REASSEMBLING HISTORIES BY PUTTING THEM INTO BODIES THAT DANCE

REASSEMBLING HISTORIES BY PUTTING THEM INTO BODIES THAT DANCE

Por Sonia Fernández Pan

PLAY — Nunca he entendido muy bien la gran repercusión de esa idea que dice que escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura. La comparación que busca es intencionalmente absurda, pero creo que lo absurdo en ella es la desvinculación implícita que propone entre el acto de bailar y la arquitectura desde su significado literal. Bailamos sobre un suelo, que es parte de una arquitectura.  Bailamos dentro de ella. Y, a veces, hasta encima. Es más, puede que incluso podamos llegar a hacer que la arquitectura baile, especialmente cuando lo hacemos multitudinariamente, dentro de un club. Que nuestros sentidos no sean capaces de percibir algo, no implica que esto no suceda o exista. La energía que generan y emiten nuestros cuerpos no tiene por qué desaparecer en ellos.

Quizás se puede escribir sobre música con el cuerpo y no con la palabra. De acuerdo que no es escritura en su sentido más literal, pero el postestructuralismo nos ha enseñado que todo puede ser un texto. Puede que hasta el exceso. Y si no, lo suficiente como para llegar a olvidarnos de la materialidad constituyente del cuerpo durante bastantes años. El baile como un tipo de escritura a través del cuerpo en el que este no solamente metaboliza música o sonido -una palabra con más distinción intelectual que la anterior-, sino que funciona por re-apropiación, asimilación y expulsión. La re-apropiación, uno de los gestos icónicos de la cultura dj, es algo que también sucede en la pista de baile. Cultura de baile es seguramente un término más generoso y equitativo que da a entender que no toda la acción pasa por el cuerpo de alguien que tiene un estatus diferente dentro de un sistema de relaciones con numerosos elementos, humanos y no humanos. Este término, además, elogia el baile -y, en consecuencia, el cuerpo- como el principal elemento de una cultura donde muchos preferimos permanecer en el anonimato. Porque su placer puede llegar a ser más grande que el de los nombres propios y los aplausos.

A pesar de su relación de dependencia, siempre he pensado en lo diametralmente opuesta que puede ser la cabina de dj a la pista de baile. Cabina es quizás un término obsoleto ahora que los dj’s se colocan frecuentemente sobre un escenario, un espacio heredado de otras formas culturales relacionadas con la representación y, en consecuencia, con la actuación. Y esta diferencia no se encuentra sólo en el hecho de que por un escenario pasen más hombres que mujeres -de hombres que ocupan más espacio del que les toca también está llena la pista de baile-, sino por su autocomplaciente machismo frente a la supuesta deconstrucción de género de la pista de baile. Una posibilidad que existe en potencia o en estado latente. No obstante, pocas cosas me fascinan tanto como el techno. Una categoría que tiende a englobar el total de la cultura de baile pero que, en un sentido mucho más preciso y acertado, se refiere a una parte muy concreta de ella. Si el techno me fascina más que otras músicas o culturas de baile es por su extraordinaria capacidad para convertir la extenuación en exuberancia. Pero con techno no me refiero solamente a un tipo de música, sino a un manera de entender nuestra relación con ella y entre nosotros.

Con respecto a la momentánea deconstrucción de género en la pista de baile los años han demostrado que el futuro no siempre es más subversivo que el pasado. Se me ocurre que hablar en masculino, de manera consciente, como un gesto de apropiación y no de sumisión, también puede ser una forma ligera de alteridad. Una estrategia lingüística para ser él y no ella. Una estrategia cobarde y propensa al equívoco. Seguramente hay mejores maneras para poner en práctica la alteridad. Aunque tampoco me interesa ser un otro cuyos privilegios me molestan y perjudican. Pero sería deshonesto negar que de niña quería ser niño. Como tantas otras mujeres, he practicado formas inconscientes de misoginia a través del deseo. Durante la infancia, pero también en etapa adulta.

Dice el diccionario que la alteridad es la capacidad de ser otro o ser distinto. El diccionario no es neutro en sus definiciones. Está impregnado de ideología. Mi procesador de texto también lo está. Por ejemplo, me señala que “alteridad” es una palabra incorrecta. De tan contradictorio llega a ser irónico e incluso gracioso. Una herramienta que me permite ser otra, ser otro, ser distinta, ser distinto, me indica que el término para esta posibilidad no existe dentro de su archivo limitado de palabras. Pero para ser distinta a algo, tendría que entender o fijar primero que es ese “algo” de lo que quiero distanciarme. El deseo de lo ajeno se construye desde cierta relación de proximidad. La sensación de que lo ajeno tiene algo de nosotros que queremos conocer, pero también que otros reconozcan.

