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En este texto se basó la conferencia que McKenzie Wark dio en la Universidad de Granada hace algunas semanas. El original en inglés fue publicada antes en E-Flux. La traducción al español es de Cecilia Pavón.
Noviembre 2023
1.
Estos pies duelen. Es el clima. Un octubre inusualmente cálido. Estoy caminando por Broadway desde la librería Village Works hasta la librería Rizzoli, pasando por la librería The Strand. En cada una de ellas firmaré ejemplares de mi nuevo libro, Amor y dinero, sexo y muerte, y haré algunas fotos para subir a las redes sociales. Es una forma de ganarme la vida.
No, no es una forma de ganarme la vida. Solo puedo permitirme escribir libros porque tengo un trabajo a tiempo completo como profesora titular. No dependo de lo que gane de la venta de libros, aunque siempre ayuda. Tengo personas a mi cargo que mantener y un alquiler que pagar en Nueva York. Podría estar escribiendo cosas esotéricas para un público minúsculo, pero por motivos muy diversos, quiero que este libro se venda. Estoy haciendo todo lo posible por venderlo. Una experiencia divinamente contradictoria para una marxista.
No saber ganar plata no es una crítica al capitalismo. Es algo que aprendí como periodista musical en los años ochenta: las bandas que creaban su propio público tenían más ventajas contractuales y más “libertad creativa” con sus discográficas cuando se “vendían”. Tal vez sea eso, o simplemente mis orígenes provincianos de clase media, pero nunca he coincidido con ese distanciamiento aristocrático que algunos escritores y académicos aparentan respecto al comercio de los libros. Me gusta hacer el trabajo de vender mi propio libro, aunque me haga doler los pies. Así aprendo mucho sobre el comercio editorial.
El título completo de este libro es Amor y dinero, sexo y muerte. Una memoria. Pero no es un libro de memorias. Ese subtítulo fue una concesión que hice para ayudar a que las librerías lo vedan, aunque no se lo hubiera puesto, igual lo iban a clasificar. Los mercados funcionan a través de categorías; el mercado del libro funciona a través de las categorías BISAC (Book Industry Standards and Communications). Para Amor y dinero, sexo y muerte. Una memoria, esas categorías y subcategorías son “Biografía y autobiografía / LGBTQ+ / Memorias personales” y “Ciencias sociales / Estudios LGBTQ+ – Estudios sobre transexualidad”. En una librería física, eso hace que un libro pueda colocarse en unos cuantos lugares diferentes.
Las categorías BISAC ayudan a gestionar la relación entre el producto y las expectativas y deseos de lxs potenciales compradorxs. Cuando entramos en una librería, ingresamos en un espacio dividido en zonas de expectativas. Si mi libro se ubica debajo del cartel de “Biografía y autobiografía”, el libro se encontrará entre aquellos en los que lxs lectorxs pueden esperar que la escritora escriba sobre cosas de su vida que le sucedieron realmente. Pero he aquí una pregunta: ¿pueden las vidas “LGBTQ+”, en concreto esta vida transexual, encajar en la categoría de “Biografía y Autobiografía”, o esa categoría constriñe la escritura de la vida a un patrón cis?
Siempre me han gustado los libros torcidos, que no encajan. Que juegan con el género como forma, que alteran las expectativas de quien lee. Libros que, cuando los los abrimos, se abren también hacía deseos no categorizados. Lo mismo pasa con los libros académicos: me gustan los que no se acomodan bien en un campo, los que eluden las palabras clave que se les asignan, los que rechazan el sistema de propiedad privada de los propietarios y sus pretensiones de acaparar lo conocible. En el caso de Amor y dinero, sexo y muerte, quería que tensionara categorías como “Ciencias Sociales / Estudios LGBTQ+ – Estudios sobre transexualidad”.
Y también, no hace falta decirlo, me gustan los libros que cruzan la línea entre lo académico y los libros que, en el oficio, llamamos “comerciales”. Esto puede ser difícil, a varios niveles. Estamos en lo que Dan Sinykin, en su útil estudio Big Fiction, llama la “era de los holdings” de la edición. A las librerías les puede resultar más difícil y costoso conseguir libros de editoriales más pequeñas. O de editoriales académicas, que ofrecen menos descuento sobre el precio de venta al público y no ofrecen gastos de envío gratuitos.
