REÍR Y PENSAR

REÍR Y PENSAR

Por Osvaldo Baigorria 

Un libro de Caja que disfruté mucho en 2019 fue Del infinito al bife, la biografía coral de Federico Manuel Peralta Ramos que armó Esteban Feune de Colombi después de recoger –si no conté mal– 174 testimonios sobre aquel “pedazo de atmósfera” a través de todas las vías posibles: teléfono fijo y móvil, mensajes de texto, redes sociales, mails, fragmentos de artículos y entrevistas presenciales a amistades, familiares, mozos de bar, cineastas, actrices, artistas, músicos, poetas, críticos, etc.

Por razones de diferencia en clase social, edad, lejanía y tal vez prejuicio, fui de aquellos que no se acercaron a la Recoleta ni a la Manzana Loca de Buenos Aires en los años 60-70, y por lo tanto no pude conocer al Niño Federico. También por suspicacia contracultural, su aparición televisiva como un grandote de cara seria, peinado prolijo, traje, corbata y ojos alucinados en los programas de Tato Bores no despertó mi interés en aquel momento, salvo por la gracia con la que desarmaba las costumbres con las armas del absurdo. Pero las anécdotas y el rumor de elite acerca de sus chistes, charlas, recitados y canciones imprevistas en La Biela, el Florida Garden o la Galería del Este, lo hicieron cada vez más insoslayable en la bohemia porteña y finalmente tuve que rendirme a la evidencia: aunque su capacidad como humorista pudo haber opacado cierto rol precursor como artista conceptual y también el lugar anómalo que ocupó como poeta, todo el conjunto de sus intervenciones finalmente lo mantuvo vivo en el firmamento del mito.

Las leyendas abundan y las historias también. De aquel célebre banquete que dio en el Hotel Alvear para veinticinco personas en 1968, en el que se supone que dilapidó los 6000 dólares que había ganado con la beca Guggenheim pero que en realidad fue solo uno de los gastos de ese dinero –si bien el más resonante– entre otros como la compra de cuadros, ropa y grabación del disco Soy un pedazo de atmósfera, algunas voces dijeron que fue una “cena paqueta”, otras que había solamente milanesas con papas fritas, y otras que hubo invitados que en realidad no estuvieron. De su compra del toro campeón charolais en un remate de la Sociedad Rural en 1966 sin tener fondos propios con la idea de exponerlo como obra de arte en el Instituto Di Tella, algunos creen que realmente lo expuso, pero de hecho su padre tuvo que anular la operación y confinar temporalmente al “loquito” en una clínica psiquiátrica. El doctor Rojas-Bermúdez lo asistió para atravesar esa y otras crisis: lo diagnosticó como “psicodiferente”. También lo ayudó el haloperidol. Y unos cien dólares mensuales que aportaba su papá y que el Niño Federico a veces gastaba en pocos días, para luego vivir de préstamos de amigos. Oligarca de nacimiento pero no por adopción de valores, su cuna de origen lo sostuvo en la verosímil autodefinición “tengo una incapacidad innata para ganarme la vida”.

Como maestro de la respuesta desplazada e incongruente pero rara vez cínica, Federico parece haberse formado como un performer que pulió reflejos en cafés, cabarets y encuentros casuales. Si alguien le preguntaba qué planes tenía para para el año siguiente, diría “estar presente”. Si la cuestión era qué podíamos hacer frente al sida, “masturbarse hasta que aclare”. Si le preguntaban cómo se hacía la paja, “con las uñas pintadas”. En cuanto a la pregunta por si creía en la vida de la muerte, respondía: “sí, hay otra vida, pero es carísima”.

El libro de Feune de Colombi es eficaz en su distribución de peripecias y reflexiones, ya que en vez de agotar la lectura con largas exposiciones, despliega los testimonios en textos breves, a veces de una frase mínima y siempre inferiores a una página, con lo cual se arma una historia de vida que cuenta con un índice onomástico de entrevistados y una cronología final con datos biográficos duros.

Lo más cierto de todo es que en épocas siniestras, ese anarco aristrócrata de espíritu supo  desestructurar las convenciones y burlarse de la autoridad y la frivolidad con ternura. “¿Qué es el arte?” se preguntaba en un poema. Su respuesta: “Hacer reír y pensar”. Una respuesta de niño. De lindo niño.

