BERLANT CONTRA EL DESGASTE

 BERLANT CONTRA EL DESGASTE

Por Renata Prati 

El giro afectivo, un enfoque surgido en la década del noventa en los Estados Unidos, de a poco empieza a pisar más fuerte también entre nosotrxs. Comienzan a circular traducciones, comienzan a hacerse visibles iniciativas locales, la presencia de estos temas en la discusión pública se hace cada vez más fuerte. Con todo, como recuerdan a menudo incluso sus representantes, la discusión sobre las emociones siempre ha formado parte de la reflexión de la filosofía y las ciencias sociales. No es ninguna novedad: lo político siempre estuvo atravesado por los afectos. Más que un giro, entonces, quizás podríamos verlo como una nueva vuelta de tuerca, en un escenario nuevo y con nuevas herramientas, sobre una cuestión en verdad muy antigua.

La intervención crítica fue una de las banderas del giro afectivo desde el principio: se buscó hacer manifiesto el rol de las emociones en la vida pública, el papel crucial que juegan en la construcción de la ciudadanía y su importancia en los debates actuales en torno al Estado, la precariedad, la crisis. En este sentido, uno de los frentes principales tiene que ver con el cuestionamiento de las dicotomías entre público y privado, razón y emoción, acción y pasión. Las emociones no son algo interior o individual, sino fenómenos relacionales, que se construyen y transforman en la circulación social, cultural y política, y que tienen a su vez efectos en estos terrenos. No son tampoco algo opuesto a lo racional: en torno de las emociones se conforman relatos y narrativas políticas que informan y modelan la acción, las decisiones, el sentido de pertenencia a una comunidad. Como afirma Sara Ahmed en La promesa de la felicidad, no importa tanto preguntar qué es la emoción, sino qué hace: cómo circula, cómo se la utiliza, qué relatos se construyen en torno a ella, a qué experiencias da lugar.

Por suerte, la presencia del giro afectivo en América Latina y España no se limita a las valiosas traducciones que se han multiplicado aquí y allá en los últimos tiempos. También han surgido distintos grupos y nodos de reflexión y activismo, que suelen conjugar la investigación y la experimentación en torno a los afectos con cuestiones de género y sexualidad. En la Argentina, por ejemplo, podrían mencionarse el Seminario Permanente de Estudios sobre Género, Afectos y Política (SEGAP) en Buenos Aires, el Asentamiento Fernseh en Córdoba, o el Grupo de Trabajo Políticas Visuales de los Afectos en La Plata, entre otros. Por lo demás, tal como sucede en el norte global, también en nuestras coordenadas la reflexión sobre los afectos se entrelaza con discusiones y prácticas políticas y militantes más amplias. Los materiales que acompañan este jardín virtual dan cuenta en parte de eso: el prólogo a El optimismo cruel, por un lado,  de la investigadora argentina Cecilia Macón, que reconstruye la trayectoria de Berlant y del giro afectivo en términos de una teoría crítica, y el video “20 razones”, por el otro, fruto del trabajo colectivo del Feel Tank Chicago (el grupo de experimentación y reflexión feminista queer que Berlant conformó junto con otrxs activistas, artistas e intelectuales en 2002) que aborda con seriedad lúdica el carácter político de las emociones, y que fue subtitulado por activistas de La Plata. Las emociones no son algo separado de lo político, y el trabajo del pensamiento tampoco. 

“Twenty Reasons”, por Feel Tank Chicago.

Aunque El optimismo cruel se publicó en inglés hace casi una década, en este crítico 2020 adquiere una renovada actualidad. Y es que, en el aire enviciado de tantos meses de pandemia, ¿quién no se ha encontrado de repente extrañando hasta los momentos más odiosos de la vieja normalidad? Una y otra vez, las emociones nos fuerzan a enfrentarnos al carácter ambivalente del psiquismo, lo enigmático y contradictorio de nuestros deseos y nuestros apegos; ese es, en efecto, el problema clave que Berlant explora en este libro. ¿Por qué nos cuesta tanto despegarnos de lo que nos hace mal? ¿Qué nos sucede cuando empiezan a desmoronarse los esquemas y las fantasías —siempre fantasmáticas— que nos sostenían en la vida?

No todo optimismo es cruel. El optimismo en general, explica Berlant, es esa “fuerza que nos descentra de nosotros mismos y nos dirige hacia el mundo”, y en ese sentido todo vínculo es optimista: entablamos una relación con algo o con alguien porque albergamos la esperanza de que estar cerca de ese objeto o esa persona nos traerá algún cambio positivo. El optimismo se vuelve cruel cuando pone en jaque la propia supervivencia, cuando eso que deseamos obra en detrimento de nuestro bienestar, pero nos resulta imposible dejar de desearlo: hemos construido la vida sobre eso, en torno a eso, y solo pensar en perderlo se siente como el fin del mundo. Si algo nos enseñaron estos meses es que el fin del mundo tal como lo conocemos, y sobre todo lo que pueda venir después, son algo sorprendentemente difícil de imaginar.

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Algunas acciones llevadas a cabo por el Feel Tank Chicago.

La paradoja del optimismo cruel, como observa Berlant, no ha hecho sino extenderse y agravarse con la retirada del Estado de bienestar y la generalización y profundización de la precariedad. En contextos así, los ideales de la movilidad social ascendente o el amor romántico funcionan como vínculos de optimismo cruel: aun cuando los sabemos caducos y nocivos, siguen apareciendo como condiciones de la vida. Lo que es cruel no es de por sí el objeto que deseamos, sino el vínculo, esa particular trabazón por la que sentimos que eso mismo de lo que depende nuestro bienestar es a la vez lo que lo hace imposible. Nos hace la vida más difícil, pero no podemos imaginarnos la vida sin él: “su capacidad para organizar la vida puede ser superior al daño que produce”. ¿Pero qué pasa con el optimismo cuando la experiencia cotidiana está signada y hasta saturada por la crisis? ¿Cómo sostener el vínculo con el mundo, cuando el mundo se desfonda?

Porque, no nos engañemos, así vivimos ahora. Tal vez uno de los momentos del libro en que con mayor claridad le habla a nuestro presente sea el segundo capítulo, que trabaja con un cuento de Susan Sontag sobre la epidemia del sida: “Así vivimos ahora”. El cuento pone en escena un tiempo denso, de un presente ilimitado y asediado por la crisis, y las estrategias improvisadas de adaptación y supervivencia que sus personajes van descubriendo y enseñándose mutuamente. “Corren una carrera que consiste en no moverse del lugar”, dice Berlant. Así, a medida que el “carácter corriente de la crisis” del que habla Berlant se hace cada vez más palpable, la vigencia de su libro en cuanto “guía de instrucciones para vivir en el impasse” –como lo llama Michael Hardt– no deja de aumentar.

“La paradoja del optimismo cruel, como observa Berlant, no ha hecho sino extenderse y agravarse con la retirada del Estado de bienestar y la generalización y profundización de la precariedad. En contextos así, los ideales de la movilidad social ascendente o el amor romántico funcionan como vínculos de optimismo cruel: aun cuando los sabemos caducos y nocivos, siguen apareciendo como condiciones de la vida..”

 Vivimos en el impasse de una crisis sistémica y sostenida, y las fantasías convencionales de la buena vida se alejan siempre más, se vuelven cada vez más fantasmáticas. Es agotador y desgastante, y de nada sirve negarlo: la incertidumbre desorienta, nos angustia, nos ofusca. Así y todo, de algún modo hay que seguir. La incoherencia de los afectos desordena, pero no por eso hay que negarla; porque, como confiesa Berlant en una entrevista, “decir que las personas son afectiva y emocionalmente incoherentes es parte de mi optimismo queer: sugiere que podemos producir nuevas maneras de imaginar qué significa vincularnos, y cómo construir vidas y mundos a partir de lo que hay”.

Descargá el prólogo de Cecilia Macón a El optimismo cruel, de Lauren Berlant (Caja Negra, 2021)

Lauren Berlant (1957) Es una académica y crítica cultural estadounidense. Es profesora en las áreas de Género y Literatura en la Universidad de Chicago desde 1984. Se especializa en temas de intimidad y pertenencia en la cultura popular en relación con la historia y la fantasía de la ciudadanía. Analiza las esferas públicas como mundos de afectos, en los que el afecto y la emoción guían el camino hacia la pertenencia más que los modos de pensamiento racional o deliberativo. Su trabajo se ha enfocado en los componentes afectivos de la pertenencia en los Estados Unidos, en particular en relación con la ciudadanía jurídica, los modos informales y normativos de la pertenencia social y las prácticas de intimidad afectadas por fuerzas legales, normativas y fantasmáticas. En 2002 formó junto a otros académicos, artistas y activistas Public Feelings, un colectivo feminista queer autodefinido como feel tank, con el que realizaban intervenciones en Chicago, Nueva York y Austin. Es autora de los libros Desire/Love (2012), The Female Complaint: The Unfinished Business of Sentimentality in American Culture (2008), entre otros, y coautora de The Hundreds (2019) con Kathleen Stewart y Sex, or the Unbearable (2013) con Lee Edelman. También editó Intimacy (2000) y Compassion: The Culture and Politics of an Emotion (2004).

