FRACASAR MEJOR.

 NOTAS PARA UN MUSEO POR VENIR

FRACASAR MEJOR. NOTAS PARA UN MUSEO POR VENIR

Por Pablo Martínez

En las últimas semanas hemos visto cómo desde los medios de comunicación generalistas españoles se prestaba una atención extraordinaria a la reapertura de los museos tras el confinamiento. La mayoría de los reportajes televisivos y entrevistas a distintos responsables de instituciones se centraba en los efectos de la pandemia en las programaciones, así como en las nuevas condiciones de la visita. Sin embargo, poco se ha debatido acerca de cómo los museos deberían aprovechar la coyuntura para replantear sus fundamentos éticos y políticos y con ellos sus estructuras y economías. Porque a pesar de su excepcionalidad, la pandemia no ha hecho otra cosa que confirmar aquello que desde hace años veníamos debatiendo en seminarios y encuentros en algunos museos y centros de arte: que el sistema está colapsando y que hay que actuar con determinación en todas las esferas de la vida. En el caso del museo el problema es complejo ya que en las últimas décadas ha sido uno de los principales promotores de una dinámica sustentada en la movilidad permanente, la economía de la visibilidad y la lógica de crecimiento continuo. Por eso, quizás, además de debatir acerca de cómo será la visita a un museo en condiciones de distanciamiento social, habría que reflexionar colectivamente sobre la necesaria refundación del museo bajo unos nuevos parámetros materiales y estéticos. El mundo entero tal y como lo conocemos está en un proceso de reestructuración a consecuencia del colapso ecológico y su consecuente crisis civilizatoria. Si los museos quieren desempeñar un papel relevante en esa reestructuración y apostar por la justicia climática no les queda más remedio que traicionar su cometido y aprender a fracasar mejor.

En El arte queer del fracaso Jack Halberstam analiza el modo en que el capitalismo y el heteropatriarcado han producido unas formas de felicidad y éxito normativas que merecen ser desmontadas. Lo que comúnmente denominaríamos fracaso, desde la perspectiva que propone Halberstam no es otra cosa que la apuesta por una existencia genuina al margen de las lógicas imperantes. Una disidencia de la norma impuesta. Si abordamos su propuesta desde perspectivas ecofeministas, esa disidencia se concretaría en una oposición a una idea de bienestar basada en la acumulación de bienes y la capacidad de consumo y en la proposición de formas de vida buena más austeras, pero también menos dañinas con el contexto. Estaríamos hablando de un modelo de museo que se resistiría a ser gobernado bajo las lógicas de la acumulación, la productividad, el valor, la propiedad, la novedad y la tiranía de los ingresos propios generados por entradas, alquiler de espacios o patrocinios. Un museo que sea antes internacionalista que internacional, que apueste por lo local sin ser provinciano y que se resista a incrementar la lista de sus artistas internacionales, de sus ponentes estrella, de sus trabajadoras a bajo coste. Que apueste por lo sencillo y que renuncie, en definitiva, a todos los indicadores que hasta ahora medían su éxito. Porque todos esos indicadores son los que han llevado a configurar una cultura en abierta guerra con la vida, por usar palabras de Yayo Herrero. Un museo que trabaje por la re-materialización de la cultura (o más bien que tome conciencia de sus condiciones materiales, porque de inmaterial tiene poco) y que apueste decididamente por una descarbonización en todos sus sentidos. Esa descarbonización se concretaría en lo material en tomar en consideración la huella ecológica de sus programas y estructuras y actuar en consecuencia. En el plano abstracto se trataría de una operación no menos compleja y ambiciosa como es la de descarbonizar los imaginarios sobre los que se ha asentado la modernidad, aquello que de forma muy acertada Jaime Vindel ha denominado estética fósil. Y esta operación se abordaría en dos direcciones: por un lado, mediante la reescritura de las narrativas de la historia del arte desde una perspectiva fosilista que abordase no solo una crítica a la idea de progreso moderna, sino que cuestionase los imaginarios de crecimiento sin límites a los que ha contribuido el arte, la exaltación del deseo sin control o la aceleración futurista por poner solo algunos ejemplos. Por otra, debería contribuir a la creación de nuevos imaginarios de vida buena con una dependencia menor de la energía fósil, precisamente en la dirección opuesta a lo que ha conseguido mediante la bienalización del mundo. Si aquella operación que se inició en la década de los noventa sirvió para la producción de una imagen positiva de la globalización y una proyección de la movilidad como sinónimo de libertad creativa y dinamismo social con un altísimo coste ecológico, quizás ahora el mundo del arte debería contribuir a revertir ese proceso y apostar por un museo que participe y fomente una economía libidinal de bajo impacto ecológico. 

