ADELANTO: NO HAY MANERA DE ESCAPAR, DE BORIS VIAN Y OULIPO

ADELANTO: NO HAY MANERA DE ESCAPAR, DE BORIS VIAN Y OULIPO

No hay manera de escapar puede leerse al menos de dos maneras: como una novela policial con todos los ingredientes del género o como un particular trabajo colaborativo entre Boris Vian y Oulipo, el grupo de literatura potencial francés nacido en 1960, un año después de la muerte del autor.

Boris Vian llegó a redactar cuatro capítulos y a bosquejar una sinopsis antes de dejar inacabada esta novela. El proyecto, comparable a la serie de policiales negros que él mismo firmó con el seudónimo de Vernon Sullivan –como Escupiré sobre vuestra tumba y –, quedó archivado por años en una carpeta al cuidado de su viuda. Varias décadas más tarde, los escritores de Oulipo recibieron el manuscrito y lo concluyeron con un resultado deslumbrante. El resultado es una novela con el estilo distintivo de Vian, con su humor ocurrente y elegante, continuado por quienes más cerca se sienten de su legado y traducido al español por Eduardo Berti, único miembro argentino del grupo. 

Compartimos el primer capítulo de la novela que llegará a librerías durante octubre. 

CAPÍTULO 1 

Ellen Brewster… Ellen Brewster… Ellen Brewster…1 

Me desperté de un salto, el tren volvía a ponerse en marcha con una brusca sacudida. La frenada había sido suave, sin duda, y no había perturbado mi mal sueño. Mientras las últimas luces de la estación se disipaban en la triste niebla de otoño, yo masticaba con la boca vacía. Tenía un gusto pastoso en la lengua y la sensación me hizo recordar a cuando, dos meses antes, me había despertado en una sala de operaciones en Corea. La verdad es que no me hacía falta ese sabor para pensar en la operación. Miré entonces mi mano izquierda. Un objeto hermoso, revestido de cuero amarillo. En el interior de mi mano, unos resortes y unas palancas de acero me permitían hacer casi cualquier cosa. Casi. ¿Qué efecto tendría algo así en el hombro de una chica? El cirujano no se había preocupado por esto.

–Tendrá usted una mano poderosa 2 –me dijo–. Trate de no apretar mucho las de sus amigos.3 Podría lastimarlos.

¿Han visto alguna vez los cartuchos de los cañones antitanque? Tienen una carcasa de metal que yo podría rasgar con mi mano izquierda, fácilmente, como papel de cigarrillo. Una mano excelente, la mía. Bien fabricada. Muy sólida. La miré con afecto. Me estaba acostumbrando a ella. Me parecía casi humana. Mientras no la apoyase en el hombro de una chica. Una chica… ¿Qué chica? ¿Quién era la chica cuyo nombre había surcado mi mente mientras las ruedas del tren percutían contra los rieles? Su nombre resonaba como la heroína de una canción popular. Ellen… Ellen Brewster… 

Por Dios, ¿por qué pensaba en ella?

Sonreí, a pesar de todo. No era un recuerdo desagradable. Era el recuerdo de cincuenta kilos de dinamita rubia, bien moldeada en los lugares más adecuados, tallada en forma de sirena hasta la cintura. Por debajo era mejor que una sirena; las escamas, personalmente, no me enloquecen. Pero las piernas de Ellen…

Me abalancé sobre el ejemplar del Saturday Evening Post 4 que acababa de dejar a un lado y busqué la primera publicidad de un refrigerador. Necesitaba algo así para pensar con más calma en el resto… Pensé en sus ojos de oro, 5 en sus dientes (tenía el doble de dientes que cualquiera, probablemente porque eran muy pequeños) y eso me llevó a recordar los helechos rojos, 6 la maleza que olía a hongos, el sol que empezaba a salir y la cabaña construida por un cazador muy precavido: había, dentro de esa cabaña, una cama de helechos secos.

