Cómo matar a un zombi: Estrategias para terminar con el neoliberalismo

Por Mark Fisher

7 agosto, 2020

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¿Por qué la izquierda ha logrado tan pocos avances cinco años después de que una gran crisis del capitalismo desacreditara al neoliberalismo? Desde 2008, el neoliberalismo ha sido privado del febril impulso hacia delante que alguna vez poseyó, pero de ninguna manera está cerca de colapsar. El neoliberalismo hoy se arrastra como un zombi; pero los aficionados a las películas de zombis saben perfectamente que a veces es más difícil matar a un zombi que a una persona viva.

La célebre observación de Milton Friedman en su conferencia en York ha sido citada muchas veces: “Solo una crisis –real o percibida– produce cambios verdaderos. Cuando esa crisis ocurre, las acciones que se toman dependen de las ideas que están ahí. Esa, creo, es nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se transforme en lo políticamente inevitable.”

El problema es que, aunque la crisis de 2008 fue causada por las políticas neoliberales, esas mismas políticas continúan siendo las únicas que “están ahí” hoy. En consecuencia, el neoliberalismo es todavía políticamente inevitable.

De ninguna manera está claro que el público haya adoptado las doctrinas neoliberales con mucho entusiasmo, pero las personas fueron persuadidas para creer la idea de que no hay alternativa al neoliberalismo. La aceptación (típicamente reacia) de este estado de cosas es el sello distintivo del realismo capitalista. El neoliberalismo puede no haber tenido éxito en ser un sistema más atractivo que el resto, pero se ha vendido a sí mismo como el único modo “realista” de gobierno. El sentido de “realismo” es aquí un logro político obtenido con mucho esfuerzo, y el neoliberalismo ha impuesto exitosamente un modelo de realidad moldeado por las prácticas y los presupuestos provenientes del mundo de los negocios.

El neoliberalismo consolidó el descrédito del socialismo estatal, al establecer una visión de la historia en la que el futuro le pertenece y en la que la izquierda permanece enterrada en la obsolescencia. Capturó el descontento con el izquierdismo burocrático centralizado, absorbió y metabolizó exitosamente los deseos de libertad y autonomía que emergieron luego de los sesenta. Pero –y este es un punto fundamental– esto no es lo mismo que decir que esos deseos inevitable y necesariamente condujeron al ascenso del neoliberalismo. Al contrario, podemos ver el éxito del neoliberalismo como un síntoma del fracaso de la izquierda en responder adecuadamente a esos nuevos deseos. Como Stuart Hall y otros integrantes del proyecto New Times en los ochenta proféticamente insistieron, ese fracaso probaría ser catastrófico para la izquierda.

El realismo capitalista puede ser descrito como la creencia de que no hay alternativa al capitalismo. Sin embargo, no se manifiesta en grandes declaraciones sobre la economía política, sino en comportamientos y expectativas más banales, como nuestra aceptación por agotamiento de que los salarios y las condiciones laborales se van a estancar o deteriorar.

El realismo capitalista nos fue vendido por administradores (muchos de los cuales se consideran a sí mismos de izquierda) que nos dicen que las cosas son diferentes en la actualidad. La era de la clase trabajadora organizada se terminó; el poder de los sindicatos retrocede; mandan los negocios; y nosotros debemos alinearnos. El trabajo de autovigilancia que se exige rutinariamente a los trabajadores (todas esas autoevaluaciones, análisis de desempeño, cuadernos de registro) es –se nos ha hecho creer– un pequeño precio que hay que pagar para mantener nuestros trabajos. Consideremos el Sistema de Excelencia en Investigación (REF), un sistema para evaluar la producción académica de investigación en el Reino Unido. Este sistema masivo de monitoreo burocrático es ampliamente injuriado por los que tienen que cumplirlo, pero toda oposición a él ha sido hasta el momento bloqueada. Esta doble situación –en la que algo es odiado y, al mismo tiempo, obedecido– es típica del realismo capitalista, y es particularmente aguda en el caso de la academia, que supuestamente es uno de los bastiones de la izquierda.

El realismo capitalista es una expresión de la descomposición de clase y una consecuencia de la desintegración de la conciencia de clase. Fundamentalmente, el neoliberalismo debe ser visto como un proyecto dirigido a lograr este objetivo. En principio no se dedicó –al menos no en la práctica– a liberar al mercado del control estatal. Más bien, intentó subordinar el Estado al poder del capital. Como David Harvey incansablemente ha sostenido, el neoliberalismo fue un proyecto que buscó reafirmar el poder de clase.

