VENIAL. SOBRE MARK FISHER Y EL ELEGÍACO OCASO DE LOS BLOGS

VENIAL. SOBRE MARK FISHER Y EL ELEGÍACO OCASO DE LOS BLOGS 

Por Rafael Cippolini 

Murió Dios (dos veces), murió el Arte, murió la Historia, murió el rock y también murieron los blogs. Alguna vez soñé con un tipo de ensayo epifánico modelado en las condiciones digitales que el formato blog permitía (puedo proponer una fecha bastante certera: diciembre de 2004, mi primer intento fallido por abandonado, de acometer un blog). Nada de traficar materiales teóricos a la web; menos todavía ilustrar en el desierto de los bits. Más bien, una cacería de materiales bastardos de acá y allá (Internet nació aventajando a los teletransportadores de Star Trek) para desmenuzarlos o readobarlos en sus sentidos improbables, con un rigor casi atlético (una redacción de no más de 40 minutos, un quantum de entre 4500 a 5000 caracteres). Lo más cerca posible de un anotador de entomólogo en medio de ese Amazonas de clicks. El monstruoso perfil de ese continente desproporcionado que se denominaba blogósfera nacía, se autoreplicaba, deconcertaba. ¡Todo parecía tan nuevo! Telarañas de bitácoras, subsistemas entre subsistemas, que hace rato no son más que cementerios del links, o en el peor de los casos, el ocaso de una parodia.

Si se quiere, el ensayo que soñaba deseaba pendular más hacia al apunte que al paper, como debería corresponder a un cronófobo de cuna como yo. Visualicemos: en esa época, un blog era cualquier cosa menos vintage o soporte de páginas web de cabotaje. 

Una buena parte de aquel tiempo (2004 – 2009) la dediqué observar otros estilos. No sé cuál dominó de links me llevó a K-Punk. Eso sí: experimenté una simpatía inmediata hacia Fisher, tan cercano y aún más desproporcionalmente divergente. Advertí en el acto su magisterio, el de un clásico modernista invirtiendo la polaridad de frankfurtianos: crisis marxista y declive de la mejor cultura pop con la que habíamos crecido. Y por sobre todo, uno de los más significativos espejos -deformante e iluminador- sobre cómo apropiarse de un medio de producción de sentido al alcance de todos.

Casi de mi edad, amábamos los mismos libros, las mismas bandas, las mismas películas; aparte de eso, me devolvía la evidencia de que no nos parecíamos en nada. Por culpa de Erik Davis (Techgnosis) y otro Mark (Dery), mi búsqueda era la de una revelación post-informática y psicodélica (con todo el weird de un devoto bonaerense de la cyberdelia de Timothy Leary, sumándole los exabruptos de Ken Goffman y su Mondo 2000, etc., etc.). Fueron años en que me alimenté de la basura de los blogs como una suerte de droga. Tan diferente, Fisher usaba la red no tanto como observatorio, sino como un arma propagadora de sus analítico-nostálgicas cavilaciones post-jamensonianas. K-Punk fue (y es) una trinchera única: más allá de todo pesimismo sobre el futuro de la web, la utilizó cenitalmente como panel de sintomatología político-cultural, virus teórico en los intersticios de la Bestia conectiva.

A mi estúpido optimismo blogósfero, Fisher inoculó lentamente una necesaria y trágica sensatez pesimista. Las suyas fueron bombas de tiempo extenso, cancelativas. No le faltó perspicacia: algo de muchos de nosotros, de nuestras escrituras, desapareció con lo que aquella red de blogs nos daba. Que sus textos salieran ilesos, sigue siendo una preciosa e indeleble lección. Vislumbró la trampa desde el minuto cero: úsese mientras se pueda; lo digital se pierde en más digitalidad, o sea más capitalismo de servicio. Signo de los tiempos: Fisher habitó diskettes y pendrives mucho antes de llegar a mi biblioteca.

