“LA TECNOLOGÍA QUE EXPERIMENTAMOS ES UNA MAGIA ARCAICA”. 

ENTREVISTA EXCLUSIVA A BORIS GROYS

LA TECNOLOGÍA QUE EXPERIMENTAMOS ES UNA MAGIA ARCAICA. ENTREVISTA EXCLUSIVA A BORIS GROYS

Por Jazmín López y Patricio Orellana

Los últimos han sido meses para releer a Boris Groys. En un contexto en que los primeros efectos de la crisis por el Covid-19 dispararon a muchxs a buscar frenéticas actualizaciones de gastadas fantasías apocalípticas, o precoces promesas de oportunidades inéditas para cambios radicales inmediatos, los diagnósticos que Groys viene tejiendo desde hace años con un tono en apariencia simple, por momentos risueño, siempre agudo, adquirieron una relevancia casi terapéutica. Con la explosión de la pandemia y la implementación de cuarentenas en varias partes del mundo, con muchxs de nosotrxs pasando más horas que nunca en las redes sociales, asistiendo (o no) a eventos culturales virtuales, hablamos con Groys sobre las relaciones entre tecnologías digitales y subjetividad, sobre los cambios (o no) en la lógica de los espacios de exhibición de arte a raíz de su clausura, y sobre la noción de “proyecto irrealizado” que atraviesa (o no) la experiencia de muchxs creadores culturales. También hablamos sobre sangre, inmortalidad y cosmismo, el movimiento surgido con filósofos como Fedorov, Soloviov y Bogdanov en la Rusia prerrevolucionaria, y su relevancia anticipatoria para un análisis biopolítico sobre la crisis actual.

Al final de la entrevista, vas a poder descargar “Cuerpos inmortales”, un capítulo de Volverse público, de Boris Groys (Caja Negra, 2018)

 

—Desde que explotó la pandemia, las discusiones sobre biopolítica se volvieron aún más prevalentes. Se trata de una línea teórica para la cual usted ofrece una genealogía distinta a la de Foucault, a través del cosmismo ruso. Y algunas de las ideas cosmistas más radicales, como la política de la inmortalidad, o la idea de la libertad de movimiento en el espacio cósmico, adquieren una resonancia especial en un contexto marcado por muertes masivas y restricciones al movimiento. ¿Qué nos puede decir el cosmismo ruso acerca de la situación contemporánea?

—BORIS GROYS: Sus ideas son muy relevantes. La base de las ideas del cosmismo ruso es que el Estado, o cualquier forma de organización de la humanidad, tiene la tarea de cuidar la salud humana. Y no solo la salud de la humanidad en general, concebida de manera estadística, sino también de la salud de cada individuo. Y este cuidado de la salud debe estar organizado de manera centralizada, y de acuerdo con un plan general. Como objetivo de este plan, los cosmistas colocan la inmortalidad para todos. Y en el camino que llevaría a esta meta lo que proponían era un sistema de cuidado universal. Y yo diría que lo que necesitamos ahora es eso.

Por empezar, no existe un sistema de salud global. Existen mercados globales, pero no tenemos un sistema de salud global. Cada estado es responsable por el cuidado, y por eso vemos lo que vemos. Cuando la pandemia empezó, los Estados empezaron a cerrar las fronteras, porque no hay un sistema de salud global, sino solo sistemas de salud nacionales y entonces, obviamente, el primer paso es aislar a tu Estado del movimiento global de las personas. Ese fue el primer efecto. El segundo efecto es que nuestro sistema médico está organizado de manera privada, está privatizado. Y las compañías grandes solo buscan el beneficio. Esto significa que estas corporaciones solo hacen aquello que creen que les va a traer dinero. Y eso quiere decir que no podés prepararte para una pandemia así, porque no hay instituciones que, en lugar de buscar un beneficio inmediato, trabajen en investigaciones orientadas al futuro. Así solo se puede lidiar con problemas como una pandemia a posteriori, es decir cuando la pandemia ya explotó. Había un solo instituto en el mundo, y me refiero al mundo occidental aquí, por supuesto, que estaba investigando los coronavirus desde antes (porque hay diferentes tipos de coronavirus). Era la Oxford University, que no es comercial, sino una universidad, así que podían hacer algo que no fuera con fines de lucro.

Si hay una lección de la pandemia, es que el cosmismo ruso tenía razón. El sistema de salud solo puede funcionar si es global. Y si se interesa por las vidas de todos. Y solo si no depende del mercado ni busca un lucro económico.

—También queríamos hablar sobre las redes sociales. Usted escribió acerca de las redes sociales en relación a cómo se piensa la subjetividad, y también sobre cómo su lógica parecía cumplir con algunas propuestas de las vanguardias artísticas. ¿Cómo la crisis de la pandemia puede cambiar el rol de la mediación digital y la manera en la que estructura nuestra subjetividad?

—BG: Yo lo pienso en términos de la topología de Internet. Se podría pensar a Internet como un medio global, pero en realidad no lo es. Internet está fragmentada y dividida en pequeños grupos. La gente en las redes sociales sigue sobre todo a sus parientes, amigos o conocidos. Yo siempre digo que Internet es un medio narcisista. Internet es un espejo de nuestros deseos. ¿Por qué? Activamos Internet preguntándole algo en particular. Le pregunto por un nombre, una persona, etc. Es decir que Internet no me da ninguna información que yo no le haya pedido. Entonces, cuando veo el medio, lo que veo es a mí mismo, mi propia imagen, una imagen de mis deseos e intereses. Y esta es, por supuesto, una experiencia muy distinta de salir y caminar por la calle. Cuando camino por la calle, en general veo lo que no quiero ver, cosas que yo no tenía el deseo de ver.

Esa es la diferencia entre la vida y los medios digitales. Los medios digitales me muestran lo que me gusta. No es ningún accidente que tenga que poner todos esos “Me gusta”. Porque, como sistema, Internet está organizado de tal forma que yo tengo que decir “Me gusta”. Y a fin de cuentas se reduce a la pregunta de si me gusto a mí mismo o no. Porque el que pidió esa información fui yo, así que si no me gusta esa información, sencillamente significa que yo no me gusto. Es un diálogo conmigo mismo.

Pero cuando salgo a la calle, en general veo, como dije antes, lo que no me gusta. Y no puedo ponerle “Me gusta” a eso. No puedo evaluarlo, es algo que me confronta. Y solo cuando me confronta algo que no me gusta, que no deseo, que no pedí, tengo una experiencia de la realidad. Esa es la experiencia de la realidad: la experiencia de la realidad es la experiencia de algo que no me gusta pero tengo que soportar. Sí, eso es la realidad. Esa es la experiencia humana básica. Entonces, cuando estoy sentado en casa mirando la pantalla, lo que veo es a mí mismo. Es como una experiencia surrealista. No en el sentido del carácter accidental de las imágenes y todo eso; es una experiencia surrealista en el sentido de interesarme por mi propio deseo. Eso es lo que le interesa al surrealismo. Y eso se transformó en una experiencia bastante común. En el primer Manifiesto surrealista, André Breton escribe que él imagina al grupo surrealista como una casa con cuartos individuales. Cada uno está sentado en su cuarto, y no sale. No se encuentran con otras personas. Cada uno está sentado en su cuarto y observa o sigue su propia imaginación. Ahora, finalmente, la humanidad occidental se transformó en la casa surrealista de Breton.

“Yo siempre digo que Internet es un medio narcisista. Internet es un espejo de nuestros deseos. ¿Por qué? Activamos Internet preguntándole algo en particular. Le pregunto por un nombre, una persona, etc. Es decir que Internet no me da ninguna información que yo no le haya pedido. Entonces, cuando veo el medio, lo que veo es a mí mismo, mi propia imagen, una imagen de mis deseos e intereses.”

Llya Kabakov, El hombre que voló al espacio desde su departamento, 1988.

