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Por Hugo Sir
I- Rígida diversidad. Acumulación y neuroextractivismo.
“La persona correcta en la posición correcta es la manera de ensamblar la diversidad”, me comentó un Consultor Senior de Recursos Humanos en 2018 durante mi investigación sobre el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) en personas adultas que trabajan en Chile. Y luego, especificó:
“Claro, es como una persona introvertida casi autista, con tendencia depresiva, buen perfil para operar una máquina minera porque trabaja todo el día solo. Busco depresivos y autistas para máquinas mineras, pero una persona extrovertida, social, histriónica, vocero… lo pongo en marketing, uso la diversidad según el escenario donde se va a tener que mover el individuo”.
Fue una entrevista interesante y desafiante de llevar. La persona entrevistada tenía la genuina convicción de que estaba promoviendo ambientes laborales inclusivos y buscaba fomentar aún más sus estrategias al interior de diversas empresas. Y, en buena medida, lo estaba realmente haciendo. El problema igualmente evidente para (casi) cualquiera (de izquierda) con la más mínima pincelada de ciencias sociales o humanidades era el marco desde el cual estaba pensando e incitando la inclusión. “El auge del neuro-thatcherismo”, apunta Chapman en su urgente libro sobre neurodiversidad y capitalismo, “convierte la defensa de la neurodiversidad en un programa orientado a los negocios para descubrir las fortalezas o ‘superpoderes’ de esta comunidad, y luego explotar a quienes poseen dichas fortalezas” (218). Del mismo modo, señala que si bien esto puede ser útil para algunas personas neurodivergentes que logran encontrar trabajo, generalmente interseccionadas por otros vectores de estratificación social (blancos, hombres, no-gay, no-pobre, no-rural, etc.), no desafía en lo más mínimo “las estructuras más profundas de la sociedad que he identificado a lo largo de este libro como la base de la opresión neurodivergente” y, por el contrario mientras más se instale como dominante, más “ahogará los modos más radicales y emancipadores desarrollados por el activismo de base” (218).
Este marco, que podríamos llamar liberal-capitalista con el que los discursos sobre la neurodiversidad han encontrado cabida y conveniente escucha es un elemento fundamental que el libro de Robert Chapman entrega para intensificar el desafío que supone pensar un mundo capaz de acoger otras maneras de experimentarlo y habitarlo. Ahora bien, el hecho de que esta crítica provenga de una persona que se afirma como neurodivergente, plantea simultáneamente un reto a las perspectivas que podríamos llamar neuroescépticas y que Chapman sitúa en la estela de los esfuerzos de la antipsiquiatría, principalmente la asociada a Szasz, y que yo extendería a las críticas de la medicalización basadas en un construccionismo social a la Conrad. Este doble desafío tanto a la patologización como a la crítica a la medicalización como meras etiquetas es un punto fundamental en el análisis de Chapman que le permitirá proponer alternativas no solo para imaginar un “futuro inclusivo”, sino para dar todo el sentido de urgencia a una transformación radical del mundo, una transformación revolucionaria.
Esta crítica doble que se despliega en el libro, a través de una genealogía inspirada en el materialismo histórico, refrescante e incisiva, es fundamental epistémica y políticamente. Como Robert muestra en su libro, la crítica aparentemente radical de Thomas Szasz al concepto mismo de enfermedad mental, terminó siendo útil para perseguir a las personas diagnosticadas por buscar que reconocieran su sufrimiento respecto de algo que no era más que “problemas de la vida” (126). Incluso, como muestra un poquito antes citando a Anne Parsons, el cierre de manicomios inspirado en esta vertiente de la antipsiquiatría fue históricamente uno de los alicientes del crecimiento del negocio carcelario (123).
A nivel local y menos dramático, la insistencia de la sospecha en las comunidades académicas respecto de la realidad de las neurodivergencias no solo indispone bastante a repensar los modelos educativos al interior de la Universidad, sino que ha tenido como efecto que el ‘pensamiento crítico’ y la investigación universitaria vayan por carriles completamente diferentes que la exploración de las potencialidades y limitaciones de la neurodiversidad como experiencia y paradigma. Esto ha abierto la puerta, tanto a una serie de personas directa o indirectamente concernidas que han debido autoeducarse y educar, como a una serie de mercaderes que, en tanto dependen del financiamiento privado asociado a dichas categorías, no escatiman en estrategias de marketing. Y, sin embargo, han podido y debido alojar la inquietud de personas que ven en este paradigma una forma de entender su malestar, su extrañeza o su condición con lentes distintos al de la patología.
En este sentido, el libro de Chapman es también un llamado a evitar que tanto el fetiche crítico como deconstructivo impida conectar con los sufrimientos bien reales. Así, invita a reencontrarse e implicarse con las investigaciones (y las personas que investigan) desde los estudios de la discapacidad. Un punto crucial es que acá se puede establecer una crítica mordaz a los sistemas de opresión, incluidos los médicos y farmacéuticos, sin desconocer las dificultades que experimentan las personas ni las posibilidades, también bien reales, que ciertos dispositivos biomédicos pueden abrir. Así, una distinción que les atraviesa es el nivel donde se instala la crítica, si en la dimensión de la experiencia individual o de la producción colectiva de dicha experiencia.
