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18 de abril
«¿Hubieras dicho alguna vez que el apocalipsis sería tan aburrido?», me pregunta mi amigo Andrea, cuya vida es habitualmente muy aventurera y ahora se ve obligado a pasar su tiempo en un sillón desfondado y destartalado cerca del Aventino mientras la primavera romana florece silenciosa a su alrededor y ni siquiera la puede ver.
Buena pregunta, buen punto de vista.
¡Aburrirse finamente!
Pero puede verse el asunto desde otro punto de vista para disipar la niebla del aburrimiento. Puede verse el apocalipsis como un evento que se desarrolla en cámara lenta, una precipitación de la cual prevemos los próximos derrumbes, los próximos desprendimientos pero de la que no podemos gobernar casi nada.
Esta revelación ostensible de la impotencia de la voluntad consciente, frente al desarrollo de eventos macro (como el cambio climático) o micro (como la propagación de virus), es la lección que deberíamos poder asimilar y elaborar.
Si la voluntad no puede gobernar los procesos, ¿hay quizás otra facultad que pueda hacerlo?
Para no aburrirme, leí un artículo de Francesco Sisci, un sinólogo italiano muy inteligente que forma parte de la Academia de Ciencias de Beijing (lo que significa que sabe lo que dice cuando habla de cosas chinas).
Sisci parte de la noticia de que los estadounidenses quieren exigirle a China resarcimientos por millones de billones de billones. Según ellos, China tiene la culpa de este desastre: un virus escapó de su maldito laboratorio de Wuhan, lo ocultaron y continúan ocultando información… Luego nos atacaron a nosotros los estadounidenses, su chinese virus como dice Trump y repite Mike Pompeo. Nuestra economía se está yendo a pique y ahora nos deben pagar, dicen enfurecidos aquellos que habían prometido aquello de make America great again.
Es culpa de los chinos. Demandémoslos.
Vamos a cancelar la deuda de Estados Unidos con el banco chino.
Como de costumbre, los estadounidenses juegan con fuego.
Tal vez piensen que si China se enoja, tendrán que enfrentarse a unos cientos de boxeadores armados con espadas, escudos y lanzas que salen de la esquina para golpear.
Nein. Sería bueno no olvidar el desfile del 1 de octubre pasado con todas esas hermosas cabezas brillantes y esas ojivas redondeadas.
Aparte del coronavirus, con esas aceitunas el número de muertos puede multiplicarse más de cien veces.
Sisci, que sabe mucho, advierte contra la locura militarista que la catástrofe social provocada por el virus podría suscitar.
La idiotez congénita del pueblo estadounidense, por otro lado, se exhibe abiertamente en las ciudades de Michigan y de Virginia, donde grupos de panzones armados exigen que los gobernadores retiren sus medidas preventivas. Se preparan para disparar a los indios entre una cerveza y otra. Pero el problema es que ahora ya no existen pieles rojas a caballo sino una potencia tecnomilitar totalitaria disciplinada.
19 de abril
En las últimas semanas escribía con facilidad y una cierta (irresponsable) alegría, las palabras me surgían con fluidez y se encadenaban sin resistirse.
Ahora algo ha cambiado. Tal vez porque una amiga me acusó de usar la palabra «irresponsable» con un signo positivo, mientras que el momento requiere el máximo de responsabilidad.
A ver, nunca me gustó mucho la palabra «responsabilidad». Pero empiezo a sentirme un poco avergonzado de planear en el aire mientras las cosas se ponen cada vez más dramáticas.
20 de abril
En los últimos días me puse a releer los escritos de William Burroughs y de Philip Dick.
Los leí en los años ochenta. En 1982 tuve la suerte de conocer a Burroughs, fui a verlo en su búnker de la calle Bowery para entrevistarlo. Casi no entendí nada de su acento, y de eso resultó una entrevista dispersa que luego salió en la revista Frigidaire.