Nunca lo leí cronológicamente: husmeaba sus entradas en relación a tal o cual cita. Crecimos en los mismos años, él con NME, Melody Maker y más tarde, a distancia, Wired. Me tocó hacer lo propio con la segunda etapa de Expreso Imaginario (Rosso & Pettinato), Cerdos & Peces y Babel. Dos de los primeros textos que recuerdo que leí fueron traducidos poco más de una década después por Fernando Bruno y compilados por Caja Negra: nada menos que “Londres después de la rave: Burial” y “¿Cuáles son las políticas del aburrimiento?”. Pero cuando me encontré, ya en la edición local, con “Fantasmas de mi vida. Goldie, Japan y Tricky”, me rendí del todo. Lo adoré. 

En Fisher me reencontré con jalones de un Ballard que comenzó a desestabilizarme en la temprana adolescencia (Ediciones Minotauro), aunque a mi centro lo encontraba más en Aldiss (A cabeza descalza, Enemigos del sistema, Criptozoo), o sea, sin la urgencia de “hacer máquina” con el rock y aún muy lejos del veinteañero hiperfan de Tricky en el que elegí transformarme una década después. La salvedad obliga, entre sus Ballard-Tricky y los míos, median una recepción-delay de 11.200 km, y aún sigo pensando que de ningún modo esto sugiere una desventaja. Al revés: la tuvo más difícil.

Para el segundo lustro de los 2000, como ya dije, Fisher representaba la culminación del modernista tardío -por extemporáneo-, uno de los más lúcidos cultores de la dialéctica negativa en la era de los celulares inteligentes. Tan equipado (quizá aún más) que el Marshall Bergman de Aventuras marxistas, con cada intervención, mi involuntario amigo invisible Mark re-energizó a ese androide bamboleante que sigue siendo el marxismo no-dogmático de estas primeras décadas del milenio. Sigo pensando que para un diagnóstico más panorámico sigue adolesciendo de mucho cómic formativo, ya sea Metal Hurlant, Raw, Katsushiro Otomo, Julie Doucet o Gran Morrison, por enumerar desordenadamente ¿Acaso gran parte de los imaginarios que analiza no provienen de viñetas que nos fueron cogeneracionales?

El que creo que es mi primer apunte sobre su escritura lleva el título de Venial (2006): “Ningún esfuerzo teórico por trascender el siglo XX. Bueno ¿por qué tendría que hacerlo?”. Estoy persuadido que entendía, tanto como me toca, que los de nuestra generación podíamos cultivar el orgullo de convertirnos, lenta e inexorablemente, en unos “viejos chotos deliciosos”. Al fin de cuentas, teníamos referentes: no es difícil imaginar a Ballard, Burroughs, Alan Moore o mi amado Macedonio como bebés aquejados por una daimónica gerontofilia. Su decisión de no envejecer nos privó de gran parte de lo mejor que tendríamos en este mismo momento. Creo que me enteré de su muerte por un mail -o un WSP, quizá- de mi amiga Renata Zas, que en ese tiempo estudiaba en el Goldsmiths Institute, y asistió a un acto en su homenaje en el que habló su padre. Todo esto es difuso, pero déjenme atribuirle la dudosa inspiración de esta sentencia spinettiana-artaudiana que no le corresponde: “Lo suicidó el capitalismo. Una pérdida tristemente aceleracionista”. No me hagan mucho caso. Puedo estar inventándolo. Pero algo así fue. I like you, Mark. So much (with circumstantial distances).

Rafael Cippolini es escritor, ensayista y curador. Sus crónicas, ensayos, ficciones y artículos fueron publicados en medios como Página/12, Clarín, La Nación, Perfil, Ramona, Tsé=tsé, Otra Parte y entre otros.

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DE THE PROMISE OF HAPPINESS A LA PROMESA DE LA FELICIDAD

DE THE PROMISE OF HAPPINESS A LA PROMESA DE LA FELICIDAD

Por Mirari Echavarri, Andrea García Abad, Emilio Papamija y Elena Castro Córdoba

Sara Ahmed hace referencia a los libros como herramientas imprescindibles del kit de toda feminista aguafiestas. En esta capacidad defensora que la teoría puede tener, alcanzamos a ver cómo la categoría de Donna Haraway “pensar-con” no es suficiente para entender cómo nos hemos apropiado La promesa de la felicidad. Sus libros han sido para nosotrxs lugares de escape, libros-orientadores, libros-amigxs, libros firmados, robados, libros con los que con-vivir, libros-espacios abiertos que nos acercaban a esa aspiración de devenir aguafiestas. Aspiración que, como nos recuerda Ahmed, nos remite a su raíz latina: “respirar”. Estas aspiraciones eran nuestro objeto feliz.