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TRATANDO DE RESPIRAR. CONCIENCIA, COMUNIDAD Y CONSUMO EN LA GENERACIÓN HIP HOP

 TRATANDO DE RESPIRAR.  CONCIENCIA, COMUNIDAD Y CONSUMO EN LA GENERACIÓN HIP HOP

Por Amadeo Gandolfo 

 

La comunidad organizada

Hay dos ideas-fuerza centrales que surcan al libro de Jeff Chang, Generación Hip Hop: una es conciencia, la otra es comunidad. No por nada el libro se inicia con una descripción de la destrucción del Bronx por parte de las fuerzas políticas y policiales del Nueva York de los años 1960s y 1970s. Chang justamente arranca explicando el razonamiento detrás de la “teoría” de las ventanas rotas. La “teoría” indica que cualquier mínimo desperfecto que suceda en un determinado barrio o comunidad (un graffitti, basura en las calles, botellas de alcohol vacías y, si, una ventana rota), si no es reprimido rápidamente, produce un “efecto imitativo” que termina sumergiendo a la comunidad en el caos y la anomia. Esta “teoría” fue empleada como justificación, a lo largo de los 1980s y 1990s, para los diversos programas policiales de mano dura apuntados a perseguir, controlar y reprimir a las poblaciones negras y pobres de Estados Unidos y del mundo.

Para Chang el hip hop se construye como respuesta comunitaria a esta estigmatización, como rescate, por parte de la comunidad misma afroamericana y latina de Nueva York, de sus propios valores, de su propia unidad y creatividad, como una respuesta desde abajo a las violencias de arriba. Porque si hay algo que la comunidad negra de Estados Unidos siempre tuvo fue una capacidad de resiliencia y de creatividad inagotable.

La otra variable es la conciencia: la idea de que el hip hop debería, como ideal, ayudar a elevar a la comunidad, comunicar la experiencia de las poblaciones afroamericanas, servir como bálsamo que cure, como grito de lucha, como pegamento que una en un proyecto emancipador.

Estos dos elementos se contraponen, a lo largo de todo el libro, con el comercialismo: porque en el mismo movimiento hip hop se encuentra no solo la potencialidad para la liberación, sino también el deseo de triunfar, de conquistar el mundo, no solo de derrocar a los amos, sino también vestirse con sus ropajes y de participar de sus lujos. A veces hay una idea entre los fanáticos del hip hop de un “paraíso perdido”, un momento en la historia del género en el cual todas las canciones hablaban sobre la pobreza, la injusticia, la brutalidad policial y la liberación negra, una potencialidad que, lamentablemente, se perdió en algún momento (¿los 90s?, ¿los 2000s?, ¿ahora?) en manos de un montón de artistas que lo único que quieren hacer es pavonearse con sus mujeres de culos grandes y sus cadenas de oro y diamantes.

Póster para la gira de 1988 de RUN-DMC esponsoreada por Adidas.

En realidad, ambas tendencias dialogan y coexisten e incluso a lo largo de toda la historia del hip hop. Run D.M.C., sin ir más lejos, en 1984 publicaron “It’s Like That”, single de su primer álbum, en el cual denunciaban el desempleo y la falta de perspectivas de la población negra. Dos años más tarde, ya siendo megaestrellas, firman contrato con Adidas, el primer contrato comercial millonario de un artista hip hop, y sacan el single “My Adidas”, en donde se vanaglorian de tener más de cincuenta pares: azules, negros, amarillos, verdes, y un par especial que usan cuando juegan al basket. Todo un canto al consumismo.

“Para Chang el hip hop se construye como respuesta comunitaria a esta estigmatización, como rescate, por parte de la comunidad misma afroamericana y latina de Nueva York, de sus propios valores, de su propia unidad y creatividad, como una respuesta desde abajo a las violencias de arriba. Porque si hay algo que la comunidad negra de Estados Unidos siempre tuvo fue una capacidad de resiliencia y de creatividad inagotable.”

 

Una genealogía de la furia 

El 25 de mayo de este año el policía blanco Derek Chauvin asfixió a George Floyd al apoyarle su rodilla en el cuello durante 9 minutos e ignorar las 16 veces que Floyd exclamó que no podía respirar. La policía se había hecho presente en el lugar porque un empleado del supermercado donde Floyd había comprado cigarrillos denunció que Floyd le había entregado billetes falsos. El asesinato de Floyd es uno más en una larga lista de nombres de ciudadanos negros asesinados por la policía, que tan solo en la última década incluye a Michael Brown, Ezell Ford, Eric Gardner, Stephon Clark, Laquan McDonald, Tamir Rice, Freddie Gray, Jamal Clark, Justine Damond y Breonna Taylor. Estos son solo algunos de los nombres que fueron víctimas de un sistema policial y penal que dejó de lado la esclavitud y la segregación, pero sigue siendo una maquinaria de oprimir y destruir.

El asesinato de Michael Brown en 2014 desató las protestas de Ferguson, Missouri, y dio origen al movimiento Black Lives Matter. El asesinato de George Floyd, en el contexto de la pandemia por coronavirus y de números récord de desempleo, dos fenómenos que golpean de manera particular a la población afroamericana, desencadenó una ola de protestas y levantamientos como no se habían visto desde el año 1968 en Estados Unidos: generalizada, extendida a lo largo de todo el país, con numerosas imágenes de destrucción de propiedad privada y de edificios de policía producto de una rabia y una desesperación existencial que ya no se curan con el elemento meramente cosmético de tener un presidente negro que luego te vende a Wall Street.

Las protestas de 1968 se desataron luego del asesinato de Martin Luther King, y ocurrieron en un centenar de ciudades estadounidenses, aunque su epicentro fue en Washington D.C., Baltimore y Chicago. 1968 es un año anárquico y confuso para los Estados Unidos. Al asesinato de MLK se suma el asesinato de Robert Kennedy, y a los disturbios negros la represión de las fuerzas de izquierda anti guerra de Vietnam en el marco de la Convención Demócrata de ese año, en Chicago, que terminaría coronando al candidato pro-guerra Hubert Humphrey. Estos incidentes forman parte del trasfondo y del panorama psíquico de la mejor temporada de Mad Men, la sexta. Una de sus mejores escenas muestra a un Don Draper agobiado, a punto de colapsar psicológicamente, luego de destruir su vida una vez más, que sale al balcón de su departamento moderno en Manhattan y escucha gritos, vidrios rotos, disparos, el sonido de los sueños de los sesenta chocando con el conservadurismo intrínseco de la sociedad norteamericana. No por nada el proceso terminaría con Nixon, candidato del orden, ganando la elección.

Detroit en llamas en 1967. Foto de The Associated Press

A esta genealogía político-cultural se pueden sumar dos eventos más. Por un lado, los riots de 1967 en Detroit, representados de manera escalofriante por Kathryn Bigelow en la película del mismo nombre. Estos se iniciaron por el allanamiento de un bar sin licencia (como Stonewall) y culminaron con el ejército y la guardia nacional convirtiendo a la población negra de Detroit en rehenes y víctimas de una violencia sin límite, todo en nombre del “orden”. Por otro, los riots de 1992 en Los Ángeles luego de que policías que habían apaleado brutalmente a Rodney King fuesen declarados inocentes, que serían el trasfondo de The Predator, la obra cumbre de Ice Cube, en donde hay una canción titulada “We Had To Tear This Mothafucka”; no es una cuestión de inclinaciones o preferencias: tuvieron que destrozarlo.

El pandemonio de Detroit, de hecho, incitó palabras urgentes y furiosas de Martin Luther King. En un texto titulado “La No Violencia y el Cambio Social” King expresaba su creencia firme de que la no violencia era un camino mejor para obtener la justicia social y racial en Estados Unidos, pero, incisivamente, también se percataba de algo incomprensible para aquellas almas de cristal que condenan la violencia en nombre de los “modos civilizados de la protesta democrática”: “Fueron ciertamente violentos. Pero la violencia, hasta un punto sorprendente, estuvo enfocada en contra de la propiedad más que en contra de la gente. Hubo muy pocos casos de heridas a personas, y la vasta mayoría de los amotinados no estuvieron involucrados en ataques a la gente. (…) ¿Por qué los involucrados en los disturbios evitaron los ataques personales? (…) ¿Por qué fueron tan violentos con la propiedad entonces? Porque la propiedad representa la estructura de poder blanca, la cual estaban atacando y tratando de destruir.”

[FULL DISCLAIMER: La traducción de este texto es mía y pertenece al libro El King Radical, pronto a editarse por Tinta Limón Ediciones.]

Estas palabras de King apuntan a un locus irresuelto en cuanto a la relación medios de protesta-fines. Allí aparecen consideraciones de clase, por ejemplo, en el emotivo discurso que Killer Mike de Run The Jewels pronunció al lado de la alcaldesa de Atlanta durante la ola de disturbios más reciente. Allí, al mismo tiempo que expresaba su enojo ante el sistema, pedía a los manifestantes no destruir su comunidad ni quemar sus casas, sino concentrarse en la organización política y depositar su confianza en la reforma del mismo sistema que lo había llevado a ese paroxismo de tristeza y enojo. Todo esto mientras usaba una remera en la que se leía “Kill Your Masters”. Devyn Springer, en un artículo muy crítico de Mike, se pregunta: “¿Si la población negra es dueña de tan poco, pero compone la mayor parte de la fuerza de trabajo, están quemando sus “propias casas” o están quemando una plantación?”.

