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Título original: «Psychedelic Socialism»
Fuente: Open Democracy
Traducción: Raimundo Viejo Viñas
Revisión: Pablo Salas Vázquez
LA POLÍTICA DEL MINDFULNESS
Yoga en New York’s Central Park para 13.000 personas. cisc1970/Flickr.
El último de estos ejemplos es interesante para pensar. El estatus social de la práctica del mindfulness ha sido uno de los temas más polémicos que han surgido en los últimos años de la popularización de ciertas técnicas de meditación. De forma resumida, sucedió que una serie de técnicas de meditación practicadas durante miles de años por monjes budistas a tiempo completo fueron adaptadas durante las últimas décadas del siglo XX para su práctica laica de manera gradual. En los últimos años estas técnicas se han vuelto a proponer en contextos sociales poco conectados con la tradición budista o las redes institucionalizadas establecidas por las comunidades monásticas y sus seguidores laicos (el “Sangha”, que es como las tradiciones hindúes y budistas llaman a esta comunidad religiosa). Muchos de estos contextos han sido explícitamente terapéuticos; adoptando la forma de la terapia cognitiva basada en el mindfulness y reivindicando resultados extraordinarios, por ejemplo, en el tratamiento de la depresión. Más allá del budismo tradicional, estos contextos han incluido sesiones de formación empresarial en las que los asistentes participan en breves ejercicios de meditación. La intención es sencillamente rebajar los niveles de estrés e incrementar su capacidad de concentración. Al ponerse en práctica de forma regular durante periodos reducidos se busca lograr que sean más eficientes de cara a maximizar beneficios para sus empleadores.
La mayor parte de la controversia pública sobre estas cuestiones parece que se ha centrado en la cuestión de si estas formas tardías de mindfulness son o no “auténticas” de alguna manera y, si pueden, o incluso deben, reclamar cualquier filiación doctrinal específica con el budismo tradicional. Desde la perspectiva que propongo aquí, esto es, como mucho, un asunto fortuito. La pregunta sería mucho más sencilla. No se trataría de saber “si es realmente budista”, sino de saber “qué está haciendo”. Y más en concreto: “¿está ayudando u obstaculizando la lucha política contra el neoliberalismo?”. Sí, ya sé que la respuesta a esa pregunta podría ser “ni ayuda ni obstruye”. En cuyo caso, la práctica en cuestión sencillamente no sería relevante para este debate.
Pero en un caso como el debate sobre el mindfulness, la relación entre la cuestión de la “autenticidad” y la cuestión política que apenas he planteado podría ser muy complicada, porque, en realidad, no podemos saber qué efectos podrían estar teniendo estos nuevos contextos sociales e institucionales sobre la práctica sin saber los efectos que se supone que debían tener en los contextos precedentes. En el caso del mindfulness, saber esto es crucial, ya que, si fuera por la literatura, las instituciones o los maestros que están muy ocupados promocionando el mindfulness hoy en día, no sabríamos que la aspiración de esta práctica en su contexto original monástico era la completa y total abolición de la subjetividad individual de quien la practicaba.
En modo alguno se supone que es medicina para el alma atormentada y que la reconcilia con un mundo complejo. Sólo se entiende que ha de hacer que te sientas mejor contigo mismo, en la medida en que se supone que sirve para aniquilar tu apego a cualquier sentido del yo. Se supone que es una práctica para los que han renunciado a todas las posesiones materiales, a toda reivindicación de cualquier forma de individualidad significativa, más allá de la especificidad de su propia práctica meditativa (que, según las normas y reglamentos de su monasterio, se comparte con los demás el 90% del tiempo). Su aspiración es lograr ese estado de iluminación dentro del cual la inexistencia sustantiva del yo individual es completamente realizada y aceptada.