Es posible que la alteridad exista sólo en relación con un otro, singular o múltiple. Como durante el sexo, donde uno siempre es distinta dependiendo del otro, de la otra, con la que nos acostemos. El sexo como una práctica de alteridad de baja intensidad. O como en una pista de baile, donde es posible ser otra, ser otro, a través del movimiento. Imitar otro cuerpo sin salirse del propio. Sin tener que tocarlo. O sin que esa otra persona sepa que la estás incorporando a tu cuerpo. La música como materia de contacto. Recoger el movimiento de alguien que está cerca. No importa su nombre. Tampoco quién es o qué hace. Importa que te gusta como baila. Tanto como para querer ser ella, ser él. Metabolizas ese movimiento y lo incluyes en tu cadena de pasos de baile. Comunicar con un lenguaje prestado. Comunicarse con el otro con el lenguaje del otro. Traspasar fronteras geopolíticas con la repetición de un gesto a través de diferentes cuerpos en diferentes lugares y tiempos. Un gesto que descansa pero que no se detiene. Un virus estimulante que se expande gracias a los diferentes cuerpos, lugares y territorios en los que se instala. La alteridad en plural. Ser muchos otros a la vez. Ser desde el contagio y no desde la esencia.

You belong to Berghain! Esta es una frase que nos dijeron a Ania y a mí bailando durante una sesión de techno en Barcelona. Provenía de dos chicos de Frankfurt con unos cuerpos tan ambiguos* de leer como los nuestros dentro aquel contexto. Pero con esta afirmación no manifestaban un lugar físico de pertenencia sino nuestra participación dentro de una comunidad más grande. Actitud y comportamiento como elementos vinculantes. Entre Ania y yo, entre nosotros, pero también con otros. Una manera concreta de bailar que nos relacionaba a los cuatro dentro de aquel club. Y no es tanto que bailásemos de la misma manera que ellos – ni siquiera bailamos la una como la otra-, sino que ellos se reconocían en nuestros gestos porque reconocían otros cuerpos en nosotras que forman parte de la misma comunidad. Una pista de baile concreta que funciona como una fábrica identitaria de gestos y movimientos que son altamente reconocibles entre sus miembros en otros clubes del mundo. Este reconocimiento se manifiesta también con el cuerpo, exagerando durante unos segundos alguno de esos gestos como forma de saludo. Bailar es una forma mucho más humilde y radical de esperanto. They also belonged to Berghain.

“En una pista de baile es posible ser otra, ser otro, a través del movimiento. Imitar otro cuerpo sin salirse del propio. Sin tener que tocarlo. O sin que esa otra persona sepa que la estás incorporando a tu cuerpo. La música como materia de contacto. Recoger el movimiento de alguien que está cerca. No importa su nombre. Tampoco quién es o qué hace. Importa que te gusta como baila. ”

Hace dos años estaba bailando en un club de Tokyo. En algún momento, empecé a copiar los movimientos de una persona que bailaba cerca de mí. Meses más tarde, bailando en un club de Berlín, me di cuenta de que alguien que bailaba a mi lado estaba copiando esos movimientos que yo, a su vez, había tomado prestados de aquella persona que, seguramente, estaba también reproduciendo los movimientos de un cuerpo anterior. Y así, sucesivamente. Por un momento, fantaseé con la idea de un gesto fundacional. Un primer momento que inaugurase la historia no escrita de un movimiento en constante cambio. Una historia inscrita en los cuerpos de aquellos que somos parte de la cultura de baile. Una memoria somática que aparece y desaparece en el cuerpo colectivo de la pista de baile. Una somateca que todavía no tiene archivo. Pero la historia se basa en un entendimiento lineal de los acontecimientos que aquí no funciona. La imagen del uróboros quizás se acerca un poco más. Y no porque esta historia no tenga un principio o sea circular, sino porque conecta con formas de representación de la antropofagia.  