Osvaldo Baigorria. Nació en Buenos Aires en 1948. Entre 1974 y 1993 vivió en Perú, Costa Rica, México, Estados Unidos, España, Italia y Canadá, desempeñándose en este último  país como sembrador de árboles, traductor y asistente en programas de ayuda a refugiados de la Argenta Society of Friends y miembro cofundador de una comunidad rural en los bosques al oeste de las  Montañas Rocosas. También recibió becas de estudios para desarrollar proyectos de investigación sobre narrativas aborígenes, minorías y medios de comunicación. Escribió y colaboró en diversos medios, entre ellos las revistas Ñ, Crisis, Cerdos & Peces, El Porteño, Ajoblanco, Mutantia, Uno Mismo, Página/30 y en los diarios Página/12, Perfil, El Independiente El Mundo. Publicó, entre otros libros, En pampa y la vía, Correrías de un infiel, Sobre Sánchez, Poesía estatal y Cerdos & porteños. En la actualidad es docente universitario, titular de cátedra en la carrera de Comunicación, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.

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BAJO UNA PILA DE TRONCOS

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Por Mercedes Halfon 

Lxs amigxs de Caja Negra me propusieron que escriba sobre Ningún lugar a donde ir, editado por ellos por primera vez en castellano en el año 2008. Me gusta escribir sobre un libro que no es una novedad. Que hace mucho que está en las librerías y sobre todo, en las bibliotecas de otros lectores, muchos de ellos amigxs míos y otros que podría considerar cercanos, por el simple hecho de ser devotos de este artista enorme y extraño que es Jonas Mekas. Cuando se editó el libro, yo era estudiante y una periodista cachorra, no creo haber tenido la menor posibilidad de escribir sobre él en ningún lado. Pero me conseguí el libro y lo leí, posiblemente en unas vacaciones de verano. En ese espacio incierto que se abre sin obligaciones ni inminencias me adentré en este diario, que su autor escribió en la juventud y publicó muchos años después, cuando ya era un artista consumado. Por muchas razones es un libro único, la experiencia de Mekas es la de muchos europeos desplazados en el fin de la Segunda Guerra Mundial, pero sus vivencias y el modo de narrarlas, lo hace diferente a todas las demás. Creo que al toparme con las primeras páginas –una lectura de la que no iba a tener que dar cuenta a nadie, ahora que lo pienso, fue mucho mejor así– me di cuenta de que estaba ante una voz que iba a cambiar mi manera de relacionarme con las palabras, los objetos y las imágenes para siempre, que su vida iba a acompañar a la mía, a iluminarla, a señalar las elecciones correctas, aun en su diferencia radical, en lo incomparable de sus experiencias.

Fue hijo de una familia de campesinos lituanos, poeta y estudiante de filosofía, pero la Segunda Guerra Mundial partió su vida a la mitad. En 1944, un Mekas extremadamente joven, que aún vivía en Semeniškiai, escribió textos para un boletín clandestino que denunciaba las actividades alemanas en su país. Si bien escondió la máquina de escribir con que habían realizado la publicación bajo una pila de troncos en el patio de su casa, la máquina fue robada. Antes de ser identificado como el autor de esos textos, tuvo que huir junto a su hermano Adolfas. Tanto los nazis como los soviéticos eran un peligro para él. Así  inició una errancia durante algunos meses que se convirtieron en años y luego en décadas, sin poder volver a su Lituania natal. Toda esta historia es la que narra en su extraordinario diario Ningún lugar a dónde ir: el viaje que en emprendió a través de Europa destrozada, una migración difícil pero que nunca termina de ser del todo dramática, porque Mekas siempre está dispuesto a ver más de lo que hay, a tener una reflexión más hermosa, más singular, siempre lejos de la desesperación, buscando los lugares de intensidad y de vida.

Vuelvo a la imagen de la máquina de escribir escondida bajo una pila de troncos. No puedo explicar por qué, pero me parece que condensa algo del poder de Mekas: su ética siempre un poco anarquista, silvestre, poética, de una belleza difícil de igualar.

El diario comienza diciendo: “No soy un soldado ni un partisano. No estoy apto física ni mentalmente para ese tipo de vida. Soy un poeta. Que los países grandes luchen. Lituania es pequeña. En toda nuestra historia las grandes potencias han marchado sobre nuestras cabezas. Si uno se resiste o no tiene cuidado, termina convertido en polvo bajo las ruedas de Oriente y Occidente. Lo único que podemos hacer los pequeños es, de alguna forma, intentar sobrevivir.” 

