Cuidado y Cuidado de SÍ

Por Boris Groys

19 mayo, 2022

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En las sociedades contemporáneas, la forma de trabajo más extendida es el cuidado. Nuestra civilización consi­dera la protección de las vidas humanas como su objetivo primordial. Foucault tenía razón cuando caracterizaba los Estados modernos como biopolíticos. Su función principal es velar por el bienestar físico de sus poblaciones. En este sentido, la medicina ha ocupado el lugar de la religión y el hospital ha reemplazado a la Iglesia. El cuerpo an­tes que el alma es el objeto privilegiado de los cuidados médicos: “La salud sustituye a la salvación”. Los médi­cos asumieron el papel de sacerdotes porque se supone que ellos conocen nuestros cuerpos mejor que nosotros mismos –de la misma manera en que los sacerdotes afir­maban conocer nuestras almas mejor que nosotros mis­mos–. Sin embargo, el cuidado de los cuerpos humanos va mucho más allá de la medicina en el sentido estricto del término. Las instituciones estatales no solo cuidan de nuestros cuerpos en cuanto tales, sino también de la vivienda, la comida y otros aspectos que resultan impor­tantes para mantener sanos nuestros cuerpos. Por ejem­plo, los sistemas de transporte público y privado cuidan de los cuerpos de los pasajeros para que estos lleguen ilesos a sus destinos, mientras que la industria ecológica cuida del medioambiente a fin de hacerlo más apto para la salud humana.

La religión cuidaba no solo de la vida del alma en este mundo, sino también de su destino luego de que ella hu­biera abandonado su respectivo cuerpo. Lo mismo puede decirse de las instituciones del cuidado contemporáneas y secularizadas. Nuestra cultura está permanentemente fabricando extensiones de nuestros cuerpos materiales: fotografías, documentos, videos, copias de nuestras cartas y correos electrónicos, entre otros artefactos. Y nosotros participamos de este proceso fabricando libros, obras de arte, películas, sitios web y cuentas de Instagram. Todos estos objetos y documentos son conservados durante un tiempo luego de nuestra muerte. Eso significa que, en lu­gar de asegurar una supervivencia para nuestras almas, nuestras instituciones del cuidado están garantizando la supervivencia material de nuestros cuerpos. Cuidamos de los cementerios, los museos, las librerías, los archivos his­tóricos, los monumentos públicos y los lugares de impor­tancia histórica. Preservamos la identidad cultural, la me­moria histórica y los espacios urbanos, así como los modos de vida tradicionales. Todo individuo está incluido en este sistema del cuidado ampliado. Nuestros cuerpos ampliados pueden ser denominados “cuerpos simbólicos”. Son sim­bólicos no porque sean de alguna manera “inmateriales”, sino porque nos permiten inscribir nuestros cuerpos físi­cos en el sistema del cuidado. En un sentido similar, la Iglesia no podía cuidar de un alma individual antes de que su cuerpo fuera bautizado y recibiera un nombre.

La protección de nuestros cuerpos vivos está mediada, en efecto, por nuestros cuerpos simbólicos. Así, cuando vamos al médico tenemos que presentar un pasaporte u otros documentos de identidad. Estos documentos trazan el perfil de nuestros cuerpos y su historia: hombre o mu­ jer, lugar y fecha de nacimiento, color de cabello y ojos, fotografías biométricas. Además, debemos indicar nues­ tro domicilio postal, número de teléfono y dirección de correo electrónico. También debemos presentar nuestra credencial de seguro médico, o bien pagar la consulta de manera privada. Esto presupone que podemos probar que poseemos una cuenta bancaria, una profesión y un lugar de trabajo, o al menos una pensión o algún otro benefi­ cio social pertinente. No es casual que, cuando vamos al médico, este empiece por solicitarnos que llenemos una enorme cantidad de distintos formularios, incluyendo una historia de nuestras enfermedades previas, y que firme­ mos nuestro consentimiento en cuanto a la eventual di­ vulgación de nuestros datos privados y a la exención de responsabilidades del médico por todas las consecuencias de nuestro tratamiento. El médico examina toda esta do­ cumentación antes de examinar nuestro cuerpo. En mu­ chos casos, ni siquiera examinan nuestros cuerpos físicos –el examen de los documentos parece ser suficiente–. Ello demuestra que el cuidado y la salud de nuestros cuerpos físicos están integrados en un sistema mucho más gran­ de de vigilancia y cuidado que controla nuestros cuerpos simbólicos. Y uno sospecha que este sistema está menos interesado en nuestra salud y subsistencia individual que en la fluidez de su propio funcionamiento. De hecho, la muerte de un individuo no cambia mucho en su cuerpo simbólico –solo da paso a la emisión del correspondiente certificado de defunción y otros documentos relativos a los trámites del funeral, el lugar donde será colocada la tumba, el diseño del ataúd o la urna y otras gestiones de ese tipo–. Se necesitan solo unos ligeros cambios en nuestros cuerpos simbólicos para que estos se transformen en cadáveres simbólicos.