Ellen Brewster… la primera chica que… bueno… en fin, la primera… Éramos vecinos. 

¿Qué edad tenía yo? Hice cuentas con los dedos. Quince años. Lo mismo que ella. Por entonces yo era un poco frágil. No muy fornido.

El tren aulló mientras cruzaba un puente de hierro y me sobresalté cuando el eco entre los vagones de metal amplificó el estruendo de las ruedas sobre los rieles. Eché un vistazo a mi reloj. Diez minutos, todavía. Black River 7 quedaba al otro lado del río del mismo nombre y acabábamos de llegar a Stone Bank, en la orilla oeste. Había hecho bien en despertarme. Lo raro era que me hubiese despertado pensando en Ellen.

Nos conocimos la noche del cumpleaños de Lucile Maynard. Ahora lo recordaba mejor. Me había puesto mi primer esmoquin; el de mi padre. Gracias a su holgada situación, mi padre tenía los medios necesarios para pagarme uno nuevo… pero esto mismo explicaba, quizás, cómo había llegado él a su holgada situación: no gastaba el dinero de modo imprudente. Por otra parte, los grandes gastos de mi madre restablecían el equilibrio. Aquel esmoquin me apretaba. Todavía me veo a mí mismo. Con ese maldito nudo que se torcía todo el tiempo, con ese mechón enrulado que era mi desesperación y que rompía obstinadamente su caparazón de fijador… Me veo en el salón de Lucile, con la nitidez irreal de los sueños… Habían enrollado la alfombra y la habitación adquiría dimensiones inquietantes; habían quitado casi todos los muebles, solo quedaba el gran tocadiscos automático, el sillón, unas sillas dispares a lo largo de la pared, unas luces, muchas luces; todas las chicas con las que habíamos paseado y nos habíamos bañado parecían, con esos vestidos de tímidos escotes, más desnudas que con un traje de baño… 

–Frank, me gustaría que bailaras conmigo. 

Ellen me miraba. Estaba hermosa con toda esa muselina amarilla, del mismo color de sus ojos. Aquella noche, a las cinco de la mañana, nos fugamos en el coche de sus padres. Terminamos en la cabaña, sobre los helechos. Ella lloraba y reía al mismo tiempo. Sentí vergüenza, estuve orgulloso y algo protector, y quise irme a dormir porque al día siguiente teníamos que enfrentar al equipo de Johnny Long y yo jugaba de medio apertura.8 Pero Ellen estaba tan hermosa que la besaba y me dolía verla llorar.

Sonreí mientras el tren aceleraba. Aún sentía ternura cuando pensaba en Ellen. Y me ponía feliz recordarla. Más feliz que el más feliz de los soldados, con o sin Purple Heart, [Condecoración que reciben los soldados heridos. [N. del T.] porque por primera vez había dejado de pensar en los cinco chinos que había freído con el lanzallamas. Ellos hacían, noche a noche, que despertara entre sudores; su imagen me perseguía desde que, dos meses atrás, me habían recogido bajo los escombros informes del refugio donde habíamos esperado por treinta horas la orden de retirada.9

Pero este tren corría ahora por suelo americano… y, mientras llegaba a Black River, yo pensaba en Ellen Brewster, la tierna Ellen, la compañera de mi primer placer de hombre… ¿Qué sería hoy de ella? ¿Reconocería a Frank Bolton en este tipo precozmente envejecido, en este hombre de treinta y cinco años que parecía una década mayor con el cabello gris y tantas arrugas alrededor de los ojos? Conocí a muchas mujeres después, mujeres igual de hermosas o atractivas… y mucho más expertas.

Los frenos empezaron a chirriar, resueltos a detener esas novecientas toneladas de acero y carne lanzadas a 120 kilómetros por hora. Sonreí porque era buen signo. Volvía a empezar de cero. Era una suerte haber pensado en Ellen. La memoria a veces nos juega bromas… Me alegraba que su imagen me recibiera antes que nadie, en mi regreso al hogar. Buen presagio.