Escribir libros comerciales, sobre todo para los holdings editoriales, tiene sus limitaciones. Estos grupos quieren vender libros como los que se han vendido bien antes. Esto se plantea desde el principio del proceso. Si propones un libro comercial, invariablemente a través de un agente, te pedirán que menciones “comps”, que son títulos comparables que se vendieron bien. Este ejercicio puede resultar curioso si tu experiencia previa de publicación es con editoriales académicas. Cuando propones un libro académico, lo que te interesa decir es que tu libro no es como los demás; cuando propones un libro comercial, lo que te interesa decir que sí se parece a otros libros.
Intenté presentar Amor y dinero, sexo y muerte como libro comercial a un holding editorial. No funcionó del todo. Un ayudante del editor expresó su interés en trabajar conmigo si podía transformar mi libro en unas memorias más convencionales. Es un hombre blanco cis gay que estudió en una universidad de élite. Aprecio su interés, pero así es como están las cosas con la “diversidad” en las corporaciones editoriales. Así que volví a Verso Books. Mi editor, Leo Hollis, con quien ya había trabajado antes, sabía qué hacer conmigo. No trató de hacer el libro más convencional, pero me empujó suavemente hacia la solución de algunos problemas. Me gusta el libro que hemos hecho juntxs.
Los libros de Verso los distribuye Penguin Random House, el holding más grande, con condiciones más favorables para los libreros que las que ofrecen las editoriales académicas. Así que puedo tener la libertad de una editorial independiente con la distribución de un holding editorial. Excelente. Lo único que no tenemos a nuestro favor es el tipo de maquinaria publicitaria que un holding editorial pone en marcha para el puñado de títulos propios que eligen promocionar cada temporada.
Foto de Z. Walsh
2.
El hecho de que Amor y dinero, sexo y muerte sea un poco raro no ayuda a las ventas. Tarde en mi vida de escritora, empecé a escribir lo que no me avergüenza llamar autoficción y/o autoteoría. No son exactamente formas respetables de escribir, aunque tienen su encanto. Pienso en la autoficción como una escritura en la que aparece un personaje con el mismo nombre o rasgos que la autora, pero en la que ese personaje no intenta escribir la verdad del yo, a la manera de las memorias o la autobiografía. El yo es en sí mismo una ficción, y la escritura es un relato de cómo se produce la ficción de un yo.
Creo que la autoteoría no es muy diferente de la autoficción. Ambas se interesan por lo perceptivo. La autoficción se interesa más por las dimensiones afectivas de lo que se percibe; la autoteoría más por lo conceptual. Es más interesante pensar en la autoficción y la autoteoría como tácticas que como géneros, y como una continuidad de tácticas. Esto es lo que llamo lo “autotextual”: son estas prácticas las que hicieron a este yo. Estas instituciones, estas circunstancias históricas. Estas hondas y estas flechas.
El nombre de la autora en el texto es un signo vacío que forma un nodo en el campo perceptual, alrededor del cual se despliega la situación de su fabricación. Amor y dinero, sexo y muerte no te dirá mucho sobre la verdadera y secreta vida interior de McKenzie Wark. En cambio, puede que te hable de una época de los medios de comunicación y cultura, de las formas de la familia, la clase y la sexualidad que concurrieron en la producción de una entidad con reconocimiento legal conocida como McKenzie Wark. No soy el dios creador de esta vida, de este texto. Solo soy una cosa hecha, como cualquier otra cosa hecha, que siente curiosidad por su propia creación.
Que haya empezado a escribir así es producto de las circunstancias. Emigrar de Sídney a Nueva York me dejó sola y desconectada. Trabajaba en la Universidad de Binghamton, a cuatro horas en auto de Brooklyn. Iba los lunes y volvía los jueves. Acababa de casarme con Christen y seguía en la etapa del enamoramiento, pero había perdido a mis amigos y a mi comunidad de Sídney. Había perdido el sentido de propósito que me daba luchar en y contra la cultura en la que me había criado. Y tenía la sensación de que cuando se acabara mi cátedra, me quedaría sin trabajo.