Nuestra cultura está permanentemente fabricando extensiones de nuestros cuerpos materiales: fotografías, documentos, videos, copias de nuestras cartas y correos electrónicos, entre otros artefactos. Y nosotros participamos de este proceso fabricando libros, obras de arte, películas, sitios web y cuentas de Instagram. Todos estos objetos y documentos son conservados durante un tiempo luego de nuestra muerte. Eso significa que, en lu­gar de asegurar una supervivencia para nuestras almas, nuestras instituciones del cuidado están garantizando la supervivencia material de nuestros cuerpos.

Parece que el sistema del cuidado nos cosifica como pacientes, nos convierte en cadáveres vivientes y nos trata como animales enfermos y no como seres humanos autó­nomos. Sin embargo, afortunada o desafortunadamente, esta impresión se halla lejos de la verdad. De hecho, el sis­tema médico no nos cosifica, sino que más bien nos sub­jetiviza. En primer lugar, este sistema empieza a preocu­parse por un cuerpo individual solo si el paciente recurre a este sistema porque él o ella se siente mal, indispuesto, enfermo. La primera pregunta que a uno le hacen cuando va al médico es: “¿Qué puedo hacer por usted?”. En otras palabras, la medicina se concibe a sí misma como un ser­ vicio y trata al paciente como a un cliente. Los pacientes tienen que decidir no solo si están enfermos o no, sino también qué partes de su cuerpo están enfermas, dado que la medicina está altamente especializada y es el pa­ciente quien tiene que tomar la decisión inicial en cuanto a la institución médica y el tipo de doctor adecuados. Los pacientes son los cuidadores primarios de sus cuerpos. El sistema médico del cuidado es secundario. El cuidado de sí antecede al cuidado.

Buscamos una salvación en la medicina solo cuando nos sentimos enfermos, pero no cuando nos sentimos bien. Y si no tenemos ningún conocimiento médico específico, entonces tenemos apenas una comprensión vaga de cómo funciona nuestro cuerpo. En efecto, no tenemos ninguna capacidad “innata” para establecer “internamente”, por medio de la autocontemplación, la diferencia entre es­ tar sano y estar enfermo. Podemos sentirnos mal cuando en realidad estamos bastante bien, y podemos sentirnos bien a pesar de estar terminalmente enfermos. El cono­ cimiento acerca de nuestros cuerpos proviene de afuera. Nuestras enfermedades también provienen de afuera –en cuanto predeterminadas genéticamente o causadas por infecciones, alimentos en mal estado o el clima–. Todas las recomendaciones acerca de cómo mejorar el funcio­namiento de nuestros cuerpos y volverlos más saludables también provienen de afuera (ya sea el deporte o cual­ quiera de las formas posibles de terapia alternativa o die­ta). En otras palabras, cuidar de nuestro propio cuerpo físico significa, para nosotros, cuidar de algo acerca de lo cual no sabemos casi nada.

Como sucede con todo en nuestro mundo, el sistema médico no es en verdad un sistema, sino un ámbito de competencia. Cuando uno se pone al tanto del tratamiento médico que es bueno para su salud, descubre rápidamente que las autoridades médicas se contradicen unas a otras en todas las cuestiones fundamentales. Las recomendaciones médicas que uno recibe son la mayoría de las veces contra­dictorias. Al mismo tiempo, todas estas recomendaciones parecen muy profesionales, de manera que es difícil elegir un tratamiento sin poseer ningún conocimiento médico específico y la correspondiente formación profesional. Sin embargo, la obligación del paciente de dar su consenti­miento a un tratamiento determinado –tomando en consi­deración y aceptando todas las eventuales consecuencias negativas de este tratamiento, incluso la muerte– pone de manifiesto la seriedad de la elección. Esto implica que, si bien la medicina se presenta a sí misma como una ciencia, la elección de un tratamiento médico en particular por parte del paciente supone un acto de fe irracional. Este acto de fe es irracional en la medida en que la base del conocimiento médico es el estudio de los cadáveres. Uno no puede realmente investigar la estructura interna y los mecanismos del cuerpo vivo. Para que verdaderamente se lo conozca, el cuerpo debe morir. O al menos se lo debería anestesiar. Por lo tanto, yo no puedo conocer mi cuerpo, ya que no puedo estudiarme a mí mismo como un cadáver. Y no puedo al mismo tiempo anestesiarme y operarme a mí mismo. Ni siquiera puedo ver el estado interno de mi cuerpo sin valerme de radiografías o tomografías computa­das. El conocimiento médico trasciende a mi conocimiento  de mí mismo. Y mi relación con lo trascendente solo puede consistir en la fe, no en el conocimiento.

