CIEN AÑOS DE CRISIS. SEGUNDA PARTE

CIEN AÑOS DE CRISIS. SEGUNDA PARTE

Por YUK HUI
@digital_objects

Traducción: Tadeo Lima

El coronavirus, al igual que todas las catástrofes, nos obliga a preguntarnos hacia dónde nos dirigimos. Aunque sabemos que nos dirigimos hacia el vacío, nos arrastra un impulso tragicista de “tratar de vivir”. En un contexto de competencia agudizada, los intereses de los Estados ya no se alinean con los de sus súbditos, sino exclusivamente con el crecimiento económico: cualquier cuidado de la población es subsidiario de la contribución que ella hace al crecimiento económico. Esto resulta evidente en la manera en que China intentó inicialmente silenciar las noticias sobre el coronavirus, y más tarde, cuando Xi Jinping advirtió que las medidas para contener el virus dañarían la economía, el número de nuevos contagios descendió dramáticamente a cero. Es la misma implacable “lógica” económica que llevó a otros países a adoptar una conducta expectante, debido al impacto que tendrían medidas preventivas como las restricciones de viaje (que la OMS desaconsejó), la implementación de controles médicos en aeropuertos o la suspensión de los Juegos Olímpicos.

Tanto los medios de comunicación como algunos filósofos presentan un argumento un poco ingenuo a propósito del “modelo autoritario” asiático y el modelo presuntamente liberal/libertario/democrático de los países occidentales. La manera autoritaria china (o asiática) –a menudo identificada erróneamente con el confucianismo, el cual no es en absoluto una filosofía autoritaria o coercitiva– mostró un eficiente manejo de la población mediante el recurso a tecnologías de vigilancia de los consumidores que ya estaban muy extendidas (reconocimiento facial, geolocalización a través de dispositivos móviles, etc.) y que permitieron trazar la propagación del virus. Cuando se dispararon los contagios en Europa, se seguía debatiendo si debía usarse o no este tipo de información personal. Si realmente tuviésemos que elegir entre los modelos de gobernanza “asiático autoritario” y “occidental liberal/libertario”, el primero parecería más aceptable a los fines de enfrentar catástrofes futuras, ya que la manera libertaria de gestionar este tipo de pandemias es esencialmente eugenista: permite que los mecanismos autorregulados de la selección eliminen rápidamente a la población más avejentada. De cualquier forma, todas estas oposiciones culturales esencialistas resultan engañosas, puesto que ignoran la solidaridad espontánea entre comunidades y la pluralidad de lealtades y obligaciones morales de las personas –hacia los mayores, la familia, etc.–. Pero es este tipo de ignorancia el que se requiere para entregarse a expresiones vanidosas de superioridad.

¿Pero hacia qué otro lugar puede avanzar nuestra civilización? La escala de esta pregunta abruma nuestra imaginación y nos lleva a refugiarnos en la esperanza de que podamos recuperar una “vida normal”, lo que sea que ello signifique. En el siglo XX diversos pensadores buscaron otras opciones y configuraciones geopolíticas para superar el concepto schmittiano de lo político. Uno de ellos fue Jacques Derrida, que en Políticas de la amistad le respondió a Schmitt deconstruyendo el concepto de amistad. La deconstrucción abre la diferencia ontológica entre amistad y comunidad para sugerir una política que se ubica más allá de la dicotomía amigo-enemigo fundamental para la teoría política del siglo XX, una política de la hospitalidad. La hospitalidad “incondicional” e “incalculable”, que cabría llamar amistad, puede ser concebida en el ámbito geopolítico como algo que socava la soberanía. En este sentido, el filósofo deconstructivista japonés Kojin Karatani afirmó que la paz perpetua con la que soñó Kant solo será posible cuando la soberanía sea dada como un don en el sentido de la economía del don de Marcel Mauss, que habría de suceder así al imperio capitalista global. Esta posibilidad está condicionada, sin embargo, por la abolición de la soberanía, en otras palabras, por la abolición de los Estados-nación. Para que ello suceda, según Karatani, probablemente necesitaríamos una Tercera Guerra Mundial seguida por la instauración de un organismo internacional gubernamental con más poder que las Naciones Unidas. De hecho, la política de refugiados de Angela Merkel y el principio “un país, dos sistemas” concebido por Deng Xiaoping en la transferencia de la sobreanía de Hong Kong del Reino Unido a China han avanzado en esa dirección sin necesidad de una guerra. Este último tiene el potencial para convertirse en un modelo más sofisticado e interesante que el sistema federal. Pero mientras que la primera ha sido el blanco de ataques feroces, el segundo está siendo destruido por nacionalistas cortos de miras y schmittianos dogmáticos. Una Tercera Guerra Mundial será la opción más próxima si ningún país está dispuesto a avanzar en otra dirección.