La figura del uróboros está conectada a la vida de un ciclo que vuelve a comenzar a pesar de las acciones para impedirlo. El uróboros me devuelve a Tokyo. En la entrada de una de las habitaciones de aquel club había un cartel que indicaba la prohibición de acceder a ella con bebidas. Como me dijo un amigo entonces “only dancing here!”. La exclusión de un elemento tan habitual como el alcohol dentro de aquella zona me hizo pensar que aquel club entendía de manera inteligente y un tanto drástica la principal función de una pista de baile. Más tarde descubriría que sencillamente se trataba de una cuestión jurídica. Aquel club no tenía un permiso legal para permitir el consumo de alcohol dentro de su sala principal, quizás por estar ubicado a muchos metros por debajo del suelo. Aquel club demostraba que también era posible bailar debajo de una arquitectura. Gracias a Kentaro también descubriría que en Japón estuvo prohibido bailar dentro de los clubes durante un tiempo. Situación que daba lugar a contradicciones tan grandes como leer “no dancing” al entrar en alguno de ellos. Pero, como en el uróboros, el ciclo no se detiene a pesar de las acciones para impedirlo. Aquella prohibición dejó de existir. No pudo someter a una comunidad que también infringe otros marcos legales. Prohibir bailar es como vetar la respiración*.

Si pienso en mis estrategias de apropiación de otros cuerpos a través de sus gestos y movimientos en relación al género, tengo una tendencia muy clara. Prefiero imitar a mujeres que hombres. Tampoco es algo que elija de manera consciente. Me gusta mucho más su relación somática con el techno. Como en toda regla, hay excepciones que la confirman. Pero han sido muy pocas. Con los años me he dado cuenta que tiendo a imitar a hombres que no bailan bajo los efectos o la inhibición de la testosterona, algo que no es tan frecuente como podría serlo. Y creo que es aquí donde la presunta deconstrucción de género en la pista de baile se cae por mi propio peso. Contradicción que aumenta si pienso en cómo el techno es una vía de acceso para gestos de feminidad que no practico en otras situaciones. Supongo que uno de los efectos de los estados alterados de conciencia es aprender a llevarse bien con el cuerpo que tenemos. Disfrutar siendo cuerpo. Dentro y fuera de un club. Practicar una forma de comunicación en la que tanto emisión como recepción prescinden del discurso y de su capital simbólico y social. Creo que fue Simon Reynolds quien afirmó que ciertas drogas son tecnología avanzada de recepción musical. Alguien que también utilizó un término frecuentemente aplicado a la tecnología como es “wonky” para referirse a las sinergia entre drogas anestesiantes y ritmos “desencuerpados”. La pista de baile como la activación de una posible utopía cyborg. Un cuerpo multiconectado y vivo que incorpora tecnología. No obstante, la sustancia imprescindible en una pista de baile es la música. Y la mejor tecnología de recepción musical, el cuerpo. Porque no sólo recibe: procesa, transforma y expulsa. Imagina que al hablar fuese posible tomar la voz prestada de otra persona. No sólo sus palabras o ideas. Esto sucede continuamente. Imagina que fuese posible hablar con la voz de otra persona. Un préstamo que, sin embargo, no le impide al otro seguir manteniendo su voz. Que no le usurpa ni arrebata nada. Es más, esa voz, ni siquiera tiene propietaria. Ni es totalmente tuya ni de la persona a  la que se la tomas prestada. Está a tu disposición pero no te pertenece exclusivamente a tí. A falta de tecnologías que permitan un intercambio de la materialidad constituyente de nuestras voces, bailar podría parecerse a ocupar la voz de otro por un lapso indeterminado de tiempo. Los gestos, además, se resisten a la autoría. No pertenecen a nadie en concreto. Son marcas de identidad que no se prestan a una posesión excluyente. Se declinan en plural. Se expanden y evolucionan gracias a formas de consentimiento anónimo. La temporalidad del préstamo la decide tu cuerpo en relación a otros. Depende del siguiente deseo de apropiación que, a su vez, depende del próximo encuentro con otro cuerpo cuya gestualidad quieras tomar prestada. De la siguiente transferencia somática que se produce. Teniendo en cuenta que los cuerpos tienen memoria, pero también desmemoria, el único peligro es que, una vez incorporado un gesto anterior, no puedas volver a tu estado anterior. Que no puedas volver a ser “tú” aunque lo intentes. Bailar es una forma de renuncia involuntaria de la identidad a través del movimiento. El estilo aquí no existe: es un tránsito de memoria irreflexiva de unos cuerpos en otros.