Ahora bien, no estoy diciendo que esta tradición monástica sea algo a venerar por sí misma (quizá lo sea, pero esa no es ahora la cuestión). Ciertamente es problemático en muchos sentidos (por ejemplo, el lugar de la mujer en la tradición budista ortodoxa es, como poco, problemático). Puede haber tenido algún valor político en determinados momentos de su historia, pero por encima de todo es una tradición más informada por el ideal de renuncia que por el compromiso social o político. Con todo, algo que se puede decir sin miedo a errar sobre la tradición monástica budista y su encarnación material es que el conjunto de monasterios y reglas, fundamentalmente, conforman una formidable máquina diseñada para asegurar una cosa por encima de todo: que la práctica de la meditación no conduzca a ninguna forma de solipsismo individualista, o de mera defensa del sentido preexistente del yo y de la identidad del practicante. Y en gran medida esto es en lo que se puede convertir cualquier forma de práctica meditativa si no se dispone de mecanismos necesarios para evitar que suceda. El resultado político de todo esto es que si quieres sustraer una serie de técnicas meditativas de semejante contexto y luego difundirlas en una cultura donde la hegemonía neoliberal ha hecho de la privatización de la experiencia personal una norma irreductible de la cultura cotidiana, entonces podemos estar seguros de que esta técnica acabará siendo un medio para defender los egos individuales y privatizados de un mundo social problemático, a menos que se tengan a mano las prácticas específicas para evitarlo.
Obviamente no estoy diciendo que sólo los monjes deban meditar. Digo que debemos aspirar a una sociedad en la que cada cual debería tener suficiente tiempo libre para poder practicar su meditación en niveles próximos a los monásticos, si eso es lo que se quiere hacer (pero esto también se aplicaría al golf, la apicultura, la física teórica o el estudio de la teoría cultural). De forma más inmediata, sin embargo, sostengo que existe la necesidad de unas formas de práctica social y de cultura institucional que puedan replicar algunos de los roles tradicionales que la Sangha ofrece a sus practicantes, mientras se mantiene un sentido de vocación política y crítica explícita en estos grupos organizados, así como de solidaridad con las fuerzas políticas progresistas y de hostilidad manifiesta hacia las fuerzas reaccionarias; siempre y cuando queramos evitar que el mindfulness se convierta en un mecanismo para el desarrollo y la defensa de los sujetos neoliberales altamente individualizados y funcionales. Esta no es una idea nueva: en los Estados Unidos, concretamente, ya existen ejemplos de comunidades budistas bien desarrolladas que de forma explícita sitúan un proyecto político radical en la base de su comprensión de esta práctica y su rol social. En menor medida, existen comunidades similares practicando yoga, tantra, taoísmo, etcétera.
Si quieres sustraer una serie de técnicas meditativas de su contexto y luego difundirlas en una cultura donde la hegemonía neoliberal ha hecho de la privatización de la experiencia personal una norma irreductible de la cultura cotidiana, entonces podemos estar seguros de que esta técnica acabará siendo un medio para defender los egos individuales y privatizados de un mundo social problemático.
CAMBIA EL MUNDO PARA CAMBIARTE A TI MISMO
Como quiera que sea, incluso en estos contextos nos enfrentamos demasiado a menudo al supuesto de que, de alguna manera, hacer varios tipos de trabajo físico y psicológico sobre uno mismo puede considerarse como una práctica intrínsecamente progresista. El lema que resume este supuesto (o alguna variación del mismo) reza: “cámbiate a ti mismo para cambiar el mundo”. No nos cansaremos de repetir lo equivocada que es esta idea y hasta qué punto reproduce los supuestos fundamentales del individualismo liberal al que se debería oponer cualquier política radical verdadera. No se trata de que debas cambiarte a ti mismo o no, sino de que, si no te das cuenta de que sólo te puedes cambiar a ti mismo cambiando el mundo que te rodea, entonces tu nivel de conciencia política aún se mueve en torno a cero. Y desde la perspectiva del comunismo ácido o de la psicodelia socialista que estoy tratando de delinear aquí, esto también significa que tu progreso espiritual tampoco habría llegado demasiado lejos. Porque la idea de cambiarse a uno mismo para cambiar el mundo asume que “uno mismo” es una cosa que ya existe realmente. Y no es así. Tan sólo es una parte del mundo y un producto de él.
¿Significa esto que no se puede comenzar con la parte del mundo que damos en llamar “uno mismo” y que, cambiándola, no se ha cambiado ya una parte del mundo? Bueno, sí, vale, hasta cierto punto. Pero sólo si el “cambio” que se pretende hacer está orientado, de manera directa, hacia la comprensión de que la existencia de ese “yo” solo es un efecto directo y completo de la serie infinitamente compleja de relaciones siempre cambiantes que lo constituyen. Y bajo las actuales circunstancias históricas, me atrevería a sugerir que esto va a ser muy difícil fuera de algún esfuerzo politizado y organizado para resistir los efectos de la ideología neoliberal y sus instituciones. Porque la ideología neoliberal y sus instituciones trabajan de forma constante para forzarnos o persuadirnos de que nos comportemos como individuos alienados, narcisistas y competitivos. Bajo estas condiciones, el intento de “empezar por uno mismo” puede llevar a “uno mismo” a convertirse en una trampa de la cual no se puede escapar a no ser que se tenga un plan muy definido para asegurar que eso no ocurra; y un plan así no puede ser eficaz si carece de alguna dimensión política. ¿En qué debería consistir dicho plan? No sé, ¿unirse quizá a un grupo de concienciación?
