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A partir del estreno de Perfect days (disponible en MUBI a partir del próximo 12 de abril) reimprimimos uno de nuestros clásicos, Los píxels de Cézanne, del director de cine Wim Wenders. Compartimos en esta entrada un pasaje del libro, donde profundiza sobre su encuentro con el diseñador de moda Yohji Yamamoto. Una historia de amistad, colaboración y admiración mutuas.
—
Cuando en 1988 el Centre Pompidou me pidió
que rodara una película breve sobre un diseñador de modas,
no tenía ni la menor idea de ese mundo.
Sin embargo,
el fenómeno de la moda,
al menos eso era lo que me parecía en ese momento,
había ido ganando terreno en la vida de todos y, además,
me generaba una enorme curiosidad saber en qué consistía,
en el fondo,
ser un diseñador de ese terreno.
En el peor de los casos, pensé,
será algo así como un sastre famoso y punto.
Y en el mejor de los casos…¿qué?
¿Un artista?
¿Un autor?
¿Un visionario?
Ya no recuerdo qué esperaba.
El hecho es que un año después
mi cuaderno de apuntes estaba repleto hasta la última página
de “notas sobre ropas y ciudades”.
El que me abrió la puerta a ese reino de la moda
y respondió a todas mis preguntas
fue nada menos que Yohji Yamamoto.
Hay que tener suerte…
No hizo falta hacer un gran esfuerzo para percatarse
de que semejante propósito no iba a encajar en una película breve.
Eran demasiadas las impresiones que me había generado el tema
ya desde un primer momento,
y así fue como aquella conversación inicial
derivó en trabajos de más de un año
y en el rodaje de una película cuya producción,
cuentas más, cuentas menos,
me cargué personalmente al hombro.
Sí, la lleve adelante independientemente del Centro Pompidou
(al que, igualmente, le debo mi mayor agradecimiento
por habernos reunido a Yohji y a mí).
Dado que en nuestro primer encuentro tuvimos
tanta confianza
y que desde el primer momento nos entendimos muy bien,
sentí que si iba a explorar el mundo laboral de otra persona
debía hacerlo del modo más personal y directo posible.
Por eso decidí lanzarme a la aventura de llevar adelante
esta película
con un “equipo de un único integrante”.
Contaba con dos “herramientas”:
una vieja cámara de 35 mm de la Segunda Guerra Mundial,
una Eyemo de Bell & Howell que había sido utilizada
por una innumerable cantidad de corresponsales de guerra,
sobre todo en el Ejército estadounidense.
Era un aparato prácticamente indestructible
y por entonces solía usarse más que nada para tomas con dobles.
Tenía una manija manual y corría unos cuarenta segundos
ronroneando como una máquina de coser.
Por supuesto que era imposible grabar con audio,
pero podía manejarla solo sin mayor problema,
en cambio, para cualquier otra cámara de 35 mm
hubiera necesitado al menos un asistente.
Además, con mi Eyemo podía filmar sí o sí
tomas de alta calidad y en alta resolución.
Mi segunda herramienta era nada menos que su antípoda:
una cámara de video Hi-8.
Ese formato de video acababa de ser lanzado
y ofrecía un importante salto cualitativo respecto a la “8 mm”
que se acostumbraba a usar hasta entonces.
Era una grabadora pequeña, práctica,
y, desde ya, también grababa sonido.
Así como la Eyemi era buena, por ejemplo,
para tomar planos generales de ciudades,
la Hi-8 era un cuaderno de apuntes perfecto.
Teniendo esas dos herramientas, podía alternar
de acuerdo con la necesidad y la situación
y sin depender de un equipo de rodaje
que pudiera llega a afectar el trato y la comunicación personal
que tenía con Yohji.
Así fue como tuve el privilegio de observar
directamente y sin intermediación a Yohji en plena labor.
Vi cómo trazaba los primeros bocetos, cómo cortaba,
moldeaba, probaba y llegaba a los desfiles,
cómo diseñaba y fabricaba distintas colecciones,
ya fuera para el mercado japonés o para el internacional,
y eso, a su vez, subdividido en colecciones de hombre, mujer,
verano e invierno.