Cuando volví a Nueva York, deambulaba por la ciudad en un estado de fuga disociado, en parte por el choque cultural, pero mayormente por la disforia de género. Christen me había regalado un GPS portátil. Eso fue años antes de que todo el mundo tuviera un GPS en el teléfono. Anotaba mis coordenadas GPS en un cuaderno y escribía sobre ese lugar y ese momento. Con el tiempo, las anotaciones se convirtieron en un libro: Dispositions (2002).
Es sobre todo un libro sobre la tensión entre la abstracción del GPS y las particularidades de la escena, el escenario, el ambiente y la atmósfera de las coordenadas registradas. Sentía que este mundo se volvía cada vez más abstracto gracias a los vectores de información que podían dirigir el despliegue de fuerzas económicas y estratégicas en todo el mundo. El libro termina en los días posteriores al 11 de septiembre, con Christen y yo caminando por el lugar de la catástrofe. Sus últimas palabras son: “Este polvo, dice ella, este polvo es gente”.
Después del 11 de septiembre, el estado de Nueva York estaba en quiebra, igual que yo. Mi contrato en Binghamton fue rescindido. Lo mejor que pude encontrar fue dar clases de composición en SUNY Albany. Un poco más cerca de Brooklyn, pero una ciudad más costosa, y por menos dinero. Estuve allí un año. Luego, en 2003, se abrió una vacante en Eugene Lang College, The New School, por 70.000 dólares al año, 22.000 más que en Albany. Un contrato de tres años. Lo acepté. En SUNY Albany me habían dicho que tendría que trasladarme allí a tiempo completo y publicar otro libro para que consideraran darme la titularidad. Ya tenía tres libros, sin contar Dispositions, así que a la mierda con eso.
El resto fue pura suerte. Había aterrizado en el Lang College justo cuando se estaba expandiendo. Al cabo de unos años, la titularidad se extendió por primera vez más allá del profesorado de posgrado. Para entonces yo tenía chances, ya que había presidido el Departamento de Medios de Comunicación y Cultura un par de veces, y había publicado dos libros más, ambos con Harvard University Press, que más de un académico considera el estándar de oro en la publicación académica. Estos libros eran Manifiesto hacker (2004) y Gamer Theory (2007).
No escribí Manifiesto hacker como un libro académico. Surgió de mi compromiso con la vanguardia de los medios digitales de la década de 1990. Intentábamos revolucionar los medios de comunicación de nuestro tiempo a través de la política, el arte y la teoría. Intentaba encontrar un lenguaje para una clase emergente, los que hacían de la información una diferencia. Un tipo de trabajo diferente al de hacer lo mismo con forma de mercancía. Muchas editoriales lo rechazaron. Por desesperación, se lo envié a Lindsay Waters, de Harvard. Me llamó tres días después. Lo hizo realidad.
Gamer Theory es el doble sombrío de ese libro. También da voz a un personaje: “gamer” en lugar de “hacker”. Trata de encontrar un lenguaje para lo que yo había percibido en Dispositions: un encierro planetario de todo el espacio y el tiempo en un “espacio de juego” de cálculo y competición de suma cero. Articula lo que aprendí en torno a una subcultura creativa diferente, la de los diseñadores de juegos independientes.
Esos libros no se alejan demasiado de lo autotextual. Tratan sobre la creación de subjetividades colectivas más que individuales. Intentan desfamiliarizar la experiencia subjetiva refrescando el lenguaje. Buscan el lenguaje para lo que viene. La cosmovisión autopoética del hacker ha sufrido una serie de derrotas en los veinte años transcurridos desde su aparición; el mundo cerrado del jugador se ha convertido en el estado de ánimo predominante.
Sentía que el marxismo vivía en el pasado, y en el pasado equivocado. Que se había convertido en un simulacro escolástico de sí mismo. No es de extrañar, dado que ahora se produce sobre todo en el mundo académico. Intenté darle un lenguaje nuevo, formas nuevas. Funcionó: ambos libros se vendieron bien. Manifiesto hacker se tradujo a una docena de idiomas. Me encontré entre lectorxs interesantes, a menudo con proyectos y perspectivas que también intentaban comprometerse con las luchas del presente. Ciertos defensores de la ortodoxia me excomulgaron del “marxismo”. Es irónico que a una persona marxista formada en el partido le nieguen la afiliación a un “partido” que ya no existe |quienes adquirieron el dominio de sus venerados clásicos en la universidad.