Leí Exterminator, Ah Pook is Here, The Job, The Electronic Revolution y algunas de sus novelas vertiginosas, que hoy se pueden releer como premoniciones.
Con gélida lucidez alucinada, Burroughs decía que el lenguaje humano no es más que un virus que se ha estabilizado en el organismo, mutándolo, impregnándolo, transformándolo: «la palabra misma puede ser un virus que ha alcanzado una situación permanente en el huésped» (La revolución electrónica). Por lo tanto «el hombre moderno ha perdido la facultad del silencio. Intenta detener tu discurso subvocal. Intenta alcanzar al menos diez segundos de silencio interior. Te encontrarás con un organismo antagónico que te obliga a hablar… El lenguaje es una tara genética, es por la palabra misma que no existe ninguna inmunidad».
Pero si el lenguaje es un virus que se impone al organismo conduciéndolo al predominio de la abstracción sobre la concreción de lo útil y, por lo tanto, a producir las condiciones históricas de su autodestrucción, ¿no podemos suponer que será precisamente un virus lo que vuelva a unir lenguaje y concreción, sensualidad, sufrimiento?
Pero, ¿en qué plano actúa el virus? Diría que actúa en el plano estético: es la percepción, la sensibilidad lo que puede recomponer la relación entre lenguaje y concreción.
21 de abril
No he dejado de pintar desde que comenzó la reclusión. En realidad, no puedo decir que lo mío sea pintura: hago collages con fragmentos de imágenes, fotocopias, periódicos a los que luego superpongo colores de esmalte, esmaltes de uñas, etiquetas, mallas…
El departamento está lleno de estos cuadritos de treinta y cinco por cincuenta o setenta por cincuenta, que están allí apilados en el banco, apoyados en los estantes de la biblioteca, amontonados en el suelo.
Algunos motivos son recurrentes, como obsesiones: una paloma blanca vencida por un cuervo negro regresa como un leitmotiv. ¿Recuerdan esa escena?
Pinto palomas y cuervos que se persiguen bajo los ojos asombrados de Bergoglio, quien seguramente habrá buscado interpretar la señal que provenía de las alturas de los Cielos.
Es el 26 de enero de 2014, Francisco ha ascendido recientemente al trono de Pedro, después de que otro Papa haya agachado la cabeza ante las ingobernables potencias del caos interior. El genio de Nanni Moretti narró por adelantado el drama de la depresión humana ante la primacía del caos en Habemus Papam.
El Papa y dos niños en el balcón de una ventana de San Pedro. El Papa acaricia las cabezas de los niños, mientras estos lanzan al aire dos palomas blancas. Un cuervo negro llega desde la izquierda, persigue por unos momentos a la pobre paloma que trata de escapar, luego la agarra, la arrastra, la devora.
La simbología es escandalosamente clara: el mal proviene repentino de las profundidades del caos y colorea el cielo de Roma con sangre inocente.
¿Debo continuar? Mejor no. No quiero interpretar los signos como si detrás de ellos existiera la voluntad de alguien que se manifiesta. Mi ateísmo no me lo permite. Pero a veces me cuesta resistir a la idea de una emanación omnipoética y maligna que ofrece signos enigmáticos pero sugerentes a la platea atónita de los espectadores humanos.
De Francisco proviene la lección política de un hombre que combate la batalla de Cristo no en nombre de la verdad, sino en nombre de la caridad, del compartir jubiloso y doloroso de la experiencia humana. Pero de sus palabras y de sus actos se sigue también una lección filosófica: las potencias del mal son emanaciones del caos, cuando el caos supera nuestra potencia de sentido, de afecto y de razón. No es la voluntad de Dios lo que se manifiesta en el mal. En su homilía nocturna de marzo, Francisco lo ha dicho sin vueltas (y de qué otro modo habría podido decirlo): Dios no castiga a sus hijos, el virus no es un castigo divino.
¿Y entonces? Y entonces el virus es la complejidad del caos que supera nuestra capacidad de comprensión, gobierno y cuidado.