“En el mismo movimiento hip hop se encuentra no solo la potencialidad para la liberación, sino también el deseo de triunfar, de conquistar el mundo, no solo de derrocar a los amos, sino también vestirse con sus ropajes y de participar de sus lujos.”

 

Violencia e integración 

Los riots de 1967 y 1968 también tendrían su eco en la música. Primero que todo, en esa piedra angular del soul llamada What’s Going On. Allí, Marvin Gaye se lamenta de que hay demasiados afroamericanos “llorando” y “muriendo” pero al mismo tiempo pide por favor que las cosas no escalen, y dice que la guerra no es la respuesta. Más bien, exclama, con la emotividad que hizo a este tema eternamente famoso “vamos, hablá conmigo / así podés ver / que es lo que está pasando”, con confianza en la razón y el argumento, en el encuentro en la diferencia que nos hace mejores.

Pocos meses más tarde, Sly Stone le contestaría: There’s a Riot Goin’ On. Este disco fue grabado por Sly prácticamente entero desde su cama, bajo el efecto de toneladas de alucinógenos, e inaugura lo que luego se conocería como funk psicodélico. Pesado, moroso, denso, oscuro, There’s a Riot Goin’ On cuenta entre sus canciones con “Family Affair”, un tema en el que canta: “Un chico crece para ser / alguien que ama aprender / Y otro crece para ser / Alguien a quien amarías prenderle fuego”. Esta frase puede ser leída como una representación en cuatro versos de la división racial en Estados Unidos.

Sly Stone ca. 1970.

Y, también, usando un poco la imaginación, de ella se pueden extrapolar los dos polos en los que Chang (y muchos otros, como la investigadora de la cultura negra Bárbara Pistoia en este texto) dividen al hip hop: un campo “consciente y político”, y otro centrado en el espectáculo y la afirmación del yo en una cultura capitalista. Yo, sin embargo, a veces me pregunto si ambas tendencias no son constitutivas de la misma ansia de reconocimiento, respeto y justicia que anida en la comunidad negra. A veces pienso ¿Qué hay mejor que ganarle al opresor en su propio juego capitalista, demostrarle que ganás más que él, que sos más exitoso, que sus hijos bailan tu música, que tu cultura triunfó? A veces pienso si, detrás del bragging y la ostentación, detrás de los relojes Rolex y el champagne Cristal, no se esconde un escupitajo descarado al mainstream blanco. Porque, ¿qué mejor venganza, en una economía capitalista, luego de décadas y años de ver aquello que tienen los otros y vos no podés comprar, y de que te digan que la medida del éxito es lo material, que consumir más y mejor?

Por supuesto que estas clasificaciones simplistas son siempre un arma de doble filo. Ahí tenemos, una vez más, a Killer Mike, rappero consciente y político, pero también propietario de edificios y condominios, desalentando los ataques a la propiedad. Ahí tenemos, también, la carta que los miembros fundadores del Partido de los Panteras Negras escribieron a la comunidad hip hop, pidiéndoles por favor que abandonen el lujo en favor de la organización, de la política, que, al igual que MLK, conciben como la única manera de obtener la justicia social. Y, por otro lado, ahí tenemos al filósofo Cornel West diciendo que “pareciera que el sistema no puede reformarse a sí mismo. Lo hemos intentado. Caras negras en lugares altos. Demasiado a menudo nuestros políticos negros, nuestra clase profesional, nuestras clases medias, se acomodan demasiado como para descapitalizar la economía. Se acomodan demasiado para desmilitarizar el estado. Se acomodan demasiado en la cultura movida por el mercado, atada al estatus de celebridad, al poder, a la celebridad, que importan tanto para nuestros ciudadanos”.  De más está decir que muchos músicos de hip hop no escapan a este acomodamiento.

Lo que está en juego, entonces, es algo que está en juego desde que hay movimientos revolucionarios: ¿violencia revolucionaria o reformismo? Esta discusión se arrastra desde que los historiadores franceses comenzaron a explicar la Revolución Francesa, el paciente cero en casos revolucionarios modernos. Albert Soboul, historiador marxista, justificó el Terror, y dijo que los jacobinos y los sans culottes tenían razón al aplicarlo, ya que la revolución se encontraba acechada por enemigos internos y externos. François Furet, historiador liberal, considera, por el contrario, y en una interpretación conservadora, que el momento en que la Revolución se sumerge en el Terror es el momento en que la Revolución “derrapa” y que esa violencia es injustificable.

Tropas de la caballería en Washington D.C. durante los riots de 1968. Foto de The Washington Post.

Pareciera, sin embargo, que en Estados Unidos el tiempo de la reforma terminó, y la manera en que el establishment demócrata hizo todo lo posible para impedir la candidatura de Bernie Sanders solo lo confirma. Entonces la pregunta es: ¿es posible una revolución? Una revolución es siempre una apuesta. Si fracasa, la retribución sobre quienes se alzaron es terrible. Pero la alternativa a menudo es peor. ¿Cómo condenar la violencia cuando la violencia se convierte en la única alternativa, cuando la violencia en las calles es preferible a la violencia constante y opresiva del cotidiano, a vivir vistiendo una segunda piel compuesta de precauciones, temores y temblores, como si se caminase permanentemente sobre vidrios rotos? El uso de la violencia en una revolución es una decisión que, más allá de la necesidad, tiene ribetes filosóficos. Como menciona Frances Fox Piven, especialista en movimientos desde abajo y revueltas: “el pueblo a menudo tiene que amenazar o ejercer violencia de manera tal de defender su habilidad para perturbar las relaciones económicas y sociales al negarse a hacer lo que tienen que hacer” Sin embargo: ¿Cuándo parar de destruir y comenzar a construir? ¿Y cómo construir? Como dice una frase legendaria del movimiento de los derechos civiles: no podés desmantelar la casa del amo con las herramientas del amo.

La violencia existe. Y continuará existiendo mientras el sistema se asiente en el racismo institucionalizado. Es la violencia institucionalizada de la policía, la desigualdad económica, la destrucción de los vínculos comunitarios por la explotación, la pobreza e incluso la arquitectura que segrega, la cooptación y asesinato de los líderes y organizadores.

El sonido de la bestia 

Los 90s, a menudo, son exaltados como la década dorada del hip hop. Y creo que hay dos canciones legendarias que resumen el espíritu de aquello que quise discutir en este texto. La primera pertenece a KRS-One, el gigante del Bronx que es sinónimo de rap conciencia y activismo político. Uno de sus mayores hits es “Sound of da Police”, una canción que fue sampleada en más de 100 otros temas. Quizás reconozcan su estribillo:

Woop-woop! That’s the sound of da police 

Woop-woop! That’s the sound of da beast

Cualquiera que la haya escuchado puede reconocer la cualidad de comando que tiene la voz de KRS, y luego de este mítico estribillo la letra es un listado de ofensas e injusticias. El policía es el heredero del capataz de la plantación, ambos tienen poder de vida y de muerte sobre la población negra que controlan y atormentan. KRS-One, además, pronuncia una frase que es toda una filosofía de la historia: “No puede haber justicia en una tierra que fue saqueada”. Todo esto sobre el ritmo pegajoso que convirtió a la canción en un arma llena de futuro.

Mobb Deep en Nueva York en 1994. Foto de Chi Modu.

La segunda es casi un descenso antropológico a las profundidades de aquello que es conocido como “the game”. Antes que David Simon alumbrase The Wire, la obra maestra definitiva sobre la disfuncionalidad del sistema americano, existió Mobb Deep, duo newyorkino conformado por Havoc y Prodigy, famoso por la dureza de sus beats y sus canciones que toman casi como tema excluyente la supervivencia en las calles y los barrios pobres de Estados Unidos. Casi una banda de horrorcore (un subgénero del hip hop centrado en la muerte, la enfermedad mental y la violencia), las canciones de Mobb Deep tienen bases pesadas en bajos y con escasas líneas melódicas. Las voces de Havoc y Prodigy no son estridentes, más bien todo lo contrario, transmiten un hastío que puede ser indiferencia, dureza, crueldad, desconexión emocional o simplemente realismo.

LA canción de Mobb Deep es “Shook Ones Part II”. En dos versos demoledores y un estribillo inmortal, Prodigy y Havoc pintan la existencia urbana de las poblaciones negras como un laberinto en el que la mayoría de las salidas vienen acompañadas de un ataúd. Entonces, la única que queda es ser más real que los “halfway crooks” que denuncian, entregarse a la economía de la droga y el evangelio del poder físico y la intimidación, pues nadie sale vivo de aquí y el único respeto que podés ganar es aquel que se entrega en las calles.

En estas dos canciones hay un movimiento pendular, de la conciencia a la violencia, de la denuncia al nihilismo. Lo que ambas comparten es la soledad de sus sujetos frente al poder, la desconfianza a un sistema que los asesina, la orfandad frente a quienes deberían protegerlos.