Fueron precisamente estas promesas de con-vivencia y de respirar, de vivir de otra forma, las que forjaron este grupo que hoy escribe. Se presentaba ante nosotras una promesa de felicidad con el conocimiento bajo/con/y de la mano del amparo teórico de Sara Ahmed. Un objeto feliz que nos unió, el máster, y una promesa que no llegó a cumplirse.

Sara no estuvo, pero quedaron sus libros.

Historia de un robo // objetos felices: pautan caminos, generan un código, una norma que, al seguirla, promete con su cumplimiento el estado de plenitud feliz. Y, cuando no se cumple, un castigo.

En la portada del ejemplar en inglés, robado de la biblioteca para recordar las consecuencias que tiene salirse del camino feliz, se lee: “Sara Ahmed carece tanto de curiosidad intelectual que cree ingenuamente las calumnias garabateadas en libros. Con tal ‘evidencia’, lidera cazas de brujas, cruzadas de censura y silencia violentamente y empobrece a los académicos con los que no está de acuerdo”. Esta anotación era la respuesta “vengativa” a las pintadas anónimas en los libros de un reconocido profesor en las que se le acusaba de agresiones sexuales y de acoso. Ahmed, en su visibilidad como figura feminista y antirracista y en su compromiso en el intento de erradicar estas violencias del campus se había convertido, como muestra esta pintada en su libro, en un “target” del profesorado y el estudiantado más conservador. Este es, por lo tanto, un documento más de la guerra silenciosa y visceral a través del texto escrito que tuvo lugar todo ese año: pintadas en los libros de la biblioteca, preguntas en los baños (where is Sara Ahmed?) e intervenciones con papel pintado que hacían referencia a la crisis de agresiones sexuales que asolaba el campus y que causó, en última instancia, que Ahmed renunciase a su puesto en la universidad.

La materialidad de los libros cuenta, en sí misma, muchas historias. Este es un libro que responde a una violencia concreta, la obligatoriedad de la felicidad y el borramiento de las estructuras injustas que configuran la felicidad como promesa, como orientación en la vida. Levantarlo, tenerlo entre las manos, abrirlo y leer esto ya lo convierte, en sí mismo, en parte de ese archivo infeliz que conforman las feministas aguafiestas.

Esta es la historia de este libro y esto es este libro.

El fin de la felicidad// Feministas aguafiestas: Nuestro primer encuentro, el de quienes escriben este texto, fue propiciado por un mismo objeto feliz, una promesa en forma de email de respuesta a la solicitud para entrar en un máster en estudios de género y feminismos; un mensaje de la propia Sara Ahmed felicitándonos por haber sido aceptadxs en el programa**. Sin embargo, poco después la promesa de felicidad se derrumbaría, el objeto se volvería infeliz al recibir la noticia de que Sara renunciaba a su puesto en la institución. Acaso, como sugiere el libro, heredar el feminismo sea heredar la tristeza que conlleva la toma de conciencia política. Lejos de rechazarla, lxs estudiantes nos congregamos en torno al objeto infeliz convirtiéndonos, poco a poco, en una comunidad de aguafiestas. Compartíamos ser alienadxs de la felicidad, habernos desviado de los guiones establecidos como buenos=felices para nosotrxs: divorciarnos, abandonar la cisheteronorma o no haber encajado nunca en ella, rebelarnos ante el binarismo del sistema sexo/género, señalar el racismo y el sexismo, también dentro de la institución. En definitiva, trabajamos para montar nuestra propia fiesta, una en la que ser felices dejó de ser un fin, para intentar, como este libro, hacer lugar.