En un año recorría ocho caminos de producción.
Poco a poco me fui haciendo una idea de su trabajo
como si se completara un mosaico.
Él me enseñó que el diseño de ropa tiene muchos niveles
de los que jamás hubiese imaginado
y que su profesión no puede definirse,
tal como sucede con la mía,
a partir de una única habilidad manual.
No, imposible.
Se arma a partir de un abanico de reflexiones,
bocetos, modelos y arduos trabajos.
Vi que Yohji, como primer paso, investigaba mucho
en áreas tan diversas como la historia, el arte,
la sociología y la psicología.
Se dejaba inspirar por la pintura y la fotografía,
pero también le resultaba primordial
observar directamente a las personas.
Debía atravesar una fase de escritura, una fase de dibujo
y una fase de cortes
(en el sentido literal de los cortes de tela,
pero también en el sentido del “corte”
o montaje cinematográfico).
El casting era parte de su trabajo, del mismo modo que
la improvisación.
Tal como en una producción de cine,
requería de un enorme esfuerzo tanto a nivel de organización
como de realización.
Yohji debía atenerse a un presupuesto y a un cronograma
y dominar pautas de marketing, distribución y publicidad.
Y, como en una película, cada colección era, finalmente,
el resultado de meses de trabajo que a veces traía sus frustraciones
y a veces tenía sus apogeos creativos muy gratificantes.
Cuanto más me sumergía en su trabajo, observándolo,
más emparentadas se me hacían nuestras tareas.
A primera vista sus resultados parecían ser más fugaces que,
digamos, una poesía, una fotografía o una película.
No podían encuadernarse e imprimirse como un libro,
no podían ser exhibidos colgándolos de una pared
ni podían ser proyectados en un cine.
Había que vestirlos.
Pero al mirarlos por segunda vez
eso no resultaba de ninguna manera una falacia
y tampoco hacía que sus creaciones fueran menos valiosas.
Porque las personas que las llevaban sobre sus cuerpos,
las usaban en ámbitos privados y públicos,
las apreciaban, les tenían cariño y confiaban en ellas.
Es más: vistíendolas, estando en ellas y con ellas, se sentían bien.
¡Eso sí que no es un logro menor!
No hay muchas poesías, fotos o películas
(para continuar con la analogía) que logren algo así.
Las prendas de Yohji ayudaban, más que cualquier otra camisa,
traje, vestido o abrigo de los que yo tenga conocimiento,
a que las personas sintieran que eran ellas mismas.
A veces ese efecto adquiría dimensiones fabulosas.
Era fantástico ver cómo de pronto algunas personas que yo conocía
se sentían mucho mejor consigo mismas al vestir sus diseños.
Lo que Yohji había “engarzado” en sus prendas
era un modo muy profundo de comprender
la belleza, la tradición, los valores, los significados,
la historia, la duración, la fiabilidad;
en síntesis, tal como llegué a verlo finalmente con claridad,
él generaba una sensación de identidad
que se manifestaba en sus prendas
y que se transmitía a través de ellas.
Ni más, ni menos.
Puedo confirmarlo por experiencia propia.
A veces, cuando tengo un mal día,
para romper el maleficio basta con que me escurra
en uno de mis trajes Yohji para sentirme apuntalado,
o más protegido, o más reconciliado con todo.
(Y claro que también puedo elegir las prendas en un buen día,
cuando uno se quiere premiar vistiendo un diseño de él.)
¿Ustedes dirían que no? ¿Que es imposible
que un diseñador de modas le “incorpore” semejantes
sensaciones a una prenda?
Bueno, están equivocados.
Yo lo vi haciéndolo. Yo estuve allí.
¿Cómo lo hace? Eso sí que sigue siendo un enigma.
En parte es el genio, en parte el trabajo duro,
en parte la experiencia, en parte la perseverancia,
en parte un don de observación y en parte psicología.
Y a todos esos componentes les añadiría la “identificación”,
ya que todas las cualidades mencionadas se consolidan y fortalecen
en el hecho de que a Yohji las personas realmente le importan.
No me malinterpreten.