La obligación del paciente de dar su consenti­miento a un tratamiento determinado –tomando en consi­deración y aceptando todas las eventuales consecuencias negativas de este tratamiento, incluso la muerte– pone de manifiesto la seriedad de la elección. Esto implica que, si bien la medicina se presenta a sí misma como una ciencia, la elección de un tratamiento médico en particular por parte del paciente supone un acto de fe irracional.

Las propuestas con relación al estado de nuestro cuer­po provienen no solo de las Facultades de Medicina, sino también de las diversas prácticas de sanación alternati­vas, entre las cuales se incluyen el deporte, el bienestar [wellness], el yoga y el taichí, así como diferentes tipos de dieta. Todas ellas exigen de nosotros un acto de fe. En este sentido, es interesante observar las publicidades de medicamentos recetados en la televisión estadounidense. Estas publicidades son en su mayoría verdaderamente mis­teriosas. Vemos matrimonios felices, a menudo con niños, comiendo juntos y riendo, jugando al tenis o al golf. De vez en cuando vemos una palabra extraña que probable­ mente sea el nombre del medicamento publicitado. Pero en general no está claro qué tipo de enfermedad es la que el medicamento cura y cómo ese medicamento debería ser consumido. La publicidad en su conjunto tiene un aspecto totalmente inverosímil, dado que todas las personas que aparecen en ella sin duda gozan de buena salud. Parecería que lo único que los puede enfermar es el propio medica­mento publicitado. Aun cuando no está del todo claro para qué sirve, al final de la publicidad vemos una breve lista de sus efectos secundarios. Por lo general, estos van desde mareos y vómitos hasta ceguera y, en el peor de los casos, la muerte. Luego de unos instantes, la lista desaparece y la publicidad muestra nuevamente a la familia feliz. El espectador se siente aliviado al constatar que la familia sigue estando sana y feliz (probablemente porque después de todo ha decidido no usar el medicamento).

Estamos acostumbrados a equiparar el conocimiento con el poder. Creemos que el sujeto de conocimiento es un sujeto fuerte, poderoso: un sujeto potencialmente universal, impe­rial. Sin embargo, en cuanto cuidador de mi cuerpo físico y simbólico, yo no soy un sujeto de conocimiento. Como ob­servé más arriba, yo no tengo un conocimiento de mi cuerpo físico. Pero tampoco tengo un conocimiento exhaustivo de mi cuerpo simbólico. En el origen de mi cuerpo simbólico –de mi identidad– se encuentra el certificado de nacimien­to, que me informa acerca de mi nombre, los nombres de mis padres, la fecha y lugar de mi nacimiento, mi nacio­nalidad y otros detalles de este tipo. Ese certificado es el documento fundamental en el que se basan todos los otros documentos que vienen después, tales como mi pasaporte, mis diferentes domicilios y certificados de estudios. Todos estos documentos, tomados en su conjunto, definen mi estatus y mi posición en la sociedad, reflejan el modo en que la sociedad me percibe y me valora. Y definen el modo en que seré recordado después de mi muerte. Al mismo tiempo, yo no experimenté el modo en que fui concebido por mis padres, el momento, la hora y el lugar de mi na­cimiento o el acto por el que recibí una nacionalidad. Mi identidad es obra de otros.