Lentamente, la caravana se inmovilizó. La estación parecía algo hostil con esa fría iluminación de mercurio.10 En cuanto descendí, se armó un alboroto. Entregué mi billete. Un vendedor de periódicos anunciaba noticias sensacionalistas. Mi cerebro zumbaba.
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OREGON: INFIERNO GRANDE

OREGON: INFIERNO GRANDE

Walt Curtis, autor de Mala Noche, en su juventud

Probablemente si este libro no hubiera sido fundamento para el rodaje de la primera película de Gus Van Sant no hubiera ido más allá de un episodio más de la muy colorida diversidad humana de Portland desde la década del 70 en adelante. Todos saben que si hay un lugar donde la vida puede (o “debe” de acuerdo con los niveles de fascismo) incluir temas como la liberación sexual el vegetarianismo, la ecología, el uso sistemático y político de ropa de segunda mano, la aprobación y la prueba de todas las drogas concebibles, la alimentación con productos orgánicos consumidos a no más de 30 km del lugar donde se produjeron, y la aprobación de cuanta muerte, invasión o exterminio sea necesario para que vivir una vida entregada a los placeres epicúreos, ese lugar es el estado de Oregon. Un estado de los Estados Unidos, casi paradisíaco en el que la derecha y la experimentación alucinógena se pueden dar la mano sin conflicto.
No es casual que, como todos sabemos gracias al documental “Wild, Wild Country”, el mismo Osho haya querido establecerse en ese estado de Estados Unidos, vergel de espiritualidad atea y zapatillas Nike. Y si ese documental contiene tanto material de archivo es porque a los Oregonians les encanta el tema del documentalismo. Como si vivir en ese estado se tratara de un experimento social inaudito (y quizás lo sea) la cantidad de material que conocemos sobre Oregon y su cultura es inversamente proporcional a lo pirotécnico de su estilo. El estilo Cinema Verité del mismo Van Sant (que filmó la película Mala Noche en 16 mm) tiene su origen justamente en su hábitat.
Y hasta Madonna cuando lanzaba su carrera cinematográfica situaba su estilo sado/dominatrix en Portland en “The body of evidence” (catalogada como una de las peores películas de la historia. Y por ello, interesante, claro). La frase que define el hábitat es bastante elocuente sobre las formas de vida en Portland cuando es interpelada por un abogado tiernito que la pone en el banquillo de las acusadas y ella responde con seguridad: “Portland es una Ciudad pequeña. Yo pude haberme acostado con el hombre que se acostó con la mujer que se acostó con usted”. La vida de una ciudad con las costumbres de pueblo

Pepper y Johnny, dos de los jóvenes mexicanos con los que Curtis entabla “una relación de amor, celos y travesía callejera”

EL DIARIO (AUMENTADO) DE UN POETA MÍSTICO 

Mala Noche también tiene algunos rasgos de Cinema Verité antes de ser llevada al cine. Se trata de la narración de las andanzas de este poeta mítico en su vecindario (como lo son casi todos los poetas) que escribe una especie de diario, narración, o novela.

A primera vista Mala noche y otras aventuras ilegales puede parecer un texto más o menos casual, expresivo o bosquejado; una más de las aventuras de la vida cotidiana y su trivialidad a la que este siglo nos tiene acostumbrados. Pero una mirada apenas más intensa puede hacernos descubrir una serie de detalles tan bien construidos en una trama tan finamente urdida, que hasta parece la puesta en escena crítica de ese material espontáneo.

Por empezar se trata de una serie de textos que no están ordenados como una sucesión narrativa sino como una construcción arqueológica del origen de un texto (el “Mala noche” del título) rodeado (en esta versión final, que es la que tenemos) de una miscelánea de causas, consecuencias, versiones, poemas, ilustraciones, memorabilia, fotogramas y críticas dirigidos a ese texto originario que funciona como el núcleo generados de una novela fantasmática.