Antes de que llegue ese día, y antes de que una catástrofe aún más grave nos acerque un poco más a la extinción (que ya podemos sentir), quizás debamos preguntarnos qué aspecto tendría un sistema inmunológico global “organísmico”, más allá de la presunta capacidad de coexistir con el coronavirus. ¿Qué clase de coinmunidad o coinmunismo (neologismo acuñado por Sloterdijk) es posible si queremos que la globalización continúe, y que continúe de una manera menos contradictoria? La estrategia coinmunitaria de Sloterdijk es interesante aunque políticamente ambigua –acaso porque no la ha desarrollado lo suficiente en sus obras mayores–, oscila entre la política de fronteras del partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (afd) y la inmunidad contaminada de Roberto Esposito. Pero el problema es que mientras sigamos ateniéndonos a la lógica del Estado-nación, nunca llegaremos a una coinmunidad. No solo porque un Estado no es ni una célula ni un organismo –por atractiva y práctica que pueda resultar la metáfora para los teóricos–, sino más fundamentalmente porque el propio concepto solo pude producir una inmunidad basada en la distinción entre amigo y enemigo, independientemente de que adopte la forma de organizaciones o consejos internacionales. Los Estados modernos, aunque compuestos por sus súbditos como en la célebre imagen del Leviatán de Thomas Hobbes, no tienen intereses más allá del crecimiento económico y la expansión militar, o al menos no los tienen hasta que no se topan con una crisis humanitaria. Acosados por una inminente crisis económica, los Estados-nación se vuelven la fuente (más que el blanco) de fake news manipuladoras.

“Si realmente tuviésemos que elegir entre los modelos de gobernanza “asiático autoritario” y “occidental liberal/libertario”, el primero parecería más aceptable a los fines de enfrentar catástrofes futuras, ya que la manera libertaria de gestionar este tipo de pandemias es esencialmente eugenista: permite que los mecanismos autorregulados de la selección eliminen rápidamente a la población más avejentada. De cualquier forma, todas estas oposiciones culturales esencialistas resultan engañosas, puesto que ignoran la solidaridad espontánea entre comunidades y la pluralidad de lealtades y obligaciones morales de las personas –hacia los mayores, la familia, etc.–.”

SOLIDARIDAD ABSTRACTA Y CONCRETA 

Volvamos sobre la cuestión de las fronteras e indaguemos en la naturaleza de esta guerra que estamos combatiendo, que el Secretario General de las Naciones Unidas António Guterres considera el mayor desafío que ha enfrentado la onu desde la Segunda Guerra Mundial. La guerra contra el virus es en primer lugar una guerra de información. El enemigo es invisible. Solo puede ser localizado a través de información sobre las comunidades y los movimientos de los individuos. La eficacia en la guerra depende de la habilidad para recolectar y analizar información y para movilizar los recursos disponibles con la mayor eficiencia. Para los países que ejercen una estricta censura en línea existe la posibilidad de contener al virus como se contiene una palabra clave “sensible” que circula por las redes sociales. El uso del término “información” en contextos políticos ha sido a menudo equiparado a la propaganda; deberíamos evitar entenderlo exclusivamente como una cuestión de los medios de comunicación y el periodismo, e incluso de libertad de expresión. La guerra de información es la guerra del siglo XXI. No es un tipo específico de guerra, sino su forma permanente.