Pero la historia de la cultura es precisamente la historia de esta caosmosis, de esta relación entre el caos de la experiencia y el orden provisorio de la conciencia.
Fotos en el periódico: estamos en Estados Unidos, hay una hilera de coches que tocan bocina y ondean banderas de estrellas y barras. Ciudadanos armados se manifiestan contra el lockdown, exigen que se les restituya la libertad.
Una señora saca un cartel del coche que lleva escrito FREE LAND (tierra libre).
La libertad.
¿De qué están hablando? Son ciudadanos blancos de una nación que escribió la palabra «libertad» en sus documentos fundacionales, pero que desde el principio ha omitido mencionar la esclavitud de millones de personas para exaltar su libertad.
Cuando Jefferson y sus socios escribieron su famosa Declaración de Independencia, en la confederación de trece Estados había 600.000 africanos que trabajaban gratis bajo condiciones de total falta de libertad. Alguien planteó el problema durante la redacción del texto sagrado. En la primera versión, efectivamente, había una frase que condenaba a Inglaterra por haber instituido el régimen de la esclavitud en sus colonias. Luego se decidió eliminar esa frase porque mencionar la esclavitud significaba revelar la hipocresía, la falsedad absoluta de todo el texto sagrado de mierda sobre el que descansa la civilización política estadounidense.
¿Libertad de quién y de hacer qué cosa?
La retórica de la libertad se desmorona bajo los golpes del indeterminismo viral. Esta es quizás la debilidad esencial de las posiciones, por lo demás completamente aceptables, de Giorgio Agamben, que parece restaurar una metafísica de la libertad que tiene muy poco de materialista.
Mientras tanto, la demanda de petróleo cae hasta el punto de que el valor del petróleo en los mercados mundiales se ha desplomado a cero, y luego ha caído por debajo de cero: si comprás algunos barriles, te pagan por la molestia. Buques cargados de petróleo están estacionados en los océanos porque los depósitos árabes, texanos, iraníes, etc., están llenos. La industria estadounidense del esquisto, el gas que se extrae destruyendo el subsuelo con martillos neumáticos subterráneos, está en ruinas. Podemos esperar que se arruine para siempre. Pero hay un tubo que atraviesa el continente desde la frontera canadiense hasta la mexicana. Es el oleoducto de la Keystone Oil Pipeline. Lo han querido construir a toda costa, apaleando a las comunidades pieles rojas que defendían sus territorios: también ese tubo debe estar lleno a reventar de líquido negro.
¿Qué vamos a hacer con toda esta sustancia aceitosa?
Una pregunta inquietante: si volvemos a la normalidad, a la normalidad que era normal antes del virus, ¿qué haremos con todo este petróleo barato? Si continúan rigiendo las leyes del mercado, que son las de la máxima ganancia y de la competitividad, ¿qué quedará de las esperanzas ecológicas? Con el petróleo a precios bajísimos, ¿qué tan improbable se volverá la reconversión a tecnologías menos contaminantes? ¿Qué quedará de las buenas intenciones relacionadas con el cambio climático?
22 de abril
El Guardian dedica atención a un tema que en los últimos tiempos ha sido descuidado por la prensa: ¿qué será del sexo? De hecho, ¿qué ha sido del sexo en estas semanas, y en qué sentido podrían mutar los comportamientos sexuales, sobre todo los de la generación emergente, de la llamada generación Z (como Zoom)?
Entrevistada por el periódico, la Dra. Julia Marcus dice lo siguiente: «Ahora mi recomendación es que nos quedemos en casa e interactuemos solo con otras personas en la medida de lo estrictamente necesario. E incluso cuando lo hacemos, debemos mantener una distancia de por lo menos un metro. Esto me hace pensar que el sexo es peligroso en este momento».
Pero el Dr. Carlos Rodríguez-Díaz acude inmediatamente a socorrer a los jóvenes que se preocupan: «Las relaciones sexuales pueden disminuir en las próximas semanas, pero hay otras formas de expresión del erotismo, como el sexting, las videoconferencias porno, la lectura de material erótico y la masturbación».