—Respecto de la topología de Internet, y del papel de las tecnologías digitales, quizás podríamos pasar a hablar sobre su relación con los espacios del arte contemporáneo. Muchas de sus distinciones cruciales acerca del arte son precisamente topológicas: ha escrito acerca de cómo la distinción entre obras de arte y objetos no artísticos, y la distinción entre original y copia, dependen de los espacios que estos objetos ocupan. Al ver cómo los museos y otras instituciones del arte están respondiendo a la pandemia, sus ideas parecen especialmente relevantes. Y no solo por el confinamiento, durante el cual los museos están cerrados y parecen desesperados por llevarles “contenido” a la casa a los espectadores a través de los medios digitales, por ejemplo con artistas exponiéndose en Instagram Live. Sino también ahora que muchas instituciones se preparan para la reapertura, y piensan, por ejemplo, en dirigir la circulación de la gente de manera más estricta para evitar aglomeraciones, en establecer mayores distancias entre personas y obras.

—BG: El museo fue tradicionalmente considerado como un espacio de colecciones permanentes, un lugar donde las cosas estaban estabilizadas. El espacio exterior al museo, por el contrario, se suponía que cambiaba todo el tiempo. Pero cuando entrábamos al museo, creíamos que las cosas del museo estaban en su lugar tradicional, y eran inmóviles. Nosotros nos movemos, pero las cosas están estables, inmovilizadas. Están siempre presentes. Yo escribí que la posición de las obras de arte en el museo es la posición de aquello que hay que cuidar. En ese sentido, hay una analogía entre el cuerpo humano y el cuerpo de la obra de arte. Ambos son objetos de cuidado. Las instituciones responsables por ellos tratan de estabilizar estos cuerpos, que no se descompongan. Y eso, por supuesto, es más exitoso en el caso de las obras de arte que en el caso de los seres humanos. Para hablar una vez más del cosmismo ruso, Fedorov inaugura el cosmismo ruso precisamente con esta analogía, cuando habla sobre un museo de la población, un museo que cuidaría a los humanos como el curador del museo cuida las obras de arte.

Pero los museos han cambiado su función, y se transformaron en un escenario para eventos artísticos, como exhibiciones temporarias, proyecciones de películas, conferencias, conciertos, y un largo etcétera. De modo que los museos se volvieron una especie de plataforma, un escenario. La gente habla sobre la teatralización del museo, y hasta cierto punto es correcto. Pero deberíamos ver que el museo tradicional, en esta función transformada, mantiene la característica más importante de los museos, es decir, que la gente pueda entrar en él. Cuando voy a un teatro, no puedo entrar al escenario. Pero si algo ocurre en el museo, se supone que yo puedo entrar. Si el museo es una plataforma, entonces es muy fácil convertirlo en una plataforma en Internet. Y en las plataformas de Internet, lo que hay no son visitantes sino seguidores. ¿Qué son los seguidores? Los seguidores son la gente que sigue la teatralización del museo, hasta cierto punto. Con las medidas de cuarentena, uno puede seguir lo que pasa en el museo, pero ya no puede entrar, ni siquiera como se podría entrar en el espacio de un teatro. Solo podemos seguirlo en nuestra imaginación. Podemos seguirlo como una cadena de eventos. Heidegger describe el arte como una cadena de eventos: hay un evento, después otro, etcétera. El seguidor es aquel que sigue esta cadena de eventos. Así el museo se transformó en lo que era la meta o el telos del desarrollo de las últimas décadas. Pasó de ser un lugar de conservación y restauración de una colección a ser una plataforma para eventos, uno tras otro.

Ahora, con la pandemia, la única diferencia es que no podemos visitar el lugar de esos eventos. Solo podemos seguirlos en la pantalla, pero eso ya era así antes. Yo conocía a mucha gente, por ejemplo, que no podía viajar a Nueva York, pero seguía al MoMA o al Guggenheim, y eso me impresionaba mucho… Solía visitar otros países, porque daba muchas conferencias, por ejemplo en Latinoamérica (estuve en Colombia, Perú, en Argentina, en Brasil, donde ahora es difícil ir), y cuando iba a estos lugares, o cuando iba a China, muchas veces me encontraba con la pregunta sobre lo que estaba pasando en los museos de Nueva York: qué pasa en el MoMA, qué pasa en el New Museum. Y siempre me shockeó esa pregunta, porque en el museo no debería pasar nada. En el museo todo debería ser lo mismo. El museo fue creado como un lugar en el que no pasa nada. Ese era el concepto de museo. Así que la propia pregunta ya muestra que nuestra relación con el museo cambió dramáticamente. La gente no espera que Nueva York cambie mucho como ciudad. Nueva York es siempre más o menos la misma, pero el museo cambia todo el tiempo. No me preguntaban qué está pasando en Nueva York, me preguntaban qué está pasando en los museos de Nueva York. Es un cambio básico en una actitud fundamental, un cambio que no es un efecto del Covid, sino una transformación de larga duración que el Covid volvió más obvio. 

“Un té con Julia”. Conversación entre Julia Peyton-Jones y Hans Ulrich Obrist. Disponible en el canal de YouTube de Galería Thaddaeus Ropac, 18 de abril de 2020

—También es interesante la idea de navegar, porque en Internet se supone que se está navegando: ese es el verbo que se suele usar para describir la acción que se hace en Internet. Pero más que navegar, uno es un seguidor, es decir, alguien que sigue a otra persona, a una persona que está adelante y a la que solo le ves la espalda.

—BG: La gente dice que en Internet se comunica, pero no se comunica, sino que sigue. Seguís algo que pasa. No te estás comunicando con ello. Guy Debord organizaba sus dérives. Iba a París, y los amigos lo seguían. Ahora hay miles de personas que siguen lo que pasa ahí, es como una trayectoria. El concepto de navegación y el de seguimiento se relacionan con el concepto de trayectoria. Y la trayectoria es un concepto muy básico. Adorno y Horkheimer hablan de él al comienzo de la Dialéctica de la ilustración. Es el mito de Ulises: una trayectoria de navegación. Una experiencia muy griega. Se navega de una isla a otra. Cuando llegan a una isla, durante un tiempo siguen lo que sucede ahí, y después vuelven al barco, y van a la siguiente isla, la siguiente, y así. Y siempre está Ítaca como punto de retorno. Ítaca es tu computadora. Es tu punto de origen y el punto final de tu viaje. Así que lo que hacemos es como el mito de Ulises, un mito europeo muy básico. Uno navega de una isla a la otra, de una página web a la otra, y así hace el círculo completo. Y después se apaga la trayectoria, y ahí está tu computadora, tu Ítaca. Esta topología puede parecer muy original, pero es algo muy arcaico, tiene una estructura muy arcaica, una trayectoria muy arcaica.

—Con la pandemia y las restricciones que ocasionó, retomamos la noción del proyecto inconcluso, algo sobre lo que también has escrito. Parece ser un momento en el que muchos más proyectos artísticos van a permanecer irrealizados, mucho más que en años anteriores. ¿Cree que la reducción de las posibilidades para realizar proyectos debido a la pandemia puede cambiar la forma en la que reflexionamos sobre los proyectos inconclusos, o la diferencia entre lo real y lo virtual o ficcional en las obras de arte?

—Es lo mismo. Y esto también tiene que ver con el cosmismo ruso, y con el socialismo en general. La desaparición del socialismo y el comunismo del horizonte histórico como realidad redujo nuestro horizonte de futuro. Solíamos tener un horizonte cristiano, que era casi como la eternidad: desde el principio del mundo hasta el fin, una tarea enorme que era ir del principio del mundo hacia el apocalipsis. El proyecto escatológico. El proyecto comunista también era un proyecto escatológico, que llevaría de la sociedad de clases hacia el comunismo. En esos casos, incluso si no realizabas tus proyectos personales, el proyecto de algún modo se realizaba porque se inscribía desde el principio en un proyecto más amplio.

En cierta forma, el museo era como una pequeña forma de comunismo, y una pequeña forma de cristianismo. El museo le daba al artista individual una esperanza, una perspectiva o un horizonte para su actividad. Si tenías talento, o incluso eras un genio o, no sé, exitoso, podías pensar en tener una vida después de la muerte en el museo. Una forma un poco vampírica o zombi, pero de todos modos era una vida después de la muerte. Hace poco volví a leer a Nietzsche, y él habla sobre las instituciones que se organizarían para mantener viva su memoria, y sobre la gente que lo leería mil años después de su muerte. Esa es la perspectiva de la librería o el museo. Pero si el museo, y la cultura en general, se transforma en un escenario para una cadena de eventos, entonces la lógica es la de “ahora o nunca”. Andy Warhol lo entendió muy temprano: son tus 15 minutos de fama, o nada. Y esta sensación de ahora o nunca es una carga para el arte contemporáneo. Es la carga de lo contemporáneo y de lo actual como tales. ¿Cuál es el problema del arte contemporáneo? Es que tiene que ser contemporáneo, y ese es un verdadero desafío, un verdadero problema. No puede enfocarse en el pasado, orientarse hacia el arte histórico ya existente, y no puede ser “futurista”, y referirse a una suerte de proyecto histórico teleológico, como el comunismo. Debe ocurrir aquí y ahora, o nunca.