Desde hace tiempo he venido ensayando el concepto de “museo por venir”, como un ejercicio de imaginación institucional y producción conceptual. Como ya he expresado en otros lugares la noción de “por venir” tendría una doble vertiente: por un lado, dibuja una posible hoja de ruta hacia un museo que ajuste su función y actividad a las condiciones que los límites biofísicos del planeta determinan. Por otro, toma el concepto de “por venir” expresado por el teórico cubano José Esteban Muñoz en su libro Cruising Utopía, publicado en 2009 y recientemente traducido por Caja Negra bajo el título Utopía queer. El entonces y allí de la futuralidad antinormativa. Muñoz describe lo queer como algo que todavía no es posible, que no se alcanza, como una negación del aquí y el ahora y una instancia hacia la potencialidad concreta de un mundo distinto. Ofrece una sociabilidad queer o una futuridad queer que desafía el aquí y ahora heteropatriarcal y lo mueve hacia el ahí y entonces de las minorías a través de la activación de estrategias estéticas para sobrevivir e imaginar maneras de ser dentro de mundos utópicos. En este sentido, la operación de queerizar el museo no solo consistiría en la incorporación de todas las minorías que han quedado excluidas a lo largo de su historia como participantes de la creación de imaginarios y como narradoras de otras historias, sino que apostaría por la activación de imaginaciones que nos hagan escapar de la prisión del tiempo presente que mantiene nuestra imaginación capturada. Queerizar el museo consistiría en desordenar su función, traicionar su norma y contribuir a la concepción de nuevos mundos que por fuerza surgirán del caos. Desafiar así las lógicas de lo que “ha de ser mostrado” y el “cómo ha de mostrarse” y con ello contribuir a superar la noción burguesa de orden público, de ordenación de los públicos, que, en realidad solo implica control, ya que los museos de arte responden, en buena medida, a una función normalizadora: no solo mediante la regulación del trabajo artístico, sino a través de la ordenación de cuerpos, relaciones y tiempos. El desafío consistiría en empezar a imaginar el futuro desde estas instituciones del pasado en un proceso que parta de la solidaridad con las otras especies y que desmonte imaginarios consumistas, reconstruya comunidades cooperativas y reconozca el carácter individualista y extremadamente fosilista de nuestros imaginarios de emancipación. Un museo que no solamente merezca ser visitado, sino que merezca la pena ser vivido.

Hace unos días, en una inspiradora entrevista de Marcelo Expósito, Manuel Borja-Villel decía: “El museo tendrá que cuidar como un hospital sin dejar de ser crítico”. La idea a la que refiere el título es sumamente productiva al tiempo que provocadora, ya que la invitación a privilegiar los cuidados implica que, por fuerza, se fracase en alguna de las otras funciones del museo. Imagino que cuando el director del museo nacional hacía esta afirmación no solo proponía ampliar, sino que también quería reconocer el trabajo de cuidados que los museos llevan haciendo desde hace décadas fundamentalmente a través de sus departamentos de educación y programas públicos. En este sentido quizás sería más ajustado decir que el museo “tendrá que seguir cuidando” o quizás mejor “aprender a cuidar a quienes cuidan y mejorar las condiciones laborales y el estatus de educadoras, mediadoras y todo el personal que desempeña un trabajo de proximidad”. Esta tarea del cuidado resulta urgente en estos tiempos de “realismo capitalista”, por decirlo con Mark Fisher, dado que el sufrimiento no es solo de las visitantes al museo sino también de sus trabajadoras. Por eso es necesario revisar en qué medida el museo es también causa de ese malestar por las formas de producción que promueve y que permiten a la vez que obligan tener varias actividades a la vez, todas ellas precariamente remuneradas, extremadamente vulnerables, dependientes de una interconectividad muy ágil y en permanente movilización. A esto hay que sumar que, en el caso de las instituciones públicas, la rigidez del marco normativo y la estrechez de la legislación laboral que nunca ha tenido en consideración la naturaleza propia del trabajo artístico ni las nuevas formas de producción cultural contribuyen a generar situaciones en las que solo se suma violencia a la situación ya de por sí precaria de las artistas. La idea de movilización total queda encarnada en las trabajadoras culturales, siempre dispuestas, siempre en movimiento. La pandemia nos permite ver aún con más nitidez cómo de frágil es este modelo en el que la artista, como una malabarista, no puede parar de moverse si no quiere quedarse con las manos vacías. Sin una renta básica universal el sistema tal y como está planteado en la actualidad es insostenible.

Queerizar el museo no solo consistiría en incorporar a todas las minorías que han quedado excluidas, sino que apostaría por la activación de imaginaciones que nos hagan escapar del presente.”

Me gustaría además detenerme un poco más en la frase “El museo tendrá que cuidar como un hospital sin dejar de ser crítico”, para invertir su sentido, ya que los cuidados son, precisamente, una condición para que el museo pueda convertirse, para más personas, en un espacio crítico. Porque, a diferencia de lo que nos enseñó la estructuración del saber patriarcal, el conocimiento no se da exclusivamente desde la distancia crítica, sino que es el afecto el que desencadena el pensamiento en la mayoría de las ocasiones. Especialmente si participamos de unos cuidados que parten del apoyo mutuo y la igualdad de las inteligencias y no desde una concepción paternalista de los cuidados. La propuesta del hospital es sumamente acertada en la medida en que huya del modelo de hospital público de gestión privada implantado en la Comunidad de Madrid durante la última década y se aproxime al templo-hospital medieval que acogía a los peregrinos para su alimento, descanso y goce extasiado. Un museo que de cobijo y que favorezca que peregrinas, vecinas y conciudadanas encuentren entre sus paredes un lugar en el que poder “pasar el tiempo”, un tiempo distinto al de la productividad y el consumo. Sin embargo, no puedo terminar este texto sin compartir mi temor a que la idea de que los museos se conviertan en hospitales active una nueva ola curatorial y que, tras los giros “social”, “educativo”, “afectivo” o “performativo” de las pasadas décadas, desencadene una especie de “giro hospitalario”. Esa concatenación de giros arroja la imagen de un sistema del arte que como un torbellino gira sobre su propio eje. Un alarde de dinamismo permanente que, en la práctica, solo se mueve en lo conceptual pero poco hace por transformar radicalmente los fundamentos materiales de la institución. Si el museo no quiere acabar hundido, más que seguir girando en este mar revuelto, habría de virar su rumbo hacia aguas ecosocialistas.

PABLO MARTÍNEZ trabaja como Jefe de Programas en el MACBA desde 2016. Ha sido Responsable de Educación y Actividades Públicas del CA2M (2009-2016) y profesor asociado de Historia del Arte Contemporáneo en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid (2011-2015). Dirige la colección de ensayo et al. (Arcàdia- Macba), forma parte del equipo editorial de L’Internationale Online desde 2016 y es secretario de redacción de la revista de investigación Re-visiones desde 2014. Entre sus líneas de investigación se encuentran el trabajo educativo con el cuerpo, así como la investigación acerca de la capacidad de las imágenes en la producción de subjetividad política.  Es miembro impulsor de grupo de investigación y acción sobre educación, arte y prácticas culturales Las Lindes.  

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Como quien busca restos de purpurina en un cuerpo que atravesó la fiesta

 

Como quien busca restos de purpurina en un cuerpo que atravesó la fiesta

Por Marta Echaves

Nuestro último lanzamiento, Utopía Queer. El entonces y allí de la futuridad antinormativa, como todxs nosotrxs, ha sido puesto en cuarentena. La esperanza crítica y la utopía, ideas que vertebran este texto de José Esteban Muñoz, son herramientas estimulantes para navegar este extraño presente en el que estamos inmersxs. Por ese motivo, invitamos a leer uno de sus capítulos, “Gestos, rastros efímeros y sentimiento queer, en diálogo con el documental Shakedown, de Leilah Weinraub, liberado a través de la plataforma Pornhub por su directora durante este mes de marzo.

El documental retrata la escena underground de un club de striptease lésbico de la ciudad de Los Ángeles. Durante su juventud, tanto Weinraub como Muñoz encontraron en los clubs queer de esta ciudad espacios seguros y familias escogidas que movilizaban otro modo de existir en el mundo y en el tiempo. La pista de baile es un escenario esencial para la performatividad queer, los gestos que ahí se despliegan son iluminaciones anticipatorias, núcleos de posibilidades políticas que nos permiten exceder el presente heterosexual sofocante.

Creemos que la película y el texto, en tanto hermenéuticas del residuo, resuenan y se retroalimentan en la búsqueda de rastros efímeros que quedan suspendidos en el aire como un rumor, y en su invitación a preguntarnos cómo se pone en escena, y se representa, la utopía.

“La producción cultural queer es tanto un reconocimiento de la falta inherente a cualquier versión heteronormativa del mundo como la construcción de un mundo frente a esa falta.”


José Esteban Muñoz en Utopía Queer


Leé el capítulo 4 de Utopía Queer

Gestos, rastros efímeros y sentimiento queer. Un acercamiento a Kevin Aviace

Hacé click en la imagen para ver Shakedown


https://fourthree.boilerroom.tv/film/shakedown

Sobre Leilah Weinraub 

Nació en Los Ángeles en 1979. Es artista conceptual y directora de cine. En 2002, con 23 años, decidió registrar lo que pasaba todas las noches en un club lésbico underground ubicado en el barrio de Mid – City. Durante 6 años acumuló más de 400 horas de filmación. Ese material se convirtió en Shakedown, un documental estrenado en 2018 en Berlinale y proyectado en museos y festivales de todo el mundo. En marzo de 2020 la película fue liberada en Pornhub como la primera producción no pornográfica del sitio web.

Sobre José Esteban Muñoz (1967-2013)

Fue un académico, ensayista y pensador que transformó el campo de los estudios queer y de la performance. Nació en La Habana y al poco tiempo emigró a los Estados Unidos con su familia. Estudió literatura comparada y fue profesor y director del Departamento de Estudios de Performance en la Universidad de Nueva York. La obra de Muñoz, escrita en inglés y hasta este momento apenas traducida, se caracterizó por su investigación de las intersecciones de la cultura, la política y la diversidad sexual, con particular énfasis en la obra de artistas contemporáneos contraculturales en los Estados Unidos. Su primer libro, Disidentifications: Queers of Color and the Performance of Politics (1999) es un texto fundacional de la crítica queer de color y representa una de las grandes contribuciones a la investigación de minorías en el campo de Estudios de Performance.

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EL POTENCIAL DE LO QUEER. SOBRE JOSÉ ESTEBAN MUÑOZ

EL POTENCIAL DE LO QUEER. SOBRE JOSÉ ESTEBAN MUÑOZ

Imagen de Paris is Burning, documental dirigido por Jennie Livingston, que retrata la cultura ball que a mediados de los años ochenta floreció en Harlem entre personas trans, gays y drags racializados.

Por McKenzie Wark

“Yo era un espía en la casa de la normatividad de género.”
– José Esteban Muñoz

Yo también fui un espía en la casa de la normatividad de género. Y esto es lo que vi: trabaja, come, reprodúcete. Se supone que es así como deben operar la producción y el consumo. Debes trabajar para poder comprar cosas y debes comprar cosas para que continúe habiendo trabajo. Tu deber de reproducir la forma mercancía no se detiene ahí. Se supone que no solo debes elaborar y consumir mercancías, también se supone que debes reproducir y criar trabajadores. Y todo ello en una escala siempre en expansión: trabaja más, compra más, reproduce más. Como si el planeta se ofreciera como suministro infinito, para ser convertido en más y más de lo mismo.

“¿Puede el futuro dejar de ser una fantasía de la reproducción heterosexual?” Quiero comenzar con este interrogante planteado en Utopía queer. El entonces y allí de la futuridad antinormativa, un libro de José Esteban Muñoz. Para Muñoz, lo queer es más que un rótulo de identidad, es “eso que nos hace sentir que este mundo no es suficiente”.

Si el Antropoceno tiene algún significado clave, es que esto no puede seguir por siempre, de hecho, ya no puede seguir así en absoluto. Entonces, tal vez es hora de conectar una teoría crítica sobre esta economía política extractiva y destructiva a una teoría crítica producida por un disenso interno surgido en este mundo superdesarrollado. Una teoría que se rehúsa a ser “ese” que estás llamado a ser. De esta manera, la teoría queer podría ser leída no solo como crítica a la vida hétero [straight] en lo que respecta a la sexualidad y a la familia, sino también en un sentido más amplio.

Laurent Berlant refiere a la “ciudadanía muerta” de la heterosexualidad. Y para Muñoz “ser ordinario y casarse son anhelos antiutópicos, deseos que automáticamente se refrenan”. Uno podría encontrar esta sugerencia de Muñoz en otras partes del libro y aun así preguntarse para quién es antiutópico ser ordinario y casarse.

Muñoz: “Creo que, en un mundo sin utopía, los sujetos minoritarios quedan excluidos como desesperanzados”. No todos los niños son reproducciones blancas, algunos son negros o marrones en peligro. “El futuro es cosa de solo algunos niños. Lxs chicxs de color y lxs chicxs queer no son los príncipes soberanos del futuro.” Para las personas trans de color, por ejemplo, estas serían ensoñaciones. “Lo queer debería y podría consistir en un deseo de ser de otro modo, en el mundo y en el tiempo, un deseo que se resista a los mandatos de aceptar aquello que no basta”, escribe Muñoz. En una dialéctica de lo excepcional y lo ordinario, lo queer puede ser la excepción que se convierte en −y luego transforma− lo ordinario.

En Utopía queer Muñoz se distancia de la actual política LGBTQ+ que ejercen ciertos grupos preeminentes y algunos colectivos sin fines de lucro, grupos para los cuales la idea romántica de la solidaridad queer ha sido reemplazada por un enfoque en los derechos individuales o de pareja. Estos grupos practican una política de inclusión que dentro de la reproducción de las relaciones mercantiles quiere hacer lugar para las personas LGBTQ+, para permitir que las personas LGBTQ+ sean consumidoras e incluso reproductoras de esta norma reproductiva, y no sujetos que la cuestionen.

Stonewall, 1969

Muñoz también quiere mantenerse alejado de su doble en negativo: una teoría queer antisocial que tiene sus raíces en Leo Bersani y que fue elegantemente articulada por Lee Edelman. Esta teoría antisocial adhiere a la visión negativa que la vida hétero tiene de la vida gay como improductiva, como el principio del placer, la pulsión de muerte. Aquí, la homosexualidad es un fantasma que acecha a la heteronormatividad, a la que recurre para legitimar su reclamo de lo ordinario. Pero quizás lo queer pueda salirse de la lógica binaria de afirmar la propia negación. Quizá pueda convertirse en cambio, como dice Muñoz, en una suerte de “iluminación anticipatoria”.

En contraste tanto con la reproducción heteronormativa como con la adhesión gay a la negatividad, Muñoz quiere activar otra imagen, la imagen de la comunidad queer como potencial, pensando en la temporalidad más allá. “Debemos abandonar el aquí y el ahora, en favor de un entonces y un allí”, escribe. Para decirlo más esquemáticamente: el tiempo hétero-lineal es el de la reproducción expandida de lo mismo; el tiempo gay es una inmersión en y un sometimiento al presente. Tal vez podría haber una temporalidad queer que despliegue los pasados olvidados y los futuros inminentes en contra de estos hábitos de la presencia. Quizá pueda existir un “ser singular plural de lo queer”. Tal vez pueda haber “múltiples formas de pertenencia en la diferencia”.

Como dijo Dorothy Parker: “La heterosexualidad no es normal, solo es común”.  Fue Michael Warner quien trajo el concepto de “heteronormatividad” al debate. Y es Muñoz quien insiste en que este concepto va más allá de identidades derivadas de orientaciones sexuales. “La heteronormatividad”, escribe “no se refiere solo a una inclinación en relación con la elección de objeto sexual, sino a esa organización temporal y espacial dominante que he venido llamando tiempo hétero-lineal”. Y también: “El ‘presente’ del tiempo hétero-lineal debe ser fenomenológicamente cuestionado, y ese es el valor fundamental de una hermenéutica utópica queer.”

En contra del tiempo hétero-lineal, Muñoz propone un tiempo extático que no se somete simplemente al momento. Su tiempo, es un tiempo extático que recurre al pasado y proyecta otros futuros. “Conocer el éxtasis es tener una idea del movimiento del tiempo, de comprender una unidad temporal, que incluye el pasado (haber sido), el futuro (lo todavía no) y el presente (lo que se hace presente).”

Irónicamente, la teoría queer tiene sus propios hábitos de reproducción de lo mismo y repetición, como cuando se refiere incansablemente a Michel Foucault, criando infinitas cantidades de pequeños polluelos foucaltianos. Muñoz, en cambio, piensa lo extático a través del trabajo de Ernst Bloch. La idea central de Bloch es un cierto sentido de lo utópico como otro tiempo y lugar inminentes al aparente. Bloch contrasta la utopía abstracta con la utopía concreta. La primera es concebida enteramente por fuera del tiempo histórico, y tiende a ser sistemática. (Para mí las utopías abstractas son más interesantes que lo que le parecen a Bloch y Muñoz. El nuevo mundo amoroso, de Charles Fourier, por ejemplo, es una incansable teoría práctica queer.) Una utopía concreta, en cambio, es inminente al tiempo histórico, una mirada hacia atrás que contiene una visión hacia adelante, un excedente que se abre hacia otro lugar, hacia otro momento. Muñoz: “Las utopías concretas son el territorio de una esperanza inteligente”. Este potencial se encuentra en lo ornamental. En The Utopian Function of Art, Bloch pone como ejemplo al cuarto de baño moderno, con su tensión entre lo funcional y lo no funcional.

Lo utópico podría ser solo el límite externo del anhelo romántico, pero Bloch intenta moderar el romanticismo con un poco de Marx, para quien el conocimiento se orienta hacia lo que está por ser. Es la conceptualización de lo que está siendo producido, y lo que podría producirse en otro caso. El impulso utópico es una acción activa que genera futuros a partir pasados, en vez de duplicar el presente. Es un poco como la práctica del détournement (y de hecho el cofundador del Situacionismo Internacional, Asger Jorn, estaba interesado, como Bloch, en el potencial del ornamento).

Muñoz conecta la utopía concreta de Bloch con C.L.R. James, que alguna vez hizo hincapié en la dimensión utópica de la cooperación en las fábricas. Incluso el espacio de trabajo fordista no funcionaría muy bien sin trabajadores que actuasen de manera colectiva en los márgenes. Muñoz va incluso más lejos y se pregunta si ciertos tipos de gestos y actividades queer no serán un tipo de trabajo que produce un excedente, aunque no uno que pueda convertirse tan fácilmente en valor de cambio y plusvalía.

