NOSTALGIA DE UNA UTOPÍA: QUÉ NOS DEJA EL VAPORWAVE, A 10 AÑOS DE FLORAL SHOPPE, SU OBRA FUNDAMENTAL

NOSTALGIA DE UNA UTOPÍA: QUÉ NOS DEJA EL VAPORWAVE, A 10 AÑOS DE FLORAL SHOPPE, SU OBRA FUNDAMENTAL

Los “Vaporwave Essentials” (2013): la primera colección publicada anónimamente de grandes éxitos Vaporwave.

Por Mateo Mórtola 

Por algún motivo el Vaporwave nos sigue interpelando. Existen, al día de hoy, miles de papers, artículos periodísticos, notas ensayísticas, videos de YouTube y threads de Reddit recientes, en los que todavía una década después de la publicación de Floral Shoppe, de Macintosh Plus, millennials, gen-xers tardíos y experimentados centennials de todo el mundo siguen discutiendo qué es y de qué se trata el Vaporwave. Este algo —¿género musical? ¿estética visual? ¿tipo de meme?—, que reutiliza el pasado del que ese recorte intergeneracional es originario, y que fue declarado muerto tantas veces, sigue vigente en tanto discurso que inquieta, confunde y provoca.

Vaporwave como género musical 

Adam Harper es un musicólogo y crítico inglés que publicó en la revista Dummy, en 2012 y 2013, dos ensayos clave para entender el Vaporwave: en el primero lo sacó del nicho de los subtemas de Reddit y en el segundo se explayó su —ya entonces— muy comentada muerte. Harper fue descubierto, cuando era un bloggero de 23 años, por Mark Fisher, quien lo invitó y alentó a escribir para Zer0 Books, editorial para la que trabajaba y en la que había publicado la primera edición de Realismo Capitalista. El pensamiento de Fisher está absolutamente integrado en la mirada de Harper; él mismo lo sostiene en una suerte de obituario que escribió para OpenDemocracy. En esa senda, Harper describe al Vaporwave, en el primero de los artículos mencionados, como un género musical aceleracionista.   

En el prólogo de la compilación Aceleracionismo. Estrategias para una transición hacia el poscapitalismo, que reúne trabajos del mismo Fisher, Nick Land, Alex Williams, entre otros y otras, Armen Avanessian y Mauro Reis resumen al aceleracionismo como “la insistencia en que la única respuesta política radical al capitalismo no es protestar, agitar, criticar, ni tampoco esperar su colapso en manos de sus propias contradicciones, sino acelerar sus tendencias al desarraigo, alienantes, descodificantes, abstractivas” (2017, p.9). Aunque la “pertenencia” de Fisher al proyecto aceleracionista es discutible, él mismo aclara en una publicación de su blog k-punk que un punto de contacto entre el aceleracionismo y la cultura es precisamente el concepto de hauntology —la presencia espectral y amenazante del pasado en el presente— que él explora y desarrolla profundamente en sus lecturas críticas sobre la cultura en el contexto del realismo capitalista.

Vaporwave no es solo música: es arte contemporáneo 

En Museología radical, Claire Bishop afirma: “Lo contemporáneo se vuelve menos una cuestión de periodización o discurso que un método o práctica, potencialmente aplicable a todos los períodos históricos” (2018, p.84). La idea de que lo contemporáneo no se defina por “el presente” —¿qué será “el presente”?— sino por una forma determinada de producir y pensar la praxis y la experiencia artística aparece también en autores hoy clásicos como Arthur Danto (lo contemporáneo es el ascenso del arte a su propia reflexión filosófica) y Nicolás Bourriaud (lo contemporáneo es la intersubjetividad: la inscripción de la obra de arte en una red de relaciones y subjetividades, un “momento en la cadena infinita de las contribuciones”).

La cuestión de la intersubjetividad, que Bourriaud desarrolla en Estética relacional y Postproducción, se vuelve fundamental en la práctica artística digital. Como explica Mercedes Bunz en La utopía de la copia, la digitalización vuelve irrelevante el “ajuste a una forma originaria y la unicidad de esa primera forma” (2017, p.17), transformando por completo las relaciones entre original, copia y serie, por un lado, y habilitando al artista contemporáneo –y digital– a producir, como sostiene Bourriaud, como un web surfer que recontextualiza y reinterpreta objetos y discursos en nuevos escenarios, disolviendo las fronteras entre consumo y producción.

Los y las artistas Vaporwave trabajan precisamente de ese modo, apropiándose de discursos y objetos pertenecientes tanto al campo artístico como al del entretenimiento y la tecnología, recontextualizándolos en imágenes, videos y piezas musicales distintas, que producen efectos e interpretaciones nuevas. Hoy que el Vaporwave es una categoría popular en Pinterest, que se vuelve un tópico recurrente en marcas de ropa cool, que se convierte –desde hace tiempo– en estética para accesorios de celulares, y que aparece de diversas formas en diversos discursos comerciales y publicitarios, resulta algo difícil, a primera vista, encontrarle lo aceleracionista, lo hauntológico, es decir, lo crítico, en tanto práctica artística. Para eso hay que mirar atrás, al complejo diálogo entre discurso musical y visual que proponían sus primeras obras.

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El universo discursivo del Vaporwave 

Suele considerarse como primer disco Vaporwave al álbum Chuck Person’s Eccojams Vol.1 de Daniel Lopatin —hoy convertido en un artista relativamente mainstream bajo el alias Oneothrix Point Never—, publicado en 2010. Ese primer disco presenta, tanto en el aspecto musical como visual, muchas de las operaciones retóricas y de las intertextualidades temáticas que el Vaporwave desarrollaría en el tiempo: glitches, repeticiones, videojuegos, cultura pop de los 80 y 90. Basta observar la tapa del mismo, en la que se reutilizan distintos fragmentos del arte de tapa del videojuego Ecco the Dolphin, del Sega Génesis, y escuchar el primer tema del disco titulado descriptivamente A1, en el que Lopatin samplea el último verso del pre-estribillo de un hit internacional, símbolo del easy listening, como Africa de Toto, bajándole el tempo y repitiéndolo hasta el hartazgo. Esa técnica, la de samplear y deformar ralentizando el tempo y glitcheando el audio (ese efecto de “disco rayado”), es conocida como chop and screw; una forma de sampleo introducida a principios de los 90 por raperos del sur de Houston, Texas, liderados por DJ Screw (que, al mismo tiempo, estaba inspirada en el Plunderphonics del revolucionario John Oswald, quien en 1985 ya postulaba al sampler y al tocadiscos como “instrumentos musicales”).

Pero, ¿sobre qué discursividades opera el Vaporwave con sus glitches, loops y chop and screws? Mencionábamos anteriormente los videojuegos y la cultura pop de los 80 y 90. Pero hay más: Muzak —música creada en la época del baby boom occidental para acompañar el acto de consumo en los nuevos y gigantes centros comerciales—, ambient, new age, citypop japonés, arte metafísico, hiperrealismo digital, optimismo tecnocrático, Internet, medios masivos y medios digitales, grandes ciudades. ¿Cómo se une todo esto? Cuando cruzamos las temáticas y los discursos que las obras Vaporwave recuperan con sus operaciones retóricas, las declaraciones de sus artistas (Harper incorpora las voces de algunos de los principales exponentes del Vaporwave en sus ensayos) y la ironía presente en las propias composiciones visuales y musicales (¿cómo no va a ser irónico glitchear y loopear hasta el hartazgo el hurry boy she’s waiting there for you de África? Lo mismo titular un disco REDEFINING THE WORKPLACE –con canciones como UTILIZE YOUR IMPACT o EFFICIENT OFFICE 2K12,– sampleando fragmentos de temas ambient y new age, con el render hiperrealista de una complejo de oficinas como tapa; o reunir en un mismo contexto un busto griego clásico con un skyline cyberpunk enmarcado en una caja de Sega Saturn), no podemos ver una nostalgia inocente, lavada y chata. Lo que vemos es que el Vaporwave busca reflexionar críticamente sobre el consumo en el capitalismo tardío e hiper globalizado, planteando una relación conflictiva con la nostalgia.