La experiencia de las esperanzas rotas, de los proyectos irrealizados y los deseos incumplidos es algo que los escritores franceses ya detectaron en el siglo XIX, en la época post-napoleónica. Flaubert es muy conocido por Madame Bovary, pero yo prefiero La educación sentimental. La educación sentimental es precisamente una historia de proyectos inconclusos y deseos frustrados, y esa es una historia muy genuinamente contemporánea. Es la experiencia del duelo por los proyectos irrealizados y los deseos incumplidos, un duelo permanente, la depresión permanente en la que nos mantiene lo contemporáneo, no porque lo actual sea esto o esto otro, sino simplemente por el peso de lo contemporáneo. Si perdiste el proyecto general, el proyecto histórico, no podés creer en tu propio proyecto. Porque o hay proyecto o no hay proyecto. La ilusión de abolir el proyecto colectivo pero mantener los proyectos individuales es una utopía capitalista, una utopía liberal. Es imposible. La literatura francesa del siglo XIX ya mostró que es estructuralmente imposible. O se tiene un proyecto o no se lo tiene. Si hay un proyecto, entonces hay un proyecto general. Si no, sos un seguidor. Sos un navegante. Lo cual no está mal. Si uno piensa en Flaubert, o en Adorno, uno ve descripciones más o menos correctas de la condición contemporánea. Son descripciones mejores que las de la literatura contemporánea. Porque la literatura contemporánea empieza en un lugar equivocado. Si de estudia la literatura contemporánea, siempre empieza con una sociología más o menos bien formulada. Empieza con una sociedad. No empieza con el individuo, o con el destino individual. Eso es lo que hace que la literatura filosófica contemporánea, y la literatura contemporánea en general, sea tan poco satisfactoria. Agamben alguna vez escribió que le parecía raro que, en términos de diagnósticos, la filosofía de los años 20 y 30 había sido muy buena, pero después de la guerra ya no había diagnósticos claros. Y él decía no saber por qué. Yo creo que la respuesta a esa pregunta es que en los años 20 y 30 no se perdía de vista la importancia del individuo. Los escritores se preguntaban ¿qué significa todo esto para una vida individual? Después se perdió el foco, y esa falta de foco se experimenta como imprecisión. Uno lee análisis, y muchos son muy perspicaces, pero hay una sensación de imprecisión.

“Los museos han cambiado su función, y se transformaron en un escenario para eventos artísticos, como exhibiciones temporarias, proyecciones de películas, conferencias, conciertos, y un largo etcétera. De modo que los museos se volvieron una especie de plataforma, un escenario”

—Hace poco pensábamos en el cosmismo ruso, en particular en Bogdanov, por las discusiones que hubo acerca de las transfusiones de sangre como tratamiento para el Covid-19. Hay experimentos en los que se usa plasma de personas que se han recuperado para tratar a las personas enfermas. Y en la Argentina hay debates acerca de la posible obligatoriedad de donar plasma por parte de las personas que se hubieran curado.

—Sí, por supuesto, uno puede pensar en Bogdanov y en sus experimentos con transfusiones de sangre, y en la misma época se da el nacimiento del mito de Drácula y de los vampiros en general. La idea de la red en relación a la comunidad tiene que ver con la sangre. La sangre, y no la electricidad. Hay gente que cree que estamos conectados por la electricidad. Pero la electricidad no es algo que vaya por dentro de tu cuerpo. Aunque haya gente que crea eso, como la gente que piensa que el amor es una forma de electricidad. Pero si descartás eso, el concepto de comunidad estaba basado en un intercambio de sangre, de la sangre de Cristo. Se intercambia la sangre bebiendo la sangre de Cristo. Y así recibís una suerte de inmunidad al pecado, anticuerpos contra el pecado. Cuando hablamos de comunidad, siempre está la idea de la sangre común. La gente habla de sangre común cuando se refiere a sus familiares, pero eso no es cierto. Esa no es nuestra tradición cristiana. En la tradición cristiana, la sangre viene de afuera. No somos familiares de Cristo. La sangre de Cristo viene de afuera. Y esa sangre no es información, en el sentido de saber algo o ser informado acerca de algo. Cuando la sangre de Cristo entra al cuerpo, cambia la estructura del propio cuerpo. De alguna manera, por supuesto, eso era lo que creía la vanguardia artística. Si uno estudia el constructivismo ruso, o la Bauhaus, todos hablan acerca de cambiar el cuerpo humano, cambiar el comportamiento humano, producir un hombre nuevo. No creían en el arte como un sistema de representación que tenía la meta de impresionar nuestra imaginación. Querían actuar sobre nuestros cuerpos de manera directa. Esto es claro en el caso de Rodchenko, los experimentos del constructivismo ruso, la Bauhaus, y todos ellos, la máquina para vivir de Le Corbusier. Se trataba de actuar directamente sobre el cuerpo humano. Una vez viví en una casa que había sido diseñada por Le Corbusier. Así que yo pude sentir lo que se siente estar ahí, moverse ahí, y era una sensación diferente de moverse en cualquier otra casa. Yo lo había olvidado, porque fue cuando era chico. Pero una vez estaba en una exhibición de casas de Le Corbusier reconstruidas en Tokio. Y entré en una casa, y tuve la misma sensación. Era exactamente como estar en el mismo lugar. Eran realmente capaces de crear una diferencia en tu reacción sensorial inmediata ante el mundo, no solo en el nivel de la reflexión o la imaginación, sino en un nivel corporal. Toda esta cuestión de las transfusiones de sangre es lo mismo. La pregunta no es si es eficiente o no. Quizás lo sea, quizás no. El punto es el regreso de este mito de la sangre, de esta operación con el cuerpo humano en términos de su involucramiento en la vida de otros cuerpos humanos para organizar una relación comunitaria entre cuerpos, no en el nivel político o social, sino en un nivel corporal básico. Que es una experiencia arcaica, cristiana y vanguardista.

—La gente quiere creer en la ciencia…

-La gente cree que es ciencia, pero no es ciencia. Es una mitología completamente arcaica, es magia. Y de hecho, no creo que la gente crea en la ciencia. La humanidad contemporánea no tiene idea de la ciencia, no le interesa. Lo que le interesa a la gente es la tecnología. Le interesa tener, no sé, un iPhone o algo así. El uso del iPhone y todo eso es pura magia, porque no se sabe cómo está organizado. Y es muy arcaico. Creo que la tecnología es la cosa más arcaica que hay, porque nos transporta al mundo de la magia. Había un teórico de la ciencia iconoclasta, Paul Feyerabend, que, cuando los estadounidenses dijeron que habían ido a la Luna y habían vuelto, él dijo que eso no era nada nuevo, porque cualquier bruja común de la Edad Media hacía lo mismo noche por medio. Creo que es una idea correcta. Lo que experimentamos no es ciencia sino una magia arcaica.

Descargá “Cuerpos inmortales”, un capítulo de Volverse público, de Boris Groys (Caja Negra 2018)

Boris Groys (Berlín, 1947) es filósofo, crítico de arte y teórico de los medios, internacionalmente reconocido por sus investigaciones sobre el arte de vanguardia del siglo XX y los medios de comunicación contemporáneos. Estudió filosofía y matemáticas en la Universidad de Leningrado. Miembro activo de los círculos no oficiales de intelectuales y artistas de Moscú y Leningrado bajo el régimen soviético, emigró en 1981 a Alemania, donde se doctoró en filosofía en la Universidad de Münster. Desde entonces, desarrolló una intensa vida académica en la Escuela Superior de Diseño de Karlsruhe, la Academia de Bellas Artes de Viena y las universidades de Filadelfia, Pensilvania y Nueva York, entre otras. A la par de su trabajo académico, Groys es un destacado curador de arte. Entre sus libros más importantes se destacan Sobre lo nuevo: ensayo de una economía culturalBajo sospecha: una fenomenología de los medios  y Obra de arte total Stalin. 