En sus clases reunidas en Defender la sociedad, Michel Foucault invirtió el aforismo de Carl von Clausewitz “la guerra es la continuación de la política por otros medios” como “la política es la continuación de la guerra por otros medios”. Si bien la inversión sugiere que la guerra ya no adopta la forma bajo la cual la había pensado Clausewitz, Foucault no había desarrollado aún un discurso sobre la guerra de información. Hace más de veinte años se publicó en China un libro titulado 超限戰 [Guerra allende los límites] (oficialmente traducido al inglés como Unrestricted Warfare [Guerra irrestricta]), escrito por dos coroneles retirados de la Fuerza Aérea del Ejército Popular de Liberación. El libro fue rápidamente traducido al francés y se dice que influyó en el colectivo Tiqqun y más tarde en el Comité Invisible. Los dos coroneles retirados –que no habían leído a Foucault pero conocían bien a Clausewitz– llegaban a la conclusión de que la guerra tradicional acabaría por difuminarse y sería reemplazada en el mundo por guerras inmanentes, introducidas y posibilitadas en buena parte por las tecnologías de la información. El libro podía ser leído como un análisis de la estrategia de guerra global de los Estados Unidos, pero también y más significativamente como un penetrante estudio del modo en que la guerra de información redefine la política y la geopolítica.

La guerra contra el coronavirus es al mismo tiempo una guerra de información errónea y desinformación, como resulta característico de la política de la posverdad. El virus puede haber sido un evento contingente que desencadenó la actual crisis, pero la guerra en sí misma ya no es contingente. La guerra de información introduce a su vez otras dos posibilidades (en cierto modo farmacológicas): primero, la de una guerra que ya no tiene al Estado como unidad de medida, sino que está constantemente desterritorializándolo con armas invisibles y fronteras difusas; y segundo, la de la guerra civil, que adopta la forma de un choque entre infoesferas en competencia. La guerra contra el coronavirus es una guerra contra los portadores del virus, y es una guerra que se libra empleando fake news, rumores, censura, falsas estadísticas, desinformación, etc. En paralelo a la utilización que han hecho los Estados Unidos de las tecnologías de Silicon Valley para expandir su infoesfera y penetrar en la mayoría de la población de la Tierra, China también ha construido una de las infoesferas más grandes y sofisticadas del planeta, equipada con potentes cortafuegos que consisten tanto de máquinas como de humanos. Ello le permitió contener el virus en el seno de una población de 1400 millones de personas. Esta infoesfera está expandiéndose gracias a la infraestructura de la iniciativa “Cinturón y Ruta de la Seda”, así como a las redes ya tendidas en África, lo que ha provocado la respuesta de los Estados Unidos, que en nombre de la seguridad y la propiedad intelectual bloqueó la expansión de Huawei al interior de su propia infoesfera. Desde luego, la guerra de información no la libran solo los soberanos. Dentro de China, diferentes facciones compiten entre sí a través de los medios de comunicación oficiales, medios tradicionales como los periódicos y medios independientes. Por ejemplo, tanto los medios tradicionales como los medios independientes verificaron las afirmaciones de figuras del Estado acerca del brote epidémico, forzando al gobierno a corregir sus errores y distribuir más equipamiento médico en los hospitales de Wuhan.