“Los y las artistas Vaporwave trabajan  apropiándose de discursos y objetos pertenecientes tanto al campo artístico como al del entretenimiento y la tecnología, recontextualizándolos en imágenes, videos y piezas musicales distintas, que producen efectos e interpretaciones nuevas.”

El conflicto con la nostalgia en el Vaporwave se da en tanto que es ambigua y oscila entre la ironía y la sinceridad. Porque si bien la ironía como recurso retórico es evidente en muchas de sus obras, como señalábamos previamente, también es cierto que los discursos recuperados se relacionan con lo que Simon Reynolds define en Retromanía como “nostalgia reflexiva”: una nostalgia personal que sabe que lo vivido es irrecuperable, que “lejos de querer resucitar una edad dorada perdida, se complace en la neblinosa lejanía del pasado y cultiva las agridulces punzadas de lo conmovedor” (2016, p.31). Los artistas Vaporwave son esencialmente millennials nacidos en Estados Unidos y Europa, pero también en Argentina y en otros países de Latinoamérica, a fines de los 80 y principios de los 90; en ese sentido, cuando esos artistas bucean y re-exponen los discursos hegemónicos de la era del consenso neoliberal, en definitiva, están nutriéndose de una nostalgia sincera por los tiempos de la infancia. Pero, por un lado, esa recuperación nostálgica no se queda en el recuerdo (que sería acrítico) sino que se deforma, se ironiza, se subvierte con el propósito de volverse crítico. Y por otro, sucede también que la apropiación de tales discursos es ambigua en sí misma; el crítico australiano Adam Trainer lo sintetiza en un paper publicado en el journal The Oxford Handbook of Music and Virtuality, de la Universidad de Oxford: “El vaporwave ofrece nostalgia por un sueño que siempre permanecerá fuera de alcance: el mito de la perfección y la satisfacción por medio de la estética capitalista” (2016, p.494).

Floral Shoppe: la obra Vaporwave definitiva 

En el caso de Floral Shoppe, de Macintosh Plus —alias de Ramona Andra Xavier (1992), una productora de Portland que también publicó discos con los seudónimos Vektroid, New Dreams Ltd y PrismCorp Visual Enterprises— que está próximo a cumplir 10 años, podemos resumir la complejidad del juego crítico del Vaporwave.

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Podemos pensar la nostalgia en el Vaporwave, y en Floral Shoppe sucede claramente, en dos instancias: una primera sincera o reflexiva, en términos de Reynolds, y otra irónica que invierte el sentido del discurso recuperado, planteando una distancia crítica. Si vamos al plano visual, observamos la recontextualización de una obra clásica como el busto de Helios en un escenario digital e hipertextual de aires cyberpunk, con un título en caracteres japoneses, ironizando así sobre el estatus del arte y la experiencia artística. Al mismo tiempo, en las otras versiones del arte de tapa, vemos, por un lado, objetos que se vinculan con los videojuegos y el entretenimiento (el marco de la consola Sega Saturn, el logo de Compact Disc, y las anotaciones características de las ediciones japonesas de los álbumes musicales físicos) y, por otro, la misma escultura clásica con el rostro borrado, profundizando aún más –en ambos casos– la inversión irónica.

En lo que respecta a lo musical, Floral Shoppe presenta samples tanto de música pop de los 80 –de bandas y artistas como Sade, Diana Ross y Pages–, como de soundtracks de videojuegos –específicamente el Turok Dinosaur Hunter para PC–, como del ambient de Dancing Fantasy, completamente deformados mediante ralentizaciones, glitches y toneladas de reverberancia. El efecto de las deformaciones sonoras (especialmente cuando operan sobre temas pop reconocibles como en el caso del tema más conocido, リサフランク420 / 現代のコンピュー, o Lisa Frank 420 / Modern Computing, que samplea el hit “It’s your move” de Diana Ross), es inquietante y por momentos perturbador. El crítico estadounidense Grafton Tanner, que publicó en Zer0 Books el libro Babbling Corpse: Vaporwave and the commodification of ghosts, explica que los glitches, loops y chop and screws construyen una idea de mal funcionamiento de la tecnología, y que eso mismo genera la sensación inquietante y perturbadora: cuando la tecnología se rompe —o parece rota— y nos volvemos conscientes de su construcción y su diseño, se vuelve desconocida y deja de ser una extensión incuestionable de nosotros mismos.

“El conflicto con la nostalgia en el Vaporwave se da en tanto que es ambigua y oscila entre la ironía y la sinceridad. Porque si bien la ironía como recurso retórico es evidente en muchas de sus obras, como señalábamos previamente, también es cierto que los discursos recuperados se relacionan con lo que Simon Reynolds define en Retromanía como “nostalgia reflexiva”: una nostalgia personal que sabe que lo vivido es irrecuperable, que “lejos de querer resucitar una edad dorada perdida, se complace en la neblinosa lejanía del pasado y cultiva las agridulces punzadas de lo conmovedor” ”

Así, en Floral Shoppe, al igual que en todas las obras Vaporwave, el discurso del optimismo tecnológico y tecnocrático de fines del S.XX no aparece de un modo obsecuente, sino lo contrario. La deformación y alteración de la aparente nostalgia –reflexiva– de una utopía (el ideal neoliberal de la satisfacción por la estética capitalista, por la tecnología digital, por el mundo hiperconectado, etc.), la desnaturaliza y vuelve extraña; al apropiarse del discurso pro-consumo globalizado de fines del S.XX, y recontextualizarlo mediante operaciones que perturban y alteran su significado original, el Vaporwave, en un juego profundamente hauntológico, convierte al pasado en un fantasma que acecha al presente: expone el fracaso de la utopía tecnocrática y su inevitable destino de convertirse en distopía.

Algunas preguntas finales 

Aunque es cierto que las obras Vaporwave más importantes se produjeron entre 2010 y 2014 y, desde entonces, conforme a su popularización y adopción mainstream –en 2015 MTV hizo un rebranding imitando la estética Vaporwave, por ejemplo–, fue perdiendo ese impulso crítico e intrigante, no me animaría a decir que el Vaporwave murió. ¿Qué significa que un estilo artístico muera? ¿No podríamos interpretar que está vivo como discurso de una época, como signo de una era de masiva democratización digital en las economías occidentales, post crisis del 2008? Hasta podríamos pensarlo, con su ambigüedad entre la ironía y la sinceridad respecto a la nostalgia, como una de las primeras expresiones artísticas inscritas en los postulados del metamodernismo, una corriente crítica que interpreta objetos culturales contemporáneos desde, precisamente, la oscilación entre la ironía y la sinceridad, entre el cinismo posmoderno y el optimismo moderno.