Ese mensaje, todavía hoy resuena en mi cabeza. Imposible no conmoverse con esa aguerrida defensa de lo pequeño, lo indeterminado, lo marginal. El relato de las vidas que existen al costado de los grandes poderes y las grandes luces, que se sostienen en su no protagonismo, que son testimonios a contrapelo, que hacen de la sombra su fortaleza.

El poeta finalmente logra la salida al mar y llega a Nueva York, imantado por las luces que ve desde el océano. Y ahí se queda hasta el fin de sus días. Aunque una vez allí, no terminan sus problemas. Exiliado y pobre, trabaja como obrero, luego se convierte en fotógrafo y tiempo más tarde en cineasta experimental, llevando su clásica Bolex a todos lados. Todo este comienzo también es narrado en el diario. Es curioso, en cada objeto artístico suyo –libros, películas, entrevistas– las condiciones de su vida –lituano, exiliado, obrero, artista– se dan a la vez, superpuestas, ninguna de sus experiencias se olvida sino que se eleva a una instancia superior. Eso lo convierte en una voz tan poderosa, tan sabia, de tanta originalidad. Y esto literalmente. ¿Cómo olvidar acaso su voz, en los off de sus películas? El inglés extrañamente pronunciado, lento, como si se tratara de versos que un poeta no está leyendo, sino que está recordando.

En algún momento Ningún lugar adonde ir estuvo agotado. Y con un grupo de amigas con quienes compartíamos un taller de poesía decidimos hacer un grupo de Facebook para luchar por su reedición. La lucha fue breve, la verdad. Al notar el interés, lxs amigxs de Caja Negra pusieron manos a la obra. Y el libro volvió a salir, a ser novedad otra vez, con otra tapa y nuevos comentarios. Yo tengo la primera, con colores celestes casi plateados y un destello rosado en un extremo, que es como esos glimpses de los que Mekas habla en sus películas, atisbos de belleza con los que se iba encontrando a medida que vivía. Pero otros pudieron recién en ese momento hacerse de la segunda edición. Y leerla. Y escuchar esa voz que dice “¡Huyamos al oeste! ¡Al oeste!”. Esa voz es la que se pone en marcha, siempre de nuevo, siempre cargada de belleza, nada más empezar a leer Ningún lugar a donde ir.

Mercedes Halfon nació en Buenos Aires en 1980. Es escritora, periodista cultural y curadora en artes escénicas. Escribe en el suplemento Radar de Página/12. Es docente de poesía en la carrera Artes de la Escritura en la UNA. Es curadora del ciclo teatral Invocaciones, en el Centro Cultural San Martín. Dirigió en colaboración con Laura Citarella el film Las poetas visitan a Juana Bignozzi, ganador del premio a Mejor Director en el Festival Internacional de cine de Mar del Plata. Ha publicado los libros de poesía Hebilla de pasto (2012, Vox) y Lámparas ideales (2019, Ediciones Liliputienses, España) Sus novelas El trabajo de los ojos (2018) y Diario Pinchado (2020) fueron publicadas en Argentina, Chile y España. 

Foto: Catalina Bartolomé

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ALEXANDER KLUGE Y SU JARDÍN DE GENTE