Wow. La que se presenta es una vida ascética con la opción de hacerse una paja por videoconferencia. Pido disculpas por la vulgaridad, no era mi intención.
Ciara Gaffney escribe un artículo interesante sobre el tema de la ciberrevolución sexual: «Con un poco de nostalgia, recuerdo cuando hablábamos de “recesión sexual” de la generación Z: una preocupación un tanto paternalista de que la nueva generación se volvería sexualmente raquítica, incapaz o poco dispuesta de fornicar por exceso de teléfonos celulares, redes sociales y pornografía en línea. En cierta medida, las estadísticas lo confirmaban: entre 1991 y 2017 el número de estudiantes de secundaria que practicaban el sexo había disminuido del 54% al 40%. Pero luego llegó una pandemia mundial, y un nuevo renacimiento sexual pareciera estar germinando».
La extraña tesis del artículo de Ciara Gaffney es que la pandemia está creando las condiciones para una nueva revolución sexual, cuyo núcleo sería el desarrollo de una sensibilidad sin contacto: «En la época color rosa antes del coronavirus, el envío de imágenes de desnudos era objeto de cierta vergüenza. Esas imágenes eran percibidas como burdas, incluso un poco patéticas. En la era del confinamiento, sin embargo, el envío de imágenes de desnudos tiene un regreso con gloria, sin arrepentimiento, como factor orgulloso de liberación sexual. Estratificada por la distancia, la Generación Z parece tener que reinventar lo que significa el sexo, en un mundo en el que el sexo físico es a menudo imposible. Así como el movimiento del amor libre sacudió las convenciones de su tiempo, el renacimiento sexual de la Generación Z sacude las convenciones de la relación sexual orgánica».
Me vienen a la mente los discursos sobre el cibersexo que circulaban entre los años ochenta y noventa. No es improbable que un campo de desarrollo de la tecnología electrónica en el futuro cercano sea precisamente el injerto de realidad virtual y de sensores teleestimulables. Ya lo hacían en Neuromancer de William Gibson de 1984.
«La cuarentena no solo alienta sino que fuerza a la exploración sexual: experimentar con desnudos, thirst traps, generalmente sin repercusiones en la vida real».
Thirst traps significa «trampas que te provocan sed»; está bien, pero ¿y si después falta el agua?
La teletransmisión de estímulos sensuales recibidos mediante realidad virtual tendría una función útil desde el punto de vista demográfico; se dejaría finalmente de procrear, al menos por los próximos doscientos o trescientos años. Pero no creo que exista un universo de placer sin el contacto de la epidermis con la epidermis, sin el guiño irónico de la mirada a muy corta distancia, sin el sentido del olfato. Quizás yo sea anticuado.
Mientras tanto, en el New York Times, Julie Halpert escribe sobre la propagación de ataques de pánico entre los jóvenes estadounidenses que están encerrados en casa y expuestos a un flujo ininterrumpido de información.
24 de abril
Leo un mensaje de Rolando en FB, y comprendo que un poco está agarrándosela conmigo.
Además de la imaginación, dice Rolando, se necesitan programas concretos para afrontar los próximos años, que serán devastadores y decisivos. Rolando aún no tiene treinta años, así que piensa en el futuro cercano con la concreción que tal vez le falte al setentón que soy.
Me inclino a darle la razón.
