Una historia de fantasmas. Sobre un posible regreso de los CD

POR JOSÉ HEINZ

25 enero, 2021

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Imagen de la artista cordobesa Bruna Musso https://www.instagram.com/brunitsa/

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A veinte años de iniciado el siglo XXI, dos preguntas relacionadas con el compact disc suelen sobrevolar las charlas entre melómanos y coleccionistas. Cada una refiere a tiempos distintos, pero pueden coexistir por la forma en que hoy producimos y consumimos cultura.

La primera de estas preguntas, relacionada con la extinción del formato, es cuánto tiempo de vida le queda al CD. Se han escrito varios artículos intentando responderla, y aunque cada uno atiende a un aspecto en particular (sus costos de producción, su abrupta caída frente al digitalismo, su calidad de sonido), casi todos concuerdan en que no falta mucho para que dejen de fabricarse a escala industrial.

La segunda pregunta es de espíritu más futurista, ya que responde a la primera y asume su desaparición, y está vinculada con los vaivenes de otros formatos musicales. Así como volvieron los vinilos y los cassettes, ¿pueden volver también los CDs? Digamos de acá a unos 5 o 10 años, ¿andar por la calle con un discman se convertirá en otra moda hipster? ¿Habrá nuevos compradores de discos compactos? ¿Es buena idea guardar un tiempo más nuestros MTV Unplugged, los álbumes de Nirvana, Shakira o Bryan Adams a la espera de que coticen alto en el mercado de coleccionistas o, por el contrario, ya es hora de deshacernos de esas cajitas que ocupan espacio valioso en nuestros livings o habitaciones? Por algo pagamos Spotify todos los meses, ¿no?

Sobre ese hipotético regreso del CD no se ha escrito tanto, pero creo que merece algunos apuntes aun cuando parezca un poco prematuro: si algo ha demostrado el 2020 es que la Historia puede avanzar muy rápido si tiene las condiciones dadas. Es un avance extraño, hay que decirlo. Está más conectado con hábitos sociales mediados por la tecnología que con saltos hacia adelante cuando pensamos en la cultura. Porque la pandemia podrá haber virtualizado nuestros encuentros, pero de momento no ha sido materia fértil para nuevos géneros musicales, o al menos no de forma directa. De lo contrario, hoy hablaríamos de lockdown beatspandemic trap o cosas por el estilo.

Veamos entonces algunos puntos. Por empezar, cada disco compacto es un objeto físico que aloja música y, como tal, establece una relación sentimental con el oyente. Nos encariñamos como ocurre con un libro o un souvenir, porque al entrar en contacto con él (al tocarlo, al reproducirlo) puede remitirnos a un momento específico, a una emoción particular.

Sin embargo, a diferencia del vinilo, el cassette o el VHS, el CD no presenta una estética tan definida. En el vinilo está la “fritura” y esa singular espacialidad del audio, al menos en las ediciones prensadas originalmente en ese formato. En el cassette está implícito el concepto lo fi por vía de la cinta magnética: quienes usaron walkman recordarán que cuando se empezaba a quedar sin pilas, la cinta iba ralentizándose un buen rato en el reproductor y así hasta detenerse por completo. En ese interín, las canciones sonaban más lentas, los registros de las voces y los instrumentos eran más graves, algo muy parecido a lo que años después daría comienzo al género vaporwave.

Algo similar ocurre con los videos en VHS: su encanto, hoy, radica en esa baja resolución a contramano del HD. No es casual que muchos filtros de Instagram repliquen ese aura vintage, con los colores opacos y las líneas de estática surcando la pantalla. Cada uno de estos formatos representan un statement frente al avance de la virtualidad: allí donde todo se digitaliza, estos artefactos nos hablan desde otro tiempo. Lo analógico como declaración artística.

