¿PARA QUÉ NOS SIRVE MARK FISHER?

Compartimos la intervención del escritor y crítico cultural Alejandro Galliano realizada en el encuentro “No dejar ir el fantasma. Mark Fisher y las fisuras del realismo capitalista”, celebrado el 14 de septiembre de 2018 en el Centro Cultural Conti, que fue convocado en conjunto por el propio centro y por Caja Negra.

Ya no vamos a leer nada nuevo de Mark Fisher. La edición en castellano de K-punk, sumada a Realismo capitalista, Los fantasmas de mi vida y Lo raro y lo espeluznante, agota prácticamente la totalidad del material escrito por el filósofo suicidado en 2017. La única manera de mantener vivo su pensamiento desordenado y epocal va a ser traicionarlo un poco, adaptarlo a nuestros problemas y necesidades.
Esa traducción traicionera es la que hizo el mismo Fisher con gran parte del instrumental conceptual que manejaba. Empezando por la hauntología, el juego de palabras creado por Jacques Derrida en el contexto de crisis de la izquierda de los noventa para definir una ontología de los fantasmas, de lo que está y no está; sea porque aún no surgió (como la revolución socialista en el Manifiesto comunista) o porque aún no desaparece (como la revolución francesa en el 18 Brumario), pero que en ambos casos actúa entre nosotros. Luego de la intervención política de Derrida, el concepto giró hacia los estudios culturales anglosajones. El aporte de Fisher fue repolitizar la hauntología para recuperar un conjunto de preocupaciones como la identidad de la clase trabajadora, el modernismo y el futuro.
Nuestro problema y desafío es pensar a Fisher y sus fantasmas desde una periferia que no es solo económica. La Inglaterra de Fisher padece un estricto disciplinamiento capitalista que cala hasta la autoestima de sus gobernados; Argentina, por el contrario, sufre una constante crisis de hegemonía y demanda social incontenible que hace temblar hasta los cimientos de los servicios de inteligencia y los organismos de crédito internacional.
Pensar a Fisher desde nuestro país exige evitar tanto el injerto híbrido de “ideas fuera de lugar” como el excepcionalismo ramplón tan común por aquí abajo. Hace poco el psiquiatra y crítico literario Marcos Zurita tuiteó que “si Mark Fisher hubiese sido nacido acá, el peronismo lo salvaba”. Mientras tanto, Argentina se ubica en tercer lugar entre los países de la región por su tasa de suicidios, según la OMS.
Lo que sigue son tres breves lecciones de Mark Fisher para una hauntología argentina.

1. La hauntología como clasismo

La clase obrera siempre es fantasmal, sabemos que existe pero no la vemos, desde los nibelungos de Richard Wagner y la Metropolis de Fritz Lang, hasta los talleres clandestinos de Awada en Buenos Aires. El mismo Manifiesto Comunista es una especie de invocación medium, tal como señala Peter Hitchcock: comienza describiendo a un fantasma y termina pidiéndole a esa clase espectral que se una y se materialice en algo.
En Argentina, en cambio, la clase obrera tiene una innegable presencia histórica, política y económica, simbolizada por el terrible edificio modernista que la central sindical posee en una de las principales avenidas de Buenos Aires. ¿Se puede hablar de fantasmagoría en este caso? Sí, porque ese sindicalismo, eficaz y necesario, representa de hecho a una porción cada vez más chica de la clase obrera, carcomida por diversas formas de precarización: subempleo, tercerización, etc…

Mientras tanto surgen otras formas de clase obrera como los trabajadores de plataformas digitales (Glovo, Uber, etc.), presentes en el nuevo tejido urbano pero invisibles a la representación política y corporativa. En un libro reciente, Fronteras urbanas, Eleonora Elguezabal estudia a las torres porteñas y concluye que son tanto espacios de residencia como de trabajo, con toda una jerarquía de empleados de mantenimiento, limpieza y vigilancia que funcionan en su interior. Solo que esos trabajadores están ocultos por la propia lógica de funcionamiento de las torres.

La primera lección fisheriana, entonces, sería que la izquierda tiene que ser algo así como un cazafantasma, capaz de percibir lo oculto socialmente y reactivar lo muerto políticamente.

2. La hauntología como aceleracionismo

La hauntología no es una nostalgia. Por eso Fisher critica a la “melancolía de izquierda”: la remembranza paralizante de un pasado idealizado y sus reliquias. Más aún, Fisher mantuvo durante toda su vida una afinidad intelectual y humana con el llamado “aceleracionismo”, una corriente intelectual que propone extremar las transformaciones sociales y tecnológicas del capitalismo hasta superarlo.
Fisher comenzó su carrera intelectual en la Cybernetic Culture Research Unit (CCRU), que Sadie Plant y Nick Land regenteaban a mediados de los noventa en la Universidad de Warwick. Y hasta el final de su vida mantuvo lealtad intelectual hacia una figura tan polémica como Nick Land. Fisher también saludó con entusiasmo el Manifiesto por una política aceleracionista de Alex Williams y Nick Srnicek, un texto que él mismo inspiró en parte mediante su contacto con Srnicek, y al que le respondió en 2014 con su propio panfleto Reclaim modernity, coescrito con Jeremy Gilbert.
La hauntología de Fisher nos ayuda a resolver algunos problemas teóricos y políticos del aceleracionismo. Benjamin Noys observa que el aceleracionismo en su furor estético por la robotización y el rizoma descuida la existencia de prácticas, instituciones y sensibilidades sociales que sería sumamente nocivo acelerar aún más. Hartmut Rosa estudió ese daño en Aceleración y alienación.