Desde luego, puedo intentar modificar de diferentes maneras mi cuerpo simbólico –desde cambiar mi género hasta escribir libros que expliquen que yo soy, en verdad, bastante distinto de cómo aparezco ante los demás–. No obstante, para cambiar de género uno tiene que recurrir a los cirujanos, y para publicar libros uno tiene que pre­sentárselos a los editores y pedirles su opinión. O bien uno tiene que subirlos a Internet y ver la opinión de los usuarios. En otras palabras, uno no puede controlar por completo los cambios de su propio cuerpo simbólico. Así mismo, los cuerpos simbólicos atraviesan un proceso cons­tante de reevaluación. Lo que era simbólicamente valioso ayer puede perder su valor hoy y ser revalorizado mañana. En el rol de cuidador, uno no puede controlar (ni siquiera influir) en este proceso. Más allá de eso, en nuestra civili­zación actual estamos siendo permanentemente vigilados y grabados sin nuestro conocimiento ni consentimiento.

El cuerpo simbólico es un archivo de documentos, imá­genes, videos, registros sonoros, libros y otros datos se­mejantes. Los resultados de la vigilancia forman parte de este archivo, aun si tales resultados son desconocidos para el vigilado. Este archivo es material y existe incluso si na­die, incluyendo al vigilado, tiene acceso o está interesado en él. En este sentido, es bastante ilustrativo observar qué sucede cuando alguien comete un crimen –especialmen­te un crimen por motivos políticos–. De repente uno se topa con imágenes de los presuntos criminales comprando comida en un almacén o extrayendo dinero de un cajero automático, junto con declaraciones por escrito o una co­lección de armas. Este ejemplo muestra que el surgimien­to y el desarrollo de un cuerpo simbólico es un proceso relativamente independiente respecto de la atención so­cial, un proceso que por lo general tiene lugar más allá del control del cuidador primario de este cuerpo simbólico. Luego de la muerte del cuidador primario, la máquina del cuidado no se detiene: esta máquina pone de manifiesto que los esfuerzos del cuidador primario por configurar el cuerpo simbólico habían tenido solo un éxito limitado. La leyenda inscrita en la lápida normalmente reproduce la fecha de nacimiento junto con la de la muerte, y solo información somera acerca de los modos en que los cuida­ dores trataron de llegar a ser lo que no eran (por ejemplo, escritores, pintores, revolucionarios). Las revalorizaciones de los cuerpos simbólicos continúan después de la muerte de sus cuidadores: se erigen monumentos, se los destruye y se los vuelve a erigir, se publican libros, se los quema y más tarde se los vuelve a publicar, aparecen nuevos do­cumentos y otros se pierden. El cuidado perdura, pero, extrañamente, la responsabilidad por las modificaciones póstumas en las revalorizaciones del cuerpo simbólico del individuo sigue siendo atribuida a su cuidador primario. Y, de hecho, el cuidado del cuerpo simbólico presupone la anticipación de su destino después de la muerte del cuerpo físico, al igual que el cuidado del cuerpo físico presupone la perspectiva de su inevitable muerte.

 

Para cambiar de género uno tiene que recurrir a los cirujanos, y para publicar libros uno tiene que pre­sentárselos a los editores y pedirles su opinión. O bien uno tiene que subirlos a Internet y ver la opinión de los usuarios. En otras palabras, uno no puede controlar por completo los cambios de su propio cuerpo simbólico.

Es esta combinación del cuerpo físico y el simbólico eso que llamamos nuestro Yo. Como cuidador del Yo, el sujeto asume una posición externa con respecto a él. El sujeto no es central, pero tampoco descentrado. Es, como afirma acertadamente Helmuth Plessner, “excéntrico”. Yo sé que soy el sujeto del cuidado de sí porque lo he aprendido de otros –tal como he aprendido mi nombre, mi nacionalidad y otros detalles personales–. Sin embargo, ser un sujeto del cuidado de sí no implica tener un derecho a decidir acerca de la práctica del cuidado. En cuanto paciente, se me exige que siga todas las instrucciones de los médicos y que soporte pasivamente todos los dolorosos procedimien­tos a los que soy sometido. En este caso, practicar el cui­dado de sí significa convertirse a uno mismo en un objeto del cuidado. Y este trabajo de autoobjetivación requiere de una fuerte voluntad, disciplina y determinación. Si no logro cumplir con todas mis obligaciones como paciente, esto es interpretado como una falta de voluntad, como una debilidad.