El coronavirus hace explícita la inmanencia de la guerra de información al exponer la necesidad del Estado-nación de defender sus fronteras físicas al mismo tiempo que se expande tecnológica y económicamente fuera de sus límites para establecer nuevas fronteras. Las infoesferas las construyen los humanos, y pese a haberse expandido enormemente en décadas recientes, su devenir permanece indeterminado. En la medida en que la imaginación de una coinmunidad –como un posible comunismo o asistencia mutua entre naciones– solo puede ser una solidaridad abstracta, resulta tan vulnerable al cinismo como el concepto de “humanidad”. En las últimas décadas algunos discursos filosóficos han alimentado exitosamente una solidaridad abstracta que puede virar hacia comunidades sectarias cuya inmunidad es determinada por el acuerdo y el desacuerdo. La solidaridad abstracta es atractiva porque es abstracta: a diferencia de lo concreto, lo abstracto no está cimentado ni tiene una localidad; puede transportarse a todas partes y radicarse en cualquier lugar. Pero la solidaridad abstracta es un producto de la globalización, una metanarrativa (e incluso una metafísica) para algo que hace mucho ha enfrentado su propio fin.

“La guerra contra el coronavirus es al mismo tiempo una guerra de información errónea y desinformación, como resulta característico de la política de la posverdad. El virus puede haber sido un evento contingente que desencadenó la actual crisis, pero la guerra en sí misma ya no es contingente. La guerra de información introduce a su vez otras dos posibilidades (en cierto modo farmacológicas): primero, la de una guerra que ya no tiene al Estado como unidad de medida, sino que está constantemente desterritorializándolo con armas invisibles y fronteras difusas; y segundo, la de la guerra civil, que adopta la forma de un choque entre infoesferas en competencia. ”

La verdadera coinmunidad no es solidaridad abstracta, sino que parte de una solidaridad concreta cuya coinmunidad debería servir de base para la próxima oleada de globalización (si es que la hay). Desde el comienzo de esta pandemia ha habido numerosos actos de auténtica solidaridad, en situaciones donde resulta de suma importancia quién hará tus compras si tú no puedes ir al supermercado, quién te dará una máscara si necesitas acercarte al hospital, quién ofrecerá respiradores que salven vidas, etc. Hay también solidaridades entre las comunidades médicas que comparten información con vistas al desarrollo de vacunas. Gilbert Simondon distinguió entre lo abstracto y lo concreto a través de los objetos técnicos: los objetos técnicos abstractos son desmontables y móviles, como los que abrazaron los enciclopedistas del siglo XVIII y que (hasta el día de hoy) inspiran optimismo sobre la posibilidad del progreso; los objetos técnicos concretos son aquellos que se cimientan (acaso literalmente) en los mundos humano y natural, entre los que actúan como un mediador. Una máquina cibernética es más concreta que un reloj mecánico, que a su vez es más concreto que una simple herramienta. ¿Podemos concebir entonces una solidaridad concreta que sortee el impasse de una inmunología basada en los Estados-nación y la solidaridad abstracta? ¿Podemos considerar la infoesfera como una oportunidad que apunta en dirección a una inmunología de ese tipo?

Puede que necesitemos extender el concepto de infoesfera de dos maneras. En primer lugar, la construcción de infoesferas podría entenderse como un intento de construir tecnodiversidad, de desmantelar desde adentro la cultura monotecnológica y escapar a su “mala infinitud”. Esta diversificación de tecnologías conlleva una diversificación de modos de vida, de formas de coexistencia, de economías y demás, ya que la tecnología, en tanto es una cosmotécnica, integra diferentes relaciones con los no humanos y el cosmos en general. Esta tecnodiversificación no implica la imposición de un marco ético a la tecnología, ya que dicho marco llega siempre tarde y solo está allí para ser violado. Si no cambiamos nuestras tecnologías y nuestras actitudes, solo preservaremos la biodiversidad como un caso excepcional, pero no aseguraremos su sustentabilidad. En otras palabras, sin tecnodiversidad no podemos sostener la biodiversidad. El coronavirus no es la venganza de la naturaleza, sino el resultado de una cultura monotecnológica en la que la tecnología misma simultáneamente pierde sus cimientos y quiere convertirse en el cimiento de todo lo demás. El monotecnologismo en el que vivimos actualmente ignora la necesidad de coexistencia y ve la Tierra como un mero stock de existencias. Con la feroz competencia que fomenta, solamente puede producir nuevas catástrofes. De acuerdo con esta visión, al cabo del agotamiento y la devastación de la nave Tierra, solo nos queda repetir el mismo agotamiento y la misma devastación sobre la nave Marte.