Pero incluso si miramos nuestro presente pandémico/post pandémico y de colonización algorítmica por parte de las GAFA (Google, Apple, Facebook y Amazon): ¿no podría ayudarnos el Vaporwave, con su capacidad de construir mundos alternativos y sus prácticas colaborativas y anónimas, a desarrollar nuevos intersticios digitales, en red, que escapan a la lógica hiperindividualista del like, el alcance y el engagement rate? ¿No nos brindan sus obras herramientas conceptuales para pensar críticamente las falsas promesas de los discursos mainstream promovidos por los poderes mega concentrados? Si el Vaporwave del 2010 al 2014 criticó el optimismo tecnocrático de la sensibilidad futurista de fines del S.XX, ¿no podrían surgir nuevas expresiones Vaporwave que critiquen y deformen el imaginario emprendedor, el branding personal, el capitalismo emocional y la dictadura de la alegría? Tal vez solamente haya que meterse un poco más profundo en la red, quebrar la sugerencia del algoritmo, y descubrir el potencial crítico de un estilo artístico que está mucho más presente de lo que imaginamos. 

Mateo Mórtola nació en Buenos Aires en 1991. Es Licenciado en Comunicación por la Universidad de San Andrés. Actualmente cursa la maestría en Sociología de la Cultura y Análisis Cultural de la UNSAM. Es docente de Comunicación y Literatura en escuela secundaria y de Metodologías de la Investigación en la Universidad de San Andrés. Coordina talleres de escritura en la Escuela de Escritura de Santiago Llach. Desde 2019 edita Revista Aguinaldo, una revista cultural, impresa y semestral. 

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“El fin de la historia es la pesadilla de la que estoy tratando de despertarme”,  confesaba Mark Fisher en una de las entradas de su ya célebre blog K-Punk. Solo que para ello, para despertar de esa pesadilla, de la vida sin historia, sin futuro, sin tiempo ni  lazos sociales que impone el neoliberalismo, el crítico inglés no se dejó arrastrar por  profecías y se encomendó a un tipo de pensamiento no teleológico en el que la memoria es un arma política de doble filo: sirve tanto para elaborar relatos múltiples del pasado como para constituir un reservorio que permita pensar otras  temporalidades posibles.

En esta denuncia de la “lenta cancelación del futuro”, Fisher se confió también a la  música popular, a la cultura de masas, al cine, al arte y la literatura. Lo hizo a veces  para verter una crítica ideológica devastadora contra la cultura como vehículo de imposición de valores dominantes, pero, con mayor frecuencia, para advertir la  importancia política que alberga y de la que podemos —debemos— aprovecharnos.  Al fin y al cabo, son las imágenes, relatos y sonidos de la cultura los que nos mueven a  soñar de un modo u otro. Tiene por ello sentido que en 2006 dedicase una entrada, en  ese mismo blog, a Le fond de l’air est rouge, una cinta que data de casi treinta años antes, 1977, en la que Chris Marker encadena imágenes de casi todos los movimientos  insurreccionales del siglo XX con el 68 como eje central. “Aunque el film sea,  aparentemente, un catálogo de desilusiones”, escribe Fisher al respecto, “su registro  de una época en la que había desafíos —sin importar lo imperfectos, desorganizados y  contradictorios que fueran— al orden existente, no puede ofrecer algo de inspiración  en estos tiempos mucho más desoladores”.

En el segundo episodio de nuestro podcast, participan la filósofa Ariadna Álvarez Gavela y la investigadora Irene Valle Corpas. Escuchalo acá.  

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“TENEMOS QUE INVENTAR EL FUTURO”. ENTREVISTA INÉDITA A MARK FISHER

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“‘We Have To Invent The Future’: An Unseen Interview With Mark Fisher”, es una entrevista con Tim Burrows y Sam Berkson publicada póstumamente en The Quietus, el 22 de enero de 2017. La versión en castellano, inédita hasta ahora, está incluida en K-punk Vol. III, que llegará a librerías a mediados de este año.

Mark Fisher: ¿Andás en coche?

Sam Berkson: No.

MF: Yo tampoco, y por eso me identifico tanto con los poemas [de Life In Transit], porque pasé mucho tiempo en el transporte público. Hay algo que dijo la Sra. Thatcher: “Si eres mayor de 30 años y estás en el transporte público, has fracasado”. Me parece muy elocuente. Los hombres que conozco no tienen coche, y muchas mujeres sí. Con ellas, pienso que su deseo de conducir puede deberse a la seguridad. Estar en el coche siempre me pareció una pérdida de tiempo. En el tren, en cambio, se puede leer, escribir, hacer otra cosa, y se puede escuchar. Aunque, con la cantidad de auriculares, etc., ya casi nadie se escucha. Creo que algo que emerge con mucha fuerza de tus poemas es que el transporte es solo público en su nombre, puesto que 1) no es propiedad pública, sino de operadores privados horrendos, y 2) el espacio tampoco es público porque, tal como muestran tus poemas, la gente está mucho más metida en sus conversaciones privadas en los teléfonos móviles. A veces, a un nivel humillante y vergonzoso.

SB: En general pocas personas escuchan. Es irónico hablar de transporte público, porque todo el mundo está en su propio mundo, y lo que hace es llevar un mundo privado a la esfera pública. A nadie, ni en la derecha ni en la izquierda, le gusta la idea de que la gente escuche sus conversaciones privadas. Y sin embargo estamos en una época en que las conversaciones son muy escuchadas, con toda la tecnología artera. Además somos cómplices, con cosas como Facebook, como si estuviéramos felices de contar sin parar lo que hacemos todo el tiempo.

MF: Se da un proceso doble: hay cada vez más gente preocupada por Facebook y su erosión de la privacidad, o lo que sea. Y me parece que hay una contradicción interesante ahí. En un sentido, la gente habla por sus teléfonos móviles, asumiendo que otros no los escuchan, pero sabiendo, hasta cierto punto, que al menos alguien lo hará. Y después está el fenómeno de Facebook, donde la gente publica cosas esperando que otras personas lo vean, en una búsqueda desesperada de un público que quizá no tengas. Para después chequear de manera neurótica cuántos “me gusta” y cuántos “comentarios” recibiste.

SB: Como si en lugar de importarte el público que ya está ahí, necesitaras desesperadamente una audiencia mayor.

MF: La celebridad me parece importante en muchos niveles… Es como una intimidad falsa, ¿no? Hay una generalización de revistas de chismes orientadas a mujeres, esa forma general de la cultura, la TV, etc. Este fenómeno de referirse a la gente por su nombre de pila, como hacen en las tapas de estas revistas, como si uno conociera a esas personas.

Tim Burrows: La gente lee revistas en el tren que hablan sobre dietas.

MF: Es un biocontrol cuyo modelo es la revista para mujeres. Se trata de reducir cierta ansiedad, no tanto de decir que hay que hacer esto o esto otro, sino de poner en una página que Geri Halliwell está feliz con sus curvas, y al mes siguiente que se siente mucho mejor porque bajó de peso. Esas revistas te ponen todo el tiempo en situaciones de doble vínculo. La función es desestabilizar a la gente, mantenerla en un estado de ansiedad, y agregar soluciones para todos los problemas basadas en objetos de consumo. Las dietas son biopoder, una forma de control del cuerpo. Con esta cultura digital de hoy lo que tenemos es una forma extraña de hipervulgaridad. Hay personas que están todas vestidas y operadas, pero no es como David Bowie, donde había un juego con una estetización abstracta. Hay gente que tiene una vulgaridad extrema, y es un modelo normativo: dientes perfectos, el tono correcto en la piel. Una artificialidad absolutamente conservadora.

SB: La gente dice que la simetría es el ideal de la belleza humana, y a mí me gusta pensar que la simetría es algo que está solo OK. Pero negar que haya cualquier tipo de belleza a los ojos de quien observa, que hay algo original y único en las cosas y que a todos nos parecen bellas cosas diferentes es volver a llevar el poder hacia una esfera muy conservadora, una forma de conformarse con ser bello. Y por supuesto no es para nada normal, es un estilo muy freak.