ENCIENDE, SINTONIZA, ¿ABANDONA?
¿Significa esto que no haya gente que pueda vivir una vida tranquila, sustrayéndose lo máximo posible a la lógica del capitalismo sin por ello tener que formar parte de un desafío organizado al mismo, a la manera clásica del taoísmo? ¿El cultivo de alimentos orgánicos, trabajar fuera de la lucha por la supervivencia, mantenerse alejado de todo? ¿Abandonando, como recomendaba en su día Timothy Leary? (Leary recomendaba muchas cosas, pero este no era “Leary, el comunista ácido”. Leary, el comunista ácido fue quien dijo que la luz clara del Buda era el destello de la pistola de un revolucionario).
No lo tengo claro. Tengo buenos amigos que no tienen ningún interés en la política, pero tratan de vivir de esta manera y me parece que, en general, hacen del mundo un lugar mejor a todos los efectos y que estarían en el lado correcto si nos encontrásemos en un periodo de mayor enfrentamiento entre`+ capitalistas y fuerzas sociales democráticas. Lo que percibo, sin embargo, es que casi siempre están ocupados en una práctica social, colectiva o comunitaria de algún tipo. Su elección de estilo de vida excluye cualquier posibilidad de que lleguen a hacerse ricos. Lo que no hacen es trabajar para algún monstruo gigantesco de Silicon Valley. Por el contrario, practican mindfulness para sentirse mejor. Creo que sus argumentos para permanecer fuera de la política y contra el capitalismo están más o menos justificados.
Lo que no se puede tolerar es la afirmación de que tal comportamiento constituya una forma de política más genuinamente radical que la propia organización política radical: esta es la falacia de la “política folk”. Pero la política folk —según la cual el primitivismo y el localismo son de por sí radicales— no es lo mismo que elegir el inmovilismo antipolítico como una opción deliberada. Sinceramente, no creo que haya nadie que mire cómo está el mundo y pueda decir que el inmovilismo antipolítico sea una opción irracional. Yo no lo practico, ni lo fomento ni lo apruebo, pero creo que debemos entenderlo. Aunque esto no es muy relevante para el debate que tenemos entre manos. La cuestión es averiguar qué podemos hacer si estamos interesados en vincular la actividad contracultural con la política radical real.
La ideología neoliberal y sus instituciones trabajan de forma constante para forzarnos o persuadirnos de que nos comportemos como individuos alienados, narcisistas y competitivos. Bajo estas condiciones, el intento de “empezar por uno mismo” puede llevar a “uno mismo” a convertirse en una trampa de la cual no se puede escapar a no ser que se tenga un plan muy definido para asegurar que eso no ocurra; y un plan así no puede ser eficaz si carece de alguna dimensión política. ¿En qué debería consistir dicho plan? No sé, ¿unirse quizá a un grupo de concienciación?SOCIALISMO PSICODÉLICO
Las Deidades coléricas del Guhyagarbha Tantra. Thangka tibetano del siglo XVIII.
Una cosa que muy rara vez sucede —incluso cuando se realizan esfuerzos para poner en contacto directo las tecnologías del “no-yo” con la política radical explícita— es un intento real por considerar en qué modo los conocimientos teóricos de un dominio podrían informar al otro. Existen ejemplos aislados, aunque muy interesantes, de intentos por traer ideas de, pongamos por caso, la teoría feminista y postcolonial a, digamos, la práctica del yoga. Pero, ¿podríamos imaginar una situación en la que el relato de una materialista histórica y feminista sobre la explotación y la alienación coincida con lo que sería una comprensión tántrica de los flujos energéticos del cuerpo sutil, a fin de desarrollar nuevas formas de práctica física y/o política? ¿Puede haber en realidad algún planteamiento más impensable que los diversos matrimonios forzados con los que alguna gente estuvo intentando unir al marxismo y al psicoanálisis durante el pasado siglo? Un ejemplo muy aislado, pero interesante, de este proyecto, es el libro de Ann Weinstone (2004): Avatar Bodies: A Tantra for Posthumanism (desde entonces, Weinstone cambió su nombre y se hizo devota de Andamayi Ma). En última instancia, con todo, este libro es más una apología del tantra como dispositivo que despliega algunos elementos de la teoría crítica contemporánea (sobre todo, Deleuze y Derrida) que una auténtica síntesis de ambas ideas.