En segundo lugar, la infoesfera puede ser considerada como una solidaridad concreta que se extiende más allá de las fronteras, como una inmunología que ya no toma como punto de partida al Estado-nación, con sus organizaciones internacionales que son virtualmente marionetas de las potencias globales. Para que emerja esta solidaridad concreta, necesitamos una tecnodiversidad que desarrolle tecnologías alternativas, como nuevas redes sociales, herramientas cooperativas e infraestructuras de instituciones digitales que sirvan de base para una colaboración global. Los medios digitales ya tienen una larga historia social, aunque pocas de sus formas que no sean las de Silicon Valley (o WeChat en China) alcanzan una escala global. Esto se debe en gran medida a la herencia de una tradición filosófica –con sus oposiciones entre naturaleza y tecnología, y entre cultura y tecnología– que es incapaz de ver una pluralidad de tecnologías como realizable. La tecnofilia y la tecnofobia se vuelven los síntomas de una cultura monotecnológica. Estamos familiarizados con el desarrollo a lo largo de la últimas décadas de la cultura hacker, el software libre y las comunidades de programadores de código abierto; sin embargo, el foco ha estado más en el desarrollo de alternativas a las tecnologías hegemónicas que en la creación de modos de acceso, formas de cooperación y, más importante aún, epistemologías alternativas.

“Si no cambiamos nuestras tecnologías y nuestras actitudes, solo preservaremos la biodiversidad como un caso excepcional, pero no aseguraremos su sustentabilidad. En otras palabras, sin tecnodiversidad no podemos sostener la biodiversidad. El coronavirus no es la venganza de la naturaleza, sino el resultado de una cultura monotecnológica en la que la tecnología misma simultáneamente pierde sus cimientos y quiere convertirse en el cimiento de todo lo demás.”

EEl incidente del coronavirus acelerará los procesos de digitalización y de subsunción por la economía de los datos, ya que esta ha demostrado ser la herramienta más efectiva para contener la propagación. Esto pudo verse ya en el reciente vuelco a favor del uso de datos recolectados por dispositivos móviles para trazar los contagios en países que suelen ser celosos de la privacidad. Quizás convenga hacer una pausa y preguntarnos si esta aceleración del proceso de digitalización no puede ser tomada como una oportunidad, como un kairos que resalta la actual crisis global. Los llamados a una respuesta global nos ponen a todos en el mismo bote y el objetivo de retomar la “vida normal” no parece una respuesta adecuada. El brote epidémico de coronavirus marca la primera vez en más de veinte años que la enseñanza en línea es ofrecida por todos los departamentos de las universidades. Ha habido muchas razones para oponerse a la enseñanza digital, pero en su mayoría se trata de razones menores, cuando no irracionales (institutos que se dedican a las culturas digitales consideran indispensable la presencia física para la gestión de recursos humanos). La enseñanza en línea no puede reemplazar por completo a la enseñanza presencial, pero amplía radicalmente el acceso al conocimiento y nos hace replantearnos la cuestión de la educación en un momento en que muchas universidades están siendo desfinanciadas. ¿Nos permitirá cambiar estos hábitos la suspensión de la vida normal a causa del coronavirus? Podríamos, por ejemplo, tomar los próximos meses (o años quizás), durante los cuales la mayoría de las universidades del mundo van a estar empleando plataformas de enseñanza digital, como una oportunidad para crear instituciones digitales de peso a una escala sin precedentes. Una inmunología global requiere este tipo de reconfiguraciones radicales.