MF: Es una influencia de lo digital, mucha gente se photoshopea. La normalización de la cirugía estética, el botox, etc., es parte de este régimen de biopoder y de la ansiedad constante por las apariencias, etc. La cirugía estética no está bien, ¡no está bien! A la gente le preocupa su apariencia, pero la miden según los estándares de una normatividad deprimente. Las neurosis son muy productivas, y muy útiles para el capitalismo. ¿Qué es mejor que una insatisfacción inherente? La satisfacción inherente se puede vender infinitas veces. Por eso el modelo de la revista de mujeres es tan útil para el capitalismo de consumo.

SB: Uno lo ve en la televisión: ahora hay una publicidad sobre el deseo de que tus amigos sean más bellos, creo que es la publicidad de una cámara, y la idea es que uno quiere ser exhibido como que es bello, y esto lo da el hecho de que pasa tiempo con gente bella.

TB: Esa siempre ha sido la paradoja de la televisión: es donde se puede encontrar a las personas más profesionales de Londres en un determinado momento, pero también el lugar con menos retoques en el que puedas estar. Estás muy pegado al rostro de alguien, se pueden ver todas las imperfecciones.

SB: Sí, la iluminación es terrible. La luz en la televisión es deliberadamente incómoda porque la gente tiene menos probabilidades de pelearse si se siente incómoda y expuesta. Si estuviera diseñando la televisión, y quisiera hacerla cómoda, no lo haría como ahora. Piensen en los pubs; entendieron que los pubs no son atractivos para los consumidores si no se puede ver lo que hay adentro. Esa idea de un rincón oscuro donde uno se puede esconder… lo que todos quieren es una ventana grande en el frente. Que se pueda entrar y sentirse a gusto.

MF: Eso no es un pub, es un bar.

SB: Se siente cómodo porque uno se siente observado. Es como el panóptico.

MF: Es el Foucault de la segunda fase, una suerte de autopanóptico. Me acuerdo que alguien dijo que, en la época en que todavía valía la pena pensar sobre Big Brother, la diferencia entre Big Brother y el panóptico de Foucault era que en el caso de Foucault no sabías si te estaban mirando o no, mientras que los participantes de Big Brother están seguros de que sí. Ahora hay una fase de Facebook como un autopanóptico, como dijimos antes, donde la gente se vuelve objeto de vigilancia, y se vigila a sí misma de una manera extraña.

SB: Podemos dar batalla. Y también está el otro problema con la televisión y los buses, que es que hay demasiada publicidad en ellos.

MF: Yo lo llamo polución semiótica.

SB: Sí. ¿Y cuál sería la respuesta sensata? Ponerse auriculares, no mirar alrededor, básicamente apagar los sentidos, bloquear el ambiente. Es una posición terrible para la gente. El consejo que te da todo el mundo es vivir en el presente, mirar alrededor, experimentar las cosas, etc. Pero si uno hace eso, lo único que ve son publicidades y anuncios.

MF: Es impactante. Lo noté en Suecia, en Estocolmo, donde no había publicidades. Pensé: “¿Qué está pasando?”. Incluso el metro de Nueva York no tiene tantos. Hay algo especial en el enorme ataque cibernético de anuncios en Londres. No es que la gente se desconecte del espacio público, sino que ya no hay ningún espacio público al que pueda ir. De lo que se trata es de insertarse en un balbuceo, el balbuceo de las voces al teléfono o el balbuceo del capital que te grita que compres algo.

Agosto de 2012. Portada de la edición inglesa de la revista Hola.

SB: Puedes enterrarte en tu propia caja de arena, apagarte. Este parece ser el modo en que mucha gente elige viajar, literalmente se desconectan del mundo a su alrededor. En algún punto tiene sentido, pero al mismo tiempo estás desconectado del mundo que te rodea.

MF: Lo que se necesita son formas de desconexión. Desenchufarse de ciertas redes. El otro día hablaba con mis estudiantes sobre tratar de desenchufarse; considero que estamos en una nueva fase de la vida humana. En los setenta, el aburrimiento era un gran problema. El aburrimiento era un vacío existencial, se lo podía tirar a la industria del entretenimiento y la cultura mainstream, y era un desafío para todos nosotros: ¿por qué nos permitimos aburrirnos? Considerando que somos animales finitos, que vamos a morir, aburrirse era un escándalo moral de proporciones descomunales. Pero ahora el aburrimiento es un lujo que ya no podemos darnos, porque nuestros teléfonos no nos lo permiten: incluso cuando uno está esperando un bus o un tren, hay un flujo constante de estímulos de baja intensidad. El aburrimiento y la fascinación están mezclados, para volver a las revistas de famosos. Y un ejemplo de esto serían esos periódicos gratuitos de Londres que por suerte desaparecieron: The London Paper, en una palabra, y el London Lite, cuyo nombre es muy elocuente. El Evening Standard y el Metro, en comparación, son periodismo serio. Cuando aparecieron, esos periódicos eran aterradores. Eran un ejemplo de polución semiótica que también contaminaba las calles de manera literal. Además había inmigrantes pobres cuya tarea era irritar a la gente: pararse en el camino de los trabajadores que iban al transporte, y ponerles estas cosas en las manos. Pero también estaba la total obediencia de los lectores, porque operaban absolutamente exhaustos. Si observabas el vagón, todo el mundo leía estos periódicos. Podías sentir cómo se hundía el nivel intelectual y cultural. El viaje al trabajo es probablemente el momento en que la gente está prestando más atención a la cultura. Yo no era inmune a esto; yo leía los titulares, muchas veces sobre celebridades que apenas conocía y no me interesaban, y aun así quería saber más. Era una forma de curiosidad sin interés. Así que leía todo el periódico, aunque no estuviera interesado, porque al mismo tiempo me había absorbido. A eso me refiero con el aburrimiento y la fascinación. Me imagino que mucha gente, como yo, tenía libros serios en los bolsos, y los habrían leído si no hubiera sido por estos periódicos. Eso dice mucho sobre la manera en la que el capitalismo se aprovecha del cansancio y los peores instintos.

Con esta cultura digital de hoy lo que tenemos es una forma extraña de hipervulgaridad. Hay gente que tiene una vulgaridad extrema, y es un modelo normativo: dientes perfectos, el tono correcto en la piel. Una artificialidad absolutamente conservadora.

TB: Y es por eso que Boris Johnson es tan popular. Es el héroe de la generación de los periódicos gratuitos como ShortList.

MF: El tema con Boris es similar a lo que dijo Franco “Bifo” Berardi sobre Berlusconi: la persona que se burla del poder mientras lo ocupa. Eso es igual a Boris, ¿no? Alguien extrañamente popular para la gente joven, de una manera deprimente, porque no se toma la política en serio, o eso parece. Por supuesto, lo que sí se toma muy en serio es favorecer su propia posición y su propia clase. Esta forma de falsa bonhomía y de negación cínica, a través de la cual el poder de clase se naturaliza, es un problema extremadamente peligroso. Creo que Cameron representa una versión apenas distinta de esto, y no es que él sea tan popular, sino que es bueno para parecer un tipo amigable con el que se puede hablar. Mi sensación del gobierno de Cameron es que quieren romper todo lo que puedan. Saben que probablemente no vuelvan a tener esta oportunidad pero también saben que si cambian algunas cosas fundamentales, entonces ningún gobierno laborista que no realice antes una transformación enorme en la cima de la cultura del partido va a poder volver a cambiarlas.

SB: Hace poco leí algo, que no sé si era un cita, pero le preguntaron a Thatcher cuál había sido su mayor logro y ella dijo el Nuevo Laborismo.