El argumento central de Weinstone es que la integración por parte de las ideas tántricas del antiindividualismo radical, del materialismo/no dualismo corpóreo (esto es, la creencia de que el cuerpo y el espíritu son la misma cosa, en algún nivel, cuando no a todos los niveles) y de las pasiones positivas del placer y del deseo como vectores potenciales de la liberación, guarda una fuerte afinidad con algunas corrientes del posthumanismo, la política radical y la teoría crítica. Todo esto es exacto hasta cierto punto.
Una dirección en la que nos conduciría este tipo de pensamiento podría ser la de utilizar ideas como las de Weinstone como una manera de iluminar las posibilidades para imaginar cómo, y en qué términos, se podría dar una buena vida humana. ¿Qué pasaría si liberar los sistemas cuerpo-cerebro-mente humanos de la prisión del individualismo liberal fuese un objetivo con posibilidades económicas y sociales? Aunque esto suene demasiado exótico como para lograr el apoyo del grueso militante del partido laborista en el Reino Unido, plantea una cuestión muy importante. Margaret Thatcher tuvo una visión muy clara acerca del tipo de personas que quería producir con sus políticas (y qué otro tipo de personas pretendía castigar). “La economía es el método: el objetivo es cambiar el corazón y el alma”, fue una de sus famosas declaraciones. Al privatizar los servicios públicos, recortar el gasto público, reducir impuestos a los ricos y debilitar los sindicatos, su objetivo era producir una nación de empresarios protestantes que trabajasen duro y tuvieran aspiraciones, pero que fueran sobrios y autodisciplinados.
¿Qué tipo de personas podría querer producir hoy el corbynismo o cualquier otro socialismo? ¿Acaso no sería gente capaz de concederse “toda la magnitud de su propia complejidad” (como en cierta ocasión afirmó David Toop del músico Arthur Russell), capaces de disfrutar y ser felices en su “relacionalidad infinita” (por usar una expresión mía) con el resto de la población humana y el cosmos? ¿Acaso no sería un principio rector más apropiado para, por ejemplo, las políticas de sanidad pública y educación, que la incesante lucha por el producto interior bruto? ¿O, dicho con mayor precisión, no sería una buena manera de orientar los debates en torno a si conviene o no (y cuándo y cómo) lograr incrementos o disminuciones del PIB, o cualquier otro objetivo político? ¿Y el hecho de hablar así, no me hace ya parecer un hippy loco, sintomático del éxito político de Thatcher y los suyos? ¿No significa revertir su legado, en parte, reinscribir ideas y preocupaciones como estas en el discurso público?
CONTRA LA HIPPYFOBIA
Este fue, precisamente, el argumento que expuse a Mark hace años, cuando le sugerí que su “hippyfobia” era sólo un síntoma del “realismo capitalista” (su término para la creencia de que el capitalismo neoliberal nunca se podría realmente trascender, derrotar o evadir). Tal hippyfobia ha sido un fuerte elemento en el discurso de la izquierda desde el siglo XIX. Hay muchas buenas razones para ello. La cantidad de tonterías asociadas a cada tradición espiritual y de meditación, por no hablar de la cultura psicodélica, es más que suficiente para alejar a cualquier intelectual radical que se respete a sí mismo y que se encuentre cognitivamente alerta. Pero lo mismo podría decirse del marxismo, francamente, si hubiera que responder a lo peor que se ha escrito, dicho o hecho dentro de esa tradición. El miedo al exotismo racista debería informar cada encuentro entre los blancos occidentales y las ideas de otros lugares. Pero la idea de que tal temor deba impedir cualquier forma de compromiso intenso es, a su vez, equivalente a una especie de purismo étnico. A fin de cuentas, la hippyfobia no es más que un hábito perezoso, que no muestra nada de la objetividad crítica en que dice fundamentarse.