Probablemente un club sea uno de los pocos espacios con vocación pública donde es posible comunicarse sin tener que usar la palabra o pasar forzosamente por ella. No es necesario hablar en el sentido más estricto del término para mantener una relación de horas con alguien. Una relación en la que también existe la posibilidad de contacto físico y un cambio de orientación sexual esporádico. Dentro de una pista de baile no importa tanto si somos inteligentes o no. Qué éramos antes de entrar en ese club o qué seremos o seguiremos siendo después de salir de él. Importa la habilidad de nuestros cuerpos en relación a la música. Lo importante es bailar o, en todo caso, cómo se baila. Aunque esto podría no llegar a importar mucho cuando se es una parte minúscula dentro de un organismo mucho más grande que sigue funcionando sin nuestra presencia. Somos piezas intercambiables. Necesita la totalidad de los cuerpos, no la especificidad de un cuerpo. Somos imprescindibles en relación a un tipo de actividad que, además, consigue formas de placer descentradas de nuestra individualidad. Los que sabemos esto, dejamos voluntariamente el ego en el guardarropa, con el resto de cosas que estorban cuando se baila. Una actividad que es capaz de producir formas de erotismo distanciadas del sexo. Al menos, el que practicamos entre humanos. La cultura techno pone de manifiesto formas de relación erótica con la música que quizás hasta permiten comprender mejor un paradigma sexual que cuestiona la penetración: la circlusión. La equivalente importancia de las partes del cuerpo que rodean y envuelven cuando se trata de recibir y dar placer sexual. El techno no penetra. El techno se introduce, invade y envuelve. Esta suficiencia erótica de nuestros cuerpos en relación a la música a través del baile consigue que algunas personas podamos llegar a colocar la posibilidad de un encuentro sexual como la última de nuestras prioridades en un entorno que ofrece mayores promesas y propuestas de sexo que otros. Tener sexo implica dejar de bailar. Y dejar de bailar es como dejar de respirar.

Pero sería una deshonesto o naïve afirmar que no hay diferencias dentro de una pista de baile o dentro de un club. En la primera los hay que bailan mejor y que bailan peor. Los hay que no bailan apenas, con un estatus mayor que el de aquellos que no bailan tan bien. El mayor prestigio social del estatismo con respecto al movimiento es capaz de  traspasar las puertas de un club. La cualidad estética del baile no deja de ser una construcción social, con todos sus privilegios y sus perjuicios.  Dentro de un club también están penalizadas de manera simbólica las gestualidades histriónicas. Y no tanto porque los cuerpos que las reproducen ocupen más espacio del que les toca, sino debido a la mayor valoración social de aquellos comportamientos basados en la sujeción y la contención. Este podría ser un posible motivo para que la mayor parte de dj’s -en masculino- apenas bailen cuando no están sobre un escenario. Incluso parece que, cuando se atreven a bajar a la pista de baile, frecuentemente no sepan qué hacer dentro de ella. La jerarquía entre la pista de baile y la cabina del dj es algo que esta actitud reproduce. A través de unos cuerpos que actúan por oposición a la razón de ser y la función principal de un club. Y, aunque es cierto que también se da otra oposición entre los cuerpos que ocupan un club -el tiempo de trabajo vs el tiempo de ocio*-, esta no tendría por qué ser un obstáculo a la hora de poder participar de dos situaciones complementarias en las que cierta alteridad es posible desde el intercambio de roles.

“El techno no penetra. El techno se introduce, invade y envuelve. Esta suficiencia erótica de nuestros cuerpos en relación a la música a través del baile consigue que algunas personas podamos llegar a colocar la posibilidad de un encuentro sexual como la última de nuestras prioridades en un entorno que ofrece mayores promesas y propuestas de sexo que otros. Tener sexo implica dejar de bailar. Y dejar de bailar es como dejar de respirar.”

Sin embargo, puede que la mayor oposición entre ambos espacios sea de nuevo una cuestión relacionada con el ego y el lugar de enunciación del yo.  La resistencia a su disolución contra la disolución de esa resistencia. Un yo que es altamente incompatible con un nosotros impreciso. Un yo que no puede o no quiere sentirse prescindible. Resulta hasta contradictorio que alguien que habla a través de otros mediante la música que elige y procesa, contribuya al yo unívoco dentro de un club. El dj, el músico, está sujeto a la (o)presión de la identidad. Su intención es generar y establecer una voz propia que destaque sobre el anonimato de los cuerpos que bailan y el de otros cuerpos igualmente identificados que producen música. Contribuye a una situación social que desea y lo reafirma pero de la que voluntariamente tiende a excluirse. Practica una identidad reconocible que es altamente dependiente del reconocimiento externo. Es un cuerpo en el que sus enunciados priorizan el contenido sobre la forma, si tal división sigue siendo operativa. Es un cuerpo que no quiere o no puede ser cuerpo de la misma manera que aquellos que bailan en el anonimato y que, debido a ello, no puede o no quiere ser otro. Y es esta imposibilidad o inapetencia en la que se basa su diferencia, su ser otro o distinto, pero sin que esta situación sea una práctica de alteridad.