MF: No sé si es una cita, pero eso es cierto. Yo me afilié al Partido Laborista. Nunca antes me había afiliado a un partido, pero hay que tener la misma ambición que el Nuevo Laborismo, y pensar con cinco años de planificación. Si hay más gente avanzando con una agenda fuerte, quizá se pueda cambiar la dirección del partido.

SB: Yo pensé lo mismo, y me afilié al Partido Verde.

MF: Está bien. No hay que ceder ningún territorio. Tampoco quiero jugarlo todo en una sola carta. En los noventa no tenía sentido afiliarse al Partido Laborista. Iban en dirección al Nuevo Laborismo, la neoliberalización, no había forma de que hiciera otra cosa. Pero ahora, no sé a dónde va. Tal vez siga con este neoliberalismo suave desesperadamente banal, o quizá se convierta en otra cosa. Hace dos años, la University of East London estaba plagada de banderas revolucionarias y todo eso; era la época de los recortes, y hubo una efervescencia increíble de militancia, que parecía salir de la nada. Ahora, cuando vas a la UEL y caminas por el pasillo central donde estaban los carteles, es puro Costa y Starbucks, el letrero más grande que se puede ver es una oficina que dice “Credit Control”. Hay una parábola de lo que pasa con los espacios públicos allí. El espacio público que se afirmaba fracasó, y ahora tenemos unos monolitos corporativos, y letreros de Credit Control en el medio del pasillo.

TB: Hay sucursales de la cafetería Costa en todas las salas de espera de los hospitales del Servicio Nacional de Salud.

MF: Mi esposa es de Gravesend, y en un hospital cerca de Dartford, McDonald’s intentó ganar la licitación del restaurante. Que puedas tener negocios en los hospitales me hace pensar en un mundo de Philip K. Dick. No me opongo al cambio de manera intrínseca; me opongo al hecho de que el cambio que hay es una mierda. El tema con el capitalismo es que provee cosas que no le gustan a nadie. Cuando la gente habla de la libertad de elección y el capitalismo… Microsoft lo resume todo. Nadie lo quiere, todo el mundo debe tenerlo. Con las cadenas es igual. ¿Quién es fan de las cadenas? Casi nadie, pero todos debemos ir a ellas.

“Ahora el aburrimiento es un lujo que ya no podemos darnos, porque nuestros teléfonos no nos lo permiten: incluso cuando uno está esperando un bus o un tren, hay un flujo constante de estímulos de baja intensidad. El aburrimiento y la fascinación están mezclados. ”

SB: La gente solía quejarse de que los ferrocarriles de la British Rail llegaban siempre tarde, porque creíamos que éramos sus dueños. Ahora aceptamos que nos cobren demasiado, porque pueden, y que sean una porquería, porque no tenemos otra opción. Antes los sentíamos más cerca.

MF: Había un punto en modernizar esas industrias públicas, que eran dirigidas con una enorme ineficiencia, pero en realidad era un pretexto para privatizarlas. Deberían haberlas mejorado mientras eran públicas. Ahora que son privadas cuestan mucho más. Es una tarifa ridícula, el metro es muchísimo más caro que antes de la privatización. Es la destrucción de un ethos con sus propios trabajadores; lo mismo con los hospitales, ¿por qué no los limpian bien? Porque se usan contratistas privados cuyo único incentivo es hacer las cosas de la forma más barata posible, pagar a los empleados lo menos posible. Si no se tiene el ethos del servicio público, entonces se vuelve aún más lamentable. Es mala calidad pero con brillo. Es la realidad.

Boris Johnson, alcalde de Londres, se queda atascado en una tirolesa durante la presentación de los Juegos Olímpicos de Londres 2012 en Victoria Park.

SB: Una vez más uno se topa con la misma paradoja. Es casi lo contrario de lo que se dice. Hay más opciones; pero en realidad no hay elección. Tiene más brillo, es mejor; pero no, es peor. Es más barato; es más caro. No creo que volvamos a la nacionalización, quizá no sea una buena idea.

MF: El poema que más me atrajo fue uno que aparece al comienzo, sobre la gente que no tiene boleto. Me pareció muy potente en muchos niveles. La dinámica de clases. Estuve en muchas de esas posiciones, tanto la de la persona que observa como la de quien no tiene el boleto.

TB: Me recordó a cuando agarraron al Canciller de Hacienda George Osborne en primera clase sin un boleto de primera clase. Dijo que no quería malgastar el dinero de los impuestos de la gente en un boleto de primera clase.

MF: ¡Bien! Hay que respetar la desfachatez improvisada de esa excusa ridícula. Nada resume al capitalismo mejor que eso, el hecho de que aún exista la primera clase. El otro día fui a Liverpool, y parecía que había que caminar interminablemente hasta llegar a la primera clase. Y, por supuesto, no había nadie en primera clase. ¿Resulta económico tenerla, o existe porque el sistema de clases lo requiere?

SB: Esa es la atracción de la primera clase, que no haya nadie ahí. La idea de la competencia en el tren era por completo defectuosa. No se puede ir a otra línea, en otro tren que salga a la misma hora, porque no lo hay.

MF: Lo único que la gente nacionalizaría sin pensarlo creo que son los trenes.

SB: Es caro para el gobierno hacerse cargo de los trenes, porque dan un montón de dinero público a las compañías privadas que luego aun así nos cobran un montón de dinero. No liberó las cosas, no nos dio libertad. Yo quiero renacionalizar el espacio público, no necesariamente para el Estado.

El tema con el capitalismo es que provee cosas que no le gustan a nadie. Cuando la gente habla de la libertad de elección y el capitalismo… Microsoft lo resume todo. Nadie lo quiere, todo el mundo debe tenerlo. Con las cadenas es igual. ¿Quién es fan de las cadenas? Casi nadie, pero todos debemos ir a ellas.

MF: Creo que hay que distinguir entre el espacio público y el Estado. El Estado es legítimo, diría yo, siempre y cuando facilite un espacio público, pero lo público debe ser pensado por separado. El Estado es una condición previa para lo público, pero no son lo mismo. La gente quiere espacios públicos, por eso Starbucks es popular, porque ofrece una socialización genérica. Es un espacio anónimo y genérico, incluso algo como el programa de talentos X-Factor, a la gente le gusta porque así participa de manera pública y colectiva en algo. Muestra que incluso en estas condiciones, donde ideológicamente todo va en contra de lo público, sigue habiendo un deseo de lo público, que solo recibimos de forma degradada. Lo que el comunismo ofrecería sería tener estos espacios genéricos donde la gente pueda entrar sin necesidad de pagar por un café de mierda. Es el espacio público que necesitamos en el futuro, en el que la gente se pueda reunir sin los agregados parasitarios del capital.

SB: Es como el tema de los medios y los fines. Ya decir esto me gusta. Yo voy hacia allá porque me gusta. Me parece difícil imaginar cómo sería el futuro ideal, pero pienso: ¿qué cosas funcionan? Hagamos más de esas cosas que funcionan.

MF: Creo que la tarea para nuestra imaginación hoy es pensar: ¿cuál es el futuro de lo público? Necesitamos aceptar que el cuento neoliberal que dice que lo público ya no existe se terminó. Si lo público no van a ser indus- trias estatizadas a la vieja usanza, centralización estatal y todo eso, ¿cómo va a ser en el futuro? No lo sabemos, tenemos que inventarlo.

