HABITAMOS EN EL BARRIO

HABITAMOS EN EL BARRIO

Por Silvio Lang

Habitamos en el barrio de Constitución. “Parecen las callecitas de Asunción”, me dijo Brune de Paraguay. Es el barrio de la Ciudad de Buenos Aires, junto con las villas y el barrio de La Boca, más parecido a lo que podría describirse como un paisaje latinomericano. “Te mudaste de París a Latinoamérica”, me dijo Roberto Jacoby cuando se enteró que me había mudado de Retiro a Constitución. Es el barrio de la estación de tren que conecta la ciudad con el cordón urbano sur más pobre de la provincia de Buenos Aires. Barrio de migrantes negrxs y marrones, transas, peluquerxs, activistas pro-sexo, trabajadorxs sexuales, vendedorxs ambulantes, vagxs, manterxs, changarinxs, yires, artistas precarizadxs, militantes populares, trabajadorxs de la economía popular, personas psiquiatrizadas con “hospital de día”. También es el barrio en el que Florencia Kirchner convive con su mamá, Cristina Kirchner, en cumplimiento de la cuarentena obligatoria luego de volver de Cuba.  La estación de tren está a dos cuadras de la habitación que alquilo; la Casa Roja de AMMAR, sindicato de trabajadorxs sexuales de Argentina, a tres cuadras; la Mutual Senderos de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), a la vuelta; el hospital psiquiátrico Borda, a siete cuadras; el Hospital psiquiátrico Moyano, a diez. Desde la cuarentena el barrio se llenó de policías, a diferencia de los barrios del norte, que son zonas liberadas donde lxs buenxs vecinxs pueden todavía circular y consumir con tranquilidad.

La consigna oficial #QuedateEnCasa no ayuda demasiado a la regeneración de relaciones de solidaridad y mutualismo vecinal que la desigualdad social, en la que nos encontramos con la llegada del Covid-19, requiere con más urgencia. Al contrario, desató una vigilancia social punitivista desmesurada entre vecinxs y una represión policial contra las personas ya de por sí vulnerabilizadas y estigmatizadas. Días después del lanzamiento, el gobierno advirtió la inviabilidad de sostener el encierro en el hacinamiento de las villas y los barrios populares y lanzó el  #NoSalgasDeTuBarrio.  De alguna manera, esta nueva consigna viene a corregir la anterior que parecía interpelar a corazones ortivas. Sin embargo, en el imaginario rioplatense tiene un eco de leitmotiv conservador. Un llamado moral familiarista, cristiano y antiputa como canta Azucena Maizani en un tango homónimo: No salgas de tu barrio,/ sé buena muchachita / Casate con un hombre que sea como vos / Y aun en la miseria sabrás vencer tu pena / Y ya llegará un día en que te ayude Dios.

Al mismo tiempo, el término legal “aislamiento obligatorio” del decreto presidencial moviliza un universo de racionalidad militarista, inmunitarista y anticomunitarista. Hace unas semanas en unas paredes de Constitución aparecieron los grafitis: LA YUTA ES EL COVID / AISLAMIENTO ES ADOCTRINAMIENTO / TE AISLAN, TE DOMESTICAN / EL VIRUS ES EL CISTEMA (sic)SIL

Las medidas sanitarias y económicas que activó el gobierno argentino para la protección de la población están resultando efectivas contra la propagación del virus y de una perspectiva social responsable de la que pocos Estados pueden dar cuenta. Sin embargo, este estrato de la realidad política no nos impide pensar-sentir otras realidades vulnerabilizadas; los afectos sociales que se están movilizando en la experiencia del encierro o en la intemperie y las estrategias alternativas de supervivencia comunitarias no estatales que se están desplegando. 

Por una lado, la creación de redes de apoyo vecinal se dificultan con la policía reprimiendo y las consignas hegemónicas seguritistas amedrentando. En algunos barrios se están atravesando urgencias que no pueden esperar la llegada del Estado. Como sostienen las feministas Verónica Gago y Luci Cavallero en Anfibia, “el espacio doméstico excede las casas: está formado por los espacios barriales y comunitarios, que son súper-explotados ante la crisis, que inventan redes con recursos escasos y que hace tiempo ya hablan de una situación de emergencia”. Por el otro, la casa de resguardo del virus que se invoca con unanimidad es la casa heterosexual, que muchas veces alberga violencias varias. Casas que históricamente fueron explotadas con la  reproducción de la vida, ahora son hiperexplotadas como espacios de oficina, fábrica, aula virtual, albergue transitorio, consultorio, sala de ensayo mediante el imperativo del teletrabajo, la producción de contenidos y la interacción digitalizada. Casas en las que se ha encerrado a lxs niñxs y que el adultocentrismo nos impide preguntarnos qué están sintiendo, qué están pensando y qué huellas traumáticas están marcándoseles en este momento. Casas donde habitamos depresiones, autismos, ansiedades, esquizofrenias, pánicos y el encierro funciona como agravante de nuestros sufrimientos. Casas en las que se cancela todo sexo que no sea reproductivo, monogámico y rutinario. Nos preguntamos con las compañeras del colectivo Yo No Fui si las cárceles no son vaticinios de las vidas desposeídas que llevamos: “Ahora quizás alguien bordee los contornos del encierro, esos contornos que se vuelven pegajosos, que se adhieren a nosotrxs como chicles que no podemos sacarlos si no es arrancándolos desde la base. Se piensa que la cuarentena empezó ayer, para nosotrxs la cuarentena empezó el día que se inventaron las cárceles”. 