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Por Fabián Casas 

Cuando se fundó lo que después sería denominado como la Escuela de Fráncfort, varios de los principales animadores de ese movimiento estaban fascinados con el joven Marx. Para Erich From y Herbert Marcuse, por ejemplo, la lectura de los textos juveniles de Marx fueron centrales a la hora de ponerse a “realizar” la filosofía. Adorno no estaba tan fascinado por el joven Marx, pero pensaba igual —en su ensayo “Sobre la situación actual de la música”, de 1932— que el capitalismo era un lugar donde todos los caminos estaban cerrados, donde los seres humanos no podían acceder a la vida propiamente dicha. Creo que gran parte del catálogo de los libros que viene publicando Caja Negra en la Argentina habla de este tema central. El capitalismo es un virus que no puede ser derrotado, así que hay que encontrar la manera de convivir con él, tratando de rescatar esa potencia que nos habita y que muchos llaman “vida”. Adorno, dice Alexander Kluge en su hermoso libro El contexto de un Jardín, no sabía tomarse solo ni un tranvía. Y lo recuerda, también, como una persona “que vivió la vida poco práctica de quién ha sido un niño sobreprotegido”. Alexander Kluge es un heredero del inconformismo de la Escuela de Fráncfort. Pero a diferencia de muchos de estos teóricos, tiene la prosa y la sabiduría no de los filósofos (que a veces agobian con sus estructuras sintácticas paratácticas), sino la de los poetas. El libro de Kluge, finito, que es el compendio de una serie de discursos que el escritor dio al recibir algunos premios, es una muestra contundente de lo bueno que es que una determinada persona, con un amplio y riquísimo vocabulario espiritual, se ponga a trabajar en contra de la grieta y a favor de tender “puentes” y de la “hospitalidad” de la escucha. El contexto de un jardín tiene que lidiar con las malas hierbas, las plantas carnívoras y venenosas del siglo XX: las guerras mundiales, las guerras zonales, los atentados terroristas y la poca confianza que a uno le queda con la raza humana. Kluge es un dulce escritor de resistencia. Alguien puesto a pensar qué hacer con “los huecos que deja el Diablo”. En sus discursos funda una antirretórica tan propia de estos eventos donde alguien se pone a hablar para cumplir. Para Kluge, la oportunidad de hablar frente a un público (es decir, dentro de la esfera pública) es casi un género nuevo. Y cuando lo hace sobre escribir, dice cosas como esta: “¿Qué es un autor literario? Un autor literario es alguien que en la infancia escuchaba historias que le contaban. La narración inmediata, la escucha atenta, el ímpetu del discurso vívido del adulto: eso es la modulación, el ser a la luz del cual internamente decidimos entre importante y no importante, corto o largo, aceptación o resistencia”. Epicuro jamás soñó las tragedias con las que tuvo que lidiar Kluge para construir su “spinettiano”  jardín de gente. En el texto sobre Adorno, Kluge habla sobre la Dialéctica de la Ilustración, donde se escribe “sobre la génesis de la estupidez”. Dice: “La inteligencia, la curiosidad despierta, el corazón de la filosofía, son comparados allí con la antena de un caracol. Este es un atributo que no solo tienen los seres humanos, sino también los animales. Este espíritu despierto solo se atreve a salir “con extrema cautela”. Si es lastimado, si lo amenazan el espanto o el terror, vuelve a replegarse en su casita. Desde afuera se ve como estupidez. También da la impresión de pereza y pasividad, pero en su sustancia es solo otro grado de agregación de lo vivo”. Para Kluge, reforzar ese carácter delicado es el trabajo de la formación cultural.

Fabián Casas nació en Boedo en 1965. Es poeta, narrador, ensayista y periodista. Publicó Horla City y otros. Toda la poesía 1990-2010, La supremacía Tolstoi, Ensayos bonsai, Ocio, Los Lemmings y otros y Titanes del coco. Fue guionista de la película Jauja, dirigida por Lisandro Alonso y protagonizada por Viggo Mortensen. Es hincha de San Lorenzo.

 

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Por María Negroni 

Inventor de falanges, mobiliarios celestes, alfabetos pasionales, super-niños, olimpíadas culinarias, y muertos transmundanos, Fourier siempre me pareció insuperable. Boris Groys, el autor de Volverse público, me sacó de ese error en uno de sus capítulos, “Cuerpos revolucionarios”. 

Al parecer, varios físicos y filósofos, que actuaron y pensaron durante la Revolución Rusa, consiguieron sobrepasar sus fantasías, llevando la quimera al plano estrictamente político. Me refiero, sobre todo, a Aleksander Bogdanov y Nikolai Fiodorov.

De Aleksandr Bogdanov sabemos que fue físico y amigo de Lenin, y que fundó y dirigió en los años veinte un Instituto para la Transfusión de Sangre, con el que esperaba aminorar el envejecimiento o detenerlo por completo. Su objetivo era impulsar una solidaridad intergeneracional. Sin eso, pensaba, resultaría imposible imponer una sociedad más justa.