La cita con la que abrí la primera parte de este ensayo pertenece al opúsculo inconcluso de Nietzsche La filosofía en la época trágica de los griegos, escrito en 1873. En vez de hacer referencia a su propia exclusión de la disciplina filosófica, Nietzsche identifica el anhelo de reforma cultural con los filósofos de la antigua Grecia que aspiraban a reconciliar ciencia y mito, racionalidad y pasión. Ya no estamos en la época trágica, sino en un tiempo de catástrofes del que ni el pensamiento tragicista ni el pensamiento taoísta, por sí solos, ofrecen escapatoria. En vista de la enfermedad de la cultura global, tenemos una necesidad urgente de reformas guiadas por un nuevo pensamiento y por nuevos marcos que nos permitan despegarnos de lo que la filosofía ha impuesto e ignorado. El coronavirus destruirá muchas instituciones ya amenazadas por las tecnologías digitales. También hará necesarios un aumento de la vigilancia y la implementación de otras medidas inmunológicas contra el virus, al igual que contra el terrorismo y las amenazas a la seguridad nacional. Este es también un momento en el que necesitamos solidaridades concretas y digitales más fuertes. La solidaridad digital no es un llamado a usar más Facebook, Twitter o WeChat, sino a sustraerse a la competencia feroz de la cultura monotecnológica, a producir una tecnodiversidad por medio de tecnologías alternativas y de sus correspondientes formas de vida y modos de habitar el planeta y el cosmos. Puede que en nuestro mundo posmetafísico no necesitemos pandemias metafísicas. Puede que tampoco necesitemos una ontología orientada a los virus. Lo que realmente necesitamos es una solidaridad concreta que permita diferencias y divergencias antes de que caiga el crepúsculo.

Quiero agradecer a Brian Kuan Wood y Pieter Lemmens por sus comentarios y sugerencias a los borradores de este ensayo. Este texto se publicó originalmente en la web e-flux en abril de 2020.

YUK HUI nació en China. Estudió ingeniería informática y filosofía en la Universidad de Hong Kong y en Goldsmiths College en Londres, con un enfoque en filosofía de la tecnología. Actualmente enseña en la Universidad Bauhaus en Weimar y en la Escuela de Medios Creativos de la Universidad de Hong Kong. Fue investigador asociado en el Instituto de Cultura y Estética de los Medios (ICAM), investigador postdoctoral en el Instituto de Investigación e Innovación del Centro Pompidou en París y científico visitante en los Laboratorios Deutsche Telekom en Berlín. Es el iniciador de la Red de Investigación en Filosofía y Tecnología, una red internacional que facilita investigaciones y colaboraciones en filosofía y tecnología. Hui ha publicado colaboraciones en distintos medios como Research in Phenomenology, Metaphilosophy, Cahiers Simondon, Deleuze Studies, Implications Philosophiques, Techné, etc. Publicó los libros 30 Years after Les Immatériaux: Art, Science and Theory (2015, con Andreas Broeckmann), On the Existence of Digital Objects (2016), The Question Concerning Technology in China -An Essay in Cosmotechnics (2016) y Recursivity and Contingency (2019). Próximamente publicará Art and Cosmotechnics. Sus escritos han sido traducidos a una docena de idiomas.Durante 2020 será uno de los autores publicados por Caja Negra Editora.   

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CIEN AÑOS DE CRISIS.

 PRIMERA PARTE 

CIEN AÑOS DE CRISIS. PRIMERA PARTE  

Por Yuk Hui
@digital_objects

Traducción: Tadeo Lima

Allí donde la filosofía se mostró como una ayuda, como algo salvador, 

como algo protector, fue siempre con los sanos; 

a los enfermos los volvió aún más enfermos.
Friedrich Nietzsche, La filosofía en la época trágica de los griegos

EL CENTENARIO DE “LA CRISIS DEL ESPÍRITU”

En 1919, después de la Primera Guerra Mundial, el poeta francés Paul Valéry escribió en su ensayo “La crisis del espíritu”: “Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales”. Solo ante una tragedia semejante, y con posterioridad, nos damos cuenta de que somos seres frágiles. Cien años después, un murciélago en China –si efectivamente el coronavirus proviene de los murciélagos– ha precipitado al planeta entero en una nueva crisis. Si aún viviera, Valéry tendría prohibido salir de su departamento en París.