Stonewall, 1969

Esto a su vez lo relaciona con los escritos de Paolo Virno sobre el postfordismo y el virtuosismo, aquello que excede este tipo de movimientos repetitivos y aislados que caracterizan al trabajo industrial. Tal vez haya un tipo de virtuosidad queer que no reproduzca las mismas relaciones de producción y reproducción. Para Virno, el afecto negativo de la virtuosidad puede ser una forma de negación que aun así apunta a otra futuridad, incluso a otro tiempo histórico. Virno y Muñoz se ven atraídos por un tipo de negación que no es oposición, sino que es evasión. La ambivalencia, el cinismo y el oportunismo (ver por ejemplo los “sentimientos feos” de Sianne Ngai) de la multitud señalan un escape, una salida, un éxodo.

Muñoz a su vez conecta esto con lo que Jack Halberstam llama “el arte queer del fracaso”. Las performatividad queer de los gestos hétero son −desde cierto punto de vista− fracasos, ya que no reproducen el tiempo heteronormativo. Pero desde otra perspectiva, este fracaso es un exitoso acto de éxodo del tiempo hétero. Este es el núcleo racional y concreto de la utopía: que los futuros están activamente hechos de pasados y elaborados como un tipo de inútil virtuosidad. Están hechos de lo ornamental, salen de un “excedente cultural”.
La virtuosidad queer podría parecer irracional desde el punto de vista del tiempo hétero-lineal. Pero, como señala Herbert Marcuse, hay un núcleo de irracionalidad en la racionalidad de la sociedad industrial. Es una racionalidad de medios que se despliegan hacia fines irracionales (hacia la aniquilación del planeta). La virtuosidad queer podría dar vuelta los polos. Señala en negativo a la pregunta por cuál podría ser una vida más racional, muchas veces con algunos gestos algo locos.

Al recuperar a Bloch y a Marcuse, Muñoz busca abrir una futuridad diferente no solo para el tiempo hétero-lineal en su forma dominante, sino para lo que me atrevería a llamar un tiempo hétero-lineal de izquierda. Su ejemplo es David Harvey, quien parece creer que el advenimiento de la liberación gay fue un giro hacia las políticas del estilo de vida, hacia la exploración de uno mismo, hacia el posmodernismo y el giro neoliberal. Claro que hay una facción de la política LGBTQ+ que quiere ser incluida en esos términos, y como señala Jasbir Puar, incluso quiere ser parte del Estado norteamericano militarizado. Pero para Muñoz, lo queer es más que un “estilo de vida” y no necesita apuntar a ser incluido en el tiempo hétero. Él nos recuerda acerca de la insistencia de Marcuse en la fuerza transformativa del Eros como una práctica experimental que busca crear otra vida cotidiana. Theodor Adorno ya había anticipado que las efusiones del Eros podían ser toleradas siempre y cuando estuvieran contenidas dentro de la esfera de lo privado y conectadas al deseo de los productos de la industria cultural. Pero tal vez pueda haber algo más que eso.

“Rebelión queer, no unidad de consumidores”

Muñoz: “Según mi reloj, éramos queer antes de ser gay y lesbianas”. Muchos pasajes de Utopía queer están dedicados a recuperar los trazos efímeros de la vida neoyorkina queer de antes de la revuelta de Stonewall en 1969. Con este fin yuxtapone un poema de Frank O’Hara y una entrevista de Andy Warhol, poema y entrevista que incluyen una botella de Coca-Cola. En sus trabajos, esta mercancía arquetípica del consumo fordista es reconvertida al interior de la vida cotidiana para establecer conexiones entre personas que no parecen pertenecer al mundo que imagina la publicidad.

Warhol salió de, documentó y (digámoslo) explotó, un mundo del downtown que condensaba, en palabras de Muñoz, todo tipo de “personajes queer”, capaces de una “brillante rareza”. Mientras escribo está teniendo lugar una importante retrospectiva de Warhol en el Museo Whitney, que agrega valor a la propiedad de los coleccionistas que han prestado estas obras para la realización de la retrospectiva. Muñoz prefiere hablar de aquel mundo original del downtown del que Warhol extrajo tantas ideas, a través de la figura de Jack Smith.

Smith elaboró su propio mundo a partir de basura y escombros, dos cosas tanto inanimadas como humanas. Sus fotos, películas y performances están saturadas con una ardiente brillantez, llenas de información visual a la que se puede acceder a través de los afectos que generan como conceptos. Todas incluyen a sus criaturas, gente con la cual, en el lenguaje de hoy, se podría caracterizar a lo queer. La Atlántida de Smith, su utopía, estaba por fuera de la propiedad privada, era ininteligible para lo que él llamaba las “langostas” del capitalismo y el “propietarismo”.