Amadeo Gandolfo (1984) es licenciado en Historia (UNT) y doctor en Ciencias Sociales (UBA). Escribe e investiga sobre comics, música y cultura de masas en general. Colaboró con numerosos medios gráficos y digitales, entre ellos Haciendo Cine, La Agenda, Los Inrockuptibles, IndieHoy, Comiqueando y Revista Crisis. Es docente universitario y del nivel medio. Cura muestras dedicadas a la historieta. Junto con Pablo Turnes editan la revista digital de crítica de comic Kamandi desde 2016 (www.revistakamandi.com).

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“LA TECNOLOGÍA QUE EXPERIMENTAMOS ES UNA MAGIA ARCAICA”. 

ENTREVISTA EXCLUSIVA A BORIS GROYS

LA TECNOLOGÍA QUE EXPERIMENTAMOS ES UNA MAGIA ARCAICA. ENTREVISTA EXCLUSIVA A BORIS GROYS

Por Jazmín López y Patricio Orellana

Los últimos han sido meses para releer a Boris Groys. En un contexto en que los primeros efectos de la crisis por el Covid-19 dispararon a muchxs a buscar frenéticas actualizaciones de gastadas fantasías apocalípticas, o precoces promesas de oportunidades inéditas para cambios radicales inmediatos, los diagnósticos que Groys viene tejiendo desde hace años con un tono en apariencia simple, por momentos risueño, siempre agudo, adquirieron una relevancia casi terapéutica. Con la explosión de la pandemia y la implementación de cuarentenas en varias partes del mundo, con muchxs de nosotrxs pasando más horas que nunca en las redes sociales, asistiendo (o no) a eventos culturales virtuales, hablamos con Groys sobre las relaciones entre tecnologías digitales y subjetividad, sobre los cambios (o no) en la lógica de los espacios de exhibición de arte a raíz de su clausura, y sobre la noción de “proyecto irrealizado” que atraviesa (o no) la experiencia de muchxs creadores culturales. También hablamos sobre sangre, inmortalidad y cosmismo, el movimiento surgido con filósofos como Fedorov, Soloviov y Bogdanov en la Rusia prerrevolucionaria, y su relevancia anticipatoria para un análisis biopolítico sobre la crisis actual.

Al final de la entrevista, vas a poder descargar “Cuerpos inmortales”, un capítulo de Volverse público, de Boris Groys (Caja Negra, 2018)

 

—Desde que explotó la pandemia, las discusiones sobre biopolítica se volvieron aún más prevalentes. Se trata de una línea teórica para la cual usted ofrece una genealogía distinta a la de Foucault, a través del cosmismo ruso. Y algunas de las ideas cosmistas más radicales, como la política de la inmortalidad, o la idea de la libertad de movimiento en el espacio cósmico, adquieren una resonancia especial en un contexto marcado por muertes masivas y restricciones al movimiento. ¿Qué nos puede decir el cosmismo ruso acerca de la situación contemporánea?

—BORIS GROYS: Sus ideas son muy relevantes. La base de las ideas del cosmismo ruso es que el Estado, o cualquier forma de organización de la humanidad, tiene la tarea de cuidar la salud humana. Y no solo la salud de la humanidad en general, concebida de manera estadística, sino también de la salud de cada individuo. Y este cuidado de la salud debe estar organizado de manera centralizada, y de acuerdo con un plan general. Como objetivo de este plan, los cosmistas colocan la inmortalidad para todos. Y en el camino que llevaría a esta meta lo que proponían era un sistema de cuidado universal. Y yo diría que lo que necesitamos ahora es eso.

Por empezar, no existe un sistema de salud global. Existen mercados globales, pero no tenemos un sistema de salud global. Cada estado es responsable por el cuidado, y por eso vemos lo que vemos. Cuando la pandemia empezó, los Estados empezaron a cerrar las fronteras, porque no hay un sistema de salud global, sino solo sistemas de salud nacionales y entonces, obviamente, el primer paso es aislar a tu Estado del movimiento global de las personas. Ese fue el primer efecto. El segundo efecto es que nuestro sistema médico está organizado de manera privada, está privatizado. Y las compañías grandes solo buscan el beneficio. Esto significa que estas corporaciones solo hacen aquello que creen que les va a traer dinero. Y eso quiere decir que no podés prepararte para una pandemia así, porque no hay instituciones que, en lugar de buscar un beneficio inmediato, trabajen en investigaciones orientadas al futuro. Así solo se puede lidiar con problemas como una pandemia a posteriori, es decir cuando la pandemia ya explotó. Había un solo instituto en el mundo, y me refiero al mundo occidental aquí, por supuesto, que estaba investigando los coronavirus desde antes (porque hay diferentes tipos de coronavirus). Era la Oxford University, que no es comercial, sino una universidad, así que podían hacer algo que no fuera con fines de lucro.

Si hay una lección de la pandemia, es que el cosmismo ruso tenía razón. El sistema de salud solo puede funcionar si es global. Y si se interesa por las vidas de todos. Y solo si no depende del mercado ni busca un lucro económico.

—También queríamos hablar sobre las redes sociales. Usted escribió acerca de las redes sociales en relación a cómo se piensa la subjetividad, y también sobre cómo su lógica parecía cumplir con algunas propuestas de las vanguardias artísticas. ¿Cómo la crisis de la pandemia puede cambiar el rol de la mediación digital y la manera en la que estructura nuestra subjetividad?

—BG: Yo lo pienso en términos de la topología de Internet. Se podría pensar a Internet como un medio global, pero en realidad no lo es. Internet está fragmentada y dividida en pequeños grupos. La gente en las redes sociales sigue sobre todo a sus parientes, amigos o conocidos. Yo siempre digo que Internet es un medio narcisista. Internet es un espejo de nuestros deseos. ¿Por qué? Activamos Internet preguntándole algo en particular. Le pregunto por un nombre, una persona, etc. Es decir que Internet no me da ninguna información que yo no le haya pedido. Entonces, cuando veo el medio, lo que veo es a mí mismo, mi propia imagen, una imagen de mis deseos e intereses. Y esta es, por supuesto, una experiencia muy distinta de salir y caminar por la calle. Cuando camino por la calle, en general veo lo que no quiero ver, cosas que yo no tenía el deseo de ver.

Esa es la diferencia entre la vida y los medios digitales. Los medios digitales me muestran lo que me gusta. No es ningún accidente que tenga que poner todos esos “Me gusta”. Porque, como sistema, Internet está organizado de tal forma que yo tengo que decir “Me gusta”. Y a fin de cuentas se reduce a la pregunta de si me gusto a mí mismo o no. Porque el que pidió esa información fui yo, así que si no me gusta esa información, sencillamente significa que yo no me gusto. Es un diálogo conmigo mismo.

Pero cuando salgo a la calle, en general veo, como dije antes, lo que no me gusta. Y no puedo ponerle “Me gusta” a eso. No puedo evaluarlo, es algo que me confronta. Y solo cuando me confronta algo que no me gusta, que no deseo, que no pedí, tengo una experiencia de la realidad. Esa es la experiencia de la realidad: la experiencia de la realidad es la experiencia de algo que no me gusta pero tengo que soportar. Sí, eso es la realidad. Esa es la experiencia humana básica. Entonces, cuando estoy sentado en casa mirando la pantalla, lo que veo es a mí mismo. Es como una experiencia surrealista. No en el sentido del carácter accidental de las imágenes y todo eso; es una experiencia surrealista en el sentido de interesarme por mi propio deseo. Eso es lo que le interesa al surrealismo. Y eso se transformó en una experiencia bastante común. En el primer Manifiesto surrealista, André Breton escribe que él imagina al grupo surrealista como una casa con cuartos individuales. Cada uno está sentado en su cuarto, y no sale. No se encuentran con otras personas. Cada uno está sentado en su cuarto y observa o sigue su propia imaginación. Ahora, finalmente, la humanidad occidental se transformó en la casa surrealista de Breton.

“Yo siempre digo que Internet es un medio narcisista. Internet es un espejo de nuestros deseos. ¿Por qué? Activamos Internet preguntándole algo en particular. Le pregunto por un nombre, una persona, etc. Es decir que Internet no me da ninguna información que yo no le haya pedido. Entonces, cuando veo el medio, lo que veo es a mí mismo, mi propia imagen, una imagen de mis deseos e intereses.”

Llya Kabakov, El hombre que voló al espacio desde su departamento, 1988.

—Respecto de la topología de Internet, y del papel de las tecnologías digitales, quizás podríamos pasar a hablar sobre su relación con los espacios del arte contemporáneo. Muchas de sus distinciones cruciales acerca del arte son precisamente topológicas: ha escrito acerca de cómo la distinción entre obras de arte y objetos no artísticos, y la distinción entre original y copia, dependen de los espacios que estos objetos ocupan. Al ver cómo los museos y otras instituciones del arte están respondiendo a la pandemia, sus ideas parecen especialmente relevantes. Y no solo por el confinamiento, durante el cual los museos están cerrados y parecen desesperados por llevarles “contenido” a la casa a los espectadores a través de los medios digitales, por ejemplo con artistas exponiéndose en Instagram Live. Sino también ahora que muchas instituciones se preparan para la reapertura, y piensan, por ejemplo, en dirigir la circulación de la gente de manera más estricta para evitar aglomeraciones, en establecer mayores distancias entre personas y obras.