Todas las imágenes pertenecen a la película Dawn of the dead (George Romero, 1979)

Como las fuentes tradicionales del poder de la clase trabajadora fueron derrotadas o sometidas, las doctrinas neoliberales funcionaron como armas en una lucha de clases que cada vez más era librada desde un solo lado. Conceptos como “el mercado” o “la competencia” funcionaron no como los fines reales de la política neoliberal, sino como mitos rectores y coartadas ideológicas. El capital no tiene interés ni en la salud de los mercados ni en la competencia. Según Manuel de Landa, siguiendo a Fernand Braudel, el capitalismo, con su tendencia al monopolio y al oligopolio, puede ser definido más precisamente como antimercado que como un sistema que promueve el florecimiento de mercados.

David Blacker observa con mordacidad en su libro The Falling Rate of Learning and the Neoliberal Endgame [La caída de la tasa de aprendizaje y el fin neoliberal] que las virtudes de la “competencia” son “convenientemente reservadas solo para las masas. La competencia y el riesgo existen solo para las pequeñas y medianas empresas y otras personas, como los empleados del sector público y del privado”. La invocación a la competencia ha funcionado como un arma ideológica: su objetivo real es la destrucción de la solidaridad, y, en ello, ha sido notablemente exitosa.

El realismo capitalista puede ser descrito como la creencia de que no hay alternativa al capitalismo. Sin embargo, no se manifiesta en grandes declaraciones sobre la economía política, sino en comportamientos y expectativas más banales, como nuestra aceptación por agotamiento de que los salarios y las condiciones laborales se van a estancar o deteriorar.

La competencia en el ámbito educativo (tanto entre instituciones como entre individuos) no surge espontáneamente una vez que desaparece la regulación estatal; al contrario, es producida activamente por los nuevos tipos de control estatal. El régimen de inspecciones escolares, supervisado en el Reino Unido por la Oficina de Normas en Educación, Servicios y Habilidades para Niños (OFSTED), es un ejemplo clásico de este síndrome.

Dado que no hay un modo automático de “marketizar” la educación y el resto de los servicios públicos, y que no hay un modo directo de cuantificar la “productividad” de trabajadores como los profesores, la imposición de la disciplina de los negocios ha significado la instalación de una maquinaria burocrática colosal. Así que una ideología que prometía liberarnos de la burocracia estatal socialista ha impuesto en su lugar a una burocracia propia.

Esto parece tan solo una paradoja, si tomamos al neoliberalismo al pie de la letra, pero el neoliberalismo no es el liberalismo clásico. No se trata de laissez faire. Jeremy Gilbert, profundizando en los clarividentes análisis de Foucault sobre el neoliberalismo, sostuvo que el proyecto neoliberal siempre se trató de vigilar policíacamente un cierto modelo de individualismo; los trabajadores tienen que estar continuamente vigilados por miedo a que puedan recaer en la colectividad.

Si nos rehusamos a aceptar los argumentos del neoliberalismo (que los sistemas de control importados de los negocios estaban destinados a aumentar la eficiencia de los trabajadores), entonces se vuelve evidente que la ansiedad producida por el REF y otros mecanismos administrativos no es un tipo de efecto secundario accidental de esos sistemas, sino su objetivo real.

Y si el neoliberalismo no va a colapsar por su propia voluntad, ¿qué podemos hacer para acelerar su desaparición?

ESTRATEGIAS DE RECHAZO QUE NO FUNCIONAN

En un diálogo que mantuve con Franco “Bifo” Berardi publicado en Frieze, Berardi habló de “nuestra actual impotencia teórica frente al proceso deshumanizante provocado por el capitalismo financiero”. “No puedo negar la realidad”, continuó Berardi, “y creo que es esta: la última ola del movimiento —digamos, de 2010 a 2011— fue un intento de revitalizar una subjetividad masiva. Ese intento fracasó: hemos sido incapaces de detener la agresión financiera. El movimiento hoy ha desaparecido, y solo emerge en la forma de explosiones fragmentarias de desesperación.”

Bifo Berardi, uno de los activistas involucrados en el llamado movimiento autonomista de Italia en la década de 1970, identifica aquí el ritmo que ha definido a la lucha anticapitalista desde el 2008: excitantes estallidos de militancia que se desvanecen tan rápido como aparecieron, sin producir ningún cambio sostenido.