Si el consultor que era simplemente el representante más brutal de mis entrevistados podía pensar así, descarnadamente, como arriando a las personas a incluir, en buena medida se debe a que los discursos del neuro-thatcherismo, como les llama Chapman, son los que han penetrado con más fuerza. Ahora, como también muestra en su libro, esto se debe en buena parte porque conectan con capas fundacionales, recurrentes y medianamente inconfesables, de la relación entre las exigencias del capitalismo y la comprensión “moderna” de la salud.
II – Capitalismo, eugenesia y salud mental.
Otra de las cuestiones muy interesante del modo en que plantea las cosas Chapman es que el reverso culpógeno que invade algunas aproximaciones más recientes a las categorías de neurodiversidad, las cuales buscarían vincularse con las experiencias individuales de neurodivergencia acríticamente y, a veces, de manera puramente celebratoria, tampoco son suficientes. Y no lo son porque al enfocarse unilateralmente en, digamos, fortalezas de las formas neurodivergentes de experimentar el mundo, se ubican en el mismo registro que quienes veían en las capacidades diferentes atribuidas a las personas, apenas una posibilidad de mejor extraer su fuerza de trabajo.
La cosa sigue siendo el nivel donde se instala la investigación y el pensamiento. Si, como también da cuenta Chapman en su libro, la perspectiva antipsiquiátrica de Basaglia tiene unos efectos radicalmente distintos a Szsaz, se debe a que en lugar de desconocer la experiencia de la diferencia en las personas, su mira se dirige a la institución, a través de un pensamiento que no separa de antemano los individuos de la sociedad y la comunidad (116-117). Esto quiere decir también que no piensa simplemente que “desmanicomialización” quiere decir, que los “individuos que estaban encerrados” vuelvan a sus “comunidades”, como si fueran dos entidades separadas. Como no son dos “cosas”, los individuos no se pueden “devolver” a la comunidad como quien devuelve una botella al refrigerador, sino que requiere un pensamiento y una acción compositiva de la comunidad-y-la persona. De lo contrario, más allá de habilitar un mayor número de etiquetas o identidades a ser objeto de una intensa extracción de su fuerza de trabajo, poco o nada se hace contra los elementos más funestos del modelo médico y farmacéutico que nos tiene a todxs consumiendo fármacos (legales o no) para no morir en el intento de vender nuestras capacidades laborales.
Es que aquí se asoma quizá el elemento más importante para las ciencias sociales de la salud mental que contiene el libro de Chapman: la actualización de la crítica a la normalidad por la vía de la asociación con las teorías de Galton. El pensamiento galtoniano brindó un marco de cientificidad a las ideas eugenésicas, racistas y genocidas que inundaron el siglo XX y que ingenuamente se creyeron superadas durante el mismo siglo. En un interesante y detallado análisis, que habrán de leer en el libro, Robert muestra que la obsesión de Galton por medir y clasificar (además de su millonaria herencia) le permite no solo aislar individuos de sus contextos, sino que habilidades de dichos individuos. Y, desafiando la idea de lo normal como lo promedio, busca sentar las bases para unas ciencias de la salud que busquen lo mejor. Y lo mejor, ¡cómo no!, va a estar asociado a la capacidad individual para producir. Los pobres son pobres por defectuosos, diría el slogan. “El núcleo de esta visión era la idea de que la posición social era (o al menos debería ser) consecuencia de la capacidad mental individual”, señala Donald Mackenzie citado el libro (85). Luego, se puede jerarquizar a los individuos. Luego, ustedes pueden imaginar y leer el resto.
El punto que quiero rescatar para ya avanzar hacia el final de mi comentario es de la sobrevida de esta noción. Como Cara-Julie Kather, amiga e investigadora, muestra en un paper sobre el autismo bajo el nazismo, la distinción que Asperger hacía sobre los autistas (generalmente hombre y, obviamente, blancos) que servirían a Alemania por sus capacidades matemáticas y aquellas y aquellos enviados a matar, sobrevive en la distinción entre autistas de alto y bajo rendimiento. Claramente, el entrevistado del principio no estaba pensando mandar a una persona autista no verbal con movimientos estereotipados a conducir una máquina en la minería, sino al cliché del autista callado, pero genial, frío, calculador, responsable, predecible, productivo, etc. Al modificar en apariencia levemente el punto al que se podrían dirigir nuestras sospechas aquí, Chapman, realiza un movimiento muy importante e inscrito por él mismo en el marxismo. La normalización en el capitalismo no se trataría tanto de volvernos a todos “normales”, sino de encontrar las mejores formas de volvernos explotables. Y las ciencias médicas, incluidas las vinculadas a la “mente”, no participarían únicamente a través de mecanismos de control para achatarnos a todxs al promedio, sino que aislando y promoviendo los elementos que nos volverían, no más felices o lo que sea, sino más productivos en este marco de explotación.