En 2017 está bastante claro que descartar sin mayores contemplaciones la posibilidad de que prácticas como el yoga y la meditación tengan efectos ciertamente transformadores sobre personas concretas o en grupos más amplios es, en sí mismo, un gesto perezoso sin base empírica. También queda bastante claro que no sabemos tanto acerca de cómo operan estas tecnologías realmente: disponen de sus propios modelos para explicar su eficacia, en base a modelos indios y chinos que hacen referencia a corrientes de energía interna que circulan por los cuerpos físicos o “sutiles”, pero estos no se encuentran en lo que la biofísica actual es capaz de identificar, verificar o cuantificar. Lo que es evidente es que estas colecciones de técnicas físicas y psicológicas tienen un cierto potencial, cuyos efectos sociales dependen de sus modos específicos de uso. Así que, desde una perspectiva política radical, también podríamos intentar averiguar qué se puede hacer con ellas. Cuando menos, tal y como ya se dijo, proporcionan claramente técnicas útiles para el tratamiento de los efectos psicofisicos debilitantes del capitalismo (alienación, depresión, ansiedad, etc.) sin recurrir a drogas peligrosas o a las formas de psicoterapia que se entrecruzan de un modo más profundo con la ideología liberal burguesa (terapia cognitivo-conductual, psicoanálisis convencional, etc.). En el mejor de los casos, pueden resultar realmente útiles para la creación y el cultivo de formas de comportamiento grupal políticamente efectivo: lo que yo llamo “colectividad potente”.
AFROPSICODELIA E IDENTIDAD POLÍTICA
Cymande, 1972.
Algo de esta forma de pensar puede arrojar luz sobre un tema clave en los debates contemporáneos de la izquierda: el debate sobre la “política de la identidad”. La manera en que este debate se presenta normalmente es a grandes trazos la siguiente: por un lado, encontramos la tradicional “política de clases” de la izquierda, que se centra por completo en las cuestiones del poder económico y la distribución, y que ve los fenómenos como el racismo y la misoginia en gran medida como efectos colaterales del capitalismo; o bien como herramientas ideológicas utilizadas por la clase capitalista para sembrar divisiones dentro de la clase obrera. Por otro lado, tenemos la “política de la identidad”, que reconoce el racismo, el sexismo y la heteronormatividad como formas específicas de opresión que afectan a las personas sobre la base de su pertenencia a grupos de identidad concretos, y que concibe cualquier intento de unificar a los miembros de estos grupos como una intensificación de dicha opresión, en la medida en que trata de marginar la importancia de sus experiencias concretas en el nombre de una idea unificada de la lucha de clases. En todo caso, es muy difícil encontrar a alguien que haya defendido siempre una versión tan simplista de cualquiera de estas posiciones.
Uno de los muchos problemas que plantea este debate es que tiende a quedar atrapado en una discusión imaginaria acerca de si clase, raza o género son categorías más importantes unas que otras, sin centrarse lo suficiente en el problema real con el que las críticas a la “política de la identidad” intentaron enfrentarse a partir de la década de los ochenta. Ese problema nunca se planteó en términos de “clase contra otras categorías”, sino que dio más importancia a las diferentes maneras de abordar las formas de opresión sistemática a lo largo de ejes de género, raza u otros. La manera en que estas cuestiones fueron abordadas por los movimientos radicales de los sesenta y setenta fue considerarlos como problemas colectivos a superar a través de la lucha colectiva.
El modo alternativo de abordar estas cuestiones que prevaleció durante los años ochenta y noventa fue tratarlas como asuntos que afectan principalmente a individuos particulares, y ver cualquier intento de generar soluciones colectivas como potencialmente —o incluso intrínsecamente— opresivas para las personas. Esto es, esencialmente, una forma de liberalismo radical, que considera al racismo, el sexismo y la heteronormatividad como problemáticos no por cómo oprimen de forma sistemática a determinados grupos de personas, sino por las maneras en que impiden a individuos concretos participar plenamente y sin prejuicios en la vida de una sociedad de consumo competitiva y orientada al mercado. El problema con este enfoque es que acaba tratando la opresión y el empoderamiento como cuestiones que afectan a los individuos. Desde esta perspectiva, la identidad personal se convierte en algo a ser defendido como una propiedad privada, mientras que el racismo y demás se tratan prácticamente como intrusiones en esa propiedad privada —contra la que se tendría que legislar en los distintos niveles institucionales—, en lugar de como problemas sociales cuya solución es la de generar más oportunidades para el debate público, la deliberación y la construcción de formas compartidas de poder social.