La crisis del espíritu de 1919 fue precedida por un nihilismo, una nada que agobió a Europa en los años anteriores a 1914. Como escribió Valéry acerca de la escena intelectual de preguerra: “No veo ¡nada! Nada, aunque haya sido una nada infinitamente rica”. En su poema El cementerio marino, de 1920, leemos una llamada afirmativa de ecos nietzscheanos: “El viento vuelve, intentemos vivir”. Este verso sería adoptado más tarde por Hayao Miyazaki como título para su película de animación sobre Jiro Horikoshi, el ingeniero aeronáutico que diseñó los cazas para el Imperio de Japón que fueron usados en la Segunda Guerra Mundial. Este nihilismo retorna recursivamente bajo la forma de una prueba nietzscheana: un demonio se introduce en tu más solitaria soledad y te pregunta si quieres vivir el eterno retorno de lo mismo –la misma araña, la misma luz de la luna entre los árboles y el mismo demonio que hace la misma pregunta–. Toda filosofía que no sepa convivir con este nihilismo y hacerle frente será incapaz de ofrecer respuestas satisfactorias. Una filosofía tal solo puede hacer a una cultura enferma más enferma, o en nuestra época, refugiarse en los grotescos memes filosóficos que circulan por las redes sociales.

El nihilismo impugnado por Valéry fue alimentado incesantemente por la aceleración y la globalización tecnológicas iniciadas en el siglo XVIII. Como escribe hacia el final de su ensayo:

Pero el Espíritu europeo –o por lo menos lo que contiene de más precioso– ¿es totalmente difusible? El fenómeno de la explotación del globo, el fenómeno de la igualación de las técnicas y el fenómeno democrático, que hacen prever una diminutio capitis de Europa ¿deben tomarse como decisiones absolutas del destino?

Esta amenaza de difusión –que Europa habría intentado afirmar– ha dejado de ser algo a lo que Europa pueda hacer frente sola, y probablemente ya nunca vuelva a ser superada por el espíritu “tragicista” europeo. “Tragicista” se refiere en primer lugar a la tragedia griega; es también la lógica del espíritu que se esfuerza por resolver las contradicciones que brotan de su interior. En “¿Qué comienza después del fin de la Ilustración?” y otros ensayos he intentado esbozar cómo, desde la Ilustración y luego del ocaso del monoteísmo, este fue reemplazado por un monotecnologismo (o tecnoteísmo) que encuentra su culminación en el transhumanismo de nuestros días. Nosotros, los modernos, los herederos de ese Hamlet europeo que en “La crisis del espíritu” de Valéry resume como el legado intelectual europeo sosteniendo los cráneos de Leibniz, Kant, Hegel y Marx, cien años después de su escrito aún creemos y queremos seguir creyendo que nos volveremos inmortales, que seremos capaces de equipar nuestros sistemas inmunológicos contra todos los virus, o simplemente huiremos a Marte cuando se presente el peor escenario. Pero en plena pandemia de la enfermedad por coronavirus, la exploración de Marte parece irrelevante a los fines de detener su propagación y salvar vidas. Los mortales que todavía habitamos este planeta Tierra posiblemente no tengamos la oportunidad de esperar hasta volvernos inmortales, como promocionan los transhumanistas en sus eslóganes corporativos. Todavía está por escribirse una farmacología del nihilismo después de Nietzsche, pero la toxina ya ha penetrado el cuerpo global y causado una crisis en su sistema inmunológico.

Para Jacques Derrida (cuya viuda, Marguerite Derrida, falleció recientemente de coronavirus), el ataque a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 marcó la manifestación de una crisis autoