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Habitamos en el barrio de Constitución. “Parecen las callecitas de Asunción”, me dijo Brune de Paraguay. Es el barrio de la Ciudad de Buenos Aires, junto con las villas y el barrio de La Boca, más parecido a lo que podría describirse como un paisaje latinomericano. “Te mudaste de París a Latinoamérica”, me dijo Roberto Jacoby cuando se enteró que me había mudado de Retiro a Constitución. Es el barrio de la estación de tren que conecta la ciudad con el cordón urbano sur más pobre de la provincia de Buenos Aires. Barrio de migrantes negrxs y marrones, transas, peluquerxs, activistas pro-sexo, trabajadorxs sexuales, vendedorxs ambulantes, vagxs, manterxs, changarinxs, yires, artistas precarizadxs, militantes populares, trabajadorxs de la economía popular, personas psiquiatrizadas con “hospital de día”. También es el barrio en el que Florencia Kirchner convive con su mamá, Cristina Kirchner, en cumplimiento de la cuarentena obligatoria luego de volver de Cuba. La estación de tren está a dos cuadras de la habitación que alquilo; la Casa Roja de AMMAR, sindicato de trabajadorxs sexuales de Argentina, a tres cuadras; la Mutual Senderos de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), a la vuelta; el hospital psiquiátrico Borda, a siete cuadras; el Hospital psiquiátrico Moyano, a diez. Desde la cuarentena el barrio se llenó de policías, a diferencia de los barrios del norte, que son zonas liberadas donde lxs buenxs vecinxs pueden todavía circular y consumir con tranquilidad.
La consigna oficial #QuedateEnCasa no ayuda demasiado a la regeneración de relaciones de solidaridad y mutualismo vecinal que la desigualdad social, en la que nos encontramos con la llegada del Covid-19, requiere con más urgencia. Al contrario, desató una vigilancia social punitivista desmesurada entre vecinxs y una represión policial contra las personas ya de por sí vulnerabilizadas y estigmatizadas. Días después del lanzamiento, el gobierno advirtió la inviabilidad de sostener el encierro en el hacinamiento de las villas y los barrios populares y lanzó el #NoSalgasDeTuBarrio. De alguna manera, esta nueva consigna viene a corregir la anterior que parecía interpelar a corazones ortivas. Sin embargo, en el imaginario rioplatense tiene un eco de leitmotiv conservador. Un llamado moral familiarista, cristiano y antiputa como canta Azucena Maizani en un tango homónimo: No salgas de tu barrio,/ sé buena muchachita / Casate con un hombre que sea como vos / Y aun en la miseria sabrás vencer tu pena / Y ya llegará un día en que te ayude Dios.
Al mismo tiempo, el término legal “aislamiento obligatorio” del decreto presidencial moviliza un universo de racionalidad militarista, inmunitarista y anticomunitarista. Hace unas semanas en unas paredes de Constitución aparecieron los grafitis: LA YUTA ES EL COVID / AISLAMIENTO ES ADOCTRINAMIENTO / TE AISLAN, TE DOMESTICAN / EL VIRUS ES EL CISTEMA (sic)SIL
Las medidas sanitarias y económicas que activó el gobierno argentino para la protección de la población están resultando efectivas contra la propagación del virus y de una perspectiva social responsable de la que pocos Estados pueden dar cuenta. Sin embargo, este estrato de la realidad política no nos impide pensar-sentir otras realidades vulnerabilizadas; los afectos sociales que se están movilizando en la experiencia del encierro o en la intemperie y las estrategias alternativas de supervivencia comunitarias no estatales que se están desplegando.