Jazmín López es licenciada por la Universidad del Cine de Buenos Aires, estudió en la Beca Kuitca en UTDT (2011), y una maestría en artes visuales en NYU, bajo la dirección de Maureen Gallace y Boris Groys. Entre sus exposiciones se destacan: Si yo fuera el invierno mismo: International Tiger competition en IFFR, Rotterdam, Holanda, 2020; Screens Acts: Women in Film and Video en el San Jose Museum of Art (SMJA), 2019; On Struggling to Remain Present When You Want to Disappear, curada por Nana Adusei-Poku, OCAT, Shanghai, 2018; Ese algo que está a medio camino entre el color de mi atmósfera típica y la punta de mi realidad, curada por Juan Canela y Stefanie Hessler, Tabacalera, Madrid Arco, 2017; Creando tonos de piel para pinturas al óleo curada por Jens Hoffmann, Solo Project ArtBo, Bogotá, 2016; Fire and Forget curada por Ellen Blumenstein y Daniel Tyradellis, KW, KunstWerke, Berlín, 2015; Untitled (12th Istanbul Biennial), 2011 curada por Adriano Pedrosa y Jens Hoffmann. Su opera prima Leones se mostró en museos como  MoMA, Centro Pompidou y Kunst Werke (2013-1014)

Patricio Orellana traduce, da clases y escribe sobre literatura, música y arte. Recientemente co-curó una exhibición para el programa ISP del museo Whitney accesible desde el 7 de agosto en el sitio de la galería Artists Space de Nueva York. https://artistsspace.org/exhibitions/after-la-vida-nueva.

 

 

 

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Nick Srnicek (Canadá, 1982) Es profesor de Economía Digital del Departamento de Humanidades Digitales de King’s College en Londres. Doctorado en Relaciones Internacionales, fue editor de Millennium: Journal of International Studies. Sus investigaciones están basadas en la interacción de la economía política y la tecnología, y se encargan de analizar tanto las amenazas como las oportunidades que surgen de esa relación. Es coautor del Manifiesto Aceleracionista junto con Alex Williams, que tuvo una gran repercusión mundial y fue traducido a varias lenguas, con quien también publicó Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo.

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Por Piro Jaramillo

 

Ya a esta altura se repitió hasta el cansancio que a comienzos de año nadie se imaginaba esto, el devenir seres de living, cansados rabdomantes de nuestro propio ánimo que un día se levantan con espíritu de roble y perforan las capas de su propio ser para intentar encontrar —en medio de esta geología de tiempo detenido— alguna napa nutritiva desde la que articular, más o menos, un sentido que espese esta vida diluida a causa de un virus que sacudió todas nuestras convenciones, a veces jugando a ser demócratas de smart TV, y otras simplemente convertidos en tibios ludditas de redes sociales, pretendiendo terciar en el humor circundante con explosivos mensajes que se evaporan al instante.

Desde un punto de vista económico —del modo en que el propio sistema se encarga de delimitar qué es económico y qué no— a comienzos de 2020 el único problema evidente de la economía global era la persistente caída en el precio del petróleo, que también parecía evaporarse. El boom de los hidrocarburos no convencionales en los Estados Unidos y una desaceleración de la economía global habían inundado el mercado de crudo a niveles difíciles de asimilar para el anémico estado del capitalismo actual. Ese boom también lo había comenzado a experimentar a Argentina luego de la expropiación de YPF, su alianza con Chevron y el acelerado impulso a los yacimientos de petróleo y gas no convencionales en Vaca Muerta, que nos había hecho soñar con la soberanía energética y más fundamentalmente con la posibilidad de acceder a nuestra divisa más preciada después de la bandera azul y blanca: los dólares emitidos por el Tesoro estadounidense. Parecía que al fin íbamos a tener un stock asegurado de divisas, sin tener que entrar en complicadas medidas de control de cambios que siempre terminan creando nuevos enemigos. Los pronósticos de crecimiento de organismos multilaterales como el Banco Mundial y el FMI eran más bien conservadores y nadie esperaba que el mundo viviera otro boom de las materias primas como se observó a comienzos de la década del 2000, cuando China empezó a convertirse en el principal importador mundial de commodities —soja para alimentar al ganado porcino, cobre y mineral de hierro para la industria pesada— a la vez que marcaba una diferencia con su principal rival ampliando su influencia política sobre sus socios comerciales no con el látigo sino con la chequera, mediante préstamos para financiar esas mismas exportaciones o para fortalecer sus reservas de divisas mediante swaps cambiarios. El panorama no era alentador pero nadie esperaba que empeorara así.

Que el inicio de la pandemia haya tenido a China como epicentro parece producto de una coincidencia abusiva: el país que desde hace ya dos décadas le disputa a los Estados Unidos su corona como principal economía y actor político mundial de un día para el otro se vio forzado a la parálisis. La industria se detuvo y las importaciones de commodities se fueron a pique, generando el absurdo fenómeno de que el precio del crudo perforara su piso y se ubicara en niveles negativos. Los exportadores no solo ofrecían su producto gratis, también estaban dispuestos a pagar los costos de almacenamiento para quienes tuvieran espacio físico para alojar miles de millones de barriles que flotaban en buques petroleros en alta mar. La marea de esta flota fantasma anclada en medio de la pandemia se sumaba al paisaje de aeropuertos ociosos en cuya pista de aterrizaje todavía duermen miles de aeronaves que ya ni siquiera esperan poder volver a volar, sino simplemente volver a manos de sus dueños originales, quienes habían hecho un buen negocio alquilando aviones a las compañías aéreas y ahora asumen su desesperación interponiendo recursos legales ante tribunales de quiebra de distintos países del mundo para recuperarlos. El futuro era ominoso pero se agudizó ante la caída abrupta en la demanda global. Y también a causa de la ineptitud del sistema para lidiar con su propia inercia, expresada en la incapacidad de asimilar un torrente imparable de hidrocarburos proveniente del subsuelo (sin poder frenar la producción ni tener lugar para almacenarla) y en un parque aéreo que pasó de ser un sinónimo de movilidad y globalización a convertirse en un silencioso cementerio de acreedores.

La respuesta global a la pandemia nunca pudo ser menos global: en cada país cada gobierno resuelve conforme a sus intuiciones ideológicas la estrategia que mejor le cabe para lidiar con los efectos de la crisis, aunque más temprano que tarde el debate público va quemando proteínas gracias a la gimnasia maniquea de los medios y al final se ve reducido a una fórmula raquítica: o salvamos vidas o salvamos la economía. No se sabe si los gobiernos aplican medidas de aislamiento más o menos restrictivas o lisa y llanamente inexistentes por motivos humanitarios o fiscales (el paradigma dominante nos ha hecho creer que la política fiscal nunca puede ser una política humanitaria), pero sí parecen hacerlo en línea con lo que piden sus votantes, los hashtags y los grupos de influencia. En todos los casos hay una interrogación permanente respecto al rol de lo político como herramienta para paliar los efectos de la crisis, algo que a algunos les huele rancio porque huele a Estado, una entidad que dábamos por muerta a manos de las corporaciones desde hace por lo menos dos generaciones atrás.

Por momentos da la sensación de que la larga lucha por derrotar al coronavirus se diera entre estas dos entidades antagónicas y muy diferentes en su escala: es el virus contra el Estado. El Estado contra el virus. Desde ese enfoque, el Covid-19 podría ser visto como la segunda cosa más pequeña que genera un colapso general de la economía en 2008 después de las hipotecas subprime, otra entidad minúscula y escondida debajo de miles de capas de derivados financieros que no se pudo desmantelar a tiempo antes de que explotara. La génesis de sendas entidades destructivas parece haberse filtrado entre las grietas del control estatal, mientras nosotros perdíamos tiempo comentando consumos culturales a la luz de la nueva economía de servicios. Los esquemas piramidales de Bernie Madoff y la nanotecnología financiera detrás de los derivados causaron un cimbronazo económico enorme que puso a la Reserva Federal a inyectar estímulos monetarios a una escala tan grande que dejarían pálido hasta al más heterodoxo de los heterodoxos. La medida fue espejada del otro lado del Atlántico y hasta en Japón, donde la compra de bonos soberanos y privados (un “keynesianismo financiero”, como lo llama Nick Srnicek en Capitalismo de plataformas) comenzó a convertirse en el nuevo paradigma económico. Parecía que las políticas de austeridad perdían momentáneamente la pulseada.