—BG: El museo fue tradicionalmente considerado como un espacio de colecciones permanentes, un lugar donde las cosas estaban estabilizadas. El espacio exterior al museo, por el contrario, se suponía que cambiaba todo el tiempo. Pero cuando entrábamos al museo, creíamos que las cosas del museo estaban en su lugar tradicional, y eran inmóviles. Nosotros nos movemos, pero las cosas están estables, inmovilizadas. Están siempre presentes. Yo escribí que la posición de las obras de arte en el museo es la posición de aquello que hay que cuidar. En ese sentido, hay una analogía entre el cuerpo humano y el cuerpo de la obra de arte. Ambos son objetos de cuidado. Las instituciones responsables por ellos tratan de estabilizar estos cuerpos, que no se descompongan. Y eso, por supuesto, es más exitoso en el caso de las obras de arte que en el caso de los seres humanos. Para hablar una vez más del cosmismo ruso, Fedorov inaugura el cosmismo ruso precisamente con esta analogía, cuando habla sobre un museo de la población, un museo que cuidaría a los humanos como el curador del museo cuida las obras de arte.

Pero los museos han cambiado su función, y se transformaron en un escenario para eventos artísticos, como exhibiciones temporarias, proyecciones de películas, conferencias, conciertos, y un largo etcétera. De modo que los museos se volvieron una especie de plataforma, un escenario. La gente habla sobre la teatralización del museo, y hasta cierto punto es correcto. Pero deberíamos ver que el museo tradicional, en esta función transformada, mantiene la característica más importante de los museos, es decir, que la gente pueda entrar en él. Cuando voy a un teatro, no puedo entrar al escenario. Pero si algo ocurre en el museo, se supone que yo puedo entrar. Si el museo es una plataforma, entonces es muy fácil convertirlo en una plataforma en Internet. Y en las plataformas de Internet, lo que hay no son visitantes sino seguidores. ¿Qué son los seguidores? Los seguidores son la gente que sigue la teatralización del museo, hasta cierto punto. Con las medidas de cuarentena, uno puede seguir lo que pasa en el museo, pero ya no puede entrar, ni siquiera como se podría entrar en el espacio de un teatro. Solo podemos seguirlo en nuestra imaginación. Podemos seguirlo como una cadena de eventos. Heidegger describe el arte como una cadena de eventos: hay un evento, después otro, etcétera. El seguidor es aquel que sigue esta cadena de eventos. Así el museo se transformó en lo que era la meta o el telos del desarrollo de las últimas décadas. Pasó de ser un lugar de conservación y restauración de una colección a ser una plataforma para eventos, uno tras otro.

Ahora, con la pandemia, la única diferencia es que no podemos visitar el lugar de esos eventos. Solo podemos seguirlos en la pantalla, pero eso ya era así antes. Yo conocía a mucha gente, por ejemplo, que no podía viajar a Nueva York, pero seguía al MoMA o al Guggenheim, y eso me impresionaba mucho… Solía visitar otros países, porque daba muchas conferencias, por ejemplo en Latinoamérica (estuve en Colombia, Perú, en Argentina, en Brasil, donde ahora es difícil ir), y cuando iba a estos lugares, o cuando iba a China, muchas veces me encontraba con la pregunta sobre lo que estaba pasando en los museos de Nueva York: qué pasa en el MoMA, qué pasa en el New Museum. Y siempre me shockeó esa pregunta, porque en el museo no debería pasar nada. En el museo todo debería ser lo mismo. El museo fue creado como un lugar en el que no pasa nada. Ese era el concepto de museo. Así que la propia pregunta ya muestra que nuestra relación con el museo cambió dramáticamente. La gente no espera que Nueva York cambie mucho como ciudad. Nueva York es siempre más o menos la misma, pero el museo cambia todo el tiempo. No me preguntaban qué está pasando en Nueva York, me preguntaban qué está pasando en los museos de Nueva York. Es un cambio básico en una actitud fundamental, un cambio que no es un efecto del Covid, sino una transformación de larga duración que el Covid volvió más obvio. 

“Un té con Julia”. Conversación entre Julia Peyton-Jones y Hans Ulrich Obrist. Disponible en el canal de YouTube de Galería Thaddaeus Ropac, 18 de abril de 2020

—También es interesante la idea de navegar, porque en Internet se supone que se está navegando: ese es el verbo que se suele usar para describir la acción que se hace en Internet. Pero más que navegar, uno es un seguidor, es decir, alguien que sigue a otra persona, a una persona que está adelante y a la que solo le ves la espalda.

—BG: La gente dice que en Internet se comunica, pero no se comunica, sino que sigue. Seguís algo que pasa. No te estás comunicando con ello. Guy Debord organizaba sus dérives. Iba a París, y los amigos lo seguían. Ahora hay miles de personas que siguen lo que pasa ahí, es como una trayectoria. El concepto de navegación y el de seguimiento se relacionan con el concepto de trayectoria. Y la trayectoria es un concepto muy básico. Adorno y Horkheimer hablan de él al comienzo de la Dialéctica de la ilustración. Es el mito de Ulises: una trayectoria de navegación. Una experiencia muy griega. Se navega de una isla a otra. Cuando llegan a una isla, durante un tiempo siguen lo que sucede ahí, y después vuelven al barco, y van a la siguiente isla, la siguiente, y así. Y siempre está Ítaca como punto de retorno. Ítaca es tu computadora. Es tu punto de origen y el punto final de tu viaje. Así que lo que hacemos es como el mito de Ulises, un mito europeo muy básico. Uno navega de una isla a la otra, de una página web a la otra, y así hace el círculo completo. Y después se apaga la trayectoria, y ahí está tu computadora, tu Ítaca. Esta topología puede parecer muy original, pero es algo muy arcaico, tiene una estructura muy arcaica, una trayectoria muy arcaica.

—Con la pandemia y las restricciones que ocasionó, retomamos la noción del proyecto inconcluso, algo sobre lo que también has escrito. Parece ser un momento en el que muchos más proyectos artísticos van a permanecer irrealizados, mucho más que en años anteriores. ¿Cree que la reducción de las posibilidades para realizar proyectos debido a la pandemia puede cambiar la forma en la que reflexionamos sobre los proyectos inconclusos, o la diferencia entre lo real y lo virtual o ficcional en las obras de arte?

—Es lo mismo. Y esto también tiene que ver con el cosmismo ruso, y con el socialismo en general. La desaparición del socialismo y el comunismo del horizonte histórico como realidad redujo nuestro horizonte de futuro. Solíamos tener un horizonte cristiano, que era casi como la eternidad: desde el principio del mundo hasta el fin, una tarea enorme que era ir del principio del mundo hacia el apocalipsis. El proyecto escatológico. El proyecto comunista también era un proyecto escatológico, que llevaría de la sociedad de clases hacia el comunismo. En esos casos, incluso si no realizabas tus proyectos personales, el proyecto de algún modo se realizaba porque se inscribía desde el principio en un proyecto más amplio.

En cierta forma, el museo era como una pequeña forma de comunismo, y una pequeña forma de cristianismo. El museo le daba al artista individual una esperanza, una perspectiva o un horizonte para su actividad. Si tenías talento, o incluso eras un genio o, no sé, exitoso, podías pensar en tener una vida después de la muerte en el museo. Una forma un poco vampírica o zombi, pero de todos modos era una vida después de la muerte. Hace poco volví a leer a Nietzsche, y él habla sobre las instituciones que se organizarían para mantener viva su memoria, y sobre la gente que lo leería mil años después de su muerte. Esa es la perspectiva de la librería o el museo. Pero si el museo, y la cultura en general, se transforma en un escenario para una cadena de eventos, entonces la lógica es la de “ahora o nunca”. Andy Warhol lo entendió muy temprano: son tus 15 minutos de fama, o nada. Y esta sensación de ahora o nunca es una carga para el arte contemporáneo. Es la carga de lo contemporáneo y de lo actual como tales. ¿Cuál es el problema del arte contemporáneo? Es que tiene que ser contemporáneo, y ese es un verdadero desafío, un verdadero problema. No puede enfocarse en el pasado, orientarse hacia el arte histórico ya existente, y no puede ser “futurista”, y referirse a una suerte de proyecto histórico teleológico, como el comunismo. Debe ocurrir aquí y ahora, o nunca.

La experiencia de las esperanzas rotas, de los proyectos irrealizados y los deseos incumplidos es algo que los escritores franceses ya detectaron en el siglo XIX, en la época post-napoleónica. Flaubert es muy conocido por Madame Bovary, pero yo prefiero La educación sentimental. La educación sentimental es precisamente una historia de proyectos inconclusos y deseos frustrados, y esa es una historia muy genuinamente contemporánea. Es la experiencia del duelo por los proyectos irrealizados y los deseos incumplidos, un duelo permanente, la depresión permanente en la que nos mantiene lo contemporáneo, no porque lo actual sea esto o esto otro, sino simplemente por el peso de lo contemporáneo. Si perdiste el proyecto general, el proyecto histórico, no podés creer en tu propio proyecto. Porque o hay proyecto o no hay proyecto. La ilusión de abolir el proyecto colectivo pero mantener los proyectos individuales es una utopía capitalista, una utopía liberal. Es imposible. La literatura francesa del siglo XIX ya mostró que es estructuralmente imposible. O se tiene un proyecto o no se lo tiene. Si hay un proyecto, entonces hay un proyecto general. Si no, sos un seguidor. Sos un navegante. Lo cual no está mal. Si uno piensa en Flaubert, o en Adorno, uno ve descripciones más o menos correctas de la condición contemporánea. Son descripciones mejores que las de la literatura contemporánea. Porque la literatura contemporánea empieza en un lugar equivocado. Si de estudia la literatura contemporánea, siempre empieza con una sociología más o menos bien formulada. Empieza con una sociedad. No empieza con el individuo, o con el destino individual. Eso es lo que hace que la literatura filosófica contemporánea, y la literatura contemporánea en general, sea tan poco satisfactoria. Agamben alguna vez escribió que le parecía raro que, en términos de diagnósticos, la filosofía de los años 20 y 30 había sido muy buena, pero después de la guerra ya no había diagnósticos claros. Y él decía no saber por qué. Yo creo que la respuesta a esa pregunta es que en los años 20 y 30 no se perdía de vista la importancia del individuo. Los escritores se preguntaban ¿qué significa todo esto para una vida individual? Después se perdió el foco, y esa falta de foco se experimenta como imprecisión. Uno lee análisis, y muchos son muy perspicaces, pero hay una sensación de imprecisión.

“Los museos han cambiado su función, y se transformaron en un escenario para eventos artísticos, como exhibiciones temporarias, proyecciones de películas, conferencias, conciertos, y un largo etcétera. De modo que los museos se volvieron una especie de plataforma, un escenario”

—Hace poco pensábamos en el cosmismo ruso, en particular en Bogdanov, por las discusiones que hubo acerca de las transfusiones de sangre como tratamiento para el Covid-19. Hay experimentos en los que se usa plasma de personas que se han recuperado para tratar a las personas enfermas. Y en la Argentina hay debates acerca de la posible obligatoriedad de donar plasma por parte de las personas que se hubieran curado.

—Sí, por supuesto, uno puede pensar en Bogdanov y en sus experimentos con transfusiones de sangre, y en la misma época se da el nacimiento del mito de Drácula y de los vampiros en general. La idea de la red en relación a la comunidad tiene que ver con la sangre. La sangre, y no la electricidad. Hay gente que cree que estamos conectados por la electricidad. Pero la electricidad no es algo que vaya por dentro de tu cuerpo. Aunque haya gente que crea eso, como la gente que piensa que el amor es una forma de electricidad. Pero si descartás eso, el concepto de comunidad estaba basado en un intercambio de sangre, de la sangre de Cristo. Se intercambia la sangre bebiendo la sangre de Cristo. Y así recibís una suerte de inmunidad al pecado, anticuerpos contra el pecado. Cuando hablamos de comunidad, siempre está la idea de la sangre común. La gente habla de sangre común cuando se refiere a sus familiares, pero eso no es cierto. Esa no es nuestra tradición cristiana. En la tradición cristiana, la sangre viene de afuera. No somos familiares de Cristo. La sangre de Cristo viene de afuera. Y esa sangre no es información, en el sentido de saber algo o ser informado acerca de algo. Cuando la sangre de Cristo entra al cuerpo, cambia la estructura del propio cuerpo. De alguna manera, por supuesto, eso era lo que creía la vanguardia artística. Si uno estudia el constructivismo ruso, o la Bauhaus, todos hablan acerca de cambiar el cuerpo humano, cambiar el comportamiento humano, producir un hombre nuevo. No creían en el arte como un sistema de representación que tenía la meta de impresionar nuestra imaginación. Querían actuar sobre nuestros cuerpos de manera directa. Esto es claro en el caso de Rodchenko, los experimentos del constructivismo ruso, la Bauhaus, y todos ellos, la máquina para vivir de Le Corbusier. Se trataba de actuar directamente sobre el cuerpo humano. Una vez viví en una casa que había sido diseñada por Le Corbusier. Así que yo pude sentir lo que se siente estar ahí, moverse ahí, y era una sensación diferente de moverse en cualquier otra casa. Yo lo había olvidado, porque fue cuando era chico. Pero una vez estaba en una exhibición de casas de Le Corbusier reconstruidas en Tokio. Y entré en una casa, y tuve la misma sensación. Era exactamente como estar en el mismo lugar. Eran realmente capaces de crear una diferencia en tu reacción sensorial inmediata ante el mundo, no solo en el nivel de la reflexión o la imaginación, sino en un nivel corporal. Toda esta cuestión de las transfusiones de sangre es lo mismo. La pregunta no es si es eficiente o no. Quizás lo sea, quizás no. El punto es el regreso de este mito de la sangre, de esta operación con el cuerpo humano en términos de su involucramiento en la vida de otros cuerpos humanos para organizar una relación comunitaria entre cuerpos, no en el nivel político o social, sino en un nivel corporal básico. Que es una experiencia arcaica, cristiana y vanguardista.

—La gente quiere creer en la ciencia…

-La gente cree que es ciencia, pero no es ciencia. Es una mitología completamente arcaica, es magia. Y de hecho, no creo que la gente crea en la ciencia. La humanidad contemporánea no tiene idea de la ciencia, no le interesa. Lo que le interesa a la gente es la tecnología. Le interesa tener, no sé, un iPhone o algo así. El uso del iPhone y todo eso es pura magia, porque no se sabe cómo está organizado. Y es muy arcaico. Creo que la tecnología es la cosa más arcaica que hay, porque nos transporta al mundo de la magia. Había un teórico de la ciencia iconoclasta, Paul Feyerabend, que, cuando los estadounidenses dijeron que habían ido a la Luna y habían vuelto, él dijo que eso no era nada nuevo, porque cualquier bruja común de la Edad Media hacía lo mismo noche por medio. Creo que es una idea correcta. Lo que experimentamos no es ciencia sino una magia arcaica.

Descargá “Cuerpos inmortales”, un capítulo de Volverse público, de Boris Groys (Caja Negra 2018)

Boris Groys (Berlín, 1947) es filósofo, crítico de arte y teórico de los medios, internacionalmente reconocido por sus investigaciones sobre el arte de vanguardia del siglo XX y los medios de comunicación contemporáneos. Estudió filosofía y matemáticas en la Universidad de Leningrado. Miembro activo de los círculos no oficiales de intelectuales y artistas de Moscú y Leningrado bajo el régimen soviético, emigró en 1981 a Alemania, donde se doctoró en filosofía en la Universidad de Münster. Desde entonces, desarrolló una intensa vida académica en la Escuela Superior de Diseño de Karlsruhe, la Academia de Bellas Artes de Viena y las universidades de Filadelfia, Pensilvania y Nueva York, entre otras. A la par de su trabajo académico, Groys es un destacado curador de arte. Entre sus libros más importantes se destacan Sobre lo nuevo: ensayo de una economía culturalBajo sospecha: una fenomenología de los medios  y Obra de arte total Stalin. 

Jazmín López es licenciada por la Universidad del Cine de Buenos Aires, estudió en la Beca Kuitca en UTDT (2011), y una maestría en artes visuales en NYU, bajo la dirección de Maureen Gallace y Boris Groys. Entre sus exposiciones se destacan: Si yo fuera el invierno mismo: International Tiger competition en IFFR, Rotterdam, Holanda, 2020; Screens Acts: Women in Film and Video en el San Jose Museum of Art (SMJA), 2019; On Struggling to Remain Present When You Want to Disappear, curada por Nana Adusei-Poku, OCAT, Shanghai, 2018; Ese algo que está a medio camino entre el color de mi atmósfera típica y la punta de mi realidad, curada por Juan Canela y Stefanie Hessler, Tabacalera, Madrid Arco, 2017; Creando tonos de piel para pinturas al óleo curada por Jens Hoffmann, Solo Project ArtBo, Bogotá, 2016; Fire and Forget curada por Ellen Blumenstein y Daniel Tyradellis, KW, KunstWerke, Berlín, 2015; Untitled (12th Istanbul Biennial), 2011 curada por Adriano Pedrosa y Jens Hoffmann. Su opera prima Leones se mostró en museos como  MoMA, Centro Pompidou y Kunst Werke (2013-1014)

Patricio Orellana traduce, da clases y escribe sobre literatura, música y arte. Recientemente co-curó una exhibición para el programa ISP del museo Whitney accesible desde el 7 de agosto en el sitio de la galería Artists Space de Nueva York. https://artistsspace.org/exhibitions/after-la-vida-nueva.

 

 

 

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UNA ALTERNATIVA PÚBLICA AL CAPITALISMO DE PLATAFORMAS

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MercadoJusto, el proyecto que impulsó Ciudad Futura y se aprobó recientemente en el Concejo Municipal de Rosario, es una plataforma digital sin fines de lucro que unificará toda la oferta económica de bienes y servicios de la ciudad. Dicho de un modo más coloquial, allí se podrá encontrar todo lo que hoy se compra a través de Mercado Libre más todo lo que se pide por las apps de delivery unificado en una plataforma sustentada en valores cooperativos y solidarios y no en su lucro. Una infraestructura tecnológica que pretende priorizar el comercio local, la democratización de los algoritmos y el abandono de las comisiones abusivas por un simple servicio de intermediación.

Desde la irrupción de la actual crisis desatada por la pandemia del coronavirus, las plataformas digitales están consolidado su rol en el entramado social y económico del presente. Los flujos comerciales y productivos dependen cada vez más de estas infraestructuras privadas que funcionan ya como servicios esenciales sin serlo todavía en los papeles. En el camino no sólo crece nuestra dependencia sino también sus ganancias y la precarización de los productores y trabajadores implicados.

