pasado de Frank Bolton: su historia familiar, su vínculo con su hermano muerto, su decisión de dedicarse a la vida militar, etc. Esto le dio más carne (más vida y más “motivaciones”) a muchas de las acciones que plantea la novela. –

-Vos en particular cumpliste un doble rol: fuiste parte del equipo que escribió la novela y también la tradujiste al español. ¿Qué podés decir de este proceso de trabajo entre lenguas? 

Fue una traducción muy especial. Por lo general, el traductor tiene una distancia relativamente “fija” con el libro que está traduciendo. En este caso, yo tuve “tres distancias”: cuatro capítulos (los de Vian) que traduje como si fuesen “ajenos” y un resto de libro en el que iba pasando, como un péndulo, de una “segunda distancia” (textos escritos por los demás oulipianos, en los que intervine en la etapa final: la de “editing”) a una “tercera distancia”, la de las páginas o las frases propias, que fue de autotraducción… Hubo partes más complejas de traducir como el poema (el “beau présent”) que escribe un personaje del libro empleando únicamente ciertas letras: b, e, a, t, r, i, c, etc. Hubo, por último, un asunto puntual. Entre las primeras versiones de los capítulos (versiones que luego, en la etapa final, se modificaron mucho), hubo dos casos bastante sui generis. Por un lado, Jacques Jouet escribió un “centón” con la obra de Vian: es decir, un capítulo entero hecho con frases de distintos libros de Vian (e incluso ciertos versos de canciones), una especie de collage. Por otro lado, un capítulo que escribí yo era un “centón” a partir de mis propios libros, pero en traducción al francés: un collage con las traducciones que hizo Jean-Marie Saint-Lu de mis textos. Algunas partes de mi centón sobrevivieron. Así que, cuando me puse a traducir On n’y échappe pas, tuve una disyuntiva: reutilizar en estos casos la versión original en castellano de mis frases o no. Opté por olvidarme de la versión original (hasta donde me era posible, claro) y traducir lo que “sonaba” mejor en el marco de la novela.

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ADELANTO: NO HAY MANERA DE ESCAPAR, DE BORIS VIAN Y OULIPO

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No hay manera de escapar puede leerse al menos de dos maneras: como una novela policial con todos los ingredientes del género o como un particular trabajo colaborativo entre Boris Vian y Oulipo, el grupo de literatura potencial francés nacido en 1960, un año después de la muerte del autor.

Boris Vian llegó a redactar cuatro capítulos y a bosquejar una sinopsis antes de dejar inacabada esta novela. El proyecto, comparable a la serie de policiales negros que él mismo firmó con el seudónimo de Vernon Sullivan –como Escupiré sobre vuestra tumba y –, quedó archivado por años en una carpeta al cuidado de su viuda. Varias décadas más tarde, los escritores de Oulipo recibieron el manuscrito y lo concluyeron con un resultado deslumbrante. El resultado es una novela con el estilo distintivo de Vian, con su humor ocurrente y elegante, continuado por quienes más cerca se sienten de su legado y traducido al español por Eduardo Berti, único miembro argentino del grupo. 

Compartimos el primer capítulo de la novela que llegará a librerías durante octubre. 

CAPÍTULO 1 

Ellen Brewster… Ellen Brewster… Ellen Brewster…1 

Me desperté de un salto, el tren volvía a ponerse en marcha con una brusca sacudida. La frenada había sido suave, sin duda, y no había perturbado mi mal sueño. Mientras las últimas luces de la estación se disipaban en la triste niebla de otoño, yo masticaba con la boca vacía. Tenía un gusto pastoso en la lengua y la sensación me hizo recordar a cuando, dos meses antes, me había despertado en una sala de operaciones en Corea. La verdad es que no me hacía falta ese sabor para pensar en la operación. Miré entonces mi mano izquierda. Un objeto hermoso, revestido de cuero amarillo. En el interior de mi mano, unos resortes y unas palancas de acero me permitían hacer casi cualquier cosa. Casi. ¿Qué efecto tendría algo así en el hombro de una chica? El cirujano no se había preocupado por esto.

–Tendrá usted una mano poderosa 2 –me dijo–. Trate de no apretar mucho las de sus amigos.3 Podría lastimarlos.

¿Han visto alguna vez los cartuchos de los cañones antitanque? Tienen una carcasa de metal que yo podría rasgar con mi mano izquierda, fácilmente, como papel de cigarrillo. Una mano excelente, la mía. Bien fabricada. Muy sólida. La miré con afecto. Me estaba acostumbrando a ella. Me parecía casi humana. Mientras no la apoyase en el hombro de una chica. Una chica… ¿Qué chica? ¿Quién era la chica cuyo nombre había surcado mi mente mientras las ruedas del tren percutían contra los rieles? Su nombre resonaba como la heroína de una canción popular. Ellen… Ellen Brewster… 

Por Dios, ¿por qué pensaba en ella?