No digo que todos los diseñadores de moda trabajen así. Solo digo: así lo hace Yohji.
Y CÓMO CONOCÍ A YOHJI…
En realidad mi retrato de un hombre y de su profesión,
Apuntes sobre prendas y ciudades (Notebook on Cities and Clothes),
no pude hacerlo solo hasta el final.
Para la última etapa de rodaje en París
trabajé con una equipo más bien grande durante una semana,
sumando a mi camarógrafo de confianza, Robby Müller.
Finalmente la película se transformó
en una reflexión sobre mi propio oficio, el rodaje de películas,
y seguramente Yohji descubrió tantas cosas de mí
como yo de él.
En mi próximo gran proyecto, Hasta el fin del mundo,
continuamos trabajando juntos, solo que a la inversa:
la idea era que Yohji diseñara el vestuario para mis protagonistas.
Era una película de ciencia ficción, filmada en 1990,
que tendría lugar en el futuro cercano, el año 2000.
Los personajes no podían llevar cualquier prenda.
El vestuarista debía trasladarse al futuro,
tal como todos los demás,
en particular el diseñador de producción y los músicos.
Le envié el guión a Yohji
y le describí los caracteres y sus biografías
y, una vez que habíamos definido el elenco,
enviamos las medidas de los actores a Tokio.
Después de eso, silencio.
Pasó un buen tiempo sin que tuviéramos ninguna noticia,
y el inicio del rodaje se acercaba cada vez más.
Empecé a preocuparme.
¿Yohji se había olvidado de nosotros?
¿Qué iban a vestir nuestros actores?
Y entonces, justo a tiempo,
llegaron a la aduana varias cajas enormes.
Cuando por fin las recibimos y las abrimos en Venecia,
donde íbamos a comenzar a rodar,
nos invadió una alegría como si fuese Navidad.
Cada actor se puso lo que le tocaba
y de pronto todos se transformaron en los personajes
que yo había imaginado.
William Hurt, en el papel de Sam Farber, pasó a ser
el aventurero, geólogo y trotamundos que yo esperaba
que fuera,
con trajes de lino que tenían más bolsillos
de lo que nadie pudiera imaginar.
Solveig Dommartin se transfiguró y de pronto
era una mujer temeraria y osada del futuro
que vestía prendas de fulgurantes lentejuelas 3D
que cambiaban según la iluminación.
Yohji nunca conoció a mis actores.
Solo escuchó lo que yo le había descrito
sobre sus biografías (ficticias),
supo entender qué esperaba y qué deseaba de ellos
y entretejió todas esas expectativas en sus trajes y vestidos.
Yo estaba azorado.
Ni en mis sueños más remotos hubiese pensado
que lograría presentármelos de ese modo.
Era el más puro placer ver cómo mis actores se transformaban.
(No todo el rodaje fue tan placentero.
Dimos una vez la vuelta al mundo, durante un año entero,
y al final estábamos tan rendidos
que lo único que importaba era sobrevivir.)
Afortunadamente William Hurt tenía mi mismo talle
y cuando terminamos la película
yo vestí durante años su traje del desierto.
Me lo ponía para cada viaje que hacía.
¡Era perfecto para un fotógrafo!
Incluso años después seguí descubriendo bolsillos escondidos
de los que hasta ese momento no me había percatado.
Cuando le describí el personaje de Sam Farber a Yohji
mencioné al pasar que él, siendo geólogo, iría todo el tiempo
recogiendo lo que se le cruzara por el camino,
piedras grandes y pequeñas, caracoles, hojas,
o lo que fuera que encontrara por ahí…
El traje era ideal para un hombre
who was in love with the Earth,
para revelar aquí un detalle
que le había enviado a Yohji citando el guión.
Él “tradujo” esa descripción a un traje
que reflejaba a ese personaje al milímetro.
William Hurt no tenía más que calzarse el atuendo
y ya estaba inmerso en su papel.
(Bueno, tan, tan fácil tampoco era…)
Y ahí pude añadir a los tantos talentos de Yohji
uno más: él también es un narrador de historias.
Y lo sigo sintiendo muy cerca, después de tantos años,
como a un hermano.