Por otro lado, nuestra sociedad admira la decisión de una persona sana de ignorar toda recomendación racio­nal y asumir el riesgo de la muerte. Se supone que los enfermos han de elegir la vida, pero los sanos que eligen la muerte son bienvenidos. Esto es evidente en el caso de la guerra. Pero también admiramos ese esfuerzo labo­ral intenso que podría perjudicar la salud del trabajador. Y admiramos a quienes practican deportes y aventuras extremos que pueden conducirlos a la muerte. En otras palabras, lo que es favorable para el cuerpo simbólico pue­de arruinar el cuerpo físico. Elevar el estatus social de nuestros cuerpos simbólicos a menudo equivale a realizar una inversión de nuestra energía vital que potencialmente  puede arruinar nuestra salud y conllevar incluso el riesgo de morir.

Así pues, el sujeto excéntrico del cuidado de sí tiene que ocuparse de la distribución del cuidado entre el cuer­po físico y el simbólico. Por ejemplo, los estándares de salud propios de un atleta profesional no pueden aplicarse a alguien que no practica profesionalmente un deporte. Lo mismo puede decirse acerca de otras profesiones que dependen del trabajo físico o manual. Pero las así llamadas profesiones “intelectuales” también dependen de la salud de quienes las ejercen: no todos son capaces de permane­cer sentados muchas horas en una oficina, no todos son capaces de mantenerse concentrados en un determinado problema durante un largo periodo de tiempo. En este sen­tido, nunca sabemos qué es verdaderamente bueno para nuestra salud: elegir un tratamiento que se ajuste a las necesidades que dicta nuestro estatus simbólico o bien modificar este estatus, elegir una profesión, un país, una identidad diferentes. Todas estas elecciones están interre­lacionadas: todas ellas pueden ser beneficiosas o perjudi­ciales para nuestra salud.

Practicar el cui­dado de sí significa convertirse a uno mismo en un objeto del cuidado. Y este trabajo de autoobjetivación requiere de una fuerte voluntad, disciplina y determinación. Si no logro cumplir con todas mis obligaciones como paciente, esto es interpretado como una falta de voluntad, como una debilidad.

Desde luego, a menudo se cree que la solución a este problema radica en la búsqueda de ese “verdadero Yo” supuestamente situado más allá de nuestros cuerpos físicos y simbólicos. Sin embargo, aquí nos enfrentamos una vez más a recomendaciones y métodos distintos y frecuente­ mente contradictorios –desde la duda cartesiana hasta la meditación trascendental–. El sujeto del cuidado de sí se constituye como tal a través del modo en que somos trata­ dos por la sociedad, incluidas las instituciones del cuida­do. El sujeto cuida de su cuerpo físico y simbólico porque se le exige que así lo haga. El requisito de estar sano es la exigencia básica y universal que se le impone al su­jeto contemporáneo. Por supuesto, los cuerpos humanos poseen diferentes características dependiendo del sexo, la procedencia étnica y otros factores de este tipo. Pero la exigencia de mantenerse sano rige sobre todos estos cuerpos por igual. Solo en la medida en que el cuerpo se mantiene sano puede su sujeto contribuir al bienestar de la sociedad –o a la transformación de esta–. La inversión en salud es la inversión fundamental que uno hace para ser capaz de participar en la vida social. Por eso es que la sociedad tiende a rechazar toda forma de decadencia y pa­sividad, el cultivo de la propia enfermedad y la renuencia a realizar el trabajo habitual del cuidado de sí.

A menudo se cree que el cuidado médico tiene como finalidad reparar nuestros cuerpos, hacerlos capaces de trabajar y, de ese modo, asegurar el funcionamiento flui­do de la sociedad. Pero nuestro sistema contemporáneo del cuidado también cura los cuerpos que nunca volverán a ser económicamente funcionales, y que quizá nunca lo hayan sido. En este caso, el sujeto ya no es el propieta­rio privado de su cuerpo, alguien que es libre de usarlo como una propiedad y un instrumento. El cuerpo deviene algo completamente socializado, burocratizado, politiza­do. Todas sus funciones más privadas e íntimas, incluidas las funciones reproductivas, se convierten en asuntos de interés público y discusión política. Esto equivale al fin de la privacidad tal como ha sido entendida durante mucho tiempo. Pero, a su vez, el sujeto del cuidado de sí es solo un participante en el proceso de las decisiones políticas y administrativas que conciernen a su propio cuerpo. El cuerpo público, simbólico y mediatizado empieza a coinci­dir con el cuerpo físico, privado e íntimo. Uno puede ver esta equiparación de lo público y lo íntimo en las redes sociales contemporáneas, y en Internet en general. Inter­net funciona como un medio de satisfacción de nuestras necesidades y deseos más cotidianos e íntimos y, al mismo tiempo, como el medio de su inscripción en la memoria digital (lo que los hace potencialmente accesibles al pú­blico). Esta pérdida de la privacidad genera distintos llamamientos a su restauración. No obstante, un retorno a la privacidad –esto es, un retorno a la posesión privada e irrestricta del cuerpo– equivaldría a la ruina del sistema del cuidado.