La historia de la cultura de baile es una historia que, pese a la resistencia de muchos de sus elementos a ser fijados, tiene a reproducir el paradigma historiográfico. Se presenta frecuentemente como una sucesión lineal de datos, momentos, nombres, descubrimientos y avances tecnológicos que parecen funcionar y encajar de acuerdo a un fin. Subyace en ella una teleolología aunque esta finalidad no esté tan clara como en otras historias o admita y celebre momentos de serendipia en algunos de sus episodios fundamentales. Es una mitografía poco dada a la autocrítica por aquellos que participan de sus privilegios o los detentan. Es fuertemente masculina y se excusa, como tantas otras, en la menor participación de las mujeres. Como si esta fuese aleatoria o intencional. Es también la historia de formas de resistencia que acaban siendo absorbidas por el sistema al que parecían oponerse. Tiende a ser una historia que prescinde del baile cuando lo coloca en una posición casi anecdótica. Algo que pasa mientras suceden otras cosas más importantes. Es una historia que no se ha interesado por la aparición y el desarrollo de sus gestos o por la evolución de sus formas y movimientos. Como en muchas otras, podríamos localizar en ella ecos de subalternidad. La pista de baile como un espacio de enunciación en el que los cuerpos hablan pero no forman parte activa del discurso que los relata. Somos agentes pasivos. Receptores de información para contenidos que se producen en otros lugares de enunciación de la cultura de baile. Se añade, además, la problemática de unos cuerpos que prescinden voluntariamente del discurso. En que muchas no estamos interesadas en salir de la pista de baile. Seguir bailando como un acto de resistencia. Seguir reclamando este lugar como un espacio de alteridad, aunque esta sea potencial, efímera o eventual. Más blanda o menos radical que otras. Seguir reivindicando la presencia de un cuerpo que no sólo es fluido, sino que tiene fluidos.  Un cuerpo que desprende sudor y se ensucia. Un cuerpo exhausto pero exuberante. La pista de baile como compost*. Un cuerpo que se altera para volver a un estado original que ya no es igual que antes. Que se hace durante. Seguir exigiendo la importancia del baile, no como un medio para fines externos a él, sino como un fin en sí mismo que desencadena otras cualidades y posibilidades. I think of modes of feminism as dance; we hear histories in music; we reassemble histories by putting them into bodies that dance#.

 
* Estas son ideas que han sido aportadas por Ania Nowak, Carolina Jiménez y Kentaro Terajima durante nuestras intermitentes conversaciones en torno a la cultura de baile y nuestra experiencia en ella, entre muchas otras cosas. A Carolina Jiménez le agradezco además, el feedback continuo durante el proceso de escritura y sus inteligentes comentarios y críticas. A Ania le agradezco nuestros análisis in situ y sus masajes durante horas bailando sin descanso cerca y lejos de ella. A Kentaro le agradezco su gran contribución a mi obsesión con el techno y que sea uno de los pocos hombres que he querido imitar bailando, sin llegar nunca a conseguirlo satisfactoriamente.
# Esta frase deriva de una reapropiación de una cita de Sara Ahmed: “I think of feminism as poetry; we hear histories in words, we reassemble histories by putting them into words.”

Este texto surge de una reelaboración de un texto anterior que formaba parte del proyecto de Txe Roimeser “Tot just estic aprenent a parlar/ qué hacer con el coño cuando no se folla”.

Sonia Fernández Pan (España, 1981) es doctora en Historia del Arte por la Universidad de Barcelona. Ha realizado el programa de estudios independientes del MACBA. Es la creadora de esnorquel, proyecto web sobre crítica de arte emergente barcelonés y ha curado las exposiciones F de Ficción (Can Felipa), Fuga: variaciones sobre una exposición (Fundació Antoni Tàpies) y El futuro no espera (la Capella). Colabora en A*Desk.

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