La hauntología atiende justamente a esa fricción entre los tiempos del presente: la ilusión del futuro, sí, pero sin desgarrar el presente ni destruir el pasado. Los fantasmas de Fisher son los del modernismo cultural y las ideas de futuro que fuimos perdiendo. Los mismos aceleracionistas no dudan en reivindicar experiencias retrofuturistas como el Cybersyn chileno o la cosmonáutica soviética. A ese acervo podemos agregar las fantasías atómicas del primer peronismo, estudiadas recientemente por Hernán Comastri, la base aeroespacial de Chamical o la ciudad hidroespacial de Gyula Kosice. Hay bolsones de futurismo en el pasado que pueden ser explotados para pensar presentes alternativos sin necesidad de nostalgia ni alienación.

La segunda lección fisheriana es que hay una opción entre el ludismo de la izquierda miserabilista y la ingenuidad aceleracionista, y es activar esos bolsones de futurismo pasado no como nostalgia, sino como una carencia, un ruido incómodo que puede tener un efecto subversivo en la cerrazón política presente.

3. La hauntología como revisionismo

Y eso nos lleva a otro concepto de Fisher: los futuros perdidos. Aquí la referencia es Fredric Jameson, en especial su Arqueologías del futuro, de donde Fisher extrae su ramida cita “es más fácil pensar en el fin del mundo que en el fin del capitalismo” (de hecho Jameson se la atribuye, a su vez, a “alguien” innombrado en el libro). Se trata de un extenso ensayo en el que Jameson, desde Darko Suvin, considera que la ciencia ficción encarna la forma actual de las utopías y es allí donde encontraremos la forma de pensar sociedades radicalmente diferentes.
Fisher también hace una arqueología del futuro, pero no con la ciencia ficción sino con el pasado reciente: idealiza los años pre-thatcheristas hasta extrañarlos y así los transforma en un modelo de futuro alternativo. Es una operación de revisionismo histórico sobre una época, los años setenta, que ningún inglés reivindicaría: estancamiento económico, crisis social, pauperización, anomia, etc. Andy Beckett revisó ese pasado de creatividad cultural y resistencia social en When the lights went out y Fisher se tomó de ese revisionismo para imaginar una modernidad alternativa, una posibilidad de futuro que se perdió en el pasado. Como si hubiera una dimensión paralela en donde transcurre una historia sin Reagan y Thatcher que nos permite imaginar el progreso material del neoliberalismo, su internet y su sociedad multicultural, sin las patologías del realismo capitalista.
Ahora bien, ¿cómo operar ese revisionismo aquí? Los años setenta argentinos fueron debatidos y reinterpretados más que extensamente. Ese debate alimentó una fantasmagoría mucho más paralizante que la que discutimos en este texto, con su culto a los muertos y sin que a nadie terminara de quedarle claro el modelo de sociedad que se terminó perdiendo: ¿el socialismo nacional?, ¿el Pacto Social de Gelbard?
No, nuestra década hauntológica son los ochenta. No me refiero a los ochenta nostálgicos de Netflix, una idealización de la modernización reaganista que maquilla groseramente su costo social, sino a los ochenta argentinos. Tan difíciles de reivindicar como los setenta británicos: hiperinflación, golpismo, el mundo agónico de la “Argentina peronista” un minuto antes del estallido, pero también el instante previo al neoliberalismo en donde los últimos cartuchos guerrilleros convivían con las clases de Esther Díaz sobre Foucault antes de ir al Parakultural a escuchar a Todos tus muertos.
No es casualidad que últimamente haya un revival cultural, sino político, de los ochenta. Libros como Los 80 de José Esses y Dalia Ber, o fenómenos de internet como el blog Resiste un archivo o el canal de Youtube “Raro VHS”. Pero esos casos no dejan de ser formas de nostalgia. Me interesa rescatar dos casos no nostálgicos, dos casos hauntológicos.
Uno es @Canal11BsAs, una cuenta de twitter que se dedica a relatar en “tiempo real” la programación de Canal 11 durante 1988 y 1989. Imposible sentir nostalgia de ese año: dos levantamientos militares, Plan Primavera, la derrota de la renovación peronista por el menemismo. La cuenta juega más bien con la sensación de deja vu que nos deja la crisis cíclica argentina: titulares que podrían ser actuales, crisis y medidas que se repiten, el pastoso retrato VHS de políticos y periodistas que hoy pretenden el bronce o que se perdieron para siempre. El efecto es estéticamente estremecedor pero políticamente paralizante. Un 18 Brumario menemista cuyos fantasmas nos arrastran a un pasado recurrente y nos impiden pensar un presente distinto.

El otro caso son dos videos alojados en Youtube: Los Encargados interpretando Orbitando en Feliz Domingo en 1986, y Virus con Mirada speed en Hola Susana en 1988. Un pionero de la electrónica tocando en un programa orientado a toda la familia que transmitía el canal de mayor rating, un artista gay al borde de la muerte bailando en prime time un estribillo casi pedófilo con la diva televisiva de la época. La vanguardia de fiesta entre las tripas del populismo conservador televisivo. Eran los desórdenes que permitía una crisis terminal.
Desde entonces la crisis terminal argentina no termina. Se repite una y otra vez, minando nuestra autoestima colectiva y nuestra capacidad para concebir un futuro diferente. Que estos fantasmas nos recuerdan que un minuto antes de la modernización neoliberal había otra modernidad posible. La general intellect que hizo posible esa vanguardia cultural popular (así como construcciones políticas, modelos de negocios, etc.) todavía nos rodea en forma de pasado cristalizado.

La tercera lección fisheriana es que una mirada a la productividad cultural y política de otros momentos críticos como los ochenta o el 2001 puede ayudar a evitar la parálisis y la falta de autoestima que producen las crisis cíclicas en los nervios de la sociedad. Tiene que ser una mirada sin vergüenza del pasado ni miedo al futuro. Una mirada sin nostalgia. Una mirada hauntológica.