Después de Gamer Theory escribí algunos libros que intentan poner en circulación algunos de los materiales que el gentil mundo del marxismo académico mantiene a distancia. La playa bajo la calle (2011) y The Spectacle of Disintegration (2013) son libros sobre el antes y el después de la fallida revolución de 1968. Molecular Red (2015) es también un libro sobre la modernidad fracasada a gran escala: la de la Unión Soviética y la de Estados Unidos, desde el punto de vista de las corrientes marxistas disidentes.
Me crie intelectual, política e incluso emocionalmente en el movimiento obrero. A finales de los setenta, ya se pensaba que éramos un pueblo derrotado. Si uno se toma en serio la praxis, las derrotas en la práctica de nuestro movimiento (y esas derrotas han sido horribles en escala) significan que no podemos seguir repitiendo los mismos viejos tópicos teóricos. Hay que empezar de nuevo, extrayendo otros recursos del pasado.
Tengo la sensación de que me queda por escribir un libro más de esa serie. Trataría sobre los científicos marxistas británicos y su entorno social de los años treinta a los cincuenta. La mayoría han sido borrados de la línea canónica del “marxismo occidental”, y creo que eso es incapacitante. El Antropoceno cambia la relación entre el conocimiento científico y el humanístico, como cambia la relación entre el tiempo geológico y el histórico. Hay recursos allí, para nuestra época; una época que están en peligro, sin dudas.
No quiero hacer un comentario de mierda, pero escribí suficientes libros para tener dos carreras académicas. Como outsider provinciana con una incapacidad inherente para chupar las medias, mi carrera académica nunca iba a ser un ascenso estelar coronado por el prestigio institucional. (Soy lo bastante vanidosa como para pensar que tengo suficiente talento.) Doy clases de Artes Liberales a estudiantes de licenciatura y a algunos de máster. En cualquier caso, prefiero ser una escritora de la ciudad, de mi ciudad, Nueva York. Nunca tuve la tentación de abandonarla por motivos profesionales. Estaré aquí mientras las aguas suban a mi encuentro.
Además de ser descuidada con la gestión de mi carrera, eché por tierra toda la credibilidad que tenía en los estudios de medios de comunicación al declararme transexual. La disforia me afectaba. No pude soportarlo más. Me convertí en una de esas “transicionadoras tardías”.
Desde la relativa comodidad y seguridad de una vida de clase media, decidí escribir lo que me diera la puta gana. De ahí la secuencia de libros autotextuales, a partir de Dispositions. El siguiente fue accidental. El albacea de Kathy Acker quería publicar nuestra correspondencia por correo electrónico, que salió como I’m Very Into You (2015). Una en la que dos personas que no saben que son en algún sentido trans intuyen eso en el otro pero no saben qué hacer con eso que sienten. Después, Vaquera invertida (2020) y Raving (2023). Y ahora, Love and Money, Sex and Death (2023).
Hay muchas opiniones exaltadas sobre lo autotextual como narcisista, solipsista, un síntoma del neoliberalismo bla bla bla. Es un recurso retórico de los haters para meter todo en un síntoma gigante del que se declaran mágicamente exentos. Esa no es en absoluto mi experiencia lectora con lo autotextual. La escritura autotextual más interesante hace una de dos cosas, o incluso mejor, ambas: muestra cómo se crean los yoes y da cabida a un tipo de yo que, de otro modo, apenas llegaría a existir.
El yo de lxs transexuales, por ejemplo. A veces es un logro simplemente declarar, en la página, que existimos. Muchas otras personas reclaman autoridad sobre nosotrxs, nos narran en tercera persona, como si no estuviéramos en la sala. Somos objeto del discurso patologizante de los “expertos”. O somos extravagantes personajes secundarios en la ficción en tercera persona. Me estaba gustando The Passenger, de Cormac McCarthy, hasta que apareció su personaje trans, un manojo de clichés. La condición de posibilidad de la narración en tercera persona es la ignorancia mutua de escritor y lector, y la presunción de que el otro sobre el que se escribe no es también capaz de leer y escribir.