El segundo, que formuló por primera vez el derecho a no morir, otorgándole carácter de reivindicación legítima, tenía una confianza ciega en la tecnología y su objetivo era alcanzar la vida eterna para todos. Su lema era incontestable: “No a la discriminación de la muerte”. Solo garantizando la perdurabilidad de las generaciones futuras y resucitando artificialmente a los muertos, existiría una real equidad entre los integrantes de la sociedad, y se eliminarían por completo los privilegios.

Fiodorov consideraba que la Revolución tenía una falla fundamental. La inmolación de las generaciones actuales en beneficio de las futuras representaba para él una indignante injusticia histórica: el socialismo como explotación de los muertos por los vivos.

No fueron los únicos que formularon ideas de este tipo. Aleksander Svyatogor, líder del grupo anarquista ruso “Inmortalistas”, también abogaba por los derechos humanos asociados a la existencia (inmortalidad, resurrección y rejuvenecimiento). Coincidía con Fiodorov en que el Estado debía garantizar tales derechos para hacer viable el verdadero socialismo. La muerte, afirmaba, separa a la gente y la propiedad privada no puede ser eliminada mientras cada ser humano detente un fragmento privado de tiempo.

La inventiva, digamos, tenía su lógica y no faltaron adeptos que llevaron el delirio, si cabe, aún más allá. Hubo quienes promovieron una sociedad de inmortales a escala interplanetaria, otros que dedicaron textos a la patrificación de los cielos, es decir a la conversión de los astros en lugares habitables para nuestros padres resucitados, y otros que, anticipándose a Benjamin, vieron en el “copiado” el método ideal para la producción artificial de la vida eterna.

Se recordará que Bram Stoker había publicado, pocos años antes de estos desvaríos, su novela Drácula. El dato importa porque esa novela pasa concisa revista a las ventajas y, sobre todo, las desventajas de la inmortalidad. Su personaje, el famoso vampiro de Transilvania, oscila entre la potencia depredatoria y la vulnerabilidad de la orfandad, la soledad y el deseo, revelando, con sus incontables padecimientos, que la eternidad no alcanza para suprimir o enmendar la carencia metafísica que nos constituye.

Fausto, Frankenstein, El Golem, El retrato de Dorian Gray (para citar solo algunos ejemplos memorables) confirman, si fuera necesario, esta penosa verdad y vuelven patente la ambivalencia humana ante la utopía de la perduración sin límites.

Visto desde esta perspectiva, el vampiro de Bram Stoker sería simultáneamente la premonición inglesa de estas quimeras rusas, su signo distópico, y la advertencia de que la desmesura, como nos enseñó Goys (y Andrei Platónov en su novela La excavación), siempre engendra monstruos. Es también un sutil recordatorio de que la literatura y, por extensión el arte y los sueños, mantienen con la política una relación mucho más compleja de lo que se cree. 

Descargá “Cuerpos inmortales”, incluído en Volverse público, de Boris Groys. 

María Negroni. Nacida en Rosario en 1951 es escritora, poeta, ensayista, profesora y traductora. Doctorada en Literatura Latinoamericana en Columbia University, vivió durante muchos años en Nueva York, dedicándose a la actividad académica y a la escritura. En 1994 recibió la Beca Guggenheim en poesía. Ha sido traducida al inglés, francés, italiano y sueco. Ha publicado ensayos como Museo negroGalería fantástica y Ciudad gótica y novelas como El sueño de Úrsula y La anunciación, además de varios volúmenes de poesía. En 1997 ganó el Premio Nacional del Libro Argentino por El viaje de la noche, en 2002, el PEN Award al mejor libro de poesía en traducción por Islandiay recientemente recibió el Premio Konex en Poesía. En la actualidad, dirige la Maestría en Escritura Creativa de la UNTREF

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Por Luciano Lahiteau 

A inicios de octubre, un periodista de rock tuiteó la portada de Caravana (2019), el primer álbum de Wos, y se permitió la siguiente reflexión: “Hoy cumple 1 año este gran disco de Wos. Por como (sic) está el país, la tapa parece premonitoria”. En la imagen está el joven rapper porteño en su silla de playa, mientras detrás suyo un camión arde y un perro huye divertido. 

La referencia al fuego que por esos días ennegrecía miles de hectáreas en 11 provincias argentinas era tenue y descentrada, y del todo imprecisa. En la portada, Wos descansa desafiante con los pies sobre el asfalto de un estacionamiento, como si hubiese sido él el autor de la osadía piromaniaca y no el último reservorio del buen pensar progresista que parece haberle caído en gracia, como etiqueta, apenas publicó sus primeras canciones.