**más tarde nos daríamos cuenta de que todas habíamos recibido un mensaje idéntico, y por lo tanto, impersonal.

Perdido en el traducir(se)// queers infelices: esa fiesta que organizamos, para muchxs de nosotrxs llegó de la mano del ejercicio de traducción. El intrincado proceso parecería sencillo, pero traducir los afectos hacia el objeto feliz significa devenir queer. Este afecto queer tiene la particularidad de que se aparta de los proyectos del lenguaje y se acerca más bien a los proyectos somáticos. Así, The Promise of Happiness ha estado transformándose hace ya un buen tiempo en La promesa de la felicidad, en moléculas de papel como en bits virtuales, pero también en peso de huesos, alientos de discursos internos y decibeles de conversaciones infelices. El devenir queer lleva consigo alterar la linealidad cronológica de la heteronormatividad, y es por eso que el presente, como dice Lauren Berlant (2011) es afectivamente percibido. Para nosotrxs, este es uno de esos libros que quedó como testigo primordial de ese constante devenir. Pareciera que cada vez que recorremos sus páginas, se re-archivara nuestra infelicidad de maneras distintas. Nuestros mil presentes releyendo las palabras de Ahmed, renuevan una vez más los votos que una vez hicimos hacia una promesa infeliz. Esta traducción, La promesa de la felicidad, es para nosotrxs como un regalo en forma de máquina del tiempo queer.

Por muchos años más// Futuros felices, que no ocurren cuando la distopía no opera como temor y ordenación de la imagen de futuro sino que se da en el presente, el futuro como posibilidad desaparece. Nos ha reunido en esta ocasión un recuerdo común —un aniversario, una amistad— y un deseo de su perdurabilidad en el por – venir: ¡por muchos años más! 

Porque, como dice Sara Ahmed, “la felicidad depende de que haya un futuro”. 

¡Feliz aniversario Caja Negra!

Mirari Echavarri, Andrea García Abad, Emilio Papamija y Elena Castro Córdoba forman parte de un grupo entusiasta de feministas aguafiestas que se encontró en el corazón de Inglaterra en 2017 para cursar el MA Gender, Media and Culture (Goldsmiths University) coordinado, hasta ese año, por Sara Ahmed. Desde ese momento las colaboraciones colectivas a raíz del pensamiento de Sara Ahmed se dieron en eventos como Sexual Harassment in Higher Education (Goldsmiths, Londres), ciclo de conferencias sobre la crisis de acoso sexual en el ámbito académico británico o Las niñas que hablan son descaradas e ingratas (Storm&Drunk, Madrid), actividad y presentación de La promesa de la felicidad en colaboración con Caja Negra. Individualmente trabajan en los campos de la investigación y producción cultural y artística y agradecen cualquier pretexto laboral o personal para seguir encontrándose. 

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CRUZADA QUEER 

CRUZADA QUEER 

Por Diego Trerotola 

Hace más de quince años escribí una nota sobre John Waters en la revista El Amante en la que reclamaba que se traduzcan y publiquen en la Argentina los libros que hasta ese momento había escrito ese anarquista anal, tanto sus compilaciones de artículos, sus guiones como su temprana autobiografía Shock Value. Leía los libros de Waters desde los noventa, pero nunca encontraron un proyecto editorial local que apostara por ellos. De hecho, me había propuesto compartir en aquella nota algunos fragmentos de sus textos como prueba de su valor literario. En aquellos años, Waters estaba todavía en actividad como cineasta pero era completamente desconocido como escritor aquí y en gran parte del mundo. Aún faltaban varios años para que se convirtiera en un best-seller con su genial Mis modelos de conducta, pero igual sus libros anteriores ya contenían páginas de talento infinito.

Caja Negra cumplió mi deseo y comenzó a editar a Waters en la Argentina, lo que implicó para mucha gente conocer más de un cineasta que podía moverse de forma única en la literatura, el arte contemporáneo, el cine, la música y en otros ámbitos más oscuros para revelar una cultura que era desconocida, excéntrica y hasta inimaginable a veces. Ya lo dije en su momento: Waters es una guía cultural desviada, como ese alter ego amarillo que interpreta en un capítulo de Los Simpsons. Y lo extraordinario de Caja Negra no fue solo que lograron que la inteligencia y la sensibilidad de Waters apareciera nítida en el mapa local, sino que también la editorial se constituyó en una guía cultural con la misma carga de excentricidad. Porque no solo redoblaron la apuesta, editando no uno sino dos libros de John Waters, sino que el catálogo, desde antes y después de esos libros, se propuso terminar con una carencia editorial argentina: la ausencia de una continuidad en la cultura queer literaria y artística, editando autores sin fijarse en las legitimaciones ni las modas locales. Waters no era una apuesta solitaria para Caja Negra, porque también permitieron conocer en profundidad los mundos de William S. Burroughs, Ed Wood, Derek Jarman, Walt Curtis, José Esteban Muñoz, Sara Ahmed, Alfred Jarry, Claudio Caldini, entre otras personas que, en su gran mayoría por primera vez, tuvieron libros en los que se pudieron recorrer sus sensibilidades, sus lenguajes, sus idearios, sus legados. Y ahora, cumpliendo una década y media de vida editorial, preparan la publicación del nuevo libro de Waters, que será toda una fiesta, porque tres ya es una orgía.