Para Smith, el coleccionismo era una aberración del arte. Incluso más fuertemente de lo que señala Muñoz, en Smith podemos ver una vinculación proto-queer entre una crítica de la propiedad privada y la reproducción de relaciones comodificadas. Se negó a terminar sus últimas obras, por ejemplo, evitando así que alcanzaran la forma de mercancía. Sus shows nunca empezaban a la hora indicada, comenzaban varias horas más tarde. Él “jodía con el tiempo”, como dijo alguna vez Mary Woronov, haciendo del tiempo algo por fuera del consumo. Su utopía concreta era imaginar que el mundo era una enorme pila de basura de la cual cualquiera podía extraer lo que quisiera para vivir la vida que quisiera. Su obra y su vida eran, para ponerlo en una categoría a la que él se rehusaría, un arte queer del Antropoceno.

Jack Smith, 1974

Muñoz también defiende el trabajo de Ray Johnson, que vino de un entorno solapado del downtown de Nueva York. Aquí también creo que el trabajo de Johnson ejerce presión sobre la forma mercancía más fuertemente de lo que Muñoz logra reconocer. A diferencia de Smith, Johnson sí trabajó con coleccionistas, pero por lo general complicaba las transacciones. Una vez, cuando un coleccionista intentó rebajar un cuarto del precio de un retrato, Johnson le entregó un retrato hecho de tres cuartas partes del coleccionista y un cuarto de otra persona.

Muñoz conecta el trabajo de Ray Johnson con Jill Johnston. Johnson realizaba un arte figurativo de collages que llamaba moticos, arte de collage que se movía, que performaba, efímero y hermético. Él fue uno de los creadores del arte correo, que tiende relaciones transversales mediadas únicamente por el sistema postal. Su sociedad de la correspondencia −para cuyas reuniones imaginarias dibujó infinita cantidad de mapas de ubicaciones− era un mundo alternativo de relaciones horizontales sin ningún centro institucional real. Este trabajo es un archivo efímero, algunas obras están en colecciones “de verdad”, pero muchas no. Tienen, para Muñoz, una materialidad fantasmática. Mientras Warhol seleccionaba ciertos personajes para presentarlos como freaks al mundo hétero, como Smith, Johnson crea otro tipo de mediación que, al menos durante un tiempo, escapó a la lógica binaria de una heterosexualidad que se afirma a sí misma en contraposición a su otro.

Hay muchas historias del downtown de Nueva York que se superponen. Incluso si sus personajes no se conocían entre sí, o vivieron épocas diferentes, te los puedes imaginar caminando por las calles cruzando miradas de reconocimiento. En el campo literario está Chelsea Girls de Eileen Myles, The Motion of Light on Water de Samuel Delany, You Got to Burn to Shine de John Giorno… Dentro de estos rastros literarios hay una estructura de sentimiento o una vibración que podríamos llamar utópica, pero siempre y cuando tengamos en cuenta que lo utópico puede tener múltiples formas. Particularmente después de la revuelta de Stonewall, ese impulso pudo tomar un tinte político. Muñoz menciona al grupo Third World Gay Revolution que enfatiza que “queremos una nueva sociedad”. Pero a veces no.

Parte de ese mundo fue borrado por la crisis de VIH. Para Douglas Crimp, se trata de un mundo perdido de posibilidad sexual. Leo Bersani acertadamente señala hasta qué punto la exclusiva y jerárquica vieja escena blanca gay de Nueva York era una como una economía libidinal. Pero Muñoz cree que hay unos fragmentos fugaces que se pueden recuperar y que apuntan a otras posibilidades: como en los actos queer de hacer-mundo de Giorno, por ejemplo. Esto es escritura performativa, hecha para la voz, y sobre una buena vida que en realidad nunca existió. (Un neoyorkino hoy no se sorprendería mucho de encontrar sexo en un baño del metro, sino que lo que le llamaría la atención es que los baños estuvieran disponibles en absoluto.)

Muñoz traza una línea desde el arte y la vida queer pre-Stonewall hasta el pasado reciente. Puede que el downtown ya no exista en el downtown de Nueva York de hoy en día, pero todavía hay algo que está sucediendo. Los barrios de “las afueras” tal vez ahora están en el centro. Muñoz va hasta mi propio barrio de Jackson Heights, Queens, para visitar el Magic Touch, o el Tragic Touch, como se lo conocía localmente. Ya no existe, pero la escena Queen-queer continuamente se reinventa a sí misma. Muñoz: “En el Magic Touch vi hombres de todos los colores relacionándose entre sí, formando vínculos, y lo vi en masa. Vi el destello de un todo que es diverso y estimulante en su naturaleza ecléctica.”