Sonreí, a pesar de todo. No era un recuerdo desagradable. Era el recuerdo de cincuenta kilos de dinamita rubia, bien moldeada en los lugares más adecuados, tallada en forma de sirena hasta la cintura. Por debajo era mejor que una sirena; las escamas, personalmente, no me enloquecen. Pero las piernas de Ellen…

Me abalancé sobre el ejemplar del Saturday Evening Post 4 que acababa de dejar a un lado y busqué la primera publicidad de un refrigerador. Necesitaba algo así para pensar con más calma en el resto… Pensé en sus ojos de oro, 5 en sus dientes (tenía el doble de dientes que cualquiera, probablemente porque eran muy pequeños) y eso me llevó a recordar los helechos rojos, 6 la maleza que olía a hongos, el sol que empezaba a salir y la cabaña construida por un cazador muy precavido: había, dentro de esa cabaña, una cama de helechos secos.

Ellen Brewster… la primera chica que… bueno… en fin, la primera… Éramos vecinos. 

¿Qué edad tenía yo? Hice cuentas con los dedos. Quince años. Lo mismo que ella. Por entonces yo era un poco frágil. No muy fornido.

El tren aulló mientras cruzaba un puente de hierro y me sobresalté cuando el eco entre los vagones de metal amplificó el estruendo de las ruedas sobre los rieles. Eché un vistazo a mi reloj. Diez minutos, todavía. Black River 7 quedaba al otro lado del río del mismo nombre y acabábamos de llegar a Stone Bank, en la orilla oeste. Había hecho bien en despertarme. Lo raro era que me hubiese despertado pensando en Ellen.

Nos conocimos la noche del cumpleaños de Lucile Maynard. Ahora lo recordaba mejor. Me había puesto mi primer esmoquin; el de mi padre. Gracias a su holgada situación, mi padre tenía los medios necesarios para pagarme uno nuevo… pero esto mismo explicaba, quizás, cómo había llegado él a su holgada situación: no gastaba el dinero de modo imprudente. Por otra parte, los grandes gastos de mi madre restablecían el equilibrio. Aquel esmoquin me apretaba. Todavía me veo a mí mismo. Con ese maldito nudo que se torcía todo el tiempo, con ese mechón enrulado que era mi desesperación y que rompía obstinadamente su caparazón de fijador… Me veo en el salón de Lucile, con la nitidez irreal de los sueños… Habían enrollado la alfombra y la habitación adquiría dimensiones inquietantes; habían quitado casi todos los muebles, solo quedaba el gran tocadiscos automático, el sillón, unas sillas dispares a lo largo de la pared, unas luces, muchas luces; todas las chicas con las que habíamos paseado y nos habíamos bañado parecían, con esos vestidos de tímidos escotes, más desnudas que con un traje de baño… 

–Frank, me gustaría que bailaras conmigo. 

Ellen me miraba. Estaba hermosa con toda esa muselina amarilla, del mismo color de sus ojos. Aquella noche, a las cinco de la mañana, nos fugamos en el coche de sus padres. Terminamos en la cabaña, sobre los helechos. Ella lloraba y reía al mismo tiempo. Sentí vergüenza, estuve orgulloso y algo protector, y quise irme a dormir porque al día siguiente teníamos que enfrentar al equipo de Johnny Long y yo jugaba de medio apertura.8 Pero Ellen estaba tan hermosa que la besaba y me dolía verla llorar.

Sonreí mientras el tren aceleraba. Aún sentía ternura cuando pensaba en Ellen. Y me ponía feliz recordarla. Más feliz que el más feliz de los soldados, con o sin Purple Heart, [Condecoración que reciben los soldados heridos. [N. del T.] porque por primera vez había dejado de pensar en los cinco chinos que había freído con el lanzallamas. Ellos hacían, noche a noche, que despertara entre sudores; su imagen me perseguía desde que, dos meses atrás, me habían recogido bajo los escombros informes del refugio donde habíamos esperado por treinta horas la orden de retirada.9

Pero este tren corría ahora por suelo americano… y, mientras llegaba a Black River, yo pensaba en Ellen Brewster, la tierna Ellen, la compañera de mi primer placer de hombre… ¿Qué sería hoy de ella? ¿Reconocería a Frank Bolton en este tipo precozmente envejecido, en este hombre de treinta y cinco años que parecía una década mayor con el cabello gris y tantas arrugas alrededor de los ojos? Conocí a muchas mujeres después, mujeres igual de hermosas o atractivas… y mucho más expertas.

Los frenos empezaron a chirriar, resueltos a detener esas novecientas toneladas de acero y carne lanzadas a 120 kilómetros por hora. Sonreí porque era buen signo. Volvía a empezar de cero. Era una suerte haber pensado en Ellen. La memoria a veces nos juega bromas… Me alegraba que su imagen me recibiera antes que nadie, en mi regreso al hogar. Buen presagio.

Lentamente, la caravana se inmovilizó. La estación parecía algo hostil con esa fría iluminación de mercurio.10 En cuanto descendí, se armó un alboroto. Entregué mi billete. Un vendedor de periódicos anunciaba noticias sensacionalistas. Mi cerebro zumbaba.
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