Si en cambio pensamos a 2019 como el año de la convulsión del cuerpo social y a esta continuación pandémica como su colapso, la portada es aún más anacrónica. El año pasado, cuando la ira y el ahogo impulsaron a manifestantes de varios países del mundo a ampollar la piel de las democracias de Estados Unidos, Chile y el Reino Unido, entre otras, en Argentina se vivió una transición inesperadamente larga, ordenada y pacífica. Un gobierno fracasado se retiró en fade out y otro asumió con la promesa de volver a encender la economía, unir a los argentinos y reponer un futuro que estaba en el pasado: el país normal que la misma fuerza política había proclamado en los albores de este siglo. La gestión del caos como aspiración máxima de mayorías que redujeron sus pasiones a un conservadurismo intuitivo, guiado por el terror psíquico a una precarización todavía mayor. Más que la virtud de la premonición, la tapa de Caravana acertó al anticlímax de su tiempo presente (en el que las cosas volvían en lugar de extinguirse); y a la desconexión con un porvenir marcado por la fragmentación, el encierro, el agotamiento y la ausencia de iniciativas ante el horizonte yermo del capitalismo insuperable.

Con su álbum, Wos quedó atrapado en el umbral de un futuro que no es posible, ni lo era entonces. Su música habita en un pliegue del tiempo, uno de esos baches nostálgicos que identificó Fredric Jameson, donde las tecnologías recrean una estética sonora de un período histórico determinado, pero que pertenece en realidad a un tiempo que nunca existió. En Los fantasmas de mi vida, Mark Fisher encontró este rasgo en el soul añejado de Amy Winehouse y en los eternos ochenta del que venían los Arctic Monkeys. El de Wos se inscribe en un punto distante de la genealogía del hip-hop argentino difícil de identificar; una estirpe que el propio Wos parece haber construido en retrospectiva para catapultarse a un futuro igualmente difícil de precisar.

Desde esta perspectiva es más sencillo entender por qué Wos tardó solo un instante en conquistar el mainstream (sus shows sold out, su hegemonía en los Premios Gardel) y en ganarse el favor de los periodistas de rock. La old school porteña imaginada por Wos lo hace asequible para los que se apuraron a quitarle el polvo a sus copias de Il Communication; y comprensible para los que requieren de un artista popular un discurso bien hilvanado, argumentativo, una formulación sin subtextos que resulte fácil de entroncar con el tono reivindicativo y contestatario que el rock percibe como suyo. Si situamos esa fórmula en un futuro que solo es capaz de ofrecer reiteraciones y, por tanto, invierte su enfoque de la Próxima Cosa Importante a la Última Cosa Importante, como dice de nuevo Fisher en Realismo capitalista, el resultante es la ilusión de una premonición.

Todas las imágenes son de La Gobernadora.

La música de Wos no tiene nada de malo. Al contrario: como muchas de las músicas en las que buscamos refugio, brindan un espacio de certeza y familiaridad muy deseable en épocas de absoluta incertidumbre y prolongada desesperación. Su asombrosa capacidad para el freestyle añade el elemento novedoso y lejanamente relacionable con la tradición de la narración en verso vernácula: la tensión entre novedad y recelo a la novedad que define al pop. Su voz blanca es asertiva y estable. Y su juventud apasionada alimenta el voluntarismo gastado de los que auguran un cambio por pura insistencia. De clase media, hijo de artistas, en él sobreviven los saldos del soñado ascenso social, la acción colectiva del movimiento de masas y la conciencia humanista que subyace a toda la música popular argentina desde 1982. Wos es un extraño en su generación.

Otra rareza: Wos no usa Auto-Tune. O sí, pero solo de acuerdo a las prescripciones de Andy Hildebrand, el matemático y músico aficionado que creó el software capaz de corregir las desafinaciones de la voz. Hildebrand lo creó con un uso en mente: ocultar las imperfecciones en la afinación de los cantantes. Un maquillaje visible solo para el ojo entrenado, y solo válido para los cantantes entrenados que, emocionados, pueden cometer algún que otro desliz de entonación. En el equipo de Wos trabajan con ese enfoque: cubrir las espaldas del artista en momentos de sus interpretaciones que son dificultosos para su voz y que pueden dejar al descubierto su fragilidad. Es necesario mencionar que hasta antes de Caravana Wos no cantaba, solo rapeaba. Al no estar muy entrenado en el canto, necesita del Auto-Tune para alcanzar las notas a las que todavía no llega, y para lograr los saltos melódicos que sus primeras canciones le proponen como desafío. Nada distinto de lo que hace cualquier artista pop.