Un aniversario de Caja Negra es también una celebración de una cruzada editorial que nos permitió el placer de desviarnos de los caminos rectos y demasiado transitados.Dieg

Diego Trerotola es ramonero, crítico de cine, queer, gordo. Escribe en Página/12  y es director del Festival Asteriosco. Colecciona figuritas. 

 

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EL HECHO SINESTÉSICO

EL HECHO SINESTÉSICO

Por Cristian De Napoli 

Parafraseo a E. P. Thompson: todo empezó por las pequeñas inquietudes de un grupo de editores diletantes. Entre 2003 y 2006 los vimos ocupar las plazas y las ferias de la autoproducción, los espacios no marcados para concentrar libros, y a la vez, o algo más tarde, las librerías. Pienso en Caja Negra como en Cactus, El Cuenco de Plata, Mansalva, Eloísa Cartonera, Milena Cacerola, Entropía y tantos sellos nacidos en ese lapso. Una camada de 24-hours publishing people, cada uno hacía unos pocos libros y los difundía —pueden cambiar las vocales: los defendía— a toda hora: a las diez de la mañana en una radio, a las cinco de la tarde en un parque, a medianoche en una ex fábrica de amianto reconvertida en pista de baile para la ocasión. Esa circulación sinestésica del libro vino para quedarse, acompañada de un sonido o un color, y transformó lo que había. No me pregunten qué es lo que había inmediatamente antes; por supuesto que no era nueva la figura del editor entusiasta, sobre todo en poesía. Pero campeaba el traspaso de sellos locales a grupos multinacionales, y alejarse de la gran edición internacional (bestseller o de culto) no era tanto adentrarse en pequeños proyectos como salirse de todo mercado, indie o mainstream, y respaldar el tráfico de libros enteros en fotocopia. Del descolor a la sinestesia, el salto fue así. La política podía tener su váyanse todos; el mundo editorial ya se había ido y, bueno, que vengan todos, como sea. Y vinieron rápido, de golpe y en banda, como dijo Luca Prodan que vino el punk a una Londres “aburida y estancada”. En sentido editorial, y solo en ese sentido, la Buenos Aires previa a la irrupción de estos nuevos sellos sabía mucho de estancamiento y algo, no poco, de “aburimiento”.

Caja Negra se plantó enseguida con dos colecciones de nombre misterioso: Numancia y Synesthesia. Aunque me llevo muy bien con la primera (que es la más volcada a la literatura y filosofía), la segunda, de libros sobre cine y música, me dio felicidades que con la relectura tiendo a volver frecuentes. Mi subcolección dentro de Synesthesia la forman los libros de música, y hay un título maravilloso en el centro: La historia secreta del disco de Peter Shapiro. Shapiro es un historiador; su método se conecta con la concepción del ensayo que entre nosotros manejaron David Viñas o Néstor Perlongher en su trabajo sobre los chongos de San Pablo. Contrastando lo singular o lo bello del objeto con lo duro de la data en torno, su investigación sobre la música disco neoyorquina recoge datos sociológicos fuertes, poco contemplados por el común de los libros de música (leyes sancionadas en la época, índices de criminalidad, campañas publicitarias, políticas raciales, todo lo que estaba alrededor de la bola de espejos). Pero además de historiador, Shapiro es alguien que la vivió, que participó activamente de la cultura disco y ahora la (d)escribe con las armas de la sociología, evitando “competirle” a su objeto con un discurso wannabe desenfrenado o excitante. Es una doble distancia: respecto del canchereo vivencialista y también de la pesadez académica, eso otro que normalmente abunda. Shapiro es un escritor.

