FOTOGRAMAS DE UN SUEÑO AMERICANO
Por Wim Wenders
Un volumen gordo y pesado. Ese era mi libro de cabecera para todo lo relacionado con Edward Hopper. El libro tenía reproducciones de sus principales cuadros y había sufrido varias mudanzas, pero lo que más había padecido era el rodaje de El amigo americano (1976), porque en aquella época mi camarógrafo Robby Müller y yo sentíamos tal fascinación por Hopper que cargábamos a todas partes las reproducciones de esos cuadros y los tomábamos de modelo para muchos encuadres. Incluso arrancamos varias páginas y las clavamos en las paredes de los hoteles y de las oficinas de producción y, si bien después las volvimos a pegar en el libro, los agujeritos que dejaron las chinchetas todavía son testigos del “maltrato” que sufrió el pobre tomo.
Ese libraco dio todo lo que tenía para dar. Ahora, sobre mi escritorio, veo un estuche precioso, macizo, con cuatro tomos encuadernados en lino que contienen toda la obra de Hopper: en el volumen i está su obra gráfica, excepto las aguafuertes que ya habían sido publicadas con anterioridad; en el volumen ii, todas sus acuarelas; en el iii, todas las pinturas al óleo; y el iv, un tomo pequeño, es un cd-rom con el catálogo razonado, que es fantástico para deambular libremente por su obra y visualizar la historia de las exposiciones y la bibliografía de cada imagen. Además, se incluye por primera vez una edición tanto facsímil como transcripta del cuaderno de bitácora que iba haciendo la mujer de Hopper, Jo, también pintora, sobre cada pintura de su pareja.
La editora de esta obra completa es Gail Levin (que además se dedicó, desde 1976, a armar una extensa biografía del pintor que luego fue publicada por Knopf en Nueva York bajo el título Edward Hopper, an Intimate Biography). El primer tomo ya me da una gran sorpresa: no sabía que Hopper había tenido que subsistir en gran parte con trabajos por encargo hasta fines de la década del 20, es decir, hasta pasados sus cuarenta años. (¡En sus primeros veinte años de carrera solo vendió una obra al óleo!) Ilustraba libros, hacía anuncios para periódicos, folletos publicitarios, afiches y portadas para todo tipo de revistas. Al hojear esos trabajos industriales y mayormente anónimos recuerdo que en esa misma época vivía otro artista estadounidense que también tenía que mantenerse a flote con trabajos muy parecidos: Dashiell Hammett. Hammett escribía textos publicitarios y eslóganes, y sus primeros relatos breves se publicaron justamente en ese mismo formato de novelas baratas y ediciones pulp que ilustraba Hopper. Algunas de sus pinturas de asaltos a bancos, persecuciones en coche o peligrosas jóvenes pistola en mano (¡casi siempre al óleo!) podrían haber ido muy bien con las historias de “Continental Op”, un precursor de Sam Spade concebido por Hammett. Y, si se quiere, en esos encargos ya se pueden reconocer algunas características básicas de la firma de Hopper: la limitación a lo esencial; la simplificación (en particular de los fondos) a estructuras más bien planas y el aislamiento de las figuras humanas.
Así como el estilo literario de Hammett estuvo pautado por la síntesis y la condensación, los principios de Hopper también podrían ser entendidos desde los comienzos en ese contexto ultraestadounidense de la publicidad. Además, desde esa perspectiva parece muy lógico que la generación de la nueva vanguardia del arte pop lo haya celebrado como un pionero cuando promediaba el final de su carrera, es decir, cuando Hopper tenía más de 80 años y después de que hubiese sufrido, durante décadas, reiterados hostigamientos por ser tildado de anticuado, conservador y de volcarse a lo figurativo.
Hopper seguía pintando sus cuadros mágicos y figurativos sin dejarse perturbar por lo que ocurría a su alrededor, donde las corrientes estéticas iban y venían. A él lo tenía sin cuidado cómo pintaran los demás. Tampoco le molestaba que existiera la fotografía. En el fondo, pintaba contra ella. Ya por entonces pintaba como si supiera que la realidad física de las cosas solo podía existir y perdurar en el lienzo de un pintor y en ningún otro lado, por eso condensó esa realidad al máximo: sus cuadros son imágenes como cantos rodados. Imágenes amuralladas. Imágenes asfaltadas. Imágenes acristaladas. Los paisajes de nieve están muy próximos a Magritte, que también fue un pintor que amuralló la realidad pero de un modo muy distinto al de Hopper. Hopper trabajaba en la condensación para que algo sobreviviera y perdurara. En cambio Magritte trabajaba para que todo deviniera ilusión. En Hopper nada es ilusión. Ya nada lo vincula a los impresionistas de los que, siendo joven, había aprendido todo. No apunta a diluir el efecto visual, por el contrario: reforzarlo es lo que quiere. No es una celebración de lo fugaz, no. Es una proclamación de la perennidad, eso es lo que es. Es un narrador, no un pintor de naturalezas muertas. Sus cuadros no retratan a los Estados Unidos solo en las superficies, sino que escarban en las profundidades del sueño americano y exploran ese dilema tan consumadamente estadounidense del ser y el parecer. Sí, podrían ser parte de una gran película sobre “América”; cada uno, el inicio de un nuevo capítulo.
Esas personas captadas en habitaciones de hoteles han tenido un día extenuante. Están, una a una, enredadas; atadas a culpas muchas de ellas. Nadie está nunca “en casa”, todos viven en tránsito, y hasta las parejas de veraneantes delante de aquellas construcciones blancas de Cabo Cod no deshacen nunca sus maletas. (Y eso que Hopper no es un pintor de close-ups, algo que comparte con John Ford.)
Los estadounidenses no descubrieron verdaderamente a Hopper hasta mediados de los años 50. La revista Time le dedicó una portada: “Un nuevo capítulo en el realismo norteamericano, pintando un mundo nunca jamás representado”. En esa época el psicoanálisis generaba cada vez mayor fascinación en la sociedad norteamericana y no había prácticamente ninguna película que no jugara con elementos freudianos o junguianos. De pronto, “la soledad del hombre moderno de la urbe”, como uno de los temas centrales de Hopper, cobraba absoluta vigencia, y las novelas existencialistas de Camus y de Sartre también parecían haber sido calcadas de sus obras.