La antítesis de una forma liberal individualista y privatizada de la identidad política no sería simplemente una especie de “política de clases” simplista (y no, no estoy diciendo que la clase no sea central a la política; en todo caso digo que, en términos universales, la idea misma de una “política de clases” es tan importante para toda política que no es más que una tautología). La cuestión es que toda política implica cuestiones de clase y conflictos de intereses entre clases antagonistas. Pero esto no significa que la cuestión de la lucha de clases cubra o agote todas las cuestiones políticas. La antítesis a este individualismo liberal sería una política que buscase tanto democratizar todas las relaciones sociales como hacer visible, cuestionable y contingente el carácter social y provisional de todas las supuestas “identidades”.
Esto no es una mera proposición hipotética. Un gran ejemplo de este tipo de política sería la estrategia adoptada por el Gay Liberation Front (GLF) británico a principios de los años setenta. Las primeras organizaciones de sus campañas rechazaban, en rigor, el informe del gobierno del Reino Unido (el Informe Wolfenden) que recomendaba la despenalización de los actos homosexuales consentidos entre hombres, precisamente porque planteaba sus argumentos sobre la base de que el sexo era un asunto privado. Tomando la iniciativa a partir del lema del movimiento feminista “lo personal es político”, el GLF abogó por una posición que pretendía convertir el género y la sexualidad —así como de las relaciones de poder dentro de las cuales siempre están comprendidos— en cuestiones del debate público y el cuestionamiento abierto, y que no fueran asuntos pertenecientes al ámbito privado individual.
Creo que esto es una actitud que tiene mucho en común con la suspicacia histórica budista acerca de cualquier identidad personal y con el deseo psicodélico de explorar las sensaciones y las percepciones más allá de los límites de una singularidad individualizada. También me parece que es una expresión de sensibilidad colectivista, radical y experimental que se da en algunas de las producciones culturales más emocionantes y de impronta más duradera de finales de los sesenta y principios de los setenta. La intersección de la política de liberación negra y anticolonial con la psicodelia contracultural dio lugar a toda una gama de extraordinarios experimentos sonoros en la obra de Miles Davis, Jimi Hendrix, Cymande, Herbie Hancock, Santana, Alice Coltrane, Parliament/Funkadelic, etc., y al surgimiento de una estética psicodélica afro que persiste hoy en día en el trabajo de los productores de deep-house como Joe Claussell. Toda esta música es notable por la forma en que utiliza la improvisación, la grabación experimental en estudio y una variedad de otros efectos sonoros para producir una obra que suena a la vez increíblemente libre y colectiva. Rara vez suena a un solista con un grupo de acompañamiento, e incluso en comparación con el jazz de los sesenta, a menudo se caracteriza por una democratización real de los diferentes elementos del grupo (On the Corner, de Miles Davis, sigue siendo, tal vez, la más perfecta expresión de esta tendencia —la trompeta del propio Miles casi desaparece en el miasma multitudinario en que se convierte su banda, y el efecto es asombroso).
Esta “afropsicodelia” rara vez es mencionada en las historias oficiales de la contracultura y su legado. En parte porque tienden a estar tan obsesionadas con California (donde no vivía ninguno de los mencionados hasta que en 1972 Alice Coltrane se trasladó a un ashram). Y en parte también porque la “psicodelia” que caracteriza esta tradición siempre ha estado menos centrada de forma explícita en el consumo de drogas —y, por tanto, más esquiva a ser tratada de forma sensacionalista— que sus equivalentes “blancos” (por ejemplo, Grateful Dead y sus seguidores). Ciertamente, dentro de esta tradición, las sustancias como el LSD desempeñaron un papel importante (en los años sesenta, por ejemplo, el ácido era popular entre los músicos de jazz de Nueva York). Pero siempre fueron una tecnología más entre muchas otras, como el yoga, y, sobre todo, diversas formas de hacer música y grabarla tuvieron en última instancia más protagonismo. Creo que se trata de una fuente de inspiración potencialmente muy interesante para cualquier socialismo psicodélico. Tal y como intuía Mark, la “psicodelia”, lo “ácido” o el “comunismo ácido” no necesita designar un interés específico en las drogas como tal. Sencillamente podría hacer referencia a una voluntad general por desplegar tecnologías materiales del “no-yo” de cara a explorar formas de conciencia y colectividad potente no limitadas por las formas ideológicas del individualismo liberal.