Todos estos pensamientos revolotean en mi cabeza mientras subo por Broadway, entre librerías, para firmar libros y sacarme selfies. Soy una extraña marxista que se vende para vender libros. Me he hecho fotos profesionales. Mantengo cuentas en las redes sociales. Hago lecturas, firmas, podcasts y entrevistas. Aprendo cómo funcionan los medios de comunicación contemporáneos, como siempre lo he hecho, estando en ellos. Me parece mucho menos hipócrita que fingir que no me interesan. Prefiero una (auto)teoría crítica a una teoría crítica hipócrita.
Foto de Z. Walsh
3.
Hay dos tipos de marxistas: quienes piensan que todo es capital y quienes piensan que todo es trabajo. Yo soy del segundo tipo. Lo que la forma mercancía oculta a la percepción es que siempre es el producto del trabajo socialmente organizado.
Por ejemplo, mi libro. Aparece como mercancía en la librería. Si lo comprás, la librería se queda con un 40-45 por ciento, el resto se lo reparten la distribuidora (Penguin Random House), que se queda con un 20 por ciento, y la editorial (Verso), que se queda con un 25 por ciento, lo que deja menos de un 10 por ciento para mí. Hay muchos tipos de trabajo implicados. Lxs librerxs, lxs transportistas, lxs almacenistas, lxs impresores. Incluso Verso Books, mi editorial de izquierda, necesita que mi libro se venda para pagar el trabajo que lo ha hecho posible. Editorxs, correctorxs, diseñadorxs, jefxs de producción, encargadxs de prensa. Mi relación con el trabajo de hacer libros es un poco diferente. Tengo un contrato por el que cedo ciertos derechos a Verso a cambio de un anticipo y un porcentaje de las ventas.
Se podría criticar la forma en que la mercancía ha saturado todo el proceso. La escritura y la creación de libros están subordinadas a la extracción de un beneficio de nuestro trabajo colaborativo. La forma mercantil convierte la promesa de la escritura de la posibilidad de la diferencia textual en la reproducción de la uniformidad. La uniformidad de la categorización, que disciplina la diferencia hasta convertirla en repetición.
Lxs transexuales, por ejemplo. A veces es un logro simplemente declarar, en la página, que existimos. Muchos otros reclaman autoridad sobre nosotrxs, nos narran en tercera persona, como si no estuviéramos en la sala. Somos objeto del discurso patologizante de lxs “expertxs”. O somos extravagantes personajes secundarios en la ficción en tercera persona. Me estaba gustando El pasajero, de Cormac McCarthy, hasta que apareció su personaje trans, un manojo de clichés. La condición de posibilidad de la narración en tercera persona es la ignorancia mutua entre quien escribe y quien leer, y la presunción de que el otrx sobre el que se escribe no es también capaz de leer y escribir.
Todos estos pensamientos revolotean en mi cabeza mientras subo por Broadway, entre librerías, para firmas y selfies. Soy una extraña marxista que se vende para vender libros. Me he hecho fotos profesionales. Mantengo cuentas en las redes sociales. Hago lecturas, firmas, podcasts y entrevistas. Aprendo cómo funcionan los medios de comunicación contemporáneos, como siempre he hecho, estando en ellos. Me parece mucho menos hipócrita que fingir que no me interesan. Prefiero una (auto)teoría crítica a una teoría crítica hipócrita.
Los editores comerciales están en el negocio de minimizar el riesgo, pero eso, a su vez, tiene el riesgo de caer en el aburrimiento. De vez en cuando se arriesgan con algo un poco diferente. Si eso funciona, entonces ves salir un montón de cosas uno o dos años más tarde que lo utilizaron como comparsa. Después de que Maggie Nelson tuviera un pequeño éxito con Los argonautas, muchos agentes y editores estaban buscando otra Maggie Nelson. Y eso no es culpa de Maggie Nelson.
El autotexto es una táctica de escritura que en realidad existe desde hace mucho tiempo bajo diversos nombres; pero si sólo te informás sobre la cultura del libro a través de folletos publicitarios, parece que la autoficción es una tendencia reciente. Una lectura marxista desde el punto de vista del capital podría ser entonces: ¡Ajá! La autoficción es la lógica del mercado sobredeterminando el proceso de escritura. Autoficción es igual a neoliberalismo. Autoficción es igual a telerrealidad, igual a selfies, igual a narcisismo, igual a capital neoliberal.