 Por otra parte, muchxs artistas, terapeutas, trabajadorxs culturales cuir, activistas pro-sexo que nos interesamos en la regeneración del lazo social y los entornos donde habitamos, venimos activando prácticas de contacto e intimidad común. Son prácticas no hegemónicas de resensualización y rematerialización entre los cuerpos que generan tramas afectivas deseadas, corporalidades que se subjetivizan en grupos más o menos multitudinarios. Nuestra percepción es que por el abuso de los cuerpos y de la tierra, la negligencia y la desinversión en las necesidades vitales que el (neo)liberalismo ha perpetuado, bajo mando financiero, ahora nos confinan a esta asepcia afectiva de pantallas digitales. La antaño “heterosexualidad obligatoria” se transmuta en digitalidad generalizada, “toda una contrainsurgencia del cuerpo colectivo”, en palabras de María Moreno. ¿Por qué tendríamos que adaptarnos y asimilar, ahora, los nuevos dispositivos de gobierno y de exclusión de los cuerpos cuando nuestras prácticas de liberación venían conjurándolos? ¿Es posible no regalar tan fácilmente la noción de “prácticas de cuidados” que se gestó en los activismos trans-feministas, cuir y antisida y aprender de esas éticas comunitarias?

“No teníamos que esperar a que el Estado organizara las respuestas a nuestra escala. Sabíamos la necesidad de cuidarnos para no transmitir a los demás, incluidas las patologías que eran benignas para nosotros pero potencialmente graves para nuestros amigos inmunodeprimidos. Sabíamos cómo respetar las medidas de precaución básicas, no besarnos si era necesario y cuando era necesario y, sin embargo, celebrar la vida. Sabíamos cómo hacer sus compras, sus cenas, su ropa si fuera necesario. Podemos aprender de estas experiencias. Conocimiento popular y solidaridad”, reinvindica Gwen Fauchois, activista y ex vicepresidente de Act Up-Paris, cartografiando una geneología estratégica entre la pandemia del sida en los años 80 y la del coronavirus ahora. Un día después de declarado el “aislamiento obligatorio” en Argentina, con unxs amigxs, lanzamos en las redes la siguiente placa:

#QuedarnosEnCasa si contamos con una casa puede ser, pero en condiciones de “invulnerabilidad social” para todxs y en “relaciones de interdepedencias deseadas”, en  línea con lo que viene planteando David Casassas.

La pandemia de Coronavirus pasará. Aunque vendrán nuevas pandemias y crisis ecológicas. Pero el dispositivo de vida capacitista sostenido en una subjetividad digital autocentrada e inmunitarista que se está estructurando nos deparan un largo plazo de mutación. La mentalidad binarista del progresismo no ayuda a escuchar, pensar y elaborar la disparidad de toda experiencia humana y no humana. El binarismo progresista incurre en un “negacionismo sociológico” cuando bloquea la escucha de los afectos y conflictos que nos atraviesan y movilizan nuestras relaciones sociales. Tampoco percibe las estrategias comunitarias que se están dando en las experiencias de vida en común no mediatizadas por el Estado. Llaman a cerrar filas en una democracia conservadora sostenida por una “servidumbre voluntaria”. Pero la democracia no es el consenso cultural que alucinan. Una práctica política democrática se precia por asumir, cada vez, las fricciones que genera la incertidumbre del (sin) fundamento del orden social.

SILVIO LANG (1979) Trabajador cultural cuir y director escénico. Se dedica a la producción, la escritura teórica, la enseñanza, y colaboraciones artísticas en prácticas escénicas. Es miembro fundador de ORGIE –Organización Grupal de Investigaciones Escénicas-, Comparsa Drag, Princesas del Asfalto, Escuela de Técnicas Colectivas, y colabora con otros espacios de activismo de investigación política y sexo-desobediencias. Escribe para suplemento SOY de Página 12, Lobo Suelto y ha participado de varias publicaciones de teoría escénica y filosofía. Su artículo “Manifiesto de la práctica escénica” forma parte de El tiempo es lo único que tememos (Caja Negra, 2019) compilado por Agustina Muñoz y Bárbara Hang. 