*Las imágenes incluidas en este posteo pertenecen a @Canal11BsAs

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EL POSTCAPITALISMO SERÁ POSTINDUSTRIAL

EL POSTCAPITALISMO SERÁ POSTINDUSTRIAL

Reimprimimos Aceleracionismo. Estrategias  para una transición hacia el postcapitalismo. Aquí compartimos un texto del coautor del “Manifiesto por una Política Aceleracionista”, Nick Srnicek.

De hecho, el reino de la libertad solo comienza allí donde cesa el trabajo determinado por la necesidad y la adecuación a finalidades exteriores; con arreglo a la naturaleza de las cosas, por consiguiente, está más allá de la esfera de la producción material propiamente dicha.

Karl Marx, El capital

Quiero afirmar que solo la desindustrialización puede conducirnos más allá del capitalismo o, en otras palabras, que el postcapitalismo será necesariamente postindustrial.[1] Esto significa que en vez de lamentar la pérdida de trabajos en el sector manufacturero o de luchar para traerlos de vuelta, la desindustrialización debe ser aplaudida como un logro importante e irreversible. Desde el punto de vista histórico, es equivalente al abandono de las economías agrícolas. Tal como la mecanización de la agricultura liberó a la gente de su dependencia respecto de la labranza, el proceso de desindustrialización tiene el potencial de liberar a la gente del fastidio de la mayor parte del trabajo productivo. Con todo, como consecuencia inmediata de afirmar la necesidad de la desindustrialización para el postcapitalismo, debemos reimaginar qué forma tendría la transición entre esas economías.

El relato tradicional de la partida más allá del capitalismo es bastante simple. Claro que este relato ha sido problematizado y criticado a lo largo del siglo XX; sin embargo, su estructura  general aún sustenta varios de los supuestos sobre el modo de trascender el capitalismo. A grandes rasgos, el relato comienza con el abandono de la economía agrícola, que había sido constituida en torno a un amplio campesinado. Toma su lugar una rápida industrialización, ejemplificada en las industrias textil, siderúrgica y, eventualmente, automotriz en los siglos XIX y XX. Los efectos sociales de esta industrialización fueron particularmente importantes para entender cómo se supone que habría de producirse el postcapitalismo. La industrialización implicó un desplazamiento de las poblaciones rurales a las poblaciones urbanas en crecimiento, además de la transformación del campesinado en proletariado, lo que supuso desposesión de las tierras comunales y acumulación primitiva. El resultado de esto fue una nueva clase trabajadora urbana que únicamente tenía su fuerza de trabajo para vender. Pero esta transición condujo también al desenvolvimiento de una clase trabajadora fuerte. Las fábricas implicaron una creciente centralización  de los trabajadores en el lugar de trabajo: trabajaban juntos creando comunidad y conexiones sociales. Asimismo, las tendencias del capitalismo llevaban a homogeneizar cada vez más a la clase obrera. El resultado fue que esta clase llegó a compartir los mismos intereses materiales: mejores condiciones de trabajo, salarios más altos, semanas laborales más cortas. En otras palabras, la industrialización sentó la base material para una fuerte identidad en la clase obrera. (Vale la pena mencionar aquí que, a pesar de esta base material, la clase trabajadora industrial fue siempre una minoría respecto de la población trabajadora. Incluso en el auge de la manufactura en los países más industrializados, el empleo en ese sector solo llegó a involucrar al 40% de la población.)[2] Con base en su fuerza política, sin embargo, la clase obrera debía convertirse en la vanguardia de la población, conduciéndonos lejos del capitalismo hacia algo mejor. Con su creciente poder como clase se pensó que los trabajadores podrían simplemente apropiarse de los medios de producción y gestionarlos democráticamente y para el bien común.

Evidentemente, esto no sucedió, y el mejor ejemplo que tenemos de ese proyecto es la miserable experiencia soviética. Lo que ocurrió en ese experimento fue la glorificación de la productividad a expensas de la libertad. Tal como ocurre en las sociedades capitalistas, el trabajo fue el imperativo máximo; no es de sorprender que el taylorismo, el fordismo y otras técnicas de potenciamiento de la productividad fueran forzadas sobre los trabajadores de la URSS. En los países capitalistas, en contraste, los sectores industriales decayeron y los fundamentos para una clase trabajadora fuerte han sido sistemáticamente atacados. Con todo, si miramos a los países en desarrollo, el relato tradicional tampoco se sostiene. Estos países están siendo también progresivamente desindustrializados. Esto puede apreciarse en dos amplios hechos: el primero es que las economías recientemente industrializadas no están siendo industrializadas en el mismo grado que las economías precedentes (en términos del porcentaje de la población empleada en la manufactura). En vez del 30-40% del empleo total, las cifras están más cerca del 5-20%. El segundo es que estas economías están también alcanzando el punto de desindustrialización a un ritmo más rápido. Consideradas en términos del nivel de ingresos per cápita, estas economías alcanzan la cima de industrialización mucho antes de lo que en el pasado lo hicieron los otros países.[3] Esto es lo que se ha dado en llamar el problema de la “desindustrialización prematura”. La conclusión que se extrae de la experiencia del siglo XX es que la promesa de la narrativa tradicional –la clase trabajadora dirigiendo una revolución hacia el control democrático de los medios de producción– no ha sido cumplida y parece ser ahora obsoleta. No vivimos ya en un mundo industrial, y las imágenes clásicas de la transición hacia el socialismo necesitan ser actualizadas.