Si tu marxismo (más bien “no dialéctico”) sólo percibe desde el punto de vista del capital, entonces, al igual que el capital, encuentra uniformidad en todas partes. Esto me parece un poco perezoso e, irónicamente, “neoliberal” a su manera. Tomar la apariencia de las cosas en el mercado como alegorías del capital en acción, y sólo del capital. Todo es capital. Lo que es, por supuesto, la teoría clave del neoliberalismo: que todos somos sólo “capital humano”. De ahí: marxismo neoliberal, en el que todo es capital, pero eso es malo.
¿Cómo se ve todo esto desde el punto de vista de ese marxismo en el que todo es trabajo? Escribir es trabajo, en cierto modo. El escritor, como el obrero, sólo tiene tácticas al mismo tiempo dentro y contra la producción de mercancías. A veces son las mismas tácticas, a veces otras diferentes. La mayor parte del trabajo bajo el capitalismo es la producción de lo mismo. La organización del trabajo por el capital lo reduce a la repetición, en nombre de la medida, la eficiencia, la extracción de valor.
Escribir es trabajo, pero un trabajo que hace algo más: produce diferencia. Una obra escrita sólo puede convertirse en mercancía si presenta una cantidad mensurable de diferencia con respecto a las obras existentes. La contradicción de escribir para la prensa especializada es que el libro tiene que ser lo suficientemente diferente como para ser una obra de “propiedad intelectual” vendible y, al mismo tiempo, lo suficientemente igual como para parecerse a otras obras que han tenido éxito. Hay toda una industria que enseña a los escritores cómo hacerlo: libros de instrucciones, talleres, Masters de escritura creativa. Y los agentes, cuyo trabajo consiste en limpiar a los escritores para el mercado como si se tratara de un coche usado.
¿Qué puede hacer una escritora? Una táctica es negarse. Pegarse a la periferia de la industria, a las pequeñas editoriales, a los circuitos de escritura y lectura que hacen todo lo posible por desmercantilizar esa relación. Estoy a favor de los colectivos editoriales con agendas políticas, pero no suelen durar mucho y les cuesta conseguir distribución. También hay editoriales sin ánimo de lucro. Gran parte de ese mundo se financia con subvenciones de fundaciones, que tienen sus propias agendas. Les gusta apoyar la diversidad, pero les gusta mantener a los “diversos” en su sitio.
Otra táctica consiste en escribir dentro y en contra de las formas dominantes en el mercado, escribiendo a través de las experiencias contradictorias de intentar vivir cualquier tipo de vida creativa en el espacio de juego de las condiciones actuales. Cuando lo autotextual me resulta interesante, es porque está haciendo eso. Es una escritura en la que el proceso de su propia creación está presente tanto en la forma como en el contenido del propio libro. No es la única táctica de escritura que puede hacer eso, pero esta es una opción divertida.
Podemos concebir la escritura como un trabajo, pero el problema es que nunca sé realmente qué parte es el trabajo. Seguro que mi libro nunca habría llegado a la mesa de la librería Rizzoli si no me hubiera pasado horas sentado frente al portátil en los cafés. Y a veces escribo mientras bailo, tengo sexo o me ducho. ¿Qué parte de esto es trabajo? ¿Cómo la forma de vida moldea la forma de escritura? Lo autotextual podría ser, entre otras cosas, una táctica para escribir en la que la gente que hace trabajo creativo -la clase hacker- se comunica entre sí sobre el problema que comparten respecto a las conexiones entre la práctica de la vida y la práctica del arte.
4.
Cualquier escritor puede desplegar tácticas autotextuales, incluidos los que disparan a las esposas y los que las acuchillan (William Burroughs, Norman Mailer). A mí me interesa cuando proviene de lx excluidxs del conjunto. De aquellxs cuyo derecho a ser humanxs, por no hablar de humanxs creativxs, está en entredicho. Mi lectura de lo autotextual comenzó con Nuestra Señora de las Flores de Jean Genet. Es la escritura carcelaria, la escritura homosexual, y quizás incluso la escritura trans, que le da existencia a quien escribe a través de la capacidad de fabular la situación en la que lo hace.