También es parte de este libro el comentario sobre las condiciones y las consecuencias de que ese relato haya sido la Opera Prima de Gus Van Sant (otro Oregonian) filmada en 16 milímetros pero luego ampliada y vuelta película de culto de uno de los pocos directores con una voz autoral en la maquinaria cinematográfica de Hollywood.

Luego, no sólo aparece el devenir de los personajes de Mala Noche (dos jóvenes mexicanos que emigran a Oregon y se encuentran en el universo marginal con este poeta con el que entablan una relación de amor, celos y travesía callejera) sino una especie de “estilo gay” que supone que el contacto con otro ser en la clandestinidad (se habla de hechos que ocurrieron entre los años 70 y los 90) inmediatamente produce un colapso de la civilización y un choque de culturas.

En cierto sentido la novela lo dice al construir su linaje de narradores y poetas que sólo concibieron la interacción sexual como forma de la colisión cultural y de la observación en términos capilares, tenues o muy rudimentarios de la lucha de clases: Gide, Genet, Lorca, Lowry aparecen en distintos momentos para ilustrar con memoria de la literatura alguna aventura sentimental. Esa forma a la que el gay es (¿o era?) tan afín que encuentra en la crónica etnográfica y en la poesía (el borde del lenguaje) la posibilidad de darle forma a lo informe de sus relaciones (en el borde de la cultura). Mala Noche es al mismo tiempo poesía y testimonio. Y si fuera posible separar estos géneros en algún texto, si se pudiera encontrar el lugar en donde un género niega al otro, también este libro sería un modelo perfecto para la exploración de estos cruces.

El fondo y el entramado sobre el que se dibujan estos episodios románticos es quizás lo más interesante de la novela. El mundo clandestino de los inmigrantes que llegan caminando desde México a la costa oeste de Estados Unidos y que en condiciones tan precarias de inmigración no llegan a constituirse en trabajadores, ni a ser reconocidos como inmigrantes ni a nada. De modo que quedan flotando en el delirio de la clandestinidad total, la pérdida de las ilusiones, la delincuencia menor, o la simple derrota.

Hasta que llevado por la curiosidad y el deseo, el narrador cruza la frontera y va a buscar el hábitat original de sus objetos de deseo y entonces se muestra el otro lado, el de los mexicanos en el norte del país, pequeños productores de marihuana (la única mercancía que podrían manufacturar; o la única producción primaria que puede convertirse en producto internacional. recordemos que son los años 70 y 80. Es decir, que no esas poblaciones no estaban en la sofisticación del presente) que los somete a estar entregados a un mafia de ilegalidad, clandestinidad, etc. Y también, el paso por México supone el otro cruce, el de la lengua que lo confronta con otras aventuras sentimentales y clandestinas. La poesía de Calderón de la Barca, la de Lorca, Neruda, la del mundo de “los católicos” como lo llama Walt Curtis, y su estética barroca y atormentada.

Nico, Curtis, y su amado Raúl

EL FIN DEL FIN

Los capítulos finales del libro son los que reflexionan de los resultados que llevaron a esta plaqueta de unas páginas a convertirse en un libro de culto que se fue agigantando por su propia densidad y que termina en la Opera Prima de Gus Van Sant (se puede encontrar en internet) pero que elevó la plaqueta el nivel de “novela” o “relatos” quizás… pero que sobre todo muestra de modo descarnado los mismos agentes: los inmigrantes, la policía migratoria, los empleadores campesinos que necesitan esa mano de obra barata para hacer competitiva su producción, y al poeta sobrevolando ese juego del gato y el ratón y dando cuenta de la miseria económica y de la riqueza narrativa de todas esas vidas.