Es decir que la música de Wos preexiste a esta tecnología creada en 1997. En el trap, en cambio, humano y máquina se implican en comunión. Para los traperos, el Auto-Tune es una herramienta íntima para desarrollar la música y explorar la voz como instrumento. Es parte integral del proceso de creación y producción de la música, y una vía de expresión vital que subraya la fragilidad en lugar de ocultarla. Los artistas del género aprendieron a cantar con él y a pensar la música a través suyo: entendieron que el Auto-Tune no es solo un aditivo estético para las ideas musicales, sino que puede ser su catalizador.

En el trap el Auto-Tune no potencia ni corrige; es condición y vehículo, un campo abierto antes que un entubamiento de la voz. Por eso es insuficiente decir que el Auto-Tune es al trap lo que la guitarra eléctrica es al rock & roll. Es tal vez el equivalente a lo que el estudio de grabación significó para el rock en la segunda mitad de los ‘60. Una herramienta (la más pregnante de un paquete digital múltiple con base en Pro Tools) con la cual es posible pensar la música más allá de las posibilidades humanas.

“Más que la virtud de la premonición, la tapa de Caravana acertó al anticlímax de su tiempo presente (en el que las cosas volvían en lugar de extinguirse); y a la desconexión con un porvenir marcado por la fragmentación, el encierro, el agotamiento y la ausencia de iniciativas ante el horizonte yermo del capitalismo insuperable.”

Simon Reynolds advirtió en 2018 que era poco menos que obvio que los músicos jóvenes no entren en conflicto con la noción de autenticidad al usar Auto-Tune. Veía una correlación lógica entre una cultura digital expandida como nunca antes, donde las relaciones están permanentemente mediadas y filtradas por la máquina y puede resultar difícil distinguir entre la persona y su avatar. Un plano de existencia que se ha hecho bochornosamente evidente con el aislamiento social, pero que lo precedió y lo sucederá. El resultado, piensa Reynolds, es que ya no experimentamos extrañeza al percibir la disociación entre cuerpo y voz. Ese conflicto -que apareció ante la radio, la primera tecnología que escindió la voz del cuerpo que la emite, una posibilidad que hasta entonces solo asistía a la divinidad o al demonio- ya no se presenta como tal en un mundo articulado por la tecnología, al punto de encontrarse discutiendo el diseño genético de los seres humanos del futuro.

Lo que queda por fuera del enfoque de Reynolds (y de Fisher, que lo emparentó con la función del Photoshop) es la posibilidad de que esta implicancia expresiva del Auto-Tune reponga el malestar en el dominio público; que señale los síntomas de precariedad psíquica reprimida por la productividad obsesiva, la autocomplacencia solitaria y el decorado tambaleante de la felicidad como mandato.

 

Si el trap y el Auto-Tune son expresiones artísticas relevantes del presente, al punto de representar el ánimo juvenil (y no tanto) mejor que ninguna otra, es por su depresión endémica. Es habitual la crítica al trap por su falta de variantes, su fijación en una forma establecida y la monotonía pesada de su arquitectura musical. Es una fórmula diseñada para la estimulación mínima (esas electrochoques de frecuencias bajas…) y la satisfacción inmediata de un público que difícilmente pueda concentrarse en otra cosa que no sea perseguir aquello que le produce una continuación seriada de goce instantáneo. Y en el que los signos de estrés y tristeza vienen multiplicándose desde 1997, según datos de la Asociación de Psiquiatras Argentinos (e intensificándose en pandemia). La previsibilidad del efecto opiáceo del trap asegura su éxito/dependencia y distribuye (entre artistas que parecen cantar una misma canción) la variable numérica que ordena la economía de la producción cultural contemporánea y las cinco w del periodismo musical: los plays.