Más cerca del presente, Caja Negra nos hizo conocer los escritos de Mark Fisher sobre el modernismo popular —noción que, creo, calza muy bien para la síntesis de todo lo que dije en mi primer párrafo— y partiendo de Boris Groys e Hito Steyerl lanzó una tercera colección, Futuros Próximos, que llegó para puntear la discusión filosófica, política y estética de estos días. Hoy cumple quince años y tiene cerca de cien títulos publicados, cuya identidad es su vigencia. El hecho sinestésico, leí por ahí, no es tanto el desarreglo o la confusión de los sentidos como la apertura a la percepción de una cosa y además otra (un color y un sonido, por ejemplo). Hablamos la lengua de un grupo de editoriales como Caja Negra.

Cristian De Nápoli es escritor. Nació en Buenos Aires en 1972. Trabaja como traductor y atiende su librería, Otras Orillas. Sus últimos dos libros son En las bateas expuestas. Crónicas del amor y el hartazgo con los libros (2020, Añosluz) y los poemas de Antes de abrir un club (2018, Zindo & Gafuri). 

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PURA QUÍMICA

PURA QUÍMICA

Por Leonora Djament  

Siempre me interesó la definición de Giulio Einaudi, el mítico editor italiano, cuando sostenía que la edición era como un laboratorio: un laboratorio de ideas, de investigación, de retórica. (Otras veces, la llamaba “edición sí”.) Caja Negra es una de las editoriales del siglo XXI que sigue con más convicción ese camino, proponiéndoselo o no. Pero además, lo lleva a sus límites. Para Caja Negra, editar hoy no es (solo) construir un buen catálogo, proponer colecciones nuevas, traducir autores cuya lectura se vuelva imperiosa, necesaria. Tampoco eligen pensar el libro como único soporte de esos contenidos: el libro como centro imperial de la cultura. En cambio esta editorial decidió aprovechar al máximo ese laboratorio que es la edición y experimentar a partir del libro, haciéndolo desbordar, creando combinaciones múltiples, preparados, precipitados, abiertos y expectantes de los resultados improbables, imprevistos. Investigando hasta dónde puede llegar la edición, qué límites puede superar, qué barreras dinamitar, en asociación, cruce, acople con qué otras experiencias se puede pensar. Porque editar o leer (verbos que se superponen para los editores de Caja Negra) son modos de la experiencia: leer, editar, no es seleccionar palabras, ideas, autores, y ponerlos en letra de molde, hacerlos público, darles circulación y ya. Editar es un modo de experiencia en sentido fuerte; leer es un modo de experiencia en sentido fuerte: nada debería quedar igual después. Leer, editar para estos editores es cruzar palabras con música experimental, con imágenes, fiestas, DJs, performances, clínicas de escritura, para que nada sea lo que era. Caja Negra sacó los libros de los anaqueles de las librerías y las bibliotecas y los acopló con otras experiencias urbanas para que no solamente el lenguaje sea un virus burroughsiano, sino que la máquina editorial sea ella misma un virus que ponga en estado de interrogación al mundo. Editar no es el fin sino el comienzo.

¡Felices quince años para Caja Negra y todo su equipo!

Leonora Djament es, desde noviembre de 2007, Directora Editorial de Eterna Cadencia Editora. Es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Participó como expositora en una decena de congresos nacionales e internacionales. Publicó numerosos artículos sobre teoría y crítica literaria en revistas especializadas y no especializadas, y artículos en libros. Publicó el libro de ensayo La vacilación afortunada. H. A. Murena: un intelectual subversivo (Colihue, 2007). Participó y coordinó mesas redondas sobre literatura y sobre el mundo de la edición. Dicta clases en la materia Teoría y análisis literario de Jorge Panesi en la UBA desde el año 1996 y participó de diversos proyectos de investigación con la cátedra. Trabaja en el sector editorial desde comienzos de 1996. Hizo prensa y fue editora de las líneas de ensayo en Alfaguara. Desde enero de 2000 hasta octubre de 2007 estuvo a cargo de la Dirección Editorial de Grupo Editorial Norma.

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