Despojada de sus rizos estilísticos, esta táctica aparece más tarde en la escritura gay francesa: en Hervé Guibert y Guillaume Dustan. La prosa directa y mínima de este último también procede, en parte, de los últimos libros autotextuales de Marguerite Duras, como el texto Escribir, que trata exactamente de eso. O la ya famosa obra de Annie Ernaux, Los años contiene toda la experiencia de la posguerra francesa vivida por una mujer provinciana.
Lo autotextual como forma de entrelazar lo personal y lo político es todo un subconjunto de tácticas, por ejemplo: Borderlands / La Frontera de Gloria Anzaldua, Zami de Audre Lorde y Stone Butch Blues de Leslie Feinberg. Son libros que tratan de las negociaciones que implica producir solidaridad a partir de la diferencia. ¿Cómo se puede negociar ser a la vez marica y camarada? Los tres surgieron del mundo de las pequeñas editoriales, un mundo relativamente libre de las restricciones de categoría de los holdings editoriales.
Quizá la mejor forma de acceder a lxs escritorxs de la Nueva Narrativa sea a través de la antología editada por Dodie Bellamy y Kevin Killian, The Writers Who Love Too Much (Los escritores que aman demasiado). Este libro hace hincapié en la producción colectiva, al mismo tiempo, de un medio gay y de un medio de escritura que se solapan. Teoría y chisme anidan el uno en el otro en la misma página autotextual.
Varixs escritorxs trans han recurrido a lo autotextual, desde Mucus in My Pineal Gland, de Juliana Huxtable, hasta The Fifth Wound, de Aurora Mattia, pasando por Time Is the Thing a Body Moves Through, de T. Fleishmann. Lo autotextual es una táctica para que lxs escritorxs trans se escriban unxs a otrxs, para compartir el trabajo y el juego a través de los cuales escribimos nuestros libros y nuestros cuerpos.
El escándalo de Amo a Dick de Chris Kraus no fue tanto que escribiera sobre sexo como que escribiera sobre dinero. Junto con Hedi El Kholti, Kraus dirigió la legendaria editorial teórica Semiotext(e) hacia lo autotextual. Hedi trajo a los autores queer franceses: Guibert, Dustan y varios otros. Chris aportó Heroínes, de Kate Zambreno, un meta autotexto sobre la tensa situación de vida/escritura de las mujeres modernistas. I’m Very Into You y Vaquera invertida vieron la luz gracias a estas mismas conexiones.
Semiotext(e) también publicó mi libro favorito de Kathy Acker, Hannibal Lector, My Father. Incluye textos tempranos que juegan con tácticas autotextuales, junto con una de las brillantes entrevistas de Sylvère Lotringer, en la que Kathy despliega una teoría y una práctica del autotexto. En Philosophy for Spiders (2021), intento mostrar cómo Kathy sacó la escritura de su zona media de respetables expresiones públicas en dos direcciones a la vez: hacia lo más íntimo y hacia lo más abstracto. Podía escribir sobre masturbación y postcapitalismo en la misma frase.
Testo Yonqui, de Paul Preciado, tiene mucho sentido si has leído algo de lo anterior. Pasa de la autoadministración de testosterona a una teoría del capitalismo de posguerra que centra la producción de sexo en técnicas farmacéuticas y pornográficas. También es un libro explícitamente marxista, que cuestiona a los teóricos italianos y franceses del “capitalismo cognitivo” centrándose en la situación de lxs transgresores de género radicales, cuya experiencia de la vida mercantilizada es difícilmente reducible al trabajo “cognitivo”.
Testo Yonqui es la fuente secreta/salsa de mi propio libro Raving. Ambos intentan conectar prácticas particulares con las formas de abstracción real que dominan el mundo contemporáneo. Si se parte de las prácticas, se pueden apreciar las diferencias en la forma de vivir y trabajar de la gente. No hay solidaridad sin apreciación mutua de la diferencia. Podés comprender cómo la totalidad en la que vivimos y trabajamos tiene contornos históricos particulares, que parecen haber mutado. O, como digo en otro libro: Capital is Dead: Is This Something Worse (El capital ha muerto: ¿es esto algo peor?) (2019).
Por último, se puede apreciar cómo esa totalidad aparece de manera diferente cuando se percibe desde distintas situaciones, a través de distintos métodos de trabajo. Me gusta más lo autotextual cuando se extiende más allá de lo particular. Cuando alcanza lo particular-universal, la totalidad percibida desde un punto de vista. No es el universal-universal de la narración en tercera persona, esa totalidad incognoscible de totalidades. Lxs escritores no son dioses. Lo autotextual es el creador vuelto secular.