La respuesta ante la pandemia parece ir en la misma dirección que hace poco más de diez años: ante el pavor generalizado del virus, miramos al único actor que sigue en pie y puede articular una respuesta en medio de la parálisis. Mientras las poblaciones más vulnerables se hacen oír como pueden para evitar profundizar su miseria, los ricos se sientan en sus colchones de efectivo mientras hacen lo que mejor saben hacer en épocas  de crisis: reducir inversiones y recortar empleos. Ante la ineptitud del mercado para resolver por sí solo la abrupta caída en la demanda, es el Estado el que parece tener que salir a ayudar a ambos sectores, además de todos los que se encuentran en la franja intermedia. A esta altura de la vida bajo estado de pandemia no queda otra que rendirse a la evidencia que nos presentaron muchos pensadores durante estos últimos meses: que en su microscópica pero masiva deriva de contagio el Covid-19 fue capaz (al menos durante una pequeña fracción de segundo en la larga línea de la historia) frenar la lógica del capital y su penetración profunda en nuestros hábitos cotidianos. Tal vez porque la economía financiera de la actualidad y el virus se parecen: su existencia radica en una lógica que escapa a nuestra vista y a la que solo podemos acceder mediante una abstracción. Un seguro contra default o un contrato de dólar futuro no es muy distinto en su constitución ni en sus efectos que el coronavirus: son entidades recubiertas de capas que circulan libremente en el medio social y con efectos secundarios perjudiciales. También ambas necesitan un huésped para reproducirse: la condición de existencia del coronavirus es un cuerpo, mientras que detrás de los miles de disfraces de una hipoteca subprime hay, siempre, una vivienda lista para ir a remate. Tal vez el capital estaba esperando el momento en que le llegara un enemigo de su tamaño. La pelea de David contra David.

“La economía financiera de la actualidad y el virus se parecen: su existencia radica en una lógica que escapa a nuestra vista y a la que solo podemos acceder mediante una abstracción. Un seguro contra default o un contrato de dólar futuro no es muy distinto en su constitución ni en sus efectos que el coronavirus: son entidades recubiertas de capas que circulan libremente en el medio social y con efectos secundarios perjudiciales.”

Nos quedamos en casa mientras las mercancías se siguen moviendo, algunas incluso a mayor velocidad que antes. El desarrollo del comercio electrónico que vimos hasta ahora parece haber sido solo el ensayo, la puesta a punto de un sistema reticular más extendido donde ya no hacen falta comercios ni locales abiertos para vender y comprar; como si la noción de espacio público que experimentamos durante estos meses se hubiera reducido a algunas contadas salidas recreativas, a largas colas para abastecernos de alcohol (en gel y del otro) y al mundo feliz de la fibra óptica. Aunque tal vez este movimiento sea una excepción en medio de una depresión generalizada, de la demanda y de nosotros mismos.

La ortodoxia monetarista y los empresarios que hasta ayer reclamaba a los gobiernos dejar de imprimir dinero o bonos para rescatar a países como Grecia ahora reclama con soltura préstamos a tasas bajas y déficit público. Imprimir dinero no es un problema, dicen ahora. Hay que proteger las fuentes de trabajo, se escucha en las videoconferencias, mientras en la sala de al lado los empleados de recursos humanos mandan mails ofreciendo programas de retiro voluntario y analizan la legislación laboral vigente para ver cómo pueden hacer para echar a la mayor cantidad de gente pagando lo menos posible.

La política predatoria de los bancos, con su tendencia a elevar las tasas de interés o el spread entre préstamos y plazos fijos para maximizar sus ganancias, parece revertirse cuando esos mismos bancos o algunas empresas asociadas le piden dinero al Estado. ¿Por qué nos escandaliza más que en un contexto de crisis un gobierno intervenga una empresa privada para evaluar su expropiación con apoyo del Congreso, como en el caso de Vicentín —una de las empresas agroexportadoras más grandes de la Argentina— que el hecho de que compañías multinacionales con enormes masas de capital fijo y flujo de caja reclamen como un derecho natural el otorgamiento de préstamos o exenciones impositivas para sobrevivir? ¿A quién se le ocurrió volver a pensar que tras la indigna derrota del 2008, con prestigiosos bancos de inversión reducidos a meras oficinas vacías en Manhattan, Frankfurt y Londres, el capital y el mercado eran buenos gestionando algo? Pueden gestionar maravillosos esquemas de abstracción monetaria, pero no pueden gestionar el bienestar.

La pandemia está sirviendo entre otras cosas para poner al descubierto las  laceraciones que el neoliberalismo ha causado en nosotros, y volver a mapear el campo de amigos y enemigos de la vida. La reacción de muchxs periodistas y comentaristas a las medidas estatistas en algunas partes del planeta parecen síntomas del sistema ante una amenaza a su reproducción (el capital es sin duda más hábil y más rápido que nuestro organismo para generar anticuerpos). Los medios y redes sociales son el campo de batalla de esta guerra subsidiaria: estatistas se pelean con libertarios preguntándose cuán visible debe ser la mano del Estado ante la amenaza de la desaparición del mercado. La clase empresaria se golpea el pecho en público hablando mal de las expropiaciones pero en privado agradece servilmente los rescates. Al fin y al cabo no les molesta el costo fiscal, lo que les duele es su principal contradicción y la de toda la sociedad: que bajo las reglas actuales ser dueño de los medios de producción ya no alcanza para sobrevivir, ya que la tendencia a la concentración del capital pronto convertirá a los capitalistas menos capaces de capear esta crisis en flamantes desposeídos. Ante esta posibilidad tal vez sea más urgente que nunca abandonar la economía como relato y modo de explicación del mundo; tal vez sea hora, como sostiene el poeta escocés John Burnside en un hermoso ensayo publicado en la revista Hablar de Poesía, de abrazar otra ciencia: una filosofía del habitar que incluya a todas las cosas vivientes y no vivientes, y que se base en el principio de no dañar o dañar lo menos posible. O como también propone Bifo: que la calidad de vida no sea la cantidad de equivalente monetario que tengo, sino la calidad de vida que puedo experimentar.

Al momento de la publicación de este texto Argentina intenta renegociar una deuda de miles de millones de dólares con grandes acreedores que pelean centavos de dólar del valor de un bono (bonos de deuda soberana emitidos hace quince años cuya trazabilidad, después de haber cambiado tantas veces de manos, es más difícil de detectar que la de un caso positivo de Covid). La mayoría de los países han levantado ya sus cuarentenas y entran como pueden en la nueva normalidad, con cientos de miles de muertes a sus espaldas. Las víctimas de las reestructuraciones de deuda, sin embargo, no las hemos terminado de contar. 

Alfredo “Piro” Jaramillo (Neuquén, 1983) es periodista y escritor. Fue editor del servicio internacional de noticias en español de la agencia alemana Deutsche Presse Agentur (DPA) y redactor de economía y finanzas en la agencia Télam. Notas suyas han sido publicadas en diarios y agencias como La Vanguardia y EFE (España), Infobae, Perfil, Página/12, Río Negro, y Tiempo Argentino, y en las revistas Noticias, Brando, La Mano, entre otras. Colaboró con la cadena de televisión alemana Deutsche Welle y trabaja como stringer para el servicio de noticias financieras REDD Intelligence. Publicó varios libros y plaquetas de poesía y tiene un proyecto musical llamado Valle del Insomnio (valledelinsomnio.bandcamp.com).

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PREPARARSE PARA EL IMPREVISTO O LA ESTRATEGIA DE LA IMPROVISACIÓN

PREPARARSE PARA EL IMPREVISTO O LA ESTRATEGIA DE LA IMPROVISACIÓN

Daniela Fanego, de la serie 10 Impresiones con matices , Monocopia en caucho acrílico, pastel y grafito sobre papel, 35 x 24 cm. https://www.instagram.com/danafanego/

Por Ezequiel Gatto
 

I. Don’t panic, it’s not automatic 

En uno de los capítulos de la serie Pandemia (2020) se muestra la filmación de una charla informativa, ocurrida en un hospital de New York durante 2018 y destinada médicxs y enfermerxs, sobre “patógenos especiales” como el Ébola o la Gripe porcina. Al definir qué los hace especiales, la médica que da charla indica que, entre los elementos decisivos, están la alta morbilidad, la facilidad para proliferar y la capacidad de producir un pánico intenso en la población.