¿Cuál es la alternativa entonces? ¿Podemos aún imaginar una transición a algo más allá del capitalismo, o las condiciones mismas del socialismo no son ya más que historia? ¿Si no se trata simplemente de que la clase trabajadora tome el control de los medios de producción, qué significa trascender el capitalismo? Para saber lo que el postcapitalismo podría suponer, quiero partir de una cita de Marx: “De hecho, el reino de la libertad solo comienza allí donde cesa el trabajo determinado por la necesidad y la adecuación a finalidades exteriores; con arreglo a la naturaleza de las cosas, por consiguiente, está más allá de la esfera de la producción material propiamente dicha”.[4] Marx afirma aquí que el ámbito de la libertad está más allá tanto de la producción material como de la centralidad del trabajo en nuestra sociedad. La desindustrialización, en la medida en que entraña el reemplazo del trabajo humano con trabajo crecientemente mecanizado y automatizado, es un paso necesario para trascender el capitalismo. La desindustrialización es la única vía para que escapemos de la imposición del trabajo porque nos permite delegar la producción a las máquinas. Significativamente, la desindustrialización también parece ser el único medio para lograr una sociedad de abundancia y tiempo libre. Sin la desindustrialización se deriva hacia dos posibles alternativas: o bien, tiempo libre expandido pero con pobreza generalizada (comunismo primitivo), o creciente abundancia al precio de trabajo autoritario (comunismo soviético). Si hemos de evitar acaso estos desenlaces, la automatización de la manufactura y del trabajo productivo en general son pasos necesarios para la construcción de algo más allá del capitalismo. La desindustrialización es, en otras palabras, una etapa necesaria para trascenderlo. Quiero concluir argumentando que si cambiamos nuestras ideas sobre la manera de superar el capitalismo, al final tendremos que revisar también algunos otros supuestos.

En primer lugar, como mencioné al principio, debemos aceptar que la manufactura es cosa pasada, y que es bueno que así sea. Los esfuerzos para traer la manufactura de vuelta son exitosos habitualmente al precio de bajar los salarios y en general atacando las condiciones de los trabajadores. Más recientemente, ha habido un regreso de fábricas textiles a los Estados Unidos, pero solo a condición de ser altamente automatizadas (el fenómeno de “reshoring”). La segunda conclusión es que necesitamos un cambio cultural que desplace la prioridad concedida al trabajo. Los empleos y el trabajo no pueden ser centrales para nuestra sociedad y nuestras identidades.  En todas partes podemos ver los efectos de este supuesto: por ejemplo, en la demonización de los desempleados y los pobres, en que el empleo para todos sea una meta consensual y en la glorificación de las “familias industriosas”. Por todas partes, el trabajo es el motivo dominante en nuestras sociedades. En última instancia, nuestro objetivo debe ser desvincular los salarios del trabajo. Las sociedades humanas están alcanzando rápidamente el punto en el que simplemente no hay suficiente trabajo disponible para todos, incluso si el trabajo para todos fuese una meta moralmente virtuosa. Por todas partes hay síntomas de una creciente población excedentaria: los desempleados, los subempleados, los precarios y el exceso absoluto manifiesto en las favelas globales y en el encarcelamiento en masa. La sociedad tendrá que afrontar tarde o temprano el problema de las poblaciones excedentarias y la desindustrialización. Y los parámetros básicos para ese debate son o la administración y el control de las poblaciones excedentarias (vía el encarcelamiento masivo, o la segregación espacial en asentamientos precarios, o la simple y franca expulsión de la sociedad), o la labor para el establecimiento de una sociedad postlaboral sustentable. Esta última meta significaría la reducción de la semana de trabajo y la movilización para la implementación de un ingreso básico universal. Estas metas, creo, son el único camino hacia delante. Esto supondrá el control sobre los medios de producción, pero no en el sentido en que el relato tradicional cuenta la historia. No se tratará de imponer control sobre los trabajadores en aras de un crecimiento económico cada vez mayor, sino de ejercer control sobre un sistema de producción y circulación ampliamente automatizado con fines socializados.


[1] He preferido usar a lo largo de este  escrito el término genérico “postcapitalismo” en lugar de “socialismo” y “comunismo”, términos más específicos y más cargados históricamente. Esto lo hago para señalar el hecho de que la futura sociedad por venir es tanto distinta a los experimentos previos como indefinida respecto de sus determinaciones exactas.

[2] Dani Rodrik, “The Perils of Premature Deindustrialization”, disponible en project-syndicate.org.

[3] Ibíd.

[4] Karl Marx, El capital, libro tercero, vol. 8, México, Siglo XXI, 2009.

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CAJA NEGRA Y EL FLASHERITO EN PROA21

CAJA NEGRA Y EL FLASHERITO EN PROA21

Entre el 18 de mayo y el 14 de julio, se pudo visitar en PROA21 la exhibición alemana Fabrik. Sobre la circulación de datos, bienes y personas. La exposición, curada por Florian Ebner, reunió obras de Hito Steyerl, Tobias Zielony, Olaf Nicolai, Jasmina Metwaly y Philip Rizk. 

Hito Steyerl, artista y ensayista, se dedica hace años al campo de los medios de comunicación y a partir del análisis de la imagen digital, Steyerl se pregunta cómo su producción, circulación y consumo inciden en la representación y percepción que tenemos del mundo y de nosotros mismos. Autora de Los condenados de la pantalla (Caja Negra, 2014) y Arte Duty Free. El arte en la era de la guerra civil planetaria (Caja Negra, 2018), Fabrik incluyó como pieza central su videoinstalación La fábrica del sol, presentada originalmente en la Bienal Internacional de Arte de Venecia en 2015; una obra que busca poner de relieve la incapacidad de acción en la que se ve atrapado el sujeto ante el desenfrenado flujo de información.