Para la práctica de escribir autotextos hay una práctica correspondiente de lectura, que traza conexiones entre lo universal particular percibido a través de diferentes métodos de trabajo, en nombre de una producción de conocimiento basada en la camaradería. Eso es lo que he tratado de hacer en mis libros General Intellects (2017) y Sensoria (2020), ambos dedicados al trabajo de otros que he leído como habiendo producido interesantes particulares-universales de diferentes situaciones a través de diferentes métodos.
McKenzie Wark durante su visita a España. Foto Rebeca Balas
5.
El peligro de escribir en tercera persona es la vista aérea que borra o suprime los particulares que no puede totalizar. El peligro de escribir en primera persona es limitarse, voluntaria o involuntariamente, a lo particular, lo que excluye todo sentido de totalidad. ¿Y la segunda persona?
El epistolario siempre me ha intrigado. También ha sido una táctica para ciertxs escritores modernxs y contemporánexs, desde Zoo, de Victor Shklovsky, hasta The Sluts, de Dennis Cooper. Es una táctica sorprendentemente común en la escritura trans reciente, como A Queen in Buck’s County, de Kay Gabriel, Faltas, de Cecilia Gentili, y Dear Senthuran, de Akwaeke Emezi. La segunda persona aleja al escritor de sí mismx y lo acerca al otrx, y al dirigirse al otrx dentro del texto, modela modos de interpretación para el otrx del libro, quien está leyendo.
Esto tiene su utilidad para la escritura trans a la hora de enfrentarse a lxs lectorxs, incluso a lxs lectores trans, acostumbradxs a percibir la trans-idad a través de la mirada cis que nos categoriza como objetos que hay que descartar, de los que hay que desconfiar, de los que hay que hablar o por los que hay que hablar. Así: Amor y dinero, sexo y muerte es una serie de cartas a madres, amantes y otras personas sobre las prácticas de creación y realización de unx mismx, dentro de determinadas limitaciones históricas, políticas y culturales.
No es teoría crítica, es (auto)teoría crítica. Estoy desencantada con las corrientes del marxismo académico que lo han convertido en doxa. Para Roland Barthes, un gran exponente de la teoría (auto)crítica, la doxa es la transformación de la historia en naturaleza. Tal que nos encogemos de hombros y decimos: “Siempre ha sido así. Simplemente es lo que es”. La doxa marxista es la creencia de que no sólo todo es capital, sino de que la esencia del capital es eterna y nunca cambia. Sólo cambian sus apariencias. El mundo de las apariencias, el mundo de los sentidos, por cierto también el mundo del trabajo y el juego y las prácticas de todo tipo, aparecen sólo en negativo, como derivaciones de una esencia que sólo el sabio teórico crítico puede observar desde una distancia señorial.
No pretendo que una (auto)teoría crítica sea una noble alternativa ética. Al contrario, estoy de gira por las librerías para promocionar mi libro como un abrazo a las contradicciones de estar dentro de la forma mercancía y al mismo tiempo en su contra. Mis motivos son variados. Creo que es una buena práctica, pero también me gusta llamar la atención y que me paguen los derechos de autor.
Para que el marxismo tenga alguna continuidad, creo que tiene que ser más vulgar, más común, carnal y “mal educado”. Necesita refugio fuera de la academia, que moldeó el marxismo a su propia imagen más de lo que a lxs marxistas académicxs nos importa admitir. La lucha por la liberación es una lucha continua de derrota y renovación. Cuando la teoría no pasa la prueba de la práctica, entonces la práctica debe darle forma a su renovación. Como siempre fue: lo que llegó a considerarse marxismo “maduro” vino después de las derrotas de 1848.
Estos son otros tiempos, y estamos a la defensiva contra el fascismo que se arrastra por todas partes. Frente a esto: ¿cuál es ahora nuestra imagen de la buena vida? Quizá se encuentre en fragmentos de lo cotidiano, cuando podemos vivir sin tiempos muertos. Mientras cogemos, mientras bailamos, mientras paseamos sin horario. Cuando vislumbramos otra ciudad para otra vida. Escribamos eso.