El pánico me interesa, en general, como elemento de un conjunto (de fronteras difusas) que denomino afectos de futuro, y en particular por la importancia que ha tenido durante la pandemia en curso. En un texto reciente busqué diferenciar pánico de incertidumbre, afirmando que el pánico no se debe a no poder hacerse una imagen sino, al contrario, a no poder deshacerse de una cierta imagen. Para ampliar el campo de sentidos insinuados en esa afirmación diría que el pánico actual se relaciona con la posibilidad de morir o el temor a una catástrofe social (que puede tomar figuraciones diversas). A ese pánico se le oponen, por un lado, figuras optimistas o reparatorias (“todo va a estar bien”, “llegará el comunismo”, “volveremos a la normalidad”, “si salimos no pasará nada grave”: un menú heterogéneo de promesas) y, por otro, la incertidumbre como una disposición menos taxativa. Es no saber qué va a pasar: no saber si vamos a morir, o no, si va a haber catástrofe, o no, si las condiciones pospandemia serán mejores, o no. La incertidumbre implica no poder hacerse una imagen nítida.

El pánico, que imagino como una inundación, da el tono afectivo a una profecía de daño a la que, por su parte, el optimismo y la reparación, parecieran contrarrestar.  La incertidumbre, que se me aparece como un ahuecamiento, es un afecto que no refiere a una figura. Figura terrorífica / figura optimista-reparatoria / ausencia de figura. No se trata de un simple par de opuestos sobre un mismo eje (figura mala / figura buena) sino de una tensión entre dos figuras y la ausencia de figura. Que sea posible experimentar la ausencia de figura como algo malo, no equivale a suponer allí una mala figura. Si el pánico lleva por el camino de la parálisis, la estampida o la destrucción (todas posibilidades de la situación actual) y la figura tranquilizadora se nutre de la espera del cumplimiento de una promesa, la incertidumbre viene a constituir una tercera posibilidad: la de mantener un fondo de infiguración para ir poniendo contra él figuraciones que no operen como promesa única o final sino que propicien una inventiva dinámica. Para eso, tal vez necesitemos más principios de acción que figuras de destino.

Mucho se ha tipeado a favor de una u otra figura de destino, pero quizá se trate de pensar en principios de acción que hilvanen imágenes de porvenir más como puntos de pasaje que como destinaciones. Imágenes-pasaje que propicien el análisis de los posibles, que lleven en sí mismas su incompletud, que participen de una disposición a mutar con lo que emerge, que se entramen a otras imágenes-pasaje, que pluralicen las predicciones. El mundo atraviesa con violencia cualquier figura de destino, la rasga irremediablemente, la deja atrás, la afecta con novedades, emergencias, descubrimientos, invenciones. La materia no es algo, es potencialidad de formas, propuso Robin Collingwood en Idea de la Naturaleza, publicado en 1949. Haciendo lugar, oxigenando el cuarto cerrado que diseñan el pánico, la profecía y el optimismo sin invención, podemos generar una zona para una dinámica política diversa. Un modo de orientación de la acción lo suficientemente plástico, en el que la incertidumbre se encuentre con una disposición para evitar el pánico sin recaer en la buena profecía. A ese modo propongo llamarlo “estrategia de la improvisación”.

II. Una idea de improvisación 

Recientemente, Slavoj Zizek escribió: “Lo realmente difícil es aceptar el hecho de que la epidemia actual es el resultado de la pura contingencia, que simplemente ha ocurrido y no hay ningún significado oculto” (2020). Creo que no está en la correcto. La epidemia remite a condiciones más o menos precisas, que involucran formas de vida, tramas tecnológicas, modelos de globales de producción de alimentos, capacidades y limitaciones de los sistemas de salud, prioridades políticas, entre otras. Y, en todo caso, no es menos contingente que cualquier otro evento en el Universo. Lo que parece más realmente difícil de aceptar es que dicha contingencia no tiene teleología, no viene con un Fin definido. Ese rasgo podría permitir ganar para la política una pluralidad de dimensiones y territorios, de experimentar con posibilidades, de arriesgarse. La improvisación operaría como modo de búsqueda y hallazgo y como estrategia de invención social.

Existen muchas maneras de definir, valorar y vincularse con la improvisación. La noción expresa muy bien lo que Bajtin dio a entender con la categoría de “género discursivo” (1982). Si, por ejemplo, indagamos los sentidos de la noción en la zona del arte y las estéticas, se detectan valoraciones positivas, cuando no elogiosas. Se configura incluso un linaje, compuesto por expresiones de la danza, la dramaturgia, la música, el cine. Si la exploramos en el mundo más o menos afiebrado de la valorización capitalista y la monetización, el acto de improvisar también recibe elogios, en la medida en que opera como una subespecie del riesgo, fundamento ético del capitalismo contemporáneo (Knight, 1921; Beck, 1998). No obstante, dicha improvisación es un instrumento antes que una experiencia en sí misma. Es el medio para alcanzar un fin dado: la ganancia. Se diría que la del mercado es una improvisación perimetrada; no puede salir de la cárcel de cifras en que consiste el dinero. Si en el arte, la improvisación remite a lo que no se puede medir, en el mercado remite a encontrar algo nuevo que se pueda medir. Sólo se limita a acelerar bajo un mismo patrón. Como un hámster que, enjaulado, camina sobre una rueda; llegado cierto punto de velocidad, ya no es el hámster sino la rueda la que marca el paso.

“Si el pánico lleva por el camino de la parálisis, la estampida o la destrucción (todas posibilidades de la situación actual) y la figura tranquilizadora se nutre de la espera del cumplimiento de una promesa, la incertidumbre viene a constituir una tercera posibilidad: la de mantener un fondo de infiguración para ir poniendo contra él figuraciones que no operen como promesa única o final sino que propicien una inventiva dinámica. Para eso, tal vez necesitemos más principios de acción que figuras de destino.”

Finalmente, si nos acercamos a la política no es sencillo encontrar valoraciones positivas sobre la improvisación, salvo en un activismo que suele dialogar con el arte. Por lo general, recibir en política la calificación de “improvisado” es recibir un insulto. Denota poca preparación, poca planificación, poca fortaleza para alcanzar los objetivos. Incluso poca certeza respecto a esos objetivos. Hasta podríamos encontrar rastros de patriarcado duro en esa mirada peyorativa, que a veces conecta con versiones nostálgicas del porvenir. Hay toda una corriente, por ejemplo, para la cual su utopía no está en el futuro, sino en el pasado: es el mundo de, digamos, los años sesentas del siglo XX. No el de la contracultura, sino el modelo social general. Son retroutópicos.

Pareciera, entonces, que de la política no se espera improvisación. Pero, ¿qué pasaría si la invención política hiciera un lugar a la improvisación como disposición? Si se dotara de principios de acción en los que los destinos no estén ni escritos previamente (como en los programas políticos) ni sometidos al perímetro del capital. Ni retro ni hámster. La improvisación puede ser una disposición (una estrategia) capaz de lidiar productivamente (no paralizarse, no esperar) con la incertidumbre a partir de un principio que no consiste en alcanzar un objetivo sino, parafraseando a Francois Jullien, en “ir llegando a resultados” (2017). Esa apertura no significa insistir obsesivamente en el sesgo infigurado propio de la incertidumbre (un gesto frecuente para una izquierda posmarxista, reactiva al utopismo y la programática socialista) sino avanzar en una actividad cuya dirección no defina a priori cuáles son sus posibilidades. La improvisación no es espontánea, surge de la decisión de llevar adelante un proceso inventivo que va revisando sus condiciones y acompañando posibilidades y consecuencias a medida que avanza. Creo que la política puede, en parte, volverse improvisatoria. Tomar los rasgos que David Toop (2018) imputa a la improvisación musical: “trabajar con los medios disponibles; involucrar acciones y recepciones, luchar experimental y públicamente con los límites del yo” (y, agregaría, del nosotrxs y del ellxs) para convertirlos en insumos de un principio de acción orientado a producir condiciones para que prolifere la inventiva social bajo la menor dominación posible.