Steyerl crea allí un espacio inmersivo con una grilla tridimensional que simula un estudio de filmación digital y extiende el de la pantalla y, apropiándose de distintos géneros de consumo masivo de la web (noticieros, videoclips, filmaciones de drones), despliega una ficción crítica de los poderes del mundo virtual, narrada en otro formato popular (el videojuego), redireccionado en la estela de Chris Marker y Harun Farocki. Más que resistir los nuevos lenguajes, la obra los incorpora y los refuncionaliza con una mezcla de humor e ironía.
(Tirco Matute, Otra Parte)

 

El 29 de junio se realizó un recorrido diferente por estas salas de PROA21: una visita guiada por Lux Linder invitó a reflexionar sobre los problemas vinculados con la circulación del arte global, vinculando las obras con procesos políticos y económicos del ámbito local e internacional.

Además de la presentación de Mónica Heller y su animación “El Gato Sangrante”, artistas que integran el periódico El Flasherito generaron un diálogo elaborado a partir de citas de autores de nuestra colección Futuros Próximos y que funcionó como  disparador textual a las obras visuales. Este guión, que se repartió en forma de panfleto entre los visitantes, también se desplegó en pancartas y carteles a lo largo de los distintos espacios, en una intervención que buscó conectar la modalidad de la protesta social y la movilización sindical con el mundo del arte y la filosofía.

Compartimos algunas fotos de la actividad: 






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ENTREVISTA A EZEQUIEL FANEGO

ENTREVISTA A EZEQUIEL FANEGO


Reproducimos la entrevista de Miguel Ángel Morales a Ezequiel Fanego, uno de los editores de Caja Negra, para la revista mexicana La Tempestad.
Miércoles 3 de abril de 2019

En 2005 los argentinos Ezequiel Fanego y Diego Esteras decidieron crear una editorial. El proyecto se enfocaba en su mayoría en traducciones que hasta ese momento no se habían hecho en español de libros necesarios. Títulos que teorizan sobre la música y sus complejidades históricas, así como pensamientos radicales en la literatura, la sociología y la filosofía. Su nombre era Caja Negra, como el artefacto que sirve para entender mejor un desplome aéreo. ¿Qué catástrofe pone en evidencia una editorial?
Tras publicar libros considerados biblias musicales (como los de Simon Reynolds, Generación hip hop, y Future Days, que aborda la historia del Krautrock), Caja Negra ha cimentado su identidad como un espacio en donde se abordan problemáticas modernas y la contracultura contemporánea. Lo mismo le interesan la experimentación sonora que la música disco, los movimientos de liberación sexual y las mutaciones del capitalismo tardío en el siglo XXI.
En 2019, con más de 80 títulos publicados, Caja Negra se ha convertido en protagonista de un universo editorial caracterizado por la homogeneidad y la falta de propuestas arriesgadas y convincentes. En años recientes una de las colecciones que más han tenido impulso en Caja Negra ha sido “Futuros Próximos”, que reúne a autores como Franco Berardi, Martha Rosler, Mark Fisher, Nick Srnicek, Éric Sadin o Boris Groys, entre otros; muchos de ellos por primera vez en español. La colección busca generar un mapa conceptual para leer el presente y actuar en él a partir de lecturas heterodoxas y críticas. Una mirada no tradicional a los problemas que hoy nos atañen.
Hace unos días, Ezequiel Fanego visitó la Ciudad de México. De ahí surge esta conversación.