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UN NUEVO ORDEN EN LOS CUERPOS

UN NUEVO ORDEN EN LOS CUERPOS

La foto pertenece a una fiesta en casa de Sara Torres en los años 80 (autor desconocido). Archivo personal de Osvaldo Baigorria.

Por Osvaldo Baigorria 

Si el SIDA vino en el pasado a coronar el reflujo de la revolución sexual, el coronavirus –que no es solo un virus sino un discurso, un dispositivo, una orden médica y un orden social– parece haber llegado para consagrar en su trono al régimen de aislamiento físico que prescribe la economía de la precarización y la política de vigilancia digital masiva, un régimen que estaba siendo perforado en los últimos años por protestas y revueltas callejeras de cuerpos que se encontraban, se mezclaban, se abrazaban y se deseaban en público. Es lo que se me ocurre mientras termino de tipear antiguas cartas que me enviara Néstor Perlongher de fines de los setenta a mediados de los ochenta para una futura reedición del libro Un barroco de trinchera, como parte de los trabajos que organizan mis días durante la clausura impuesta por la plaga. 

Una coincidencia significativa: el covid-19 irrumpe tras el reguero de insumisiones de 2019. Aún sin abonar a ninguna de las ideas conspiranoicas en boga –desde aquellas que lo imaginan como arma biológica china, norteamericana, rusa, etc., hasta las que especulan con que pudo haberse fugado involuntariamente de un laboratorio en el que se experimentaban vacunas con animales–, sigue siendo llamativa esa irrupción de una pandemia que obliga al encierro justo a fines de un año récord en la expresión del descontento social en las calles. Recordemos: los detonantes fueron diversos y los sujetos heterogéneos, desde las protestas en Hong Kong por la ley de extradición que pretendió imponer Pekín, hasta el desacato masivo ante el aumento en la tarifa de transporte en Chile, pasando por la rebelión fogoneada por la eliminación de subsidios al combustible en Ecuador y las manifestaciones contra el alza de precios de combustibles en Francia, las movilizaciones contra la intención de cobrar llamadas de voz por whatsapp en Líbano, las protestas por las condenas a dirigentes independistas de Cataluña, las rebeliones en Irak y en Haití y las demandas en Colombia por mejor transporte público y contra la corrupción, sin dejar de mencionar (last but not least) las manifestaciones contra los femicidios y la opresión patriarcal que llevaron a la calle a millones de mujeres y sujetos no binarios alrededor del mundo. Todas tuvieron en común la insumisión expandida desde las demandas iniciales hacia un rechazo general del autoritarismo, la violencia represiva y las condiciones de vida global bajo el capitalismo, sea en su versión más neoliberal o estatizada.  

De ese 2019 en revuelta se pasó a la cuarentena, el toque de queda, el aislamiento obligatorio, el estado de sitio virtual que asumió diferentes formas y grados en distintos países, también con el denominador común de censurar el encuentro grupal en la calle y encerrar a las personas en sus casas o en pequeños enclaves de aislamiento “comunitario”. Siguiendo la orden médica de evitar el contacto físico y el orden social propalado por los medios paranoicos de difusión, las poblaciones de diversas zonas fueron recluidas de golpe. El SIDA llevó más tiempo, tanto de contagio como de implantación de su dispositivo de control, en instalarse.

Las palabras de Perlongher resuenan como una voz de ultratumba mientras digitalizo sus cartas o las encuentro en diversos textos de los años ochenta: “Con el episodio del SIDA se estaría dando una expansión sin precedentes de la influencia y del poder médicos, gracias a la caja de resonancia de los medios de comunicación. Ese discurso sonorizado y repetido consiste en complacer a las masas, que en la obsesión por la salud se desesperan procurando delegar sus fantasmas cotidianos. Como parte de un programa global de `medicalización´ de la vida –que, en última instancia, sería en sí misma una `enfermedad´– la medicina confisca y se apropia de la muerte, proveyendo respuestas tecnocráticas a miedos ancestrales y vendiendo sutilmente una ilusión de inmortalidad”. Esto último también formó parte de su libro O qué é o AIDS, de 1987, publicado como El fantasma del SIDA en Buenos Aires en 1988.

