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En los años posteriores a la segunda guerra, los artistas, filtrados por la lente post-auschiwitziana, propusieron una estética de choque contra las estancadas retóricas de la cultura. El surrealismo era un realismo incrustado en el cuerpo social como las deformaciones de las víctimas de la primera guerra en los collages dadaístas de Hannah Höch. Se le reclamaba al artista una ética, una correlación obra-vida. El faro artístico se desplazaba de París a New York y a su vez se corría el eje de la discusión: ¿arte por el arte o arte para el pueblo? La nouvelle vague, el nuevo cinema americano, el free jazz, el happening, el pop art y la beat generation lanzaban dardos que en Argentina hacían centro en el Instituto Di Tella.
En torno a la revista Opium y a la editorial Sunda b.a. escritores jóvenes intentaban preservar la pureza de la llama y zafar de la vieja dicotomía Florida-Boedo extrapolada en Sur-El escarabajo de Oro. La alternativa no solo literaria sino también a la ciudad marmota, a la caravana del sudor y los despertadores. Ya en 1949, a través de una hendija, en un sótano gótico, Borges había observado lo inconcebible, la totalidad. Ellos también querían esa totalidad, pero viva, no en un sótano sino frente a la cruda luz de la decadencia. Sabían cómo Pavese que “proponerse ir hacia el pueblo es, en definitiva, confesar una mala conciencia”. Ahora se trataba de vivir en busca de la belleza, de un momento de belleza, apenas un destello bastaba.
Tapa del cuarto número de Revista Opium, 1966.