En lo estrictamente sonoro, un CD –un disco óptico con excelente calidad de audio– no difiere mucho de un archivo de música. Hay diferencias, sí, pero no son perceptibles salvo para los oídos entrenados. Digamos que entre escuchar un álbum en CD y hacerlo en Spotify, si contamos con buenos equipos, la diferencia es casi nula. Y por tratarse de un formato con información leída a través de un láser, tampoco está la experiencia física de verlo girar en una bandeja o rebobinarlo con una lapicera.

Hasta ahí, atendiendo únicamente a los aspectos técnicos, su regreso no tiene sentido. Pero una vez que le aplicamos zoom out al formato, cuando nos detenemos en la manera que surgió y cómo está desapareciendo, podemos hallar algunas otras cosas.

Las imágenes analógicas que acompañan este texto son de Joaquín Ferrón https://www.behance.net/joaquin_ferron

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El CD representó algo así como el canto de cisne de la industria discográfica. Cuando se popularizó, allá por finales de la década de 1980, los sellos encontraron el formato perfecto para producir a gran escala, a bajo costo y con muy buena calidad. Fue, según reconocieron varios empresarios del rubro, una era dorada: producción en masa e ingresos millonarios para una industria que vivía un momento espléndido. La música era el gran elemento constitutivo de la juventud, una idea central en el seteo de sus personalidades. Viene bien recordar que uno de los himnos de los ‘90 (década fetiche del CD) lleva por título Smells like teen spirit: el espíritu adolescente incluía discos compactos.

El gran problema es que su reinado duró unos pocos años. Para mediados de esa década, el CD ya se usaba en casi todas las computadoras de escritorio, ya no se lo podía asociar exclusivamente a la música. Además, internet irrumpió con fuerza no sólo con su poder de jaquear a las grandes industrias apuntadas al entretenimiento, sino que se convirtió en sí misma en el vector central de una generación que comenzaba a despertar.

A diferencia del vinilo, el cassette o el VHS, el CD no presenta una estética tan definida. En el vinilo está la “fritura” y esa singular espacialidad del audio, al menos en las ediciones prensadas originalmente en ese formato. En el cassette está implícito el concepto lo fi por vía de la cinta magnética. Algo similar ocurre con los videos en VHS: su encanto, hoy, radica en esa baja resolución a contramano del HD. Cada uno de estos formatos representan un statement frente al avance de la virtualidad: allí donde todo se digitaliza, estos artefactos nos hablan desde otro tiempo. Lo analógico como declaración artística.

En 1999, el año previo al Y2K, surgía Napster para simbolizar ese eje. Y aunque las leyes intentaron detenerlo, a la industria no le quedó más remedio que adaptarse: unos años después aparecía YouTube (2005) y a finales de la primera década de los 2000 llegaba Spotify, que son, de momento, las dos plataformas más usadas para escuchar música.

Las ventas del CD vienen cayendo hace casi 20 años, con momentos abruptos y otros más graduales, pero sus días de gloria ya parecen lejanos espejismos. Y ese escenario evanescente –cuando el recuerdo de aquellos días se difumina casi por completo– es el contexto ideal para un regreso empujado por la ola nostálgica que invadió a toda la cultura de este siglo, un fenómeno con la fuerza suficiente para imposibilitar los avances o, al menos, pensar el presente.

La anterior es la idea central de Retromania, el ya clásico ensayo del crítico Simon Reynolds, pero también conecta con el discurso crepuscular de su amigo y colega Mark Fisher. En varios de los artículos incluidos en Los fantasmas de mi vida, Fisher habla de “hauntología”, un concepto que toma prestado de Jacques Derrida, quien lo desarrolla en su libro Espectros de Marx. Derrotado el bloque soviético a comienzos de la década de 1990, comenzaba una nueva etapa triunfal del capitalismo, una hegemonía ideológica que algunos pensadores, como Francis Fukuyama, denominaron “el fin de la historia” (el fin de la idea de la historia como tensión). Derrida, sin embargo, plantea que el marxismo todavía está allí, pero no como materialización en el terreno político, sino como un espectro, como algo inasible, lo cual conecta con el conocido comienzo del Manifiesto del Partido Comunista que hablaba del “fantasma que recorre Europa”.