Mark Fisher (Reino Unido, 1968-2017) Fue un escritor y teórico especializado en cultura musical. Colaborador regular de las publicaciones The WireSight & SoundFrieze y New Statesman. Ejerció como profesor de filosofía en el City Literary Institute de Londres y profesor visitante en el Centro de Estudios Culturales de Goldsmith, Universidad de Londres. Entre sus libros se cuentan Realismo capitalista (Caja Negra, 2016), Los fantasmas de mi vida (Caja Negra, 2018), Lo raro y lo espeluznante y K-Punk (Volumen I: Caja Negra, 2019). Su blog k-punk es uno de los blogs más populares sobre teoría cultural.

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LA FLOR DEL CORAJE Y EL DESEO. FISHER, KUNDERA Y LOS FANTASMAS MUSICALES DEL PASADO

LA FLOR DEL CORAJE Y EL DESEO. FISHER, KUNDERA Y LOS FANTASMAS MUSICALES DEL PASADO

Por Xandru Fernández 

En un famoso texto recogido en Los fantasmas de mi vida y titulado “La lenta cancelación del futuro”, que a su vez amplifica una intuición (y una expresión) de Franco “Bifo” Berardi, Mark Fisher describe la desazón del aficionado a la música que ya no experimenta perplejidad alguna ante las nuevas creaciones que van surgiendo en el horizonte: “Muchos de los que crecimos en las décadas de 1960, 1970 y 1980 aprendimos a medir el paso del tiempo cultural a través de las mutaciones de la música popular. Pero, precisamente, el sentido del shock frente al futuro ha desaparecido en la música del siglo XXI”. Detengámonos en ese epitafio y rastreemos su sentido.

Recoge, como he dicho, una intuición de Berardi: que, desde hace al menos un par de generaciones, la marcha del progreso parece haberse detenido. Es un tema ya añejo que se ha enfocado desde muy diversos ángulos, de la epistemología psicótica (Lyotard) a la ética maximalista de la filosofía de la historia (Jameson), pasando por la ingeniería tecnocrática (Fukuyama) y el franciscanismo laico (Negri y Hardt). Berardi recoge sus compases y los ecualiza en una frecuencia no muy diferente de la de Jameson, pero apuntando directamente al corazón del drama autobiográfico, a la sensación de habernos quedado fuera de la corriente de la historia, pero no de cualquier historia ni de la historia universal sino de la historia que importaba, la que estaba destinada a colmar nuestras vidas porque solo podía acabar bien. La historia que nos hacía héroes, la historia en la que nuestros caracteres eran reivindicados como modelos de excelencia.

Fisher lee correctamente a Berardi y lo demuestra llevando el agua del discurso al molino de la música: el shock frente al futuro es una sensación y la historia de la música popular es una historia de sensaciones. Una historia sensacional. Nuestro papel en ella, el de héroes de vanguardia. Melancólicos, desesperados, agónicos, pero héroes.

Para ilustrar esa sensación de desazón y orfandad, Fisher recurre a un experimento mental. Imaginemos, dice, que cogiéramos cualquier disco de los últimos años y retrocediéramos con él hasta 1995. A un público de 1995, nuestra música le resultaría sospechosamente reconocible. Mientras que, si una audiencia de 1965 escuchara un disco de 1995 (o de 1985, o de 1975), la perplejidad sería notable. Fisher defiende que la música popular mutó entre 1975 y 1985 (o entre 1965 y 1975) mucho más rápidamente y con una intensidad y una complejidad mucho mayores que entre 1995 y 2005. Es, como he dicho, una sensación. Y puedo estar de acuerdo con ella en la medida en que mis sensaciones son parecidas. Pero la pregunta relevante es: ¿cómo podemos estar seguros de que no nos equivocamos?

Lo que planteo aquí es una cuestión epistemológica, no un tema de la filosofía de la historia o de la historia de la cultura: ¿cuál es el procedimiento que nos permite medir el grado de innovación de una creación cultural, musical en este caso? ¿Qué es lo que nos permite suponer que la música popular de 1990 era más innovadora, más interesante o más excitante que la de 2010? ¿Qué experimento crucial podría refutarlo o confirmarlo?

El principal escollo al que nos enfrentamos es la imposibilidad de trascender nuestras experiencias privadas. No solo parece imposible cotejar nuestras impresiones con las de las generaciones más jóvenes (¿qué lenguaje común podríamos emplear para comparar nuestras experiencias?), tampoco parece posible si nos ajustamos a la contemporaneidad más estricta, esto es, cabe que dos sujetos coetáneos, con un grado equivalente de formación musical pero situados en posiciones de salida diferentes, bien por origen social bien por procedencia geográfica, lleguen a conclusiones incompatibles acerca de qué puede considerarse vanguardia en el terreno de la música popular de las últimas décadas. (Dicho sea de paso, el vocabulario que emplea Fisher pertenece en todo momento al de las experiencias privadas: “sobresalto”, “chocar”, “creer”, “sensación”.)

Crecí en la misma época que Fisher, en un entorno que desde el presente se nos antoja similar (todos los paisajes industriales se parecen) y a bordo del mismo tren-bala del progreso social inevitable. La revolución neoliberal de los años 80 no solo destrozó miles de familias mineras, pueblos y ciudades industriales, en el Reino Unido igual que en España o los Estados Unidos, sino que también truncó las expectativas de que el tren-bala del progreso social llegara a su destino. Los apóstoles del mercado libre se las ingeniaron para cancelar no solo el futuro sino también el presente y (soberbia pirueta) el pasado. Y no fue una cancelación lenta en absoluto, ocurrió de un plumazo. Aunque es cierto que nuestra fe juvenil en el poder de la pureza, nuestra convicción de que, como héroes vanguardistas que éramos, estábamos destinados a vencer aunque habitáramos provisionalmente el rincón más recóndito de la cultura occidental, necesitaba aún un par de décadas para resquebrajarse.

Pero no es lo mismo creerse vanguardia artística (o política, si a eso vamos) en Londres, Inglaterra, que en Turón, Asturies, o en Nablus, Palestina. Digamos que la posibilidad de sentir el aliento de la contemporaneidad es mucho mayor en la metrópoli que en un poblado de la periferia del imperio. Hagan cuentas: en 1984 hacíamos un fanzine cuyo primer número pagamos a precio de oro y para nada, porque el propietario de la fotocopiadora más cercana (una librería a siete kilómetros de nuestra casa) no sabía cómo hacer para imprimir por las dos caras de la misma hoja (en el pueblo había una imprenta, pero no tenía offset, solo tipos al más puro estilo Gutenberg). La primera radio libre asturiana la montamos con la ayuda de un fraile de La Salle y echó el cierre bajo amenazas de cárcel gracias a la ley de telecomunicaciones del PSOE de 1987. Los mismos que nos cerraban las minas, nos cerraban las emisoras de radio. Así que las comparaciones llegan hasta donde llega la dialéctica de la metrópoli y la colonia, o del centro y la periferia: incluso si vives en un barrio marginal de una ciudad de provincias del Reino Unido o los Estados Unidos, sigues navegando por el cauce principal del río de las vanguardias, no existe en principio ningún impedimento estructural para que un productor discográfico londinense visite Sheffield o Liverpool, ni lo hay para que Manchester o Birmingham formen parte del circuito musical underground, en cambio habría sido una absoluta anomalía estructural que una banda de vanguardia del rock de los años 70 u 80 recalara en un local asturiano o palestino. Simplemente era imposible y de hecho no ocurrió.

Las imágenes que acompañan este post pertenecen a las luchas en la cuenca minera asturiana durante 1991, un momento histórico que guarda similitud con la huelga minera en Inglaterra de 1972. 

¿Por qué, entonces, puedo identificarme con esa sensación de que la música popular se ha convertido en una repetición ad nauseam de paisajes sonoros del pasado? Porque se ha agotado la narración que daba sentido a nuestras experiencias musicales, que era una narración que a su vez encontraba sentido y sentimiento en un relato de emancipación, y, para interpretar o intuir el sentido del tiempo en las nuevas músicas populares, hay que formar parte de un complejo cultural que no es el mío (ni el de Fisher).