Pienso en las obvias diferencias y en las no tan obvias semejanzas: con el coronavirus ya no se trata de prohibir el contacto entre ciertos órganos –ano, boca, vagina, pene sin envoltorio– sino todo contacto físico; ya no es el semen y la sangre sino hasta la saliva y la piel lo que cae bajo la prohibición; ya no son algunas prácticas y ciertas minorías sino la población entera la que es situada y sitiada bajo control institucional. El SIDA vino en su momento a poner un punto final a la orgía y la fiesta del apogeo de la revolución sexual que –con todas sus contradicciones, sus desigualdades y sus formas de decadencia– supo sacudir las costumbres en los años 60 y 70. Esa fiesta ya había comenzado su reflujo por saturación y mercantilización de los laboratorios de experimentación sexual que fueron los saunas y otros espacios, y por el refugio en la castidad de la relación monogámica seriada. Las prácticas de safe sex dispuestas por orden médica y por el pánico que causaron las millones de muertes por VIH vinieron a reforzar el recogimiento, la vuelta al hogar, el anatema contra la promiscuidad y la dilución de las disidencias sexuales en una vida social normalizada. Se habría cumplido así el programa que describió Foucault, con una expansión del dispositivo discursivo de sexualidad hasta los rincones, poros y agujeros más íntimos de un cuerpo que de pronto se vio obligado a ser éxtimo, visible, disciplinado. Pero también se habrían apuntalado las bases de las sociedades de control que pensaron Deleuze y Guattari.  

Ya en las primeras décadas del siglo XXI, la extensión de la vigilancia digital mediante dispositivos móviles a toda la población daría una vuelta de tuerca radical a esa voluntad de control, refinada a un punto inédito en el capitalismo de Estado chino, según las conocidas descripciones de Byung-Chul Han. Las pandemias tienen el paradójico efecto de desnudar –al mismo tiempo que pueden cubrir bajo un manto de olvido– nuestras miserias cotidianas. No solo la desigualdad entre quienes pasan la cuarentena a lo grande en casas solariegas con amplios jardines y quienes se hacinan entre oscuras paredes o aun sin techo; también las tensiones entre seguridad y libertad, entre la demanda de protección estatal y el deseo de fuga. Quizá las poblaciones precarizadas no saben autoprotegerse lo suficiente como para evitar la captura dentro de regímenes autoritarios que ordenan y aíslan a las personas, y que las vuelven más individualistas y recelosas del cuerpo del prójimo. Quizá esta sea una oportunidad para inventar formas de perforar el encierro y el telecontrol, como propone el precioso Preciado, apagando los móviles, desconectando internet, haciendo un gran blackout

¿Se podrá? Los hábitos tienden a ser resilientes. Cierto es que exponerse a un contagio por ciega oposición a la autoridad puede ser suicida (tal vez Perlongher descuidó su cuerpo deseante en la vorágine de los encuentros promiscuos de los años 80 en Brasil, luego del congelamiento de la dictadura argentina en los 70, para morir trágicamente con SIDA a principios de los 90). Cierto es que, si hoy circula un virus que contagia más rápidamente que el VIH, habría que evitar su propagación sin entrar en pánico y con información fiable a mano para las necesarias medidas de autocuidado. Y cierto es que las cuarentenas pueden funcionar bien en cuanto a reducción del número de víctimas fatales y de sustento de los frágiles sistemas de salud pública. Aun así, la protesta sorda contra las condiciones de vida debería hacerse oír: todas –algunas más que otras– somos víctimas fatales de un nuevo orden de los cuerpos que nos vigila, nos acecha y nos disciplina, más allá, antes y después de la aparición del coronavirus. Un nuevo orden al que hemos consentido y acatado sin chistar –o con chistidos no lo bastante fuertes y audibles– en la ilusión de mantenernos hiperconectados a distancia. Una distancia no menor a dos metros, de preferencia entre cuatro paredes, ya no del trabajo a casa y de casa al trabajo, sino con el trabajo, el desempleo, el ocio forzado y la psicosis en casa. 

Crédito de la foto: Ana Portnoy

OSVALDO BAIGORRIA

Nació en Buenos Aires en 1948. Entre 1974 y 1993 vivió en Perú, Costa Rica, México, Estados Unidos, España, Italia y Canadá, desempeñándose en este último  país como sembrador de árboles, traductor y asistente en programas de ayuda a refugiados de la Argenta Society of Friends y miembro cofundador de una comunidad rural en los bosques al oeste de las  Montañas Rocosas. También recibió becas de estudios para desarrollar proyectos de investigación sobre narrativas aborígenes, minorías y medios de comunicación. Escribió y colaboró en diversos medios, entre ellos las revistas Ñ, Crisis, Cerdos & Peces, El Porteño, Ajoblanco, Mutantia, Uno Mismo, Página/30 y en los diarios Página/12, Perfil, El Independiente y El Mundo. Publicó, entre otros libros, En pampa y la vía, Correrías de un infiel, Sobre Sánchez, Poesía estatal y Cerdos & porteños. En la actualidad es docente universitario, titular de cátedra en la carrera de Comunicación, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.

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