Este proyecto, que contempla “la necesidad de generar canales de comercialización para los sectores afectados por la crisis global desatada por la pandemia del coronavirus, aprovechando las nuevas tecnologías y promoviendo la colaboración comunitaria, cultural y económica”, es un gran aporte al debate sobre qué usos hacemos de la tecnología al mismo tiempo que sienta las bases para construir una alternativa concreta. Para seguir sumando ideas, les compartimos el texto de la ordenanza aprobada en Rosario más un comentario que nos envió la concejala Caren Tepp, así como una selección de artículos publicados en diversos medios sobre el tema.  Por último, lxs invitamos a descargar un capítulo de Capitalismo de plataformas de Nick Snricek, un libro fundamental para entender de qué estamos hablando.

LA ORDENANZA 

“La aprobación de Mercado Justo en el Concejo de Rosario es la decisión política de una ciudad de que el Estado se meta de lleno en el mundo virtual y no desde una perspectiva de “control” absurdo e imposible sino de promoción de valores y prácticas sustentables alternativos a la voracidad del mercado y del desarrollo actual del capitalismo. Es la posibilidad de pensar que así como en el siglo XX el municipio, como el gobierno/estado más “cercano”, como primera interfaz entre la gente y la democracia se encargaba de habilitar un comercio, inspeccionarlo para ver si es seguro o estaba bien sanitariamente o desarrollar un plan urbanístico y decidir donde están las peatonales o las áreas de circulación, hoy pueda pensar “eso mismo” pero en el siglo xxi. En las redes y las pantallas. Por eso hace tanto ruido el proyecto aprobado, porque ahora se abre la disputa para su implementación, su forma y su alcance. Puede ser solo un carrito de compras y nada mas o puede ser el principio de una línea de obras públicas digitales o urbanismo virtual. Es decir, nuevas potestades de los estados locales para hacer ciudades y mundos más juntos.” 

Caren Tepp, Concejala de CIUDAD FUTURA

Leé acá el proyecto completo. 

ARTÍCULOS 

¿Qué hacemos con mercadolibre? Publicado por Alejandro Galliano y Hernán Vanoli en la revista Crisis (14/05/2019) 

La discusión entre Juan Grabois y Marcos Galperín sobre el lugar que deben ocupar las plataformas de extracción de datos en la sociedad argentina es un buen punto de inicio para recordar que la pregunta por la técnica digital también es una pregunta política. ¿Es posible una economía popular 2.0?

¿Por qué no una economía popular de plataformas? Publicado por Ezequiel Gatto y Juan Pablo Hudson en la revista Crisis (12/05/2020). 

El veloz crecimiento de las aplicaciones de reparto y traslados motivó ingentes debates sobre su conveniencia o perversidad. Por un lado, emplean a miles de trabajadores, mayormente jóvenes; y ostentan soluciones tecnológicas en el terreno digital, como glamoroso sello de modernidad. Por el otro son verdaderas usinas de la precarización laboral y prácticamente no contribuyen al fisco de los países donde aterrizan. Ahora, con la pandemia, dieron un paso clave: alcanzaron el estatuto de actividad esencial. Por lo tanto, ya no hay margen para eludir el dilema de su regulación. ¿Y si en vez de regularlas pensamos en la creación de aplicaciones públicas con sentido social? 

No, logo, no. Por Universidad del Hacer (23/05/2020). 

Desde los sampleos del hip-hop hasta los memes, stickers y tik tok, pasando por las reescrituras e intertextualidades de la literatura contemporánea, la reutilización de elementos culturales preexistentes con un objetivo de crítica y resignificación es una práctica que atraviesa todos nuestros sentidos cotidianamente. Con la aprobación de la ordenanza de MercadoJusto se desató una polémica en torno al uso/no uso del logo de una megaempresa de compraventas virtuales para presentar y difundir una ordenanza. Acá unas breves líneas para sumar al debate sobre cómo la estética, el arte y la política abren caminos para ampliar el campo de lo posible. 

▼ Descargá “Capitalismo de plataformas”, incluido en Capitalismo de plataformas  de Nick Srnicek (Caja Negra, 2019)

Nick Srnicek (Canadá, 1982) Es profesor de Economía Digital del Departamento de Humanidades Digitales de King’s College en Londres. Doctorado en Relaciones Internacionales, fue editor de Millennium: Journal of International Studies. Sus investigaciones están basadas en la interacción de la economía política y la tecnología, y se encargan de analizar tanto las amenazas como las oportunidades que surgen de esa relación. Es coautor del Manifiesto Aceleracionista junto con Alex Williams, que tuvo una gran repercusión mundial y fue traducido a varias lenguas, con quien también publicó Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo.

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CAPITALISMO 2020: CUANDO ACUMULAR NO ALCANZA

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Por Piro Jaramillo

 

Ya a esta altura se repitió hasta el cansancio que a comienzos de año nadie se imaginaba esto, el devenir seres de living, cansados rabdomantes de nuestro propio ánimo que un día se levantan con espíritu de roble y perforan las capas de su propio ser para intentar encontrar —en medio de esta geología de tiempo detenido— alguna napa nutritiva desde la que articular, más o menos, un sentido que espese esta vida diluida a causa de un virus que sacudió todas nuestras convenciones, a veces jugando a ser demócratas de smart TV, y otras simplemente convertidos en tibios ludditas de redes sociales, pretendiendo terciar en el humor circundante con explosivos mensajes que se evaporan al instante.

Desde un punto de vista económico —del modo en que el propio sistema se encarga de delimitar qué es económico y qué no— a comienzos de 2020 el único problema evidente de la economía global era la persistente caída en el precio del petróleo, que también parecía evaporarse. El boom de los hidrocarburos no convencionales en los Estados Unidos y una desaceleración de la economía global habían inundado el mercado de crudo a niveles difíciles de asimilar para el anémico estado del capitalismo actual. Ese boom también lo había comenzado a experimentar a Argentina luego de la expropiación de YPF, su alianza con Chevron y el acelerado impulso a los yacimientos de petróleo y gas no convencionales en Vaca Muerta, que nos había hecho soñar con la soberanía energética y más fundamentalmente con la posibilidad de acceder a nuestra divisa más preciada después de la bandera azul y blanca: los dólares emitidos por el Tesoro estadounidense. Parecía que al fin íbamos a tener un stock asegurado de divisas, sin tener que entrar en complicadas medidas de control de cambios que siempre terminan creando nuevos enemigos. Los pronósticos de crecimiento de organismos multilaterales como el Banco Mundial y el FMI eran más bien conservadores y nadie esperaba que el mundo viviera otro boom de las materias primas como se observó a comienzos de la década del 2000, cuando China empezó a convertirse en el principal importador mundial de commodities —soja para alimentar al ganado porcino, cobre y mineral de hierro para la industria pesada— a la vez que marcaba una diferencia con su principal rival ampliando su influencia política sobre sus socios comerciales no con el látigo sino con la chequera, mediante préstamos para financiar esas mismas exportaciones o para fortalecer sus reservas de divisas mediante swaps cambiarios. El panorama no era alentador pero nadie esperaba que empeorara así.

Que el inicio de la pandemia haya tenido a China como epicentro parece producto de una coincidencia abusiva: el país que desde hace ya dos décadas le disputa a los Estados Unidos su corona como principal economía y actor político mundial de un día para el otro se vio forzado a la parálisis. La industria se detuvo y las importaciones de commodities se fueron a pique, generando el absurdo fenómeno de que el precio del crudo perforara su piso y se ubicara en niveles negativos. Los exportadores no solo ofrecían su producto gratis, también estaban dispuestos a pagar los costos de almacenamiento para quienes tuvieran espacio físico para alojar miles de millones de barriles que flotaban en buques petroleros en alta mar. La marea de esta flota fantasma anclada en medio de la pandemia se sumaba al paisaje de aeropuertos ociosos en cuya pista de aterrizaje todavía duermen miles de aeronaves que ya ni siquiera esperan poder volver a volar, sino simplemente volver a manos de sus dueños originales, quienes habían hecho un buen negocio alquilando aviones a las compañías aéreas y ahora asumen su desesperación interponiendo recursos legales ante tribunales de quiebra de distintos países del mundo para recuperarlos. El futuro era ominoso pero se agudizó ante la caída abrupta en la demanda global. Y también a causa de la ineptitud del sistema para lidiar con su propia inercia, expresada en la incapacidad de asimilar un torrente imparable de hidrocarburos proveniente del subsuelo (sin poder frenar la producción ni tener lugar para almacenarla) y en un parque aéreo que pasó de ser un sinónimo de movilidad y globalización a convertirse en un silencioso cementerio de acreedores.