Me temo que, por más que tanto Fisher como Berardi se aferren a la convicción de que no se trata de la normal perplejidad con que cada generación asume que ha quedado fuera de juego, por mucho que fantaseemos con la idea de que los jóvenes ya no encabezan el cambio cultural como en los ciclos generacionales anteriores, lo cierto es que esa impresión de parálisis ante el futuro, de entumecimiento intelectual ante el presente y veneración nostálgica del pasado, es la misma o muy parecida a la de siempre. Con una diferencia, pero no tan extraordinaria como cabría suponer: es cierto que el paradigma dentro del que se había desarrollado el cambio cultural en el terreno musical se ha agotado, pero no el cambio cultural en sí mismo, y es cierto, también, que no es el primer paradigma musical que se agota dentro del arco epocal de la Modernidad y muy probablemente tampoco será el último.

Comentando las motivaciones de los compositores modernistas de principios del siglo XX, y muy particularmente las de Schönberg, recuerda Alex Ross que “el culto del pasado imperante amenazaba su propio sustento [el de los compositores modernistas]. Viena estaba realmente obsesionada con la música, pero estaba obsesionada con la vieja música, con las obras de Mozart y Beethoven y el ya fallecido doctor Brahms. Estaba moldeándose un canon y las obras contemporáneas estaban empezando a desaparecer de los programas de concierto. A finales del siglo XVIII, el 84 por ciento del repertorio de la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig estaba integrado por música de compositores vivos. En 1855, la cifra había descendido al 38 por ciento, en 1870 al 24 por ciento. Entretanto, el gran público estaba enamorándose del cakewalk y de otras novedades populares. El razonamiento de Schoenberg era el siguiente: si el público burgués estaba perdiendo interés por la nueva música, y si el emergente público masivo no tenía apetito de música clásica, nueva o vieja, el artista serio debería dejar de agitar sus brazos en un intento de llamar la atención y retirarse, en cambio, a una soledad en compañía de sus propios principios”.

Movilizaciones en Barredo durante el año 1991. Foto de Eduardo Urdangaray. 

Incorporo aquí esta larga cita de El ruido eterno porque debería hacernos recordar que, aunque muchos de nosotros identifiquemos la música de vanguardia con algo parecido a lo que hacían The Residents en la década de 1970, el vértigo de la novedad es algo que han experimentado sociedades enteras antes de la nuestra y de un modo no demasiado diferente. Cuando Schönberg certifica que la sociedad vienesa se ha rendido a los encantos de la veneración anticuaria de los compositores muertos o a los del entretenimiento de los salones de baile, no está muy lejos de lo que pueda sentir cualquier nostálgico del afterpunk en nuestros días, resignado a que todo se reduzca a bucear en el catálogo inagotable de YouTube en busca de rarezas de los 70 y los 80 o a celebrar el no future a ritmo de trap. La llamada (mal llamada) “música clásica” es hoy día una constelación sonora del pasado que parece condenada a no resucitar jamás. Cuando Adorno pontificaba que la de Schönberg y sus discípulos era la única “música seria” del siglo XX, frente al jazz y el resto de la música popular (simple “diversión”, alienación en estado puro), ya se había firmado el acta de defunción de toda aquella seriedad. No sin cierta displicencia irónica, el jazz celebraría su ascenso a “música culta” no mucho después de haber desplazado a la música “clásica” en el favor del público. Pagaría, con todo, el mismo precio: el rock desplazaría al jazz como música de consumo masivo (diversión adorniana) y sería él mismo desplazado por el pop y el hip hop a las puertas del siglo XXI.

Es cierto, pues, que hay una nostalgia compartida generacionalmente y que muy a menudo esa nostalgia se experimenta en términos “retromaníacos”, por emplear la expresión acuñada por Simon Reynolds. Pero esa retromanía no acaba de resolverse en una especificidad histórica salvo que añadamos a nuestras sensaciones un discurso disolvente sobre el fin de la historia o, cuando menos, de la Modernidad. Esa inquietud modernista, que Reynolds expresa mediante la fascinación que despierta en nosotros YouTube como repositorio de toda la música de nuestra vida (y de unas cuantas vidas más), ya no es una sensación sino la deriva de una manera de conceptuar la historia y nuestro lugar en ella. Encontramos en los textos de Mark Fisher esa coherencia argumental: sus sensaciones son coherentes con su concepción de la historia y de la materialidad histórica, del mismo modo que su manera de entender el cambio social se nutre de sus impresiones estéticas igual que de sus experiencias laborales y políticas. Por eso no podemos contentarnos con reducir un problema epistemológico a una mera marca generacional sin mayor interés que el biográfico. Pero no podemos avanzar en el discurso sin asumir que en nuestro desprecio por las formas musicales más populares (incluso populistas), que en los últimos años se mueven fuera del universo del rock, hay mucho de la displicencia elitista con que Adorno contemplaba el jazz en los años 30 y 40. Lo mismo que en la huida hacia la marginalidad que Schönberg emprendía ante el empuje del cakewalk y el kitsch de las primeras décadas del siglo XX.

“¿Por qué, entonces, puedo identificarme con esa sensación de que la música popular se ha convertido en una repetición ad nauseam de paisajes sonoros del pasado? Porque se ha agotado la narración que daba sentido a nuestras experiencias musicales, que era una narración que a su vez encontraba sentido y sentimiento en un relato de emancipación, y, para interpretar o intuir el sentido del tiempo en las nuevas músicas populares, hay que formar parte de un complejo cultural que no es el mío (ni el de Fisher)”

“Las personas que están fascinadas por la idea de progreso”, escribe Milan Kundera en El libro de la risa y el olvido, “no advierten que todo camino hacia adelante es al mismo tiempo un camino hacia el fin y en las alegres consignas avancemos, adelante, suena la voz lasciva de la muerte que nos seduce para que nos demos prisa”. Y añade: “Arnold Schönberg fundó el imperio de la dodecafonía en una época en que la música era más rica que nunca y estaba ebria de libertad. Nadie soñaba que el fin estuviese tan cerca. ¡Nada de cansancio! ¡Nada de ocaso! Schönberg iba guiado, más que nadie, por el espíritu juvenil del coraje. Estaba lleno de justificado orgullo porque el único paso hacia adelante era precisamente aquel que había elegido. La historia de la música terminó en la flor del coraje y el deseo”.

Quizá sigue habiendo algo que nos diferencia de Adorno y Schönberg (y que nos acerca a Kundera y su incomprensión de lo que él llama “la tontería de las guitarras”), y es que, mientras que su elitismo encontraba consuelo en la identificación positiva de una “nueva música”, por más que se admitiera el destino minoritario de esta, en nuestro caso esa altivez no se ve recompensada por ningún tipo de shock estético salvo el que nos proporciona, precisamente, la exploración del pasado.