*La reseña de Ariel Schettini puede leerse en este link.
Las imágenes, que pertenecen a Walt Curtis, están incluidas en Mala Noche.

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¿CÓMO HEREDAR FLUXUS?

¿CÓMO HEREDAR FLUXUS?

Compartimos una versión extendida de la reseña para Revista Otra Parte que Alfredo Aracil escribió a propósito de nuestra antología Fluxus escrito.

¿Cómo heredar Fluxus? ¿Qué enseñanzas podemos incorporar de sus archivos y documentos? ¿Cómo prolongar la libertad radical de sus propuestas? Son tres preguntas que parecer responder Fluxus escrito. Actos textuales antes y después de Fluxus, recientemente editado por Caja Negra. El volumen, que reúne textos de treinta autores, estuvo al cuidado de Mariano Mayer, quien ha ampliado el canon y la conexión Estados Unidos-Europa a otros contextos y latitudes. De esta forma, además del núcleo duro −George Maciunas, Vostell, Paik o Kaprow−, encontramos por ejemplo manifiestos y reflexiones de Eduardo Costa o Roberto Jacoby, entre otros. Un grupo de artistas que, como Marta Minujín, participaron, principalmente en París y Nueva York, junto con otro grupo de intérpretes que emularon esta forma de hacer cosas muy libremente, en parte gracias a testimonios y en parte gracias a la flamante circulación mundial de imágenes que explotó con la era del espectáculo integrado, en los años sesenta. 

La operación situacional resulta muy útil. Ya que, a la vez que traza conexiones inéditas y aberrantes entre estrategias, inquietudes y resultados heterogéneos, invita a pensar de nuevo la vigencia de una serie de prácticas que el arte contemporáneo ha absorbido hasta naturalizar, muchas veces limpiando de espontaneidad y vaciando su pragmática. Es el caso, por ejemplo, de la nación creación permanente defendida por Robert Filliou en algunos de sus textos, hoy tomada por las industrias creativas y los departamentos de marketing que, haciendo de la vida el objeto de la economía política, tratan de volver deseable la razón y la violencia neoliberal. Una forma de extracción de recursos y energías no solo naturales. Aunque no está entre las posibilidades de esta nota discutir si Fluxus fue una bisagra en cómo las estrategias del arte contemporáneo fueron y son utilizadas para concebir formas de explotación cada vez más sofisticadas. Resulta, con todo, un debate demasiado esencialista y alejado de las intenciones irreverentes y revolucionarias de los escritos de un La Monte Young. Más interesante parece partir del carácter internacionalista de un movimiento que fue sumando adeptos en países como España franquista, donde el grupo ZAJ aportó absurdo y sentimentalidad protoqueer en los conciertos, acciones y poesías cotidianas de Juan Hidalgo y Esther Ferrer.

Con el intercambio entre ciudades y personas que finalmente se hacen amigos y aliados, en contacto  gracias a festivales como Wuppertal, en Alemania, y a la red de arte postal que entre todos tramaron, hay que recordar el carácter existencial del arte de Robert Filliou. La suya fue una forma de concebir la vida y el trabajo en campo continuo, una entrega y una ocupación vital. Y sin embargo, por fuera de los circuitos de rentabilidad y explotación. Filliou fue pionero en la exploración de formas de economía no-formal y gastos sin retorno. Saltando de proyectos editoriales autogestionados a galerías no comerciales como La Cédille qui sourit, que apenas abría sus puertas unos días al mes, su producción está formada por piezas vanguardistas que rechazan las convenciones de la vanguardia y repudian todo “ismo”, violentando medios y tradiciones, de John Cage a la ironía dadá, sin nostalgia ni revisionismo. Porque Fluxus, antes que nada, era una forma de arte no separado de la misma existencia: un arte del vivir, crítico con las técnicas formalistas y reacio a cualquier filosofía o estética trascendental. Junto con el malestar frente a la cultura burguesa, el gesto irreverente, la apología del juego como proceso sin final y del azar como agente inventivo, se inaugura con Fluxus una problemática que todavía nos interpela. Me refiero a la pregunta por un hacer en común, colectivo: la afectividad como territorio artístico en disputa. Lo que en su caso supone, además, una manera de trabajar con y desde lo inmanente, la apertura al mundo que parte del trabajo con la percepción y los sentidos, elaborando sensaciones que cuestionan el cuerpo heredado, los automatismo y la lógica del sentido, una vez que el espectáculo deja de estar en el exterior.

