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Es difícil que el 20 de marzo de 2020 sea recordado por el estreno de una película de terror en Netflix. El primer fin de semana tras el cierre completo de las ciudades en gran parte del hemisferio occidental hizo que los medios de comunicación se empapelaran con dos motivos: la reaparición en pleno asfalto de una naturaleza hasta entonces amenazada por la actividad económica (“no debe tan difícil llegar a un capitalismo ecológicamente amigable”, confesó aliviado un columnista político de derecha, “si en tan poco tiempo de inactividad vemos que la naturaleza se recupera muy bien”) y la dificultad, igualmente ecológica, de las celebrities globales para comunicarse y llamar a la solidaridad a través de las redes sociales. Entre anuncios y sospechas de un nuevo orden (que no sería tan nuevo, y quizás ni siquiera tal orden), El hoyo (2019) de Galder Gaztelu-Urrutia, que se estrenó internacionalmente como The Platform, sin embargo, logró cruzar de la analogía política gore que era en un principio a la identificación imaginaria más abarcativa y cruda, a fuerza de escenas de canibalismo y confinamiento, que necesitaba la audiencia masiva. La película efectivamente es una analogía social, en una línea aparentemente similar a High Rise (2015) de Ben Wheatley, pero el mismo director se esforzó para no dejar claro a qué tipo de sistema social refiere la analogía. Un joven intelectual y profesor, Goreng (Iván Massagué), se alista para pasar una temporada en el llamado Centro de Autogestión Vertical; si completa la estadía, logrará obtener el diploma que necesita en su carrera. La película trata de los horrores que ocurren allí: el edificio consta de innumerables pisos, cada uno para dos prisioneros, con una litera de cada lado y un gran agujero rectangular en el suelo y en el techo. Por el túnel que forma esta cesura repetida piso a piso (similar al eje de una escalera, o al pozo de un ascensor) desciende dos veces al día una plataforma cubierta de comida, de la que los internos deben servirse durante el lapso breve que tarda hasta bajar al piso siguiente. Cada mes, cada pareja cambia de nivel, pudiendo quedar más arriba (donde la comida es más abundante) o abajo (adonde la mesa llega vacía). Aunque la asignación de los niveles es aleatoria, la estratificación social vertical es muy dura: cada uno puede comer solo restos de comida manoseada por los de arriba, y hace el mayor esfuerzo para no dejarles nada los de abajo. Según dice Trimagasi, el cínico y experimentado compañero de celda de Goreng: “Están los de arriba, los de abajo, y los que caen”.
A su manera, el Centro de Autogestión Vertical es la imagen perfecta del carácter abstracto de toda meritocracia. Uno puede ir allí para conseguir un diploma que no tiene o a cumplir una condena por homicidio, como Trimagasi. El esfuerzo de sostenerse y el talento para sobrevivir bastan para que el interno ascienda de posición social entre el ingreso y la salida, sin que importe ninguna particularidad concreta. Pero la película tiene efectivamente un relato, que no sirve solo para darle detalle a la analogía a través de la sátira (según el modelo del género: un buen exponente es Britannia Hospital, de 1982). La narración en cambio trata de la posibilidad de establecer comunicación en términos útiles para la acción política; la película se vuelve menos satírica a medida que avanza, en parte debido a la salida de escena de Zorion Eguileor (Trimagasi). El relato de la vida en el Centro se completa con escenas de trabajo en la cocina de lo que podría ser un restaurant o un hotel de lujo (el nivel 0 donde se prepara la comida que luego baja, y donde son frecuentes las reyertas con la dirección) y con la entrevista de ingreso por la que pasa Goreng. “El acceso a la plataforma es presentado como una gran oportunidad, como algo suntuario y exclusivo, cuando no es más que tu perdición”, dijo Gaztelu-Urrutia. “Estoy seguro de que todos pasamos por una entrevista de trabajo como esta”. La “situación de autopresentación” típica de una entrevista de trabajo remite indirectamente a los dos tópicos señalados al comienzo. Podríamos decir que la cultura institucional del neoliberalismo convirtió a la situación de entrevista laboral en el nuevo sentido común de la época, la clave de una “economía creativa” donde es responsabilidad de cada individuo presentar sus talentos y hacer el esfuerzo para explotarlos, en beneficio del conjunto social, tanto si se especializa en la ortodoncia estética como en la recolección de residuos. La teoría social del arte también hizo su contribución para normalizar este sentido común, y es así que proliferaron los libros sobre la figura del artista como modelo comunicativo del sujeto económico neoliberal.