Fisher, en tanto, reinterpreta la hauntología al detenerse en artistas cuya música opera en dos tiempos simultáneos producto de una sobreabundancia de información, una de las características culturales de este siglo. El pasado ocurrió de una manera, pero en nuestra memoria se altera, se edita por lo que recordamos o elegimos recordar: produce una historia alternativa, por lo general mejor que la verdadera, como la respuesta a un presente (o una proyección de futuro) decepcionante. Y ese pasado paralelo, que sólo existe en nuestras conciencias, está poblado de fantasmas.

Veamos algunos ejemplos. Hay un video subido a YouTube en 2014 por la agencia digital PBS titulado Can video games be a spiritual experience? (“¿Pueden los videojuegos ser una experiencia espiritual?”). En él, se detallan unos estudios de base científica que intentan establecer si al jugar videojuegos es posible sentir emociones tan fuertes como las experiencias religiosas. Lo más interesante no está allí, sino en uno de los comentarios, firmado por un tal 00WARTHERAPY00. Allí se habla de fantasmas (en los videojuegos de carreras, un “fantasma” es un auto que representa tu mejor récord y que compite contra uno cuando se vuelve a jugar):

“Cuando tenía 4 años, mi papá me compró una XBox. La primera, la de 2001. Nos divertimos un montón con toda clase de videojuegos hasta que mi viejo murió, cuando yo tenía 6. No pude tocar esa consola por 10 años. Pero una vez que lo hice, me di cuenta de algo. Solíamos jugar un juego de carreras, Rally Sports Challenge, que estaba bastante bueno para la época en que salió. Y una vez que me puse a jugarlo… encontré un Fantasma. Literalmente. ¿Viste que cuando empezás una carrera competís contra el conductor fantasma, que es el récord de anteriores partidas? Sí, adivinaron. Su fantasma todavía anda por esa autopista. Me puse a jugarlo y jugarlo y jugarlo hasta un nivel en que ya podía vencer a ese fantasma. Un día pasé a ese auto, iba primero, adelante y… frené justo en la línea de llegada, sólo para asegurarme de que el juego no eliminara ese fantasma. Felicidad”.

Otro caso que funciona en el mismo sentido es una carta que alguien subió al sitio Reddit en 2019, y que habla de cómo guardamos nuestros recuerdos y cómo pueden volver en algún momento, de forma inesperada, a través de los dispositivos tecnológicos. La carta, escrita por un comprador satisfecho en eBay, dice lo siguiente:

“Hace poco encontré muchos VHS, quise saber qué traían y me di cuenta de que no tenía reproductor de video. Así que entré a eBay por primera vez y encontré su oferta. Compré su equipo y usted me lo envió en pocos días. Se veía como nuevo, sin usar. Increíble. Tuve algunos problemas para hacerlo funcionar, pero fueron cosas mías, no del reproductor. Tengo 86 años y la tecnología no es lo mío, pero finalmente lo conseguí. Lo hice andar y descubrí que funcionaba perfecto. Muchas gracias por su cuidado, sus esfuerzos y su prontitud. Vi videos de mi fiesta de jubilación de hace 25 años y que nunca antes había visto. Uf, qué jóvenes que éramos. Después vi otro video de mi casamiento con toda la familia y los amigos, muchos de ellos ya no están entre nosotros. Después vi escapadas de esquí, vi a mis hijos creciendo, viajes y, más importante aún, vi la suave madurez de mi familia. Uno más divertido que el otro. Muchas gracias por la generosidad en vender su reproductor de VHS. Pensé que le gustaría saber lo mucho que alguien disfrutó de su oferta. Saludos”.