«Ruego con el corazón en la mano que todas las fuerzas progresivas aprendan de una vez por todas la lección de Maquiavelo: “Pero dado que mi intención es escribir algo útil para aquellos que lo entienden, me pareció más conveniente ir detrás de la verdad efectual de la cosa que de la imaginación de ella. Y muchos han imaginado repúblicas y principados que jamás se han visto o conocido en verdad”. Ya basta, por favor, con las repúblicas futuras de la imaginación: quien quiera hacer caridad con los gestos y las promesas del reino venidero, que ponga su alma en paz y siga a Francisco. Los demás que vayan directamente a la realidad efectual y dejen de contar cuentos de hadas para sí mismos y para los demás. Los próximos años serán decisivos y devastadores», escribe afligido Rolando. ¿Y quién soy yo para poner en duda las palabras de Maquiavelo? Pero si pienso en la propagación de crisis de pánico entre los jóvenes estadounidenses, me pregunto en qué consiste la «verdad efectual» de la que hablan Maquiavelo y mi amigo Rolando.
Hoy en los Estados Unidos se ha cruzado el umbral de cincuenta mil muertes. Estas son las cifras oficiales. Se ha superado por lo tanto el número de muertos de la guerra de Vietnam. Los desempleados han superado los veintiséis millones. El presidente aparece todos los días en la televisión: hoy aconsejó inyectarse desinfectante y tomar baños de sol porque con el calor el virus desaparece. Todos los días su show se vuelve más chistoso. Hace unos días tuiteó: «LIBERATE MICHIGAN! LIBERATE MINNESOTA! and LIBERATE VIRGINIA, and save your great 2nd Amendment».(«¡LIBÉRATE MICHIGAN! ¡LIBÉRATE MINNESOTA! y LIBERATE VIRGINIA, y salven su gran 2nda Enmienda»)
Cada vez que Trump nombra la segunda enmienda, se trata de una amenaza explícita de guerra civil.
El escándalo de los demócratas alcanza alturas casi cómicas. Pero el escenario que está surgiendo no es tan cómico: por un lado, el pueblo de la segunda enmienda, el pueblo trumpista que reivindica el derecho a portar armas y las exhibe. Por otro lado, el poder de los Estados de las costas, los más ricos, productivos, globalizados: California y Oregón por una parte, Nueva York por la otra. Áreas metropolitanas contra áreas rurales, el cosmopolitismo contra el nacionalismo blanco. Los demócratas han decidido apostar sus cartas a un señor llamado Biden que tiene cien veces menos seguidores en Internet que el Trombón.
25 de abril
Ayer supimos que Repubblica cambia de director porque la familia Agnelli, propietaria del periódico, decidió poner en ese puesto a un periodista más alineado. El director despedido se llama Carlo Verdelli: no lo conozco, no tengo mucho que decir sobre él, pero me da impresión que lo hayan despedido a pesar de que hace pocos días recibió amenazas de muerte de estilo mafioso o fascista. ¿Qué habrá hecho mal el pobre Verdelli para ser echado por su patrón John Elkann, mientras los lectores de Repubblica recogen firmas en su defensa?
No lo sé con precisión, pero recuerdo que hace algunos días apareció en ese periódico un artículo sobre el paraíso fiscal holandés. Quizás Verdelli había olvidado que la empresa de los Agnelli, a pesar de haber sido durante décadas financiada por los contribuyentes italianos cuando se llamaba FIAT, ahora que se llama FCA tiene su sede legal en los Países Bajos y paga los impuestos (es decir, no los paga) en aquel país. Es natural que los Agnelli se hayan resentido.
En Milán, una docena de jóvenes que habían llevado flores a la lápida de un partisano fueron agredidos por un escuadrón de policías: los maltrataron, golpearon y arrastraron por el suelo. Las imágenes muestran que los manifestantes eran completamente inofensivos, llevaban barbijos, no tenían ninguna intención de provocar. ¿Por qué entonces írseles encima de esa manera rabiosa? ¿No estaremos presenciando el nuevo estilo de un poder policial integrado por tecnologías de control inexorable? Es un estilo legitimado por el terror al contagio, pero esa docena de chicos ciertamente no puso en peligro la salud de nadie.
En cambio, todos los días, millones de trabajadores «indispensables» para la ganancia de los industriales se ven forzados a vivir en condiciones de mucho mayor peligro que doce adolescentes en una calle de la periferia de Milán.