Podemos pensar a Fluxus como una pedagogía: una práctica, un programa de vida o un manual de ejercicios para practicar el arte de lo impersonal, donde lo propio era admitido siempre y cuando estuviese atravesado e infectado por varios y diferentes “yo”. Y donde las instrucciones para cerrar los ojos, respirar profundo y escuchar atentamente que, inspirados en técnicas de meditación y yoga, propone Pauline Oliveros en su método Deep Listening se convierten en el vehículo que permite aumentar la presencia y densificar la percepción. Disipar cliches, tomar conciencia y evidenciar los lugares comunes de la coreografía cotidiana que, naturalizada por los trucos mágicos del capital, actuamos de forma inconsciente. En cierto sentido, Fluxus puede ser leído como una práctica de libertad, como una práctica espiritual que, de algún modo, aspira a la curación. Entre sus aplicaciones terapéuticas, no obstante, está implícito el intento de adquirir dominio sobre uno mismo y aprender a estar atento a los ritmos e intensidades del cuerpo propio y común. Como recuerda Michael Foucault, therapeuein es la actividad del que recibe órdenes y sirve a su amo, del que da y recibe instrucciones, a la manera de una obra de instrucciones Fluxus. Pero también del que no cesa de cuidarse, de servirse a sí mismo y rendirse culto. El saber que es hacer: una gimnasia emancipadora, en la medida que transforma al espectador en intérprete por medio de proposiciones, sistemas y rituales para estar en lo otro con los otros, ayudados por objetos, sensaciones y ambientes que propician una apertura a los misterios del mundo. De ese abismo que nos obliga a cuestionar lo que pensamos de nosotros mismos, se cuela la posibilidad de “liberar el inconsciente”, como se puede leer en uno de los textos de Oscar Masotta, sobre técnicas y operaciones que son tramadas a nivel cutáneo, molecular, proyectadas sobre los territorios de la subjetividad y del comportamiento humano.

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿cómo heredar Fluxus cuando la ubicuidad del cuerpo y de la performance en las prácticas artísticas contemporáneas podrían estar expresando un malestar, o mejor, una cierta crisis de la presencia y de la atención sobre la que, entre otros, ha escrito Amador Fernández-Savater? Después de todo, la centralidad de los estudios performativos y del nuevo materialismo filosófico podría estar representando un interés académico que es, además, una preocupación epocal. La emergencia y lo urgente de intentar amortiguar la desaparición de la sensación de mundo, del espacio de lo afectivo y de la sensibilidad como forma de conocimiento. Con la indolencia, la incapacidad expresarse y acceder a experiencias singulares a la cabeza de una serie de trastornos referidos, principalmente, a la proliferación de normas y medicamentos para todas las fases y ámbitos de vida, esta crisis de la presencia parece estar también en el nudo de problemas que Alina Popa y Florin Flueras han trabajado en sus escritos.