La participación activa del sujeto del cuidado de sí en las discusiones médicas, políticas y administrativas re­lativas a su cuerpo presupone su capacidad de juzgar el conocimiento acerca de ese cuidado, incluyendo el cono­ cimiento médico, desde una posición de no ­conocimiento. Las diferentes escuelas científicas compiten por el reco­nocimiento, la influencia, la fama y el poder. Todas ellas dicen preocuparse por el individuo desde la posición del conocimiento. El sujeto individual tiene que elegir entre ellas sin poseer el conocimiento necesario para tomar esta decisión. Eso lo hace sentirse débil y desorientado. Pero esta debilidad es, al mismo tiempo, una fortaleza, ya que cualquier tipo de conocimiento adquiere poder solo si se lo acepta y se lo practica. La tradición filosófica puede ser entendida como la tradición de la reflexión sobre esta ambivalencia entre debilidad y fortaleza. Las diferentes enseñanzas filosóficas proponen distintos tipos de rela­ción entre cuidado y cuidado de sí, entre dependencia y autonomía. Emprendamos un breve estudio de estas ense­ñanzas a fin de entender mejor la genealogía del estado contemporáneo de esta relación.

De hecho, el trabajo del cuidado, incluido el cuidado de sí, es siempre un trabajo arduo, y uno siempre está dispuesto a evitarlo. En lo esencial, es un trabajo como el de Sísifo. Todo el mundo lo sabe. Todos los días se prepara la comida y luego se la consume, y al otro día uno tiene que empezar a preparar la comida de nuevo. Todos los días se limpia la habitación, que al día siguiente deberá ser limpiada de nuevo. Todas las mañanas y noches uno debe cepillarse los dientes, y al día siguiente repetir el mismo ritual. Todos los días el Estado tiene que protegerse de sus enemigos, y al día siguiente la situación es la misma. Un piloto transporta exitosamente a los pasajeros a su destino, y luego tiene que volar de regreso. Y, por cierto, todo paciente que es curado por el sistema médico inevitablemente muere en algún momento, y así el sistema vuelve a empezar con un nuevo paciente, y luego llega al mismo resultado. El trabajo del cuidado y el cuidado de sí es improductivo, permanece siempre sin terminar y, por lo tanto, solo puede ser profundamente frustrante. Sin em­bargo, es el trabajo más importante y necesario. Todo lo demás depende de él. Nuestro sistema social, económico y político trata a la población como una fuente de energía renovable, como si fuera la energía del Sol o del viento. Pero la generación de esta energía no está garantizada “naturalmente”, sino mediante la predisposición de cada individuo de la población a practicar el cuidado de sí y a invertir en su salud. Si a la población se le ocurriera ne­gar esta exigencia, el sistema entero colapsaría. El sujeto excéntrico del cuidado de sí adopta una metaposición en su relación con el sistema social y, al hacerlo, descubre su poder. Al desinvertir su energía y su salud, el individuo disminuye el nivel de energía de la sociedad en su con­junto. Y esta metaposición es una posición universal: la excentricidad de un sujeto individual que cuida de sí lo vuelve universal en la medida en que todos los sujetos de todos los Yos que cuidan de sí se encuentran en la misma posición.

Boris Groys (Berlín, 1947) es filósofo, crítico de arte y teórico de los medios, internacionalmente reconocido por sus investigaciones sobre el arte de vanguardia del siglo XX y los medios de comunicación contemporáneos. Estudió filosofía y matemáticas en la Universidad de Leningrado. Miembro activo de los círculos no oficiales de intelectuales y artistas de Moscú y Leningrado bajo el régimen soviético, emigró en 1981 a Alemania, donde se doctoró en filosofía en la Universidad de Münster. Desde entonces, desarrolló una intensa vida académica en la Escuela Superior de Diseño de Karlsruhe, la Academia de Bellas Artes de Viena y las universidades de Filadelfia, Pensilvania y Nueva York, entre otras. A la par de su trabajo académico, Groys es un destacado curador de arte. Entre sus libros más importantes se destacan Sobre lo nuevo: ensayo de una economía cultural, Bajo sospecha: una fenomenología de los medios y Obra de arte total Stalin