Las ventas del CD vienen cayendo hace casi 20 años, con momentos abruptos y otros más graduales, pero sus días de gloria ya parecen lejanos espejismos. Y ese escenario evanescente –cuando el recuerdo de aquellos días se difumina casi por completo– es el contexto ideal para un regreso empujado por la ola nostálgica que invadió a toda la cultura de este siglo, un fenómeno con la fuerza suficiente para imposibilitar los avances o, al menos, pensar el presente.

Si los ejemplos anteriores parecen literatura es porque en verdad podrían serlo: esas historias personales encierran vivencias más generales, que cualquiera que tuvo hábitos analógicos puede comprender y sentirse identificado. De hecho, el escritor y periodista Rob Sheffield transformó su propia experiencia “fantasmal” en la novela Vives en las cintas que me grabaste, al contar los sentimientos que le produjo hallar una caja con muchos cassettes que él le había grabado a su esposa, ya difunta, cuando eran más jóvenes. Se trataba de mixtapes, ese hábito de melómanos que consistía en armar compilados de canciones en la era pre-Spotify.

Cartas de usuarios de tecnologías analógicas. “Si los ejemplos anteriores parecen literatura es porque en verdad podrían serlo: esas historias personales encierran vivencias más generales, que cualquiera que tuvo hábitos analógicos puede comprender y sentirse identificado.”

Lo que en otras manos podría derivar en un argumento que bordea el terror, en las palabras de Sheffield se transforma en una historia de amor por las personas y por una época, aun sin resignar el asunto espectral de la experiencia: una caja guardada por años que junta polvo, una vez redescubierta, puede servir para reencontrarnos con una versión previa de nosotros mismos, como una versión en reversa de la trilogía Antes del amanecer de Richard Linklater.

En una columna reciente publicada en El País, el escritor italiano Alessandro Baricco sostiene que la pandemia del coronavirus era la conmoción que necesitaba el mundo para darle fin al duelo entre el viejo y el nuevo mundo. “Puedo equivocarme, pero sólo hay dos posibilidades: por un lado, la restauración de un orden social que se estaba derrumbando, la revancha de una limpieza moral y social intransigente, el regreso del Estado al centro del campo de juego, la prolongación póstuma del sistema cultural del siglo XX. Por otro lado, la victoria del mundo nuevo, el advenimiento de la inteligencia digital, la eclosión imprudente de un poshumanismo, el declive de la política rebajada a deporte popular, la propagación de una impersonal amoralidad”.

Es difícil coincidir y también es difícil rebatir la postura de Baricco, porque el panorama es incierto incluso en el corto plazo. Las vacunas, de momento, son la única esperanza de volver a una relativa normalidad, pero aun cuando lleguen a una cantidad suficiente de habitantes del mundo, queda la impresión de que habrá cosas que se fueron para no volver. De modo que sí, hay costumbres del viejo mundo que ya no regresarán más, y muchos otros hábitos modernos no harán más que acelerar su desembarco.

Pero también es inevitable sentir que esas desapariciones recientes, de las que aún cuesta tomar conciencia, ya estén forjando sus propios espectros: aun sonando igual a un mp3, el CD simboliza el gesto final de la tecnología del siglo XX, la última apuesta física del capitalismo. Y a nosotros nos recordará que hubo una época en que los escuchábamos, los consumíamos y amábamos como a tantas otras cosas que la virtualidad está escondiendo en cajas de plástico o cartón en los sótanos o las piezas de servicio. Y nada le gusta más a los fantasmas que asustar en esos lugares.

José Heinz (Córdoba, 1983) es periodista, docente y gestor cultural. Ha publicado artículos en Anfibia, Rolling Stone, Dadá Mini, El Replicante y Deodoro, entre otros medios. Trabajó como redactor y editor en La Voz del Interior y en la actualidad colabora con diferentes publicaciones. Es autor de los libros La vida de Spencer Elden (Llanto de Mudo, 2014), ¿Olvidaste tu contraseña? (El servicio postal, 2017), Héroes por una vez (Hiedra Editora, 2019) e Interín, en coautoría con Elian Chali (El servicio postal, 2020).