Por una lado, la creación de redes de apoyo vecinal se dificultan con la policía reprimiendo y las consignas hegemónicas seguritistas amedrentando. En algunos barrios se están atravesando urgencias que no pueden esperar la llegada del Estado. Como sostienen las feministas Verónica Gago y Luci Cavallero en Anfibia, “el espacio doméstico excede las casas: está formado por los espacios barriales y comunitarios, que son súper-explotados ante la crisis, que inventan redes con recursos escasos y que hace tiempo ya hablan de una situación de emergencia”. Por el otro, la casa de resguardo del virus que se invoca con unanimidad es la casa heterosexual, que muchas veces alberga violencias varias. Casas que históricamente fueron explotadas con la reproducción de la vida, ahora son hiperexplotadas como espacios de oficina, fábrica, aula virtual, albergue transitorio, consultorio, sala de ensayo mediante el imperativo del teletrabajo, la producción de contenidos y la interacción digitalizada. Casas en las que se ha encerrado a lxs niñxs y que el adultocentrismo nos impide preguntarnos qué están sintiendo, qué están pensando y qué huellas traumáticas están marcándoseles en este momento. Casas donde habitamos depresiones, autismos, ansiedades, esquizofrenias, pánicos y el encierro funciona como agravante de nuestros sufrimientos. Casas en las que se cancela todo sexo que no sea reproductivo, monogámico y rutinario. Nos preguntamos con las compañeras del colectivo Yo No Fui si las cárceles no son vaticinios de las vidas desposeídas que llevamos: “Ahora quizás alguien bordee los contornos del encierro, esos contornos que se vuelven pegajosos, que se adhieren a nosotrxs como chicles que no podemos sacarlos si no es arrancándolos desde la base. Se piensa que la cuarentena empezó ayer, para nosotrxs la cuarentena empezó el día que se inventaron las cárceles”.
Por otra parte, muchxs artistas, terapeutas, trabajadorxs culturales cuir, activistas pro-sexo que nos interesamos en la regeneración del lazo social y los entornos donde habitamos, venimos activando prácticas de contacto e intimidad común. Son prácticas no hegemónicas de resensualización y rematerialización entre los cuerpos que generan tramas afectivas deseadas, corporalidades que se subjetivizan en grupos más o menos multitudinarios. Nuestra percepción es que por el abuso de los cuerpos y de la tierra, la negligencia y la desinversión en las necesidades vitales que el (neo)liberalismo ha perpetuado, bajo mando financiero, ahora nos confinan a esta asepcia afectiva de pantallas digitales. La antaño “heterosexualidad obligatoria” se transmuta en digitalidad generalizada, “toda una contrainsurgencia del cuerpo colectivo”, en palabras de María Moreno. ¿Por qué tendríamos que adaptarnos y asimilar, ahora, los nuevos dispositivos de gobierno y de exclusión de los cuerpos cuando nuestras prácticas de liberación venían conjurándolos? ¿Es posible no regalar tan fácilmente la noción de “prácticas de cuidados” que se gestó en los activismos trans-feministas, cuir y antisida y aprender de esas éticas comunitarias?
“No teníamos que esperar a que el Estado organizara las respuestas a nuestra escala. Sabíamos la necesidad de cuidarnos para no transmitir a los demás, incluidas las patologías que eran benignas para nosotros pero potencialmente graves para nuestros amigos inmunodeprimidos. Sabíamos cómo respetar las medidas de precaución básicas, no besarnos si era necesario y cuando era necesario y, sin embargo, celebrar la vida. Sabíamos cómo hacer sus compras, sus cenas, su ropa si fuera necesario. Podemos aprender de estas experiencias. Conocimiento popular y solidaridad”, reinvindica Gwen Fauchois, activista y ex vicepresidente de Act Up-Paris, cartografiando una geneología estratégica entre la pandemia del sida en los años 80 y la del coronavirus ahora. Un día después de declarado el “aislamiento obligatorio” en Argentina, con unxs amigxs, lanzamos en las redes la siguiente placa:
#QuedarnosEnCasa si contamos con una casa puede ser, pero en condiciones de “invulnerabilidad social” para todxs y en “relaciones de interdepedencias deseadas”, en línea con lo que viene planteando David Casassas.
La pandemia de Coronavirus pasará. Aunque vendrán nuevas pandemias y crisis ecológicas. Pero el dispositivo de vida capacitista sostenido en una subjetividad digital autocentrada e inmunitarista que se está estructurando nos deparan un largo plazo de mutación. La mentalidad binarista del progresismo no ayuda a escuchar, pensar y elaborar la disparidad de toda experiencia humana y no humana. El binarismo progresista incurre en un “negacionismo sociológico” cuando bloquea la escucha de los afectos y conflictos que nos atraviesan y movilizan nuestras relaciones sociales. Tampoco percibe las estrategias comunitarias que se están dando en las experiencias de vida en común no mediatizadas por el Estado. Llaman a cerrar filas en una democracia conservadora sostenida por una “servidumbre voluntaria”. Pero la democracia no es el consenso cultural que alucinan. Una práctica política democrática se precia por asumir, cada vez, las fricciones que genera la incertidumbre del (sin) fundamento del orden social.