Tal y como intuía Mark, la “psicodelia”, lo “ácido” o el “comunismo ácido” no necesita designar un interés específico en las drogas como tal. Sencillamente podría hacer referencia a una voluntad general por desplegar tecnologías materiales del “no-yo” de cara a explorar formas de conciencia y colectividad potente no limitadas por las formas ideológicas del individualismo liberal.
LA LIBERTAD ES UN ENCUENTRO INTERMINABLE
Por último, lo que está realmente en juego en la idea de un socialismo psicodélico es una idea de libertad radicalmente diferente de la que hemos heredado de la tradición liberal burguesa. Dentro de esa tradición, la libertad básicamente se equipara con la posesión y disposición de propiedad privada. La libertad es una propiedad de los individuos, indisociable de la propiedad individual. Lo público y colectivo es inherentemente opresivo, un grillete para la libertad del individuo. El socialismo psicodélico sería una manifestación de una tradición bien diferente, que entiende la libertad y la agencia como cosas que sólo se pueden ejercer de forma relacional, en los espacios entre cuerpos, como modos de interacción. A lo que aspiraría es a generar, constituir y cultivar espacios de creatividad colectiva (ya sean escuelas, laboratorios, pistas de baile, ashrams, talleres o gimnasios), a la vez que se reconoce cuán hostil les es siempre el capitalismo.
“Socialismo psicodélico” o “comunismo ácido” no serían los únicos nombres para esta política. También se podría llamar “democracia radical” o “comunismo libertario”, “socialismo liberado” (gracias a Jo Littler por la idea) o tan solo “socialismo del siglo XXI”. Pero como quiera que lo llamemos, sospecho que el legado de la contracultura y las diferentes tecnologías del “no-yo” que ayudó a popularizar en Occidente jugarán un papel muy importante, siempre y cuando llegue a ser un proyecto político viable para el siglo XXI.
YOGA Y DISCOTECA PARA TODOS
(Gracias a Holly Rigby por este slogan…)
Por último, algunos apuntes sobre lo que resulta de todo esto y lo que no. No, no estoy diciendo que todo el mundo deba tomar drogas psicodélicas (que son ilegales en la mayoría de países), o hacer yoga, o cualquier otra cosa en concreto. No, no estoy idealizando la contracultura de los sesenta, pero creo que sus “problemas” y sus “fallos” se han hecho tan conocidos y están tan bien documentados, que es fácil olvidar que tuvo algunos efectos positivos relevantes y que, sus fracasos, no sólo fueron intrínsecos al propio movimiento, sino que fueron resultado de su derrota política a manos de la Nueva Derecha y sus aliados.
Creo que las lecciones de toda aquella historia y sus consecuencias deben ser aprendidas por cualquiera que quiera ver una contracultura reactivada y de éxito o una izquierda democrática triunfante. Porque la evidencia sugiere que, sin una izquierda política fuerte, vibrante, popular y estratégicamente acertada, cualquier manifestación de la contracultura acabará siendo sencillamente capturada por el capitalismo. Al mismo tiempo, creo que es simplemente imposible imaginar un desafío político que tenga éxito frente al neoliberalismo sin alinearse, de alguna manera, con una cultura más amplia de rechazo a los valores burgueses y neoliberales en general. Y si ese movimiento no se parece a la contracultura de los años setenta, no sé a qué se podrá parecer (¿a la Revolución Cultural de Mao?). Por descontado podríamos decir que también se podría parecer a la gran oleada de experimentación estética de la década de los años veinte, en la que la contracultura buscó su inspiración, pero eso sería un tema para otro ensayo completamente diferente.
No he hablado aquí de ecología ni de muchas otras materias que obviamente son relevantes. Si te interesan estos temas, puedes leer mi libro Common Ground, donde hablo de todas esas cosas y muchas más. Por ahora digamos que estoy afirmando que el yoga y las discotecas podrían ser tecnologías radicales útiles, si se usan correctamente. Y no sé exactamente qué significaría aquí “correctamente”, pero invito a todos a tratar de averiguarlo. Y cualquier socialismo del siglo XXI, o cualquier “comunismo ácido”, debería tener entre sus objetivos hacer llegar el yoga y las discotecas a todos… a todos los que así lo deseen, claro está.