III. Improvisar en la pandemia

En Politics of possibility. Risk and Security beyond Probability (2013), Louise Amoore rastrea cambios muy significativos en el modo de gobierno de lo posible con posterioridad al atentado a Las Torres Gemelas. Ese acontecimiento demostró que algo muy poco probable podía tener inmensas consecuencias. Fue así que toda una maquinaria de evaluación de riesgos, prospectiva y análisis de escenarios futuros que se había estado desarrollando en el mundo de los negocios (nutrido, por su parte, de ideas militares como las del estratega chino Sun Zi) terminó por darle su coloración al securitismo contemporáneo. Según Amoore, ese movimiento propició la consolidación de un pensamiento de las posibilidades por sobre un pensamiento de las probabilidades. Posibilidades nimias, posibilidades no imaginables, escenarios remotamente posibles fueron incorporados a una nueva matriz de estrategia. Prepararse para que tuviera lugar algo posible se volvió un principio de gobierno capitalista y global. Pero esa preparación no tiene que ver con abrazar el exceso que implica una novedad, sino con multiplicar procedimientos para exorcizar lo que de ella pueda poner en jaque, o siquiera en riesgo, o siquiera en problemas, el tándem economía/securitismo que marca el pulso de la dominación. Actualizar toda posibilidad en función de un capitalismo securitista infinitamente plástico: tal el modo hegemónico de gobierno de lo posible.

La pandemia (no totalmente imprevista, ya que se venía anticipando en informes, investigaciones, libros y películas) parece ser, a la vez, un riesgo detectado por esas tramas del capitalismo de vigilancia y un elemento de difícil metabolización para dichas tramas. En ese sentido, Flavia Costa (2020) ha propuesto entenderlo como un “accidente normal”, inherente “al hecho mismo de que un sistema hipercomplejo esté funcionando. (…) Es inseparable de la productividad del sistema, de su desarrollo, de su incremento y de lo siempre contingente que se abre cuando se dispara una acción tecnológica hipercompleja hacia el futuro”. Ese accidente, del que se podrían reducir sus efectos dañinos, es inevitable. Como un terremoto, del que se puede calcular su probabilidad y locación, pero nunca se saber con certeza cuándo ocurrirá. Ese accidente, normal para el sistema del que forma parte, quiebra la normalidad de sus componentes, que, en el caso de esta pandemia, tiene a los seres humanos como protagonistas, ya que se trata de un virus que saltó de una especie a la nuestra.

Por todo esto, aunque no lo parezca, aunque no se diga, aunque no se acepte, la pandemia está obligando a mucha improvisación en este “accidente normal”. Podríamos incluso afirmar que la experiencia pandémica es una improvisación social a escala planetaria. No puede decirse que su origen sea la voluntad, ni la alegría su tono afectivo, ni mucho menos que carezca de ambivalencias peligrosas, pero eso no quita que estamos “arrojados a la pandemia” y, en medio de la incertidumbre que ha generado, existen líneas que no ceden al pánico, ni a la nostalgia e improvisan.

La improvisación en pandemia (¿o acaso todas las improvisaciones?) se caracteriza por un juego con la inadecuación de los recursos previos (políticos, de planificación, sanitarios, sociales) que se expresa como actividades reparatorias y propiedades emergentes. Todos somos damnificados-inventores, y no tiene sentido pretender distinguir con claridad donde opera lo reparatorio y donde surge lo emergente. Improvisar no es algo necesariamente dichoso. Puede doler, abrumar, asquear pero está funcionando. Años de aceleración social, de multiplicación de los intercambios, de precariedad económica, de vértigo existencial, de gestión del riesgo tal vez nos dieron elementos para improvisar. De un modo, más o menos inconsciente, nos hemos estado preparando para lo imprevisto.

IV. Saberes para improvisar, aprendizajes de la improvisación 

Mi padre acaba de cumplir 70 años. Hasta hace unos días, nunca había amasado nada. Pero hace unos días amasó, por primera vez, tallarines. Y luego otra vez. Y luego pasó a otros platos de pastas. Una disrupción que para la humanidad no tiene mucho sentido, pero para su propia experiencia y la sistémica de mi familia de origen, sí. Hizo falta una pandemia para que llevara adelante una actividad nunca antes realizada. Tal vez, me digo, el riesgo de la catástrofe sistémica no conlleva lo mismo para los componentes. Quizá en los componentes (mi padre, por ejemplo) ese riesgo se traduce en una alteración de sus futurizaciones, de sus proyecciones a futuro, y en una reconfiguración de sus vínculos con la futuridad. La pandemia obliga a inventar de un modo que pareciera partir de la improvisación y no del plan o el proyecto. Si la entendemos como una catástrofe, la pandemia tiene, como revés de la disgregación de las estructuras, un empuje inventivo que, en un primer momento, es, parafraseando a Stanislaw Lem, una posibilidad sin imagen de destino (2017). Mi padre, por ejemplo, no instrumentó la futurización “amasar pastas” como acción para otra cosa que no fuesen el acto y las consecuencias de ingerirlas (saciar el hambre, disfrutarlas, compartirlas, comentar el hecho). No espera de esas pastas otra cosa que las consecuencias previsibles que encierran las pastas. Pero esas pastas son también, parafraseando ahora a James Lindsay, el territorio de unas posibilidades que no sabemos que existen (1921). Es decir, esas pastas fueron una máquina de producción de posibilidades. Esto permite decir que, en una catástrofe, la improvisación es un modo de propiciar posibilidades, o incluso de cuidar —aunque nunca garantizar— la posibilidad de que haya posibilidades, mejores posibilidades.

En una entrevista que le realizaron a propósito de la improvisación en el jazz, el filósofo Fred Moten dijo que la experiencia de la diáspora africana, con su desarraigo, su aterrizaje en unos territorios desconocidos, las profundas asimetrías del poder esclavizante y la alteración profunda de los patrones culturales, familiares y de las actividades productivas, religiosas y sociales, podía ser pensada como una improvisación a gran escala, poblacional, prolongada y a la vez cambiante. Esas personas apresadas, transportadas, maltratadas, vendidas, localizadas y agrupadas tuvieron, según Moten, que inventarse una vida (y, agregaría yo, una dignidad) a partir de una situación para la cual sus experiencias previas y sus horizontes de expectativas no tenían eficacia salvo como insumos para dicha invención.

Hay una relación estrecha entre lo que sabemos, lo que valoramos de lo que sabemos y los vínculos con el futuro que nos definen (que, por supuesto, exceden largamente lo que sabemos). Por eso es interesante ver qué sucede con los saberes, los recursos acumulados o disponibles, en estas condiciones pandémicas de improvisación social. Un ejemplo: cuando la cuarentena recién comenzaba pero ya era obvio que estaríamos guardados un buen tiempo y que las consecuencias económicas afectarían rápida y duramente a sectores sociales empobrecidos, un grupo de militantes planificó y llevó adelante una olla popular en un barrio rosarino. La olla popular puede pensarse como un paliativo. En buena medida, lo es, pero sus efectos exceden su función. La olla, como dicen sus organizadores (el colectivo La Cabida, del barrio Ludueña), los unió. Y en esa reunión hizo que saberes y recursos hasta entonces no conectados tuvieran que funcionar juntos propiciando algo nuevo:  comunicación en redes, gestión de las donaciones, confección de barbijos, preparación de grandes cantidades de comida, logística, autoprotección, relaciones con lxs vecinxs. Cuando colapsa una normalidad (llamemos a eso catástrofe) no se sabe qué de lo que se sabe va a funcionar en el nuevo escenario. Y esa impredecibilidad de lo eficaz es constitutiva del vínculo improvisatorio con la futuridad.

Cuando la catástrofe es vasta, la improvisación tenderá a serlo. Y creo que, desde cierta perspectiva, eso está pasando; existen señales de improvisación social como modo de lidiar con la catástrofe. Redes de ayuda vecinal, experimentos masivos con políticas sociales, colaboraciones globales de investigadores en búsqueda de vacunas, protocolos de cuidado, desarrollo de aplicaciones sociales, alianzas políticas inesperadas, estallidos sociales, la consolidación del Ingreso Universal como un tema de agenda, la ampliación de la incidencia del comercio justo. Claramente,  no es lo único que se está cocinando en este caldo global (es cuestión de rastrear qué están pronosticando las corporaciones capitalistas o las imágenes de futuro que ordenan a la ultraderecha, tópicos que merecerían otros artículos) pero es una línea a tener en cuenta, y considerar en sus potencialidades futuras. Hay elementos para pensar en la posibilidad de incorporar estrategias de improvisación social en el corazón de la inventiva política poscapitalista. De dejar márgenes abiertos a la pregunta por cómo queremos vivir, de encontrar la potencia que puede tener no saberlo.