Escucho las observaciones de Bifo como un réquiem para las estrategias “horizontalistas” que han predominado en el anticapitalismo desde los noventa. El problema de estas estrategias no son sus (nobles) objetivos (la abolición de las jerarquías, el rechazo del autoritarismo), sino su eficacia. Las jerarquías no pueden ser abolidas por decreto, y un movimiento que fetichiza la forma organizativa por sobre la efectividad le cede terreno al enemigo. El desmantelamiento de muchas de las formas existentes de estratificación será un proceso largo, arduo y abrasivo; no es cuestión de simplemente romper con los líderes (oficiales) y adoptar formas de organización “horizontales”.

El horizontalismo neoanarquista ha tendido a favorecer estrategias de acción directa y de retirada: las personas necesitan actuar ya y por ellas mismas, no esperar a que los representantes electos comprometidos actúen en su nombre; al mismo tiempo, deben retirarse de las instituciones que son corruptas, no contingentemente sino necesariamente.

El énfasis en la acción directa, sin embargo, esconde una desesperanza en relación con la posibilidad de la acción indirecta. Pero el control de las narrativas ideológicas se logra a través de la acción indirecta. La ideología no tiene que ver con nuestras creencias espontáneas, sino con lo que creemos que el Otro cree. Esta creencia todavía está determinada, en gran medida, por el contenido de los medios mainstream.

Como las fuentes tradicionales del poder de la clase trabajadora fueron derrotadas o sometidas, las doctrinas neoliberales funcionaron como armas en una lucha de clases que cada vez más era librada desde un solo lado. Conceptos como “el mercado” o “la competencia” funcionaron no como los fines reales de la política neoliberal, sino como mitos rectores y coartadas ideológicas. El capital no tiene interés ni en la salud de los mercados ni en la competencia.

La doctrina neoanarquista sostiene que debemos abandonar los medios mainstream y el parlamento, pero nuestro abandono solo ha permitido que los neoliberales extiendan su poder e influencia. La derecha neoliberal puede predicar el fin del Estado, pero solo si se asegura el control de los gobiernos.Dado que no hay un modo automático de “marketizar” la educación y el resto de los servicios públicos, y que no hay un modo directo de cuantificar la “productividad” de trabajadores como los profesores, la imposición de la disciplina de los negocios ha significado la instalación de una maquinaria burocrática colosal. Así que una ideología que prometía liberarnos de la burocracia estatal socialista ha impuesto en su lugar a una burocracia propia.

Solo la izquierda horizontalista se cree la retórica de la obsolescencia del Estado. El peligro de la crítica neoanarquista es que esencializa al Estado, a la democracia parlamentaria y a los “medios mainstream”, pero ninguna de estas cosas permanece fija por siempre. Son terrenos mutables sobre los que hay que luchar, y la forma que asumen hoy es, en sí misma, consecuencia de las luchas previas. Pareciera que, a veces, los horizontalistas quisieran ocupar todo excepto el parlamento y los medios mainstream. Pero ¿por qué no ocupar también el Estado y los medios? El neoanarquismo no constituye un desafío al realismo capitalista, sino más bien es uno de sus efectos. El fatalismo anarquista, según el cual es más fácil imaginar el fin del capitalismo que un Partido Laborista de izquierda, es el complemento de la insistencia del realismo capitalista en que no hay alternativa al capitalismo.

Nada de esto equivale a decir que el acto de ocupar los medios mainstream o la política bastará en sí mismo. Si el Nuevo Laborismo nos enseñó algo, fue que ocupar el gobierno de ninguna manera es lo mismo que ganar la hegemonía. No obstante, sin una estrategia parlamentaria de algún tipo, los movimientos continuarán hundiéndose y colapsando. La tarea es construir los vínculos entre las energías extraparlamentarias de los movimientos y el pragmatismo de los que están dentro de las instituciones existentes.

VOLVER A ENTRENARNOS PARA ADOPTAR UNA MENTALIDAD BÉLICA

Si quisiéramos tomar en consideración la desventaja más significativa del horizontalismo, tendríamos que pensar en cómo se ve desde la perspectiva del enemigo. El capital debe estar encantado por la popularidad de los discursos horizontalistas dentro del movimiento anticapitalista. ¿Preferirías enfrentar a un enemigo cuidadosamente coordinado o a uno que toma decisiones a través de “asambleas” de nueve horas?

Esto no significa que deberíamos recaer en la reconfortante fantasía de que cualquier regreso al antiguo leninismo es posible o deseable. El hecho de que las opciones disponibles sean el leninismo y el anarquismo es una medida de la impotencia de la izquierda actual.