La llanura rítmica y tonal del trap es la prenda de unión del estilo y una metáfora un poco obvia del desánimo general. Como casi ningún otro género pop, casi no hay estribillos ni modulaciones. Y como no hay progresión, anestesia la ansiedad. Un reverso de la política de acelerar la velocidad de reproducción de Netflix. Y las voces desmaterializadas con Auto-Tune devuelven el reflejo de un interior fragmentado y sacudido. Como si cada una de las partes en las que la red requiere que nos dividamos tuviera su propia voz.

La idea de obra también queda difuminada. Si en su antecedente juvenil inmediato (el rock indie), los sellos independientes eran una asociación generadora de procedimientos para resguardar la obra de sus artistas de la depredación e ineptitud del mercado discográfico, en el trap prevalece la idea de crear una comunidad de individuos que no desaprovecha la carroña de la industria. Un ágora de dardos cruzados, featurings y beats de propiedad semipública donde el formato álbum es más una concesión a las lógicas de estructuras anquilosadas que a una decisión artística. Un pragmatismo astuto definido por la instantaneidad, la autonomía como estrategia de compromisos fluctuantes, el trato directo con el público en el flujo virtual y los cachets dolarizados por shows de cuarenta minutos.

“En el trap, en cambio, humano y máquina se implican en comunión. Para los traperos, el Auto-Tune es una herramienta íntima para desarrollar la música y explorar la voz como instrumento. Es parte integral del proceso de creación y producción de la música, y una vía de expresión vital que subraya la fragilidad en lugar de ocultarla.”

El trap es también el primer estilo musical nativo de la cultura de nichos. Es post rockismo vs. popismo (si es que esa grieta tuvo alguna vez sentido). Ya no vivimos en la cultura de masas que promovió a artistas como The Beatles o Madonna. Hoy transitamos un alto toyotismo con algoritmos que captan la información necesaria para una ultra personalización de nuestros consumos. Las estrategias de márketing y difusión son a nivel micro. Y no derraman de arriba a abajo, desde un centro; atraviesan nuestros medios e interacciones como pop ups y resultados promocionados. Así surgen artistas que parecen venir de la nada (es decir, de abajo) y sorprenden a la prensa con sus sold outs. Como resume Steven Shaviro en Jacksonismo: antes (en la era del rock) era dable acusar a alguien de ser un vendido, “pero hoy todos, sin excepción, somos unos ‘vendidos’, porque (en la era del ‘capital humano’ y la empresa de sí mismo) ‘venderse’ es el mínimo requerimiento para la mera supervivencia”. Ése es el realismo capitalista de los artistas del trap argentino. Y por eso no vieron una contradicción en el paso desde su incipiente subcultura hecha de fiestas clandestinas, drogas al menudeo y softwares crackeados a firmar con sellos transnacionales y dar conciertos para corporaciones mediáticas como Clarín y Claro.

La forma en que el trap y el Auto-Tune absorben el malestar y la hedonía depresiva de esta época se traduce en canciones que fetichiza el dinero desde un distanciamiento irónico (no el de que ya ha comprado todo lo que pudiera desear, sino el del que naufraga una economía de valores nominales cambiantes, un hedonismo inflacionario); que reflejan la fragmentación psíquica en voces imposibles; que ensayan un comunismo total entre objeto humano y no-humano. Y que son portadas por estrellas que fugaron a un singularización que desestima el mañana (¿a quién le importa cómo se vean esos tatuajes cuando tengas 40?). Figuras que movilizan el secreto deseo por lo extraño y lo monstruoso sin abandonar su dormitorio/nicho (los que critican son haters); cuerpos hipersexualizados que no necesitan del contacto para el goce (esta sí parece una premonición de este presente deserotizado) y que inesperadamente politizaron la brecha entre el realismo y lo Real de nuestra depresión con un desencantamiento resistente que, ahora sí, enlaza con la tradición melancólica de la canción argentina.

Luciano Lahiteau (La Plata, 1985). Es comunicador social (UNLP) y periodista cultural. Colaboró en Rolling Stone, Radar, Billboard, La Agenda de Buenos Aires, Revista Ñ y el blog de Eterna Cadencia, entre otros. Desde 2015 integra el staff del Festival Internacional de Cine Independiente de La Plata FestiFreak. Es autor de Los desafinados también tienen corazón. Una historia del Auto-Tune (Firpo Casa Editora, 2020).

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