 

Xandru Fernández nació en Turón (Asturias) en 1970. En 1990 publicó su primera novela, escrita en lengua asturiana, como el resto de su obra hasta 2016, año en que publicó su primera novela en castellano, El ojo vago. Con Les ruines (2004; reeditada en 2011 y traducida al castellano en 2015) y La banda sonora del paraísu (2006) obtuvo el Premio de la Crítica a la mejor novela en lengua asturiana. En la actualidad colabora periódicamente en CTXT y compagina la escritura con la docencia y la traducción de obras clásicas de la literatura inglesa y alemana. En 2018 reunió una selección de artículos y ensayos en el volumen Apuntes de pragmática populista. Su último libro es Las horas bajas. Un falso ensayo sobre el fin de los tiempos (2020)

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VENIAL. SOBRE MARK FISHER Y EL ELEGÍACO OCASO DE LOS BLOGS

VENIAL. SOBRE MARK FISHER Y EL ELEGÍACO OCASO DE LOS BLOGS 

Por Rafael Cippolini 

Murió Dios (dos veces), murió el Arte, murió la Historia, murió el rock y también murieron los blogs. Alguna vez soñé con un tipo de ensayo epifánico modelado en las condiciones digitales que el formato blog permitía (puedo proponer una fecha bastante certera: diciembre de 2004, mi primer intento fallido por abandonado, de acometer un blog). Nada de traficar materiales teóricos a la web; menos todavía ilustrar en el desierto de los bits. Más bien, una cacería de materiales bastardos de acá y allá (Internet nació aventajando a los teletransportadores de Star Trek) para desmenuzarlos o readobarlos en sus sentidos improbables, con un rigor casi atlético (una redacción de no más de 40 minutos, un quantum de entre 4500 a 5000 caracteres). Lo más cerca posible de un anotador de entomólogo en medio de ese Amazonas de clicks. El monstruoso perfil de ese continente desproporcionado que se denominaba blogósfera nacía, se autoreplicaba, deconcertaba. ¡Todo parecía tan nuevo! Telarañas de bitácoras, subsistemas entre subsistemas, que hace rato no son más que cementerios del links, o en el peor de los casos, el ocaso de una parodia.

Si se quiere, el ensayo que soñaba deseaba pendular más hacia al apunte que al paper, como debería corresponder a un cronófobo de cuna como yo. Visualicemos: en esa época, un blog era cualquier cosa menos vintage o soporte de páginas web de cabotaje. 

Una buena parte de aquel tiempo (2004 – 2009) la dediqué observar otros estilos. No sé cuál dominó de links me llevó a K-Punk. Eso sí: experimenté una simpatía inmediata hacia Fisher, tan cercano y aún más desproporcionalmente divergente. Advertí en el acto su magisterio, el de un clásico modernista invirtiendo la polaridad de frankfurtianos: crisis marxista y declive de la mejor cultura pop con la que habíamos crecido. Y por sobre todo, uno de los más significativos espejos -deformante e iluminador- sobre cómo apropiarse de un medio de producción de sentido al alcance de todos.

Casi de mi edad, amábamos los mismos libros, las mismas bandas, las mismas películas; aparte de eso, me devolvía la evidencia de que no nos parecíamos en nada. Por culpa de Erik Davis (Techgnosis) y otro Mark (Dery), mi búsqueda era la de una revelación post-informática y psicodélica (con todo el weird de un devoto bonaerense de la cyberdelia de Timothy Leary, sumándole los exabruptos de Ken Goffman y su Mondo 2000, etc., etc.). Fueron años en que me alimenté de la basura de los blogs como una suerte de droga. Tan diferente, Fisher usaba la red no tanto como observatorio, sino como un arma propagadora de sus analítico-nostálgicas cavilaciones post-jamensonianas. K-Punk fue (y es) una trinchera única: más allá de todo pesimismo sobre el futuro de la web, la utilizó cenitalmente como panel de sintomatología político-cultural, virus teórico en los intersticios de la Bestia conectiva.

A mi estúpido optimismo blogósfero, Fisher inoculó lentamente una necesaria y trágica sensatez pesimista. Las suyas fueron bombas de tiempo extenso, cancelativas. No le faltó perspicacia: algo de muchos de nosotros, de nuestras escrituras, desapareció con lo que aquella red de blogs nos daba. Que sus textos salieran ilesos, sigue siendo una preciosa e indeleble lección. Vislumbró la trampa desde el minuto cero: úsese mientras se pueda; lo digital se pierde en más digitalidad, o sea más capitalismo de servicio. Signo de los tiempos: Fisher habitó diskettes y pendrives mucho antes de llegar a mi biblioteca.

Nunca lo leí cronológicamente: husmeaba sus entradas en relación a tal o cual cita. Crecimos en los mismos años, él con NME, Melody Maker y más tarde, a distancia, Wired. Me tocó hacer lo propio con la segunda etapa de Expreso Imaginario (Rosso & Pettinato), Cerdos & Peces y Babel. Dos de los primeros textos que recuerdo que leí fueron traducidos poco más de una década después por Fernando Bruno y compilados por Caja Negra: nada menos que “Londres después de la rave: Burial” y “¿Cuáles son las políticas del aburrimiento?”. Pero cuando me encontré, ya en la edición local, con “Fantasmas de mi vida. Goldie, Japan y Tricky”, me rendí del todo. Lo adoré. 

En Fisher me reencontré con jalones de un Ballard que comenzó a desestabilizarme en la temprana adolescencia (Ediciones Minotauro), aunque a mi centro lo encontraba más en Aldiss (A cabeza descalza, Enemigos del sistema, Criptozoo), o sea, sin la urgencia de “hacer máquina” con el rock y aún muy lejos del veinteañero hiperfan de Tricky en el que elegí transformarme una década después. La salvedad obliga, entre sus Ballard-Tricky y los míos, median una recepción-delay de 11.200 km, y aún sigo pensando que de ningún modo esto sugiere una desventaja. Al revés: la tuvo más difícil.

Para el segundo lustro de los 2000, como ya dije, Fisher representaba la culminación del modernista tardío -por extemporáneo-, uno de los más lúcidos cultores de la dialéctica negativa en la era de los celulares inteligentes. Tan equipado (quizá aún más) que el Marshall Bergman de Aventuras marxistas, con cada intervención, mi involuntario amigo invisible Mark re-energizó a ese androide bamboleante que sigue siendo el marxismo no-dogmático de estas primeras décadas del milenio. Sigo pensando que para un diagnóstico más panorámico sigue adolesciendo de mucho cómic formativo, ya sea Metal Hurlant, Raw, Katsushiro Otomo, Julie Doucet o Gran Morrison, por enumerar desordenadamente ¿Acaso gran parte de los imaginarios que analiza no provienen de viñetas que nos fueron cogeneracionales?

El que creo que es mi primer apunte sobre su escritura lleva el título de Venial (2006): “Ningún esfuerzo teórico por trascender el siglo XX. Bueno ¿por qué tendría que hacerlo?”. Estoy persuadido que entendía, tanto como me toca, que los de nuestra generación podíamos cultivar el orgullo de convertirnos, lenta e inexorablemente, en unos “viejos chotos deliciosos”. Al fin de cuentas, teníamos referentes: no es difícil imaginar a Ballard, Burroughs, Alan Moore o mi amado Macedonio como bebés aquejados por una daimónica gerontofilia. Su decisión de no envejecer nos privó de gran parte de lo mejor que tendríamos en este mismo momento. Creo que me enteré de su muerte por un mail -o un WSP, quizá- de mi amiga Renata Zas, que en ese tiempo estudiaba en el Goldsmiths Institute, y asistió a un acto en su homenaje en el que habló su padre. Todo esto es difuso, pero déjenme atribuirle la dudosa inspiración de esta sentencia spinettiana-artaudiana que no le corresponde: “Lo suicidó el capitalismo. Una pérdida tristemente aceleracionista”. No me hagan mucho caso. Puedo estar inventándolo. Pero algo así fue. I like you, Mark. So much (with circumstantial distances).

Rafael Cippolini es escritor, ensayista y curador. Sus crónicas, ensayos, ficciones y artículos fueron publicados en medios como Página/12, Clarín, La Nación, Perfil, Ramona, Tsé=tsé, Otra Parte y entre otros.

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