Es fundamental dejar atrás ese binomio estéril. La lucha contra el autoritarismo no tiene que necesariamente implicar al neoanarquismo, así como la organización no requiere necesariamente de un partido leninista. Lo que sí se requiere es tomar seriamente el hecho de que nos enfrentamos a un enemigo que no tiene ninguna duda de que está en una guerra de clases, y que dedica muchos de sus enormes recursos a entrenar a su gente para pelearla. No es casual que los estudiantes de los Masters en Administración de Empresas lean El arte de la guerra, y si queremos progresar, debemos redescubrir el deseo de ganar y la confianza en que podemos hacerlo.

Debemos aprender a superar ciertos hábitos del pensamiento antiestalinista. El peligro ya no es, ni lo ha sido por bastante tiempo, el excesivo fervor dogmático de nuestra parte. En cambio, la izquierda post-68 ha tendido a sobrevalorar la capacidad negativa de quedarse en la duda, el escepticismo y la incertidumbre. Puede que sea una virtud estética, pero es un vicio político. La duda de sí misma, que ha sido endémica en la izquierda desde los sesenta, no está presente en la derecha, y esa es una de las razones por las que ha impuesto exitosamente su programa. Muchos en la izquierda se estremecen frente a la idea de formular un programa, y más aún frente a la idea de “imponerlo”. Debemos abandonar la creencia de que las personas espontáneamente van a girar hacia la izquierda, o de que el neoliberalismo va a colapsar sin que lo desmontemos activamente.

REPENSAR LA SOLIDARIDAD

La vieja solidaridad que el neoliberalismo desintegró se ha ido para nunca más volver, pero esto no significa que estemos condenados al individualismo atomista.

Nuestro desafío hoy es reinventar la solidaridad. Alex Williams ha acuñado la sugestiva fórmula “plasticidad posfordista” para describir cómo podría ser esta nueva solidaridad. Según Catherine Malabou, plasticidad no es lo mismo que elasticidad. La elasticidad es equivalente a la flexibilidad que el neoliberalismo nos exige, por la que asumimos una forma impuesta desde fuera. En cambio, la plasticidad es algo más: implica adaptabilidad y resiliencia, una capacidad de cambio que también retiene una “memoria” de los encuentros previos.

Repensar la solidaridad en estos términos puede ayudarnos a abandonar algunos presupuestos gastados. Este tipo de solidaridad no necesariamente implica la unidad global o el control centralizado. Pero ir más allá de la unidad tampoco nos conducirá necesariamente a la planicie del horizontalismo. En lugar de la rigidez de la unidad –irónicamente, la aspiración de alcanzarla ha contribui- do al infame sectarismo de la izquierda–, necesitamos la coordinación de diversos grupos, recursos y deseos. En la derecha han sido mejores posmodernistas que nosotros, construyeron coaliciones exitosas a partir de grupos con intereses heterogéneos sin la necesidad de una unidad total. Debemos aprender de ellos, para comenzar a construir un patchwork similar de nuestro lado. Este es un problema más logístico que filosófico.

Además de la plasticidad de la forma organizativa, también debemos prestar atención a la plasticidad del deseo. Freud dice que las pulsiones libidinales son “extraordinariamente plásticas”. Si el deseo no es una esencia biológica fija, entonces no hay un deseo natural de capitalismo. El deseo es siempre una construcción. Los anunciantes, los publicistas y los consultores de relaciones públicas siempre lo han sabido, y la lucha contra el neoliberalismo requerirá que construyamos un modelo de deseo alternativo que pueda competir con el que es impulsado por los técnicos libidinales del capital.

Lo cierto es que nos encontramos en un páramo ideológico en el que el neoliberalismo domina solo por defecto. El terreno está disponible para apropiárselo, y las observaciones de Friedman deben ser nuestra inspiración: nuestra tarea hoy es desarrollar alternativas a las políticas existentes, mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se transforme en lo políticamente inevitable.

Mark Fisher (Reino Unido, 1968-2017) Fue un escritor y teórico especializado en cultura musical. Colaborador regular de las publicaciones The Wire, Sight & Sound, Frieze y New Statesman. Ejerció como profesor de filosofía en el City Literary Institute de Londres y profesor visitante en el Centro de Estudios Culturales de Goldsmith, Universidad de Londres. Entre sus libros se cuentan Realismo capitalista (Caja Negra, 2016), Los fantasmas de mi vida (Caja Negra, 2018), Lo raro y lo espeluznante y K-Punk (Volumen 1, 2 y 3: Caja Negra, 2019, 2020, 2021). Su blog k-punk es uno de los blogs más populares sobre teoría cultural.