Lo que este análisis suele dejar fuera de lectura es la contradicción entre la cultura institucional del neoliberalismo (su “ideología” entendida no solo como un conjunto de discursos sino también como la encarnación aspiracional de esos discursos en el mundo del trabajo, la educación, etc.) y el modelo de gobernanza neoliberal (las políticas concretas, y aplicadas en contextos diversos, de supresión de derechos, desorganización de la vida colectiva, reconversión de los aparatos institucionales en pos de la concentración económica, privatización de servicios y bienes sociales a gran escala, etc). O para decirlo de otra manera, la contradicción entre el “neoliberalismo realmente existente”, como lo llama Jeremy Gilbert, y los discursos que lo sostienen. El argumento de El hoyo es interesante porque posiciona a los personajes en una situación de emergencia en la que esta contradicción no solo se vuelve visible, sino que se convierte en algo innegable.
Pero entre las virtudes del film está no sólo que expone esta contradicción intrínseca al neoliberalismo, sino que hace un repaso por las maneras en que los discursos neoliberales responden y tratan de adaptarse ante una crisis. Podemos tomar un ejemplo bastante elocuente de esto en la curiosa escala de valores que los medios de comunicación exhiben estos días según la cual el jabalí que cruza la calle en una ciudad cerrada a toda actividad pública es bienvenido, ya que representa el retorno de la naturaleza con la que deberíamos compartir el “patrimonio común” del planeta (sin renunciar al capitalismo, claro), mientras lxs famosxs que se autopromocionan en Instagram en plena catástrofe global son repudiables. Un nuevo cliché brotó en la prensa cultural mainstream: estos famosos que tratan de “matenerse vigentes”, adaptándose a una catástrofe global en curso mediante posteos en las redes sociales, son repetitivamente denunciados por el nuevo consejo global de pundits y comentaristas que eligió la primera mitad de 2020 para descubrir que la heladera de la casa de Billy Eilish y las rutinas familiares de Lionel Messi y los quehaceres domésticos de una actriz casada con un aristócrata británico no son ya temas importantes. Y que estas figuras no son tampoco los líderes que necesita la humanidad. De un día a otro el consenso generalizado de que el sujeto económico del presente es el individuo-entrepreneur-artista fue sustituido por la necesidad de silenciar todo lo que se parezca a un artista o una celebridad en tiempos de emergencia. Ese giro sin transiciones no solo muestra goce en el castigo a la frivolidad que se complace señalando lo equivocada que está Madonna cuando hace un vivo de Instagram desde un baño de espuma en la bañera para recordarle al público que se cuide. También muestra que la supresión de la figura del artista en tiempos de crisis es la continuación lógica del mandato previo que lo obligaba a “adaptarse”, “comunicarse”, “funcionar” socialmente y a hacer un vivo de Instagram desde la ducha siempre que pudiera. El mismo cuerpo normalizado del artista que antes debía operar estratégicamente en la esfera de la comunicación y servir como modelo para la conversión de todas las industrias en industrias basadas en la comunicación (lo que solo es perfectamente concebible al interior de la ideología de la meritocracia) hoy está obligado a decir con la misma normalidad que “estamos frente a una situación nos aflige a todxs” o alguna otra invención retórica.