De ahí la importancia epistemopolítica de reunir y renovar la tradición crítica con los estudios neurodivergentes y de la discapacidad. Pues si la incorporación especialmente al trabajo de personas hasta hace poco consideradas raras, excluidas o abandonadas pasa por su capacidad para mostrar que lo que antes se consideraba un déficit es en realidad un atributo explotable, se conseguiría poco más que la ampliación de las fronteras de la neuronormatividad, como señala Chapman. De ahí que se nos vuelva relevante algo así como una neuropolítica revolucionaria.
III – Nada está escrito en piedra, el cerebro como forma de interioridad.
“Neuropolíticas” o neuropolitics en inglés se llaman en general a las políticas orientadas a la inclusión de personas consideradas parte de “neurominorías”, como la conocida como Ley TEA recientemente en Chile. Como en general, la episteme dominante requiere categorías “claras y distintas” al decir cartesiano, la noción de neurominorías o neurodivergencias tienden a reificarse y homogenizarse, e igualmente por contraste la idea de lo neurotípico. El libro de Chapman es un excelente antídoto frente a esto y un impulsor de mucho más. Quisiera para terminar este comentario y (espero) invitación a leerlo, agregar dos notas al pie que no están exactamente así en el libro, pero que proviniendo de otros derroteros investigativos me parece entrarían en un lindo diálogo con él.
Por una parte, siguiendo lo que nos hace pensar el libro de Chapman, me parece interesante articular la idea de lo neurotípico no como una categoría fija, él mismo mencionará que la neurotipicidad es una fase temporaria e improbable debido al funcionamiento del capitalismo, sino como un ideal fundamental de la eugenesia capitalista. En ese sentido, ésta podría ser entendida como la creencia o aspiración de no necesitar ningún tipo cuidado o asistencia externa. No puedo extenderme acá en esto, pero implicaría que los ambientes de educación o trabajo se vuelven “menos neurotípicos” no porque “ingresan” personas neurodivergentes, sino porque se visibilizan las inevitables “cadenas de interdependencia”, al decir del viejo Norbert Elias, que nos permiten a todxs sobrevivir. Ahora bien, la palabra “cadenas” no resulta azarosa en este contexto, puesto que late la idea de que estas interdependencias son cuestiones que nos atan unos a otros, pero que quizá sería deseable no estar atados. Y bueno, pues la cosa cabría pensarla completamente diferente, siendo el modo de estar atadxs unxs a otrxs lo que permitiría una experiencia de la felicidad y la libertad diametralmente opuesta a la que escupen los payasos fascistas de Trump o Milei.
Por otra, este patético ideal de no ser cuidado, participa de una concepción del mundo que parte siempre de dualismos que se multiplican ad infinitum. Cuerpo, mente, naturaleza, cultura, “and so on and so on”. Y aquí para despedirme una nota que tampoco podré desarrollar sobre el “cerebro”. Algo que me parece sigue penando en el maravilloso trabajo de Chapman es el estatuto del cerebro. ¿Nos define? ¿Cómo nos define, en qué medida nos define? ¿La diversidad neurológica es igual a la diversidad de la mente? Y si no lo es, ¿por qué no lo es? Y si lo es, ¿por qué seguir ocupando el prefijo neuro? Y así, una serie de interesantes e inagotables preguntas. Aquí, me gustaría sugerir, mas no desarrollar aunque podría ser fértil comprenderlo como una forma de interioridad, es decir, como una instancia históricamente producida y socialmente mantenida respecto de la cual las personas nos vemos llevadas a pensar, intervenir y construir una interioridad.
Esta construcción es un proceso recurrente, “metaestable” si se quiere, o sea, destinado a su incompletitud. Pero hasta cierto punto la politización de los malestares psíquicos ha pasado en procesos revolucionarios de épocas anteriores, por la identificación y operación con y contra esos mandatos de interioridad solicitados por el régimen de producción. Si el cerebro es una forma de interioridad, la forma de exterioridad que lo mandata es el capitalismo cibernético-autoritario y, por tanto, si una neuropolítica revolucionaria puede apuntar no solo a modificar la manera en que imaginamos la “inclusión”, sino precisamente a alimentar un proceso de transformación radical, vital y urgente, quizá sea en la medida en que al iluminar las rearticulaciones eugenésicas del neuroextractivismo, de cuenta también de extendidos procesos de dominación social que toman formas más “banales”. De la preocupación por la “adicción” a las pantallas a la constatación de una terrible impotencia frente a un genocidio en livestreaming, quizá hay algo en este neuro que nos convoque a todxs, usemos o no la palabra. Neurodañadxs del mundo uníos.