Mi primera duda está vinculada a la idea de los límites del postcapitalismo. A la luz de los numerosos libros que ha traducido Caja Negra en “Futuros Próximos” parece que el diagnóstico de la actualidad es pesadillesco. En sus inicios ¿cuál fue el propósito de esta colección? ¿Cómo ves hoy esta vertiente de Caja Negra?
La idea rectora en un comienzo tenía que ver con la percepción que teníamos de que se estaban dando muchos cambios en el modo de la hegemonía capitalista y en el modo en que la ideología neoliberal estaban permeando nuestra vida cotidiana; cambios que sentíamos que no tenían mucho reflejo en el pensamiento crítico que se estaba publicando en español. Por un lado, la idea de “Futuros Próximos” tenía que ver con la intuición sobre esos cambios en el presente y de alguna manera anunciaban tendencias que era importante dilucidar y pensar como un proyecto político y crítico. Sentíamos también un poco que el discurso de las izquierdas muchas veces tenía una tendencia melancólica, no muy dispuesta a pensar en los desafíos que nos estaban presentando estos nuevos escenarios. El programa de la colección fue buscar los conceptos que creíamos como fundamentales y que nos servían para abordar el presente e intentar modificarlo de alguna manera, o repensarlo, por lo menos. De ahí que la mayoría de los autores –no todos, hay que decirlo: cuando editamos a Vilém Flusser hicimos más un trabajo de volver a un autor que creíamos que tenía preguntas fundamentales– se caracterizan por pensar estas tensiones contemporáneas y generar, de alguna manera, un cierto eje para que los libros que publicáramos dieran una perspectiva novedosa. Para nosotros el trabajo de la crítica siempre tiene que ver con dar una mirada nueva sobre un evento. En el caso del libro sobre el tecnoliberalismo, analizado por Éric Sadin (La siliconización del mundo, Caja Negra, 2018), demuestra de manera muy inteligente que muchas veces abordamos problemas con cierta ingenuidad. Los textos de esta colección tienen esa característica: proponer un cierto corrimiento de cómo se están abordando problemas contemporáneos.
Dices que la izquierda usualmente aborda los problemas del presente de manera melancólica, y viendo lo que dicen nuestros políticos de corte más, digamos, de izquierdas, esto parece ser un síntoma que se da en todo el mundo, ya sea en Argentina, Estados Unidos o México. ¡No saben cómo abordar problemas más que viendo al pasado! Aprueban medidas propias de un pensamiento conservador, rancio. Con mayor razón uno le hace más caso a autores como J.G. Ballard. El libro que ustedes publicaron de él a partir de unas entrevistas realizadas en la década de 1980, Para una autopsia para la vida cotidiana (2013), ya se anticipaba en cierta forma a lo que estamos viviendo hoy, con sus escenas de catástrofe normalizada. ¿No será acaso que incluso la ciencia ficción esté pasando por una normalización que abone al sentido de que no se puede hacer más por este mundo? Me surge esa pregunta también a propósito de un tuit que hace un tiempo escribió William Gibson sobre que el futuro ya no es un lugar inexplorado debido a la sobrepoblación de imágenes prospectivas que auguran escenarios similares. ¿Qué tanto estás de acuerdo (o no) con esto?
Para nosotros la ciencia ficción, o justo esta ciencia ficción que mencionás, la de autores como Ballard, Philip K. Dick o William Gibson, fueron los primeros que analizaron las tendencias que hoy vemos como el presente. La ciencia ficción, como otras reflexiones de la cultura popular, tiene un estatuto filosófico como fuente de reactivación de la imaginación política, crítica y para cuestionar la tecnología. Muchos de los libros que publicamos (por ejemplo, los autores del aceleracionismo, o Nick Snircek y Mark Fisher) reivindican esa dimensión especulativa del pensamiento, lo cual se vuelve cada vez más importante ante esta lógica que encarna el neoliberalismo, a partir del cual se nos presenta como la única alternativa posible, eso que analiza Mark Fisher a partir de una frase de Fredric Jameson (“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”). Tiene que ver un poco con que vivimos en un colapso temporal en el cual vivimos en un eterno presente de novedades interminables iguales unas a las otras. Estamos pensando en una novedad radical, una diferencia radical con un presente que colapsó en los últimos años. Esperamos que tanto los ejercicios de ciencia ficción como la colección “Futuros Próximos” lo haga.
En uno de los últimos libros que han publicado, La siliconización del mundo, de Éric Sadin, se cuestiona seriamente la idea de innovación. A menudo nos los recuerdan las agencias creativas, la jerga institucionalizada de los corporativos, las mismas políticas públicas de los gobiernos. Su uso con fines nobles en muchas ocasiones, sin embargo, ha acelerado la idea que necesitamos la prospectiva, la cuantificación de la vida social, los algoritmos y lo nuevo todo el tiempo para vivir mejor. A diferencia de una aplastante mayoría, Sadin considera que estas formas de innovación son más bien pasivas toda vez que representan la “derrota del espíritu” y un “retroceso calificado de la vida”. ¿Cómo podemos salir de esa lógica cuando todos estamos en el mismo tren? Y si lo descarrilamos, ¿cómo escapar también a la idea de que ese tren estaba programado para descarrilarse?
Eso que mencionás es un tema recurrente en “Futuros Próximos” y es lo que nos interesaba colocar en el centro: que las ideas del futuro sean siempre un espacio de disputa. Esto lo dice Kodwo Eshun, un autor que publicamos en otra colección, “Synesthesia”. Y es cierto: en este momento la batalla hegemónica que en otro momento se dio más fuerte respecto a la historia y el poder, o sea que quienes tenían el poder tenían la capacidad de reescribir la historia y silenciar e invisibilizar una o varias historias personales; en el último tiempo muchas de esas batallas se están dando sobre el futuro, sobre la capacidad de predecir y determinar el futuro. Como vos decís, mucha de la tecnología y el conocimiento contemporáneos están orientados al procesamiento y obtención de datos como una materia prima a partir de la cual predeterminar y direccionar el futuro, nuestros comportamientos. Sobre cuáles son las salidas, seguro que no tengo una respuesta concreta pero sí algunas intuiciones.
Uno de los últimos libros que publicamos el año pasado (que estará llegando en breve a México) es En el maelström. Música, improvisación y el sueño de libertad antes de 1970, de David Toop. Ese libro no sólo es una historia sobre la improvisación en la música, sino que es una reflexión filosófica sobre qué es lo que implica la improvisación para el ser humano y cómo la improvisación es una dimensión irreductible a la naturaleza humana, y también un espacio de resistencia. En este momento en el que cada vez hay más discursos más fuertes sobre la idea de la predictibilidad de nuestro comportamiento, la improvisación y lo espontáneo se mantienen como un espacio de resistencia. Hay algo del comportamiento humano que siempre va a ser impredecible, por más estadísticas y procesamientos de información existentes. Lo inesperado es algo constitutivo de nuestro ser en el mundo. Ahora hay un discurso predominante que pretende cancelar esa dimensión, pero esa dimensión, desde nuestra perspectiva, es incancelable.
Otro libro que publicaremos este año es Futurabilidad, de Franco “Bifo” Berardi, que aborda este tema: en un mundo en el que la subjetividad política del siglo XX desapareció, donde la política pareciera no tener la facultad de intervenir sobre el curso de la vida y se limita a un estado de administración del estado de las cosas, ¿cuáles son las tendencias que podrían abrir un imprevisto? Siempre es muy fácil ver cuál es el destino ineludible de las sociedades y esa mirada a menudo es pesimista, lo cual con frecuencia nos parece decir que no hay salida, es la tendencia que usualmente tienen las cosas, pero lo imprevisto siempre ha aparecido a lo largo de la historia. Es cuestión de volver a confiar en ese aspecto espontáneo de la acción humana que, creo yo, siempre surgirá ante los nuevos desafíos.