Las celebrities, y la figura de artista en general, otorgan el espejo en el que la cultura institucional neoliberal se ha mirado encantada durante décadas: su mismo ser se basa en la autopromoción y el ethos entrepreneurial. Pero su cancelación “en tiempos de crisis” viene a sustituirlo con una nueva niebla de metáforas igualmente incompatible con el modelo de gobernanza neoliberal: la que apela a un presunto amor comunal como “remedio de la crisis”. El discurso culpógeno que condena al músico que sale a promocionarse o al joven que viola las restricciones de contacto social pero también se enorgullece de los aplausos al sistema sanitario y lagrimea con cuanta gaviota o pelícano se adentre a buscar restos de comida en las peatonales desiertas de las ciudades costeras. Pero si hay algo que El hoyo pone en evidencia es justamente esto: que los discursos éticos que apelan a la solidaridad comunal sin apuntar a la estructura misma del sistema son la otra cara de la cultura institucional del neoliberalismo, meritocrática e individualista, y son igualmente falsos. La única vía política real se resume en dos ideas: organización y comunicación.
De un día a otro el consenso generalizado de que el sujeto económico del presente es el individuo-entrepreneur-artista fue sustituido por la necesidad de silenciar todo lo que se parezca a un artista o una celebridad en tiempos de emergencia. Ese giro sin transiciones no solo muestra goce en el castigo a la frivolidad que se complace señalando lo equivocada que está Madonna cuando hace un vivo de Instagram desde un baño de espuma en la bañera para recordarle al público que se cuide.Yael Desbats, Miu Miu (2020)
La película, según algunos críticos, repone una versión del problema de teoría de juegos que en inglés se conoce como “commons tragedy”. Un sistema en el que todos los miembros deban actuar solidariamente para preservar el bienestar común va a colapsar en la medida en que resulta inevitable que cada uno priorice el interés propio, produciendo a largo plazo la ruina del conjunto. Ergo, es mejor aquel sistema que, a la inversa, extrae el beneficio común del interés individual. Al primer cambio de mes, que los deja en un nivel muy desfavorable, Trimagasi inmoviliza a Goreng para sacarle tajadas de carne con su cuchillo, tratando en lo posible de mantenerlo vivo. Goreng sobrevive, y finalmente mata a su compañero, pero el descenso a los niveles inferiores lo convence de la injusticia del Centro de Autogestión Vertical. A simple vista el “commons tragedy” es la negación de toda alternativa al neoliberalismo (es mejor la propiedad privada, ya que la propiedad comunitaria termina en tragedia), pero en vedad este problema es intrínseco al neoliberalismo. Ante la menor situación de crisis es el mismo neoliberalismo el que debe recurrir a la fantasía de “lo común” (justo ahí es cuando tiene sentido reprimir a las celebrities y celebrar las incursiones de los mapaches en el nuevo espacio común que hasta hace poco había sido el paisaje super privatizado de la ciudad). La fantasía de que un llamado ético a “lo comunal” por sí solo pueda resolver las contradicciones que resultan de un modelo de gobernanza desregulado y asimétrico es tan irreal como ver a diez o quince celebridades cantando juntxs en una mezcla de reunión por Skype y coro de iglesia.
El diseño del Centro de Autogestión Vertical es el resumen de la cultura institucional neoliberal, más que su metáfora. El edificio y sus servicios están diseñado para que la Administración pueda decir “vean, la comida no llega por culpa de los mismos internos. Son ellos los que no logran organizarse”. Imoguiri, que al comienzo de la película le hace la entrevista Goreng y que luego se alista voluntariamente para internarse, es el reflejo de esta conciencia. Ella conoce a la perfección el diseño del centro, pero no tiene idea de sus consecuencias estructurales. Al ver lo que realmente está ocurriendo, lo primero que hace es una especie de llamado a la solidaridad, para que en cada nivel preparen una ración de comida para el piso inferior y tomen solo la ración preparada en el piso de arriba. El sistema es un obvio fracaso. (Su misma ineficacia, en una especie de círculo vicioso, viene a rubricar la premisa inicial: es culpa de los internos si la comida no llega.) Cuando ella y Goreng son reasignados a un nivel bajísimo, se cuelga para que su compañero de celda tenga algo que comer.