Lo que es curioso es el modo en el que tanto la vida queer y el arte queer en realidad también se reproducen a sí mismos a lo largo del tiempo, dejando líneas abiertas a otros lugares y períodos. Muñoz repara en una campaña de calcomanías que realiza un grupo que se niega a darse un nombre a sí mismo. Se preguntan: “¿Podemos permitirnos ser normales?”. Su zine tiene un título delicioso: Swallow Your Pride [Tráguense su orgullo]. De la performatividad queer de Jack Smith se desprende todo un grupo de performers: My Barbarian, Dynasty Handbag (Jibz Cameron), Kalup Linzy, Justin Vivian Bond. Algunos de estos trabajos aparecieron en un show llamado Trigger: Gender as a Tool and a Weapon, que estaba un poco influenciado por la sensibilidad de Muñoz.

El alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, promulgó medidas que reubicaron gran parte del sexo público fuera de la ciudad.

La cultura del drag ball en el uptown se hizo famosa gracias al documental Paris is Burning (también hay una película más reciente al respecto, titulada Kiki). La House of Aviance ya no participa en los balls, pero su miembo más conocido, Kevin Aviance, es un show en sí mismo. Aviance no realiza el drag tradicional, y en este sentido es parte de toda una corriente que en los albores de Leigh Bowery se ha desplazado a una performance con un matiz más de género. Aviance se inspira en el estilo afrofuturista de Labelle y Grace Jones. Él no hace tucking, y así produce un género híbrido que problematiza los espacios gay y su femmefobia.

Aviance es una estrella de la noche gay, performa sus gestos majestuosos en un show unipersonal, y eso provee a Muñoz de una fuente para pensar. “Aviance después se tira al público, que lo sostiene en alto. Se pierde en un mar de manos blancas; y este estar perdido puede ser entendido como un modo particularmente queer de performatividad del yo. Así termina la performance. Este maravilloso contrafetiche es absorbido por las masas deseantes. Él abrió en ellas un deseo o un modo de desear que es incómodo y extremadamente importante si él logra superar la nueva simetría de género del mundo gay.”

¿Es Aviance un fetiche en ese espacio? Él produce un glamour femenino pero con un elemento masculino. Para Muñoz, Aviance se desidentifica con el fetiche como ilusión. El performa los gestos que los “clones” gay varones no se permiten a sí mismos, que no “dejan entrar”. Es un modelo emocional para los hombres que tuvieron que “enderezar” sus pasos y se dedicaron a trabajar unos cuerpos hipermasculinos en el gimnasio. ¡Qué difícil que es ser tan macho todo el tiempo! (Yo me rendí.) Ellos se volvieron su propio fetiche, y entonces Aviance funciona como un contrafetiche. No como lo opuesto a un fetiche, sino como algo que lo trasciende. Recodifica los signos de abyección de los espacios gay: tanto los de la negritud, como el de la femme prohibida.

Kevin Aviance

Muñoz: “Tal como  lo describo yo aquí, lo queer es más que sexualidad.  Es este gran rechazo de un principio de actuación que nos permite a los humanos sentir y conocer no solo nuestro trabajo y nuestro placer, sino también conocernos a nosotrxs mismos y a otrxs”. Es un gran rechazo, insiste, un deseo de producir la naturaleza con una diferencia, de ornamentar, de camuflar. Otra vez Muñoz: “Tomar éxtasis juntxs, de todas las maneras posibles, quizá sea nuestra mejor forma de promulgar un tiempo queer que aún no ha llegado, pero que de todos modos está  siempre potencialmente en el horizonte”.

Utopía queer puede remitir a un yire [cruising] que no solo busca sexo. Es un yire que busca iluminaciones anticipatorias, y en ese sentido está muy cerca de la dérive situacionista y de esa psicogeografía que pretende otra ciudad, otra vida hecha de fragmentos de ambientes en los que la vida ya es otra. Es un anti-antiutopismo, si me disculpan la torpe frase.

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McKenzie Wark (1961) es escritora, investigadora y profesora de Medios de Comunicación y Estudios Culturales en The New School de Nueva York.  Ha publicado una veintena de libros sobre crítica cultural y ha teorizado acerca de los cambios sociales, políticos y culturales producidos por la incursión de la tecnología de la información. Entre sus obras destaca Un manifiesto hacker (2004), Gamer Theory (2007), The Spectacle of Disintegration (2013), Molecular Red: Theory for the Anthropocene (2017) y Capital is Dead (2019).

 

*Este texto ha sido traducido especialmente para nuestro blog por Sofía Stel. El artículo original y completo puede encontrarse haciendo click aquí.

**La imagen miniatura que ilustra esta entrada pertenece a Ladies and Gentlemen de Andy Warhol, una serie de retratos de drag queens y mujeres trans de los setenta.

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