Aunque no se diga, aunque no se acepte, la pandemia está obligando a mucha improvisación en este ‘accidente normal’. Podríamos incluso afirmar que la experiencia pandémica es una improvisación social a escala planetaria. No puede decirse que su origen sea la voluntad, ni la alegría su tono afectivo, ni mucho menos que carezca de ambivalencias peligrosas, pero eso no quita que estamos ‘arrojados a la pandemia’ y, en medio de la incertidumbre que ha generado, existen líneas que no ceden al pánico, ni a la nostalgia e improvisan.”

V. Puntos de pasajes 

Los factores que resultaron en el encierro de la mitad de la población mundial son múltiples. Fenómenos y procesos técnicos, demográficos, comerciales, culturales. Y también, como mencionó Habermas, fenómenos morales, porque a pesar de todo subyace un principio de no dejar morir que, al menos hasta ahora, ha primado por sobre la tendencia a “la supervivencia de los más aptos”. Por ahora se impone la futurización “seguir vivos, no ver morir a miles” (De hecho, llama la atención los pocos artículos que piensen el morir, o su posibilidad, en esta coyuntura. He leído testimonios muy dolorosos pero casi nada que encare el asunto en términos más sociológicos o filosóficos).

Pero hay más en juego. No estamos encerrados solamente porque tememos morir o porque el Estado teme que muramos o porque los cálculos del mercado también le dan que lo mejor es cuidar a los consumidores hasta que pase lo peor porque los vivos compran más que los muertos. La cuarentena es una respuesta sistémica. Estamos encerrados también porque los Estados (o partes de sus tramas) y los mercados (o partes de sus tramas) temen morir, en la medida en que el colapso podría llevar a formas del caos y la desorganización en los que la dominación se vuelva dificultosa y la valorización pierda patrones de ordenamiento.

Podría pensarse que en las manifestaciones de la derecha brasilera, española, argentina y estadounidense no solo existe una demanda por volver al movimiento —bajo el reclamo por “la libertad”— y el rechazo al control estatal sino que se reconoce el poder inmenso de una masa de contagiados. No habría que descartar que las ultraderechas anticomunistas, antidemocráticas, ultraneoliberales, suprematistas estén, en cierto sentido, pugnando, antes que por el retorno a la normalidad capitalista previa, por fomentar un caos social y político que pueda, luego, definirse por la fuerza. Pero quizá se pueda aprovechar ese temor estatal y de mercado en otros sentidos; y se puedan aprovechar también los recursos que la pandemia ha llevado a movilizar, de forma novedosa para los propios actores. Estamos obligados a pensar en escenarios no planificados. Hay que ocupar  esas imágenes de futuro que también preocupan a los estados y los capitales para abrir otras posibilidades.

Llamaría puntos de pasaje a las futurizaciones, dispuestas a la mutación, utilizables para generar otras condiciones para la vida. Unos puntos de pasaje que se orienten por principios de igualdad y justicia, de diferencias que no decanten en desigualdades, que sean funcionales “al arte de reconocer el rol de lo imprevisto, que los cálculos, los planes, el control tienen un límite. Calcular los elementos imprevistos quizá sea la operación paradójica que la vida más nos exige que hagamos” (Solnit, 2020). ¿Puede esa operación paradójica alimentar una estrategia política? Creo que sí.

Si el capitalismo “calcula los elementos imprevistos” en términos de reducción de los mismos a factores de valorización, hay que propiciar y conjurar posibilidades cuyo fundamento o destino no sea la ganancia sino la producción, una y otra vez, de igualdad y justicia. La improvisación puede ser un recurso valioso para esto. Si la practicamos como una actividad que se rige por un principio y no por un itinerario prefijado o una figura de destino, quizá nos permita encontrarnos con posibilidades que no estamos buscando.

En su fantástico Imaginación e invención (2015), Gilbert Simondon sostiene que “para prever no se trata solamente de ver, sino también de inventar y vivir, la verdadera previsión es en cierta medida una praxis, tendencia al desarrollo del acto ya comenzado”. Me parece por demás  interesante esa posición, que se desliga virtuosamente de dos recaídas: por un lado, de la imagen a la que ir (la visión-objeto de la previsión) y, por otro, de una suerte de presentismo sin límites. En lugar de eso, la idea de Simondon permite articular inventivamente nuestras condiciones y posibilidades actuales -aquello que ya ha comenzado- con la tendencia hacia el porvenir. Lo que veremos ya no será una figura de destino sino una formación continua, casi me dan ganas decir “orgánica”, de unas imágenes por las cuales pasaremos como quien pasa por una transfiguración para volver a inventar y volver a transfigurarnos. Es ahí donde la utopía -y su versión negativa, la distopía- dejan de ser categorías significativas, y la posutopía abre paso a una imaginación cinética, en la que la improvisación social se convierte en materia prima de una invención política.

Ezequiel Gatto es Investigador Asistente (ISHIR/CONICET), profesor de Teoría Sociológica (carrera de Historia, Universidad Nacional de Rosario), traductor y coordinador de talleres. Dr. en Ciencias Sociales (UBA). Participa de la Editorial Tinta Limón y del Grupo de Investigación en Futuridades (GIF). Colabora y articula con diversos proyectos políticos y culturales. Recientemente publicó  el libro Futuridades. Ensayos sobre política posutópica (Editorial Casagrande, Rosario, 2018).

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JARDÍN HIPERSTICIÓN. 

UNA FICCIÓN DE FUTURO

JARDÍN HIPERSTICIÓN. UNA FICCIÓN DE FUTURO

“Hiperstición” es un concepto desarrollado por Nick Land y la Cybernetic Culture Research Unit (CCRU) que refiere a una idea performativa que provoca su propia realidad, una ficción que crea el futuro que predice. En palabras de Land, “Hiperstición es un circuito de retroalimentación positiva que incluye a la cultura como componente. Puede ser definido como la (tecno-) ciencia experimental de las profecías autocumplidas”.Pero la idea que me propongo articular en este ensayo es que estas dos corrientes, el colapso del neoliberalismo y la ausencia de alternativas, pueden encontrar su solución en una tercera tendencia, encarnada en una perspectiva estética incipiente y particular. Lo que necesitamos hoy es una reconfiguración de los fundamentos de la estética política en los que abreva la izquierda. O para decirlo más claramente, lo que necesitamos es ampliar nuestras capacidades de imaginación sensible a través de la mediación de aumentos tecnológicos. Para poder desarrollar una alternativa adecuada a las complejas sociedades del presente, la izquierda debe invocar las capacidades latentes de la tecnología y la ciencia, de forma de poder imaginar un futuro mejor.

Como parte del programa “Futuros posibles: Herejía política y nuevas metafísicas” y en colaboración con el cineasta Christopher Roth y el filósofo Armen Avanessian, el Museo Tamayo (México) está presentando online y de forma gratuita Hyperstition. Esta película, que gira en torno a las conferencias Emancipation as Navigation organizadas en Berlín en 2014, introduce conceptos esenciales para  la Ontología Orientada a Objetos (OOO), el correlacionanismo, el aceleracionismo y el realismo especulativo. Con la participación de Armen Avanessian, Ray Brassier, Iain Hamilton Grant, Helen Hester, Deneb Kozikoski, Robin Mackay, Steven Shaviro, Benedict Singleton, Nick Srnicek, Christopher Kulendran Thomas, Agatha Wara, Pete Wolfendale y Suhail Malik. Para complementar la proyección les ofrecemos en descarga directa el texto de Armen Avanessian “Academia en aceleración”, incluido en nuestra antología Aceleracionista.

► Mirá Hyperstition (2016) de Christopher Roth haciendo clic en la foto:


Descargá “Epílogo. Academia en aceleración”, de Armen Avanessian, un capítulo de nuestra antología Aceleracionismo. Estrategias para una transición hacia el postcapitalismo (Caja Negra, 2017)

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