El plan es simple, Goreng y Baharat bajan en la plataforma dispuestos a repartir ellos mismos la comida. Hasta ese momento a Goreng ni se lo ocurrió todavía derribar el orden; solo quiere resolver de manera improvisada el problema del hambre. ¿Pero qué hacer si un gran número de los internos se le enfrenta? Estas resistencias son estructurales, y en ellas también se filtra el marco cognitivo de la meritocracia. Cuando Imoguiri sugiere que cada uno guarde una ración para el comensal del piso de abajo, lo que le dicen los de abajo (quienes serían, en primer lugar, beneficiarios de su acción) es que ellos también han tenido hambre en alguno de los niveles inferiores. (Si están allí es porque se lo merecen, etc.) El centro está diseñado de forma que se evite rigurosamente la solidaridad entre los distintos niveles. El problema es que Goreng, al bajar, debe hablar para todxs. Esta lógica se rompe con la aparición en escena de Sr. Brambang, un “intelectual” en silla de ruedas, que da un sermón político-filosófico a Goreng y Baharat cuando llegan hasta su piso.
Brambang es el más realista de los personajes, pero su realismo es inherente a su perspectiva revolucionaria: según él entiende las cosas, el sufrimiento innecesario de muchas personas va a seguir ocurriendo a menos que cambien las condiciones estructurales, lo que requiere que la correlación de fuerzas se vuelque a la causa de la revolución. Ya lo está en los hechos, pero no todavía en la conciencia. Lo que hace falta entonces es convertir la acción política (que comenzó como acción de emergencia) en un objeto comunicacional, en algo durable e intencionado en la mente de las personas. El programa de Goreng va a ser exitoso en la medida en que pueda producir y hacer llegar un mensaje con la suficiente fuerza, no a la Administración (“la Administración no tiene conciencia”, aclara) sino a los trabajadores del nivel 0, los cocineros que vemos fugazmente en la introducción. La doctrina de Brambang puede sonar extraña en los oídos de quienes estén familiarizados con las sociologías culturales del neoliberalismo. La materia misma de la política revolucionaria, dice, es la comunicación. Los ambiciosos, los emprendedores, los crédulos y los filósofos, pueden tener las iniciativas individuales que quieran, pero su lugar verdadero es el de revolucionarios profesionales, intelectualizados y potencialmente criminales, adictos a la oportunidad y a la larga beatificados por su masa de seguidores y beneficiarios. Lo que necesita la causa es un gran éxito, algo que les mueva las costillas a los adormilados cocineros. Un producto, un mensaje. Ese mensaje es la porción de panacota que debe subir intacta al nivel 0 para demostrar que el poder siempre se cocina abajo. Ni el inverosímil “pragmatismo” que siempre hace fuerza para que todo siga igual ni la aceptación cínica del entorno dado ni la censura bienintencionada y solidaria pueden tanto como un mensaje pregnante que no rompe la ley sino que la revela como algo ya roto. Un mensaje que tiene la capacidad de evidenciar la desarmonía existente entre las “reglas” del orden dado y la realidad.
En la misma medida en que las leyes necesarias para salir del atasco planetario actual sean tan realistas como imposibles en el orden dado, su sustitución por una nueva ordenación jurídica parece más o menos inevitable. “El mensaje no necesita portador”, una de las últimas líneas de la película, se podría traducir así: el hecho comunicacional es inmediatamente político y viceversa. Dicho de otra manera, si no hay mensaje, no hay emergencia ni catástrofe que alcance. La moraleja esquiva que buscaban los bloggers tras el estreno de la película (¿es una crítica del capitalismo? ¿del socialismo? ¿del cambio climático? etc.) no es que todos somos prisioneros, ni que la desigualdad es algo natural, ni que el deseo de justicia produce crueldad, ni algo del estilo, sino una idea más puntual: que una revolución solo puede ser la consecuencia de su eficacia comunicacional, como un objeto cautivante de intelección colectiva capaz de organizar la necesidad objetiva de su realización.