La respuesta global a la pandemia nunca pudo ser menos global: en cada país cada gobierno resuelve conforme a sus intuiciones ideológicas la estrategia que mejor le cabe para lidiar con los efectos de la crisis, aunque más temprano que tarde el debate público va quemando proteínas gracias a la gimnasia maniquea de los medios y al final se ve reducido a una fórmula raquítica: o salvamos vidas o salvamos la economía. No se sabe si los gobiernos aplican medidas de aislamiento más o menos restrictivas o lisa y llanamente inexistentes por motivos humanitarios o fiscales (el paradigma dominante nos ha hecho creer que la política fiscal nunca puede ser una política humanitaria), pero sí parecen hacerlo en línea con lo que piden sus votantes, los hashtags y los grupos de influencia. En todos los casos hay una interrogación permanente respecto al rol de lo político como herramienta para paliar los efectos de la crisis, algo que a algunos les huele rancio porque huele a Estado, una entidad que dábamos por muerta a manos de las corporaciones desde hace por lo menos dos generaciones atrás.

Por momentos da la sensación de que la larga lucha por derrotar al coronavirus se diera entre estas dos entidades antagónicas y muy diferentes en su escala: es el virus contra el Estado. El Estado contra el virus. Desde ese enfoque, el Covid-19 podría ser visto como la segunda cosa más pequeña que genera un colapso general de la economía en 2008 después de las hipotecas subprime, otra entidad minúscula y escondida debajo de miles de capas de derivados financieros que no se pudo desmantelar a tiempo antes de que explotara. La génesis de sendas entidades destructivas parece haberse filtrado entre las grietas del control estatal, mientras nosotros perdíamos tiempo comentando consumos culturales a la luz de la nueva economía de servicios. Los esquemas piramidales de Bernie Madoff y la nanotecnología financiera detrás de los derivados causaron un cimbronazo económico enorme que puso a la Reserva Federal a inyectar estímulos monetarios a una escala tan grande que dejarían pálido hasta al más heterodoxo de los heterodoxos. La medida fue espejada del otro lado del Atlántico y hasta en Japón, donde la compra de bonos soberanos y privados (un “keynesianismo financiero”, como lo llama Nick Srnicek en Capitalismo de plataformas) comenzó a convertirse en el nuevo paradigma económico. Parecía que las políticas de austeridad perdían momentáneamente la pulseada.

La respuesta ante la pandemia parece ir en la misma dirección que hace poco más de diez años: ante el pavor generalizado del virus, miramos al único actor que sigue en pie y puede articular una respuesta en medio de la parálisis. Mientras las poblaciones más vulnerables se hacen oír como pueden para evitar profundizar su miseria, los ricos se sientan en sus colchones de efectivo mientras hacen lo que mejor saben hacer en épocas  de crisis: reducir inversiones y recortar empleos. Ante la ineptitud del mercado para resolver por sí solo la abrupta caída en la demanda, es el Estado el que parece tener que salir a ayudar a ambos sectores, además de todos los que se encuentran en la franja intermedia. A esta altura de la vida bajo estado de pandemia no queda otra que rendirse a la evidencia que nos presentaron muchos pensadores durante estos últimos meses: que en su microscópica pero masiva deriva de contagio el Covid-19 fue capaz (al menos durante una pequeña fracción de segundo en la larga línea de la historia) frenar la lógica del capital y su penetración profunda en nuestros hábitos cotidianos. Tal vez porque la economía financiera de la actualidad y el virus se parecen: su existencia radica en una lógica que escapa a nuestra vista y a la que solo podemos acceder mediante una abstracción. Un seguro contra default o un contrato de dólar futuro no es muy distinto en su constitución ni en sus efectos que el coronavirus: son entidades recubiertas de capas que circulan libremente en el medio social y con efectos secundarios perjudiciales. También ambas necesitan un huésped para reproducirse: la condición de existencia del coronavirus es un cuerpo, mientras que detrás de los miles de disfraces de una hipoteca subprime hay, siempre, una vivienda lista para ir a remate. Tal vez el capital estaba esperando el momento en que le llegara un enemigo de su tamaño. La pelea de David contra David.

“La economía financiera de la actualidad y el virus se parecen: su existencia radica en una lógica que escapa a nuestra vista y a la que solo podemos acceder mediante una abstracción. Un seguro contra default o un contrato de dólar futuro no es muy distinto en su constitución ni en sus efectos que el coronavirus: son entidades recubiertas de capas que circulan libremente en el medio social y con efectos secundarios perjudiciales.”

Nos quedamos en casa mientras las mercancías se siguen moviendo, algunas incluso a mayor velocidad que antes. El desarrollo del comercio electrónico que vimos hasta ahora parece haber sido solo el ensayo, la puesta a punto de un sistema reticular más extendido donde ya no hacen falta comercios ni locales abiertos para vender y comprar; como si la noción de espacio público que experimentamos durante estos meses se hubiera reducido a algunas contadas salidas recreativas, a largas colas para abastecernos de alcohol (en gel y del otro) y al mundo feliz de la fibra óptica. Aunque tal vez este movimiento sea una excepción en medio de una depresión generalizada, de la demanda y de nosotros mismos.

La ortodoxia monetarista y los empresarios que hasta ayer reclamaba a los gobiernos dejar de imprimir dinero o bonos para rescatar a países como Grecia ahora reclama con soltura préstamos a tasas bajas y déficit público. Imprimir dinero no es un problema, dicen ahora. Hay que proteger las fuentes de trabajo, se escucha en las videoconferencias, mientras en la sala de al lado los empleados de recursos humanos mandan mails ofreciendo programas de retiro voluntario y analizan la legislación laboral vigente para ver cómo pueden hacer para echar a la mayor cantidad de gente pagando lo menos posible.

La política predatoria de los bancos, con su tendencia a elevar las tasas de interés o el spread entre préstamos y plazos fijos para maximizar sus ganancias, parece revertirse cuando esos mismos bancos o algunas empresas asociadas le piden dinero al Estado. ¿Por qué nos escandaliza más que en un contexto de crisis un gobierno intervenga una empresa privada para evaluar su expropiación con apoyo del Congreso, como en el caso de Vicentín —una de las empresas agroexportadoras más grandes de la Argentina— que el hecho de que compañías multinacionales con enormes masas de capital fijo y flujo de caja reclamen como un derecho natural el otorgamiento de préstamos o exenciones impositivas para sobrevivir? ¿A quién se le ocurrió volver a pensar que tras la indigna derrota del 2008, con prestigiosos bancos de inversión reducidos a meras oficinas vacías en Manhattan, Frankfurt y Londres, el capital y el mercado eran buenos gestionando algo? Pueden gestionar maravillosos esquemas de abstracción monetaria, pero no pueden gestionar el bienestar.

La pandemia está sirviendo entre otras cosas para poner al descubierto las  laceraciones que el neoliberalismo ha causado en nosotros, y volver a mapear el campo de amigos y enemigos de la vida. La reacción de muchxs periodistas y comentaristas a las medidas estatistas en algunas partes del planeta parecen síntomas del sistema ante una amenaza a su reproducción (el capital es sin duda más hábil y más rápido que nuestro organismo para generar anticuerpos). Los medios y redes sociales son el campo de batalla de esta guerra subsidiaria: estatistas se pelean con libertarios preguntándose cuán visible debe ser la mano del Estado ante la amenaza de la desaparición del mercado. La clase empresaria se golpea el pecho en público hablando mal de las expropiaciones pero en privado agradece servilmente los rescates. Al fin y al cabo no les molesta el costo fiscal, lo que les duele es su principal contradicción y la de toda la sociedad: que bajo las reglas actuales ser dueño de los medios de producción ya no alcanza para sobrevivir, ya que la tendencia a la concentración del capital pronto convertirá a los capitalistas menos capaces de capear esta crisis en flamantes desposeídos. Ante esta posibilidad tal vez sea más urgente que nunca abandonar la economía como relato y modo de explicación del mundo; tal vez sea hora, como sostiene el poeta escocés John Burnside en un hermoso ensayo publicado en la revista Hablar de Poesía, de abrazar otra ciencia: una filosofía del habitar que incluya a todas las cosas vivientes y no vivientes, y que se base en el principio de no dañar o dañar lo menos posible. O como también propone Bifo: que la calidad de vida no sea la cantidad de equivalente monetario que tengo, sino la calidad de vida que puedo experimentar.

Al momento de la publicación de este texto Argentina intenta renegociar una deuda de miles de millones de dólares con grandes acreedores que pelean centavos de dólar del valor de un bono (bonos de deuda soberana emitidos hace quince años cuya trazabilidad, después de haber cambiado tantas veces de manos, es más difícil de detectar que la de un caso positivo de Covid). La mayoría de los países han levantado ya sus cuarentenas y entran como pueden en la nueva normalidad, con cientos de miles de muertes a sus espaldas. Las víctimas de las reestructuraciones de deuda, sin embargo, no las hemos terminado de contar. 

Alfredo “Piro” Jaramillo (Neuquén, 1983) es periodista y escritor. Fue editor del servicio internacional de noticias en español de la agencia alemana Deutsche Presse Agentur (DPA) y redactor de economía y finanzas en la agencia Télam. Notas suyas han sido publicadas en diarios y agencias como La Vanguardia y EFE (España), Infobae, Perfil, Página/12, Río Negro, y Tiempo Argentino, y en las revistas Noticias, Brando, La Mano, entre otras. Colaboró con la cadena de televisión alemana Deutsche Welle y trabaja como stringer para el servicio de noticias financieras REDD Intelligence. Publicó varios libros y plaquetas de poesía y tiene un proyecto musical llamado Valle del Insomnio (valledelinsomnio.bandcamp.com).

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