Estaba pensando en una escena de Total Recall (Paul Verhoeven, 1990), en la que un supuesto ejecutivo de una empresa de sueños implantados quiere hacerle pensar a Quaid, el personaje de Schwarzenegger, que en realidad toda la paranoia que se ha maquinado sobre ser un espía es parte de su inconsciente. El ejecutivo le sugiere una píldora para que todo regrese a la normalidad, pero comete un error: unas cuantas gotas de su frente lo delatan. La pulsión de angustia le revela a Quaid lo verdadero, y parece decirnos que aquello que es propiamente humano, animal, las pulsiones, no puede ser contenido por más que intente reprimirse. Pero también pienso en que actualmente, mediante las plataformas sociales, se están tratando de bloquear tales pulsiones básicas. La regla es hacer a un lado las expresiones de enojo, inconformidad, displacer y en cambio mantener una postura feliz, flexible y disponible todo el tiempo.
Próximamente publicaremos otro libro: La promesa de la felicidad, de Sarah Ahmed, que justamente habla sobre el imperativo de la alegría. Coincidentemente se anudan los dos problemas de los que hemos venido hablando: el futuro y el imperativo al bienestar. Cuando la felicidad se impone como una obligación, se vuelve un tema de preocupación: no sólo te están forzando a ser feliz ahora, sino que te están obligando a ir por un cierto camino que supuestamente es el correcto para llegar ahí. Ya está consensuado y normalizado. Es como si te dijeran que escuchar a Black Sabbath y practicar satanismo te van a llevar al suicidio, pero tener una familia y trabajar en una oficina estable y hacer ejercicio te conducirá a la felicidad.
En esa imagen de felicidad también se imponen modos de vida. Creo que en esta nueva hegemonía del buen vivir que describiste y que está vinculada a la idea de la siliconización del mundo (Éric Sadin), de que cada uno es una empresa de uno mismo y que tiene que aprender a venderse y mostrarse bien. En este momento en Argentina ese es el discurso dominante y tiene la voluntad de acallar todo lo negativo y lo sintomático. Todo malestar debe ser silenciado, ya sea obligándote a poner una cara feliz o pintando la ciudad de colores alegres o vendiéndote las píldoras de los psicofármacos. Todo eso lo aborda Ballard en esas entrevistas que vos mencionaste. Si hay algo que aprendimos del siglo XIX y XX de autores como Marx y Freud es que siempre hay un inconsciente que aparece como síntoma. La idea del sudor en Total Recall: siempre va a emerger el sudor; cuanto más lo negás, va a volver con más violencia; podés esconder la pobreza y pintar las aceras, llenar las plazas de flores y llenarnos a todos de psicofármacos, pero ese malestar que se está cociendo lentamente en algún momento va a emerger de la peor manera. Parece que todos estos modos del “positive thinking”, toda la potencia de las industrias de los psicofármacos y al presencia tan avasallante de ciertos tipos de consumo, lo único que están haciendo es patear para adelante y ocultar bajo la alfombra un malestar que cada vez es mayor y que es inevitable. Como en la novela de Ballard Milenio negro, en la que las clases medias y acomodadas en algún momento no soportan más esa vida aburrida que están condenados a vivir y se rebelan. Creo que ahí vuelve la idea de lo imprevisto.
Retomando el tema de la ciencia ficción, quisiera traer a colación una plática que dio Philip K. Dick a finales de los 70, cuando la comunidad francesa se interesó sobremanera por el autor estadounidense e incluso lo invitó a dar una charla magistral en tierras galas. La premisa de Dick en aquella ponencia era desconcertante para 1977 e incluso como teorización actual: “Vivimos en una realidad programada de computadora, y la única pista que tenemos de esto es cuando alguna variable es modificada y alguna alteración en nuestra realidad ocurre, creando con ello una ramificación de las posibilidades”. ¿Qué perspectiva tienes tú de lo que llamamos “lo real” y “lo posible”, y cómo pueden entenderse estos dos conceptos a la luz de la colección “Futuros Próximos”?
Me gusta mucho la idea que Mark Fisher desarrolla en Los fantasmas de mi vida. Ya hemos hablado de Realismo capitalista, en el que Fisher señala que no hay una alternativa al mundo capitalista; ese libro, cuando lo terminás de leer, te deja una sensación de asfixia total. En cambio en Los fantasmas de mi vida habla de los espectros de los mundos que podrían haber sido y no fueron, pero que siguen ahí: cada vez que se tomó una decisión política o hubo un acontecimiento importante (la caída de la URSS, por ejemplo), su contraparte o aquello que pudo haber pasado y no fue, no parece para Mark Fisher como una posibilidad negada para siempre, sino que sigue persistiendo como una posibilidad. Uno puede ver reflejos de tal posibilidad en muchos elementos de la realidad. Entonces esa clausura del realismo capitalista que dice “esta es la única realidad posible”, es contestada por Fisher con un: “Sí, esa realidad existe, pero está acechada por fantasmas; es una realidad barroca, frágil, espectral”. Es una realidad llena de pliegues y no es de una sola dimensión. En ese sentido, es muy hermano de Philip K. Dick, quien en El hombre en el castillo (1963) nos dice que cada vez que tomamos una decisión en la historia, la otra decisión funciona en paralelo. Y a veces esos mundos, de manera paralela, convergen, y vos podés tener una mirada de ese otro mundo posible. Yo creo bastante en eso. No me importa pensarlo ontológicamente o no, si existen otras dimensiones o no, pero me parece rescatable destacar que la realidad es mucho más compleja de lo que se nos presenta, y que esas tendencias de esos otros mundos posibles están viviendo en paralelo y en realidad hay que aprender a mirarlos. En términos de proyectos políticos, su importancia radica en poder adivinar en cualquier elemento (por ejemplo, en alguna práctica que pareciera ser netamente capitalista) la semilla de otro futuro posible que no está siendo alimentada. En ese sentido, me parece que esta idea de Philip K. Dick de mundos paralelos o la idea de Mark Fisher de la realidad acechada por fantasmas tiene mucho potencial.