Como sucede con Fluxus, su concepción del arte es eminentemente práctica. Durante la última década, Alina Popa, recientemente fallecida de cáncer, y Florin Flueras han reflexionado en distintos textos, performances y situaciones entre las artes visuales, la coreografía y la filosofía especulativa, haciendo de lo patológico un vector de fuerzas artísticas y vitales. Su libro Unsorcery (Punch, 2018) puede leerse como un manual de estrategia para la vida. Y por lo tanto no está orientada a un conocimiento que es conocimiento en sí mismo, un saber que estaría separado o ausente de la inquietud y la pregunta por cómo vivir. Sus textos y trabajos artísticos, en ese sentido, también se acercan a la hipótesis de la sanación, los efectos restauradores de la escucha, la atención y presencia o la navegación por estados alterados de conciencia en los que es posible trascender lo humano, imaginar lo inimaginable y nombrar lo innombrable. Del mismo modo que Fluxus se abría a las contingencias, lo inexorable y la diferencia que trae cada nuevo acontecimiento, la suya es una epistemología bastarda, multinatural, una práctica que abraza y desea la incertidumbre. El rechazo frontal a la tentativa de acceder a la verdad a través de lo idéntico y la identidad, porque para ellos lo patológico y el misterio de la vida suponen constantes que hacen visible el carácter construido de la norma, fuerzas para hacer visible diferentes tonos de negro, devolviendo al cuerpo lo que es del cuerpo pero también lo que necesariamente desconoce.

Así, cuando se refieren a cuerpo, del mismo modo que Kaprow en alguno de sus textos, Popa y Flueras distinguen dos fenómenos. Por un lado, existe un cuerpo que, en realidad, es el cuerpo que nace con la Modernidad. En su esquema ese cuerpo moderno no es más que el cuerpo de la disciplina, del capitalismo como religión que produce hombres y mujeres, de los movimientos rutinarios y los hábitos económicos sanos y productivos. Un cuerpo que, libidinalmente, estaría enfocado en la satisfacción del goce, empleado en una danza circular que es repetición y manía de uno mismo y de lo mismo. El cuerpo que, como decíamos, de tanto escuchar lo que puede ha olvidado lo que no puede, que desconoce y se desatiende de los puntos ciegos del deseo y del placer. Un cuerpo, en definitiva, que es fruto de una violento proceso histórico de diseño y modelado. La máquina humana que es, aparentemente, nuestro destino y nuestro hogar.

Y por otra parte, el Segundo Cuerpo, que es un concepto un tanto oscuro, ya que solo es defendido comparativamente y de manera tangencial. Concepto vago del que la misma Popa afirma no saber demasiado, al sostener que “no sabemos qué es un Segundo Cuerpo, pero mientras la desconfianza sea productiva y el afecto sea real, hay un trabajo que hacer con la parte desconocida del concepto”. De nuevo, lo misterioso, lo anormal, aquello que no encuentra acomodo, aquello que hay que liberar mediante ejercicios y disciplinas que son votos o compromisos voluntarios, no obediencias inconscientes. Porque el Segundo Cuerpo debe ser entrenado para desestabilizar las series y los sistemas. Está sintonizado en la frecuencia de las pasiones. Es movido por sensaciones turbulentas, o incluso monstruosas, que le hacen perder la forma humana y ganar en una sensibilidad que es de todas las especies y todas las naturalezas juntas. El Segundo Cuerpo es un cuerpo sin identidad estable. Se transforma incesantemente, como los personajes de João Gilberto Noll que se escurre por fosas, se acuesta con su padre y se despierta con su madre. Aperturas ónticas y catástrofes varias: un agujero negro de desobediencia frente a una naturaleza que nunca es dada, que es proceso de producción e intervención política. El rechazo, como sucedía con Fluxus, de una forma de libertad prefabricada, de una libertad de corte morfológico que propone modos de vida y de consumo que incorporamos y sufrimos gozosamente. Es, precisamente, por ese llamado a investigar en otras formas de consciencia y de existencia, menos humanas y menos programadas, que Fluxus sigue interrogándonos. Es por eso que su invitación a la alineación productiva, a perderse de uno mismo y buscar la realidad de la realidad, que su proyecto estético-político no hay perdido ni un ápice de una alegría que todavía resulta revolucionaria.

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