El libro Xenofeminismo (2018) de Helen Hester, así como Manifiesto ciborg, de Donna Haraway, entre otros, buscan una idea en común: trascender lo propiamente orgánico del cuerpo, el género, los sexos. Repensar los binarismos es una señal benéfica del progreso de una sociedad, eso es indudable, pero mi curiosidad se vincula más a la idea del ciborg con el concepto la productividad: un cuerpo mejorado puede durar más horas trabajando y aspira a ser inmortal. ¿Qué piensas de ese doble rasero del progreso?
En algún punto, si algo caracterizó a la Modernidad (incluso en su dimensión más perversa) tuvo que ver con haber trazado siempre un límite entre aquello que es humano y aquello que no lo es, aquello que tenía alma y aquello que no la tenía. Aquello que no es humano, al no ser humano, no tiene derechos, entonces es susceptible de ser explotado hasta sus últimas consecuencias. En la distinción moderna de lo humano, lo otro que no es lo humano queda vulnerable. No había robots, pero había esclavos. En esto que nombrás hay algo muy interesante si también lo vinculamos con las historias de la esclavitud y la idea del ciborg. El robot y el esclavo son conceptos asimilables. Son dos cuerpos que al no ser humanos pueden estar sometidos a trabajos extenuantes. Hay varias corrientes (Donna Haraway y el libro de xenofeminismo que publicamos, así como en otras corrientes como la del afrofuturismo) que problematizan la idea de que es necesario empezar a borrar las distinciones entre lo humano y lo inhumano y empezar a trazar alianzas y encuentros entre lo humano y lo inhumano, entre especies, y borrar todo límite de género, raza. Es un gran potencial político el que tienen estos discursos, los cuales, sin embargo, no han sido tomados por la izquierda; al contrario, estos discursos refuerzan la distinción, desde las posturas que buscan establecer qué es lo humano y qué no, hasta aquellas que hacen un llamado a abandonar toda tecnología y volver a la Tierra, tienen una raigambre muy moderna que sigue siendo parte del problema. Como vos decís, el mayor problema lo plantearía en otros términos. Sobre el tema de la productividad te diría que ahí la cuestión no es la relación entre la técnica y el hombre, sino que todas estas exploraciones se hagan bajo un horizonte capitalista de la productividad.
El mayor problema que tiene que ver con la indagación posthumana se relaciona con lo que algunos aceleracionistas llaman el prometeísmo, que es esta idea del hombre y la capacidad posthumana de superar los límites de la naturaleza. Tal planteamiento me parece problemático porque refuerza la distinción entre la naturaleza y lo humano. Me parece que son mucho más interesantes, radicales y que rompen más con la ideología capitalista y moderna aquellas teorías como la de Donna Haraway y la de otros autores brasileños que vamos a publicar este año: Eduardo Viveros de Castro y Déborah Danowski, que recuperan cierta filosofía amerindia como un equipo de saber que es muy útil para un presente catastrófico a partir de fenómenos innegables como la crisis climática. Este tipo de filosofías plantearon desde el centro de su pensamiento un tipo de relación con la naturaleza, una relación de continuidad e incluso de diplomacia. Era un vínculo político el que las culturas prehispánicas tenían respecto con la naturaleza. Me parece que ahí hay caminos de lo posthumano que son mucho más radicales y que implican una ruptura más fundamental con el capitalismo que las tendencias más prometeicas.
Nuestra época es muy particular en cuanto a apegos se refiere, es decir ya no existe (y qué bueno) esa idea de la lealtad a las grandes figuras que daban estabilidad a generaciones anteriores. El trabajo, la familia y lo material se han replanteado y problematizado. Hacemos home office, revisamos todo el tiempo el celular mezclando el ocio con los pendientes del día, y cambiamos constantemente o tenemos varios trabajos al mismo tiempo; de igual forma, nuestros hábitos de consumo son distintos: compras digitales que llegan a casa, aplicaciones de todo tipo que nos ahorran tiempo y esfuerzo de desplazarnos. Existe, pienso, una tendencia constante hacia el desarraigo a las cosas. En un contexto postnacional, ¿cómo recuperar el sentido de pertenencia a algo, empezando por lo local y lo material?
Ese tema me interesa bastante y estoy abocado a él últimamente porque tengo la misma necesidad de repensarlo. Frente a la desmaterialización y otra relación con el mundo, empezaron a surgir otras expresiones cada vez más fuertes de lo material. Después de décadas de tendencias hacia la desmaterialización, empezó a haber una reaparición de lo material. La tendencia a lo digital había negado la dimensión material, y ahora tal dimensión está volviendo a aparecer como lo negado de todas esas décadas: desde el resurgimiento del vinilo o de los eventos pequeños y la necesidad del contacto más directo en el mundo de la música, las microescenas, a la importancia que está tomando el cuerpo y sus dimensiones políticas. Después de décadas de estar pensando en la digitalización, las redes y la pérdida de lo corporal, de repente empieza a aparecer la importancia de nuestro padecimiento corporal. Me parece que esa misma tendencia del retorno de lo negado está ocurriendo igual con las nociones de lo globalizado y lo local. Durante varias décadas tanto en la dimensión cultural como en la política, la idea de lo local quedó bastante rezagada por estas ideas del internacionalismo y las redes globales. Actualmente hay fuertes indicios del resurgimiento de los vínculos comunicativos, de valorizar estancias de encuentros entre los cuerpos y esa capacidad irremplazable que tiene el cara a cara como potencia política y como potencia estética. Está volviendo a ser central de alguna manera. Veo que quizás puede llegar a haber una síntesis bastante interesante entre lo global y lo local, entre lo universal y lo particular. En el libro de xenofeminismos se habla muy bien de esa unión entre ambos. La idea de que no hay que abandonar ciertas discusiones globales, pero teniendo en cuenta que todo tiene su origen en las prácticas locales.
Fuente: www.latempestad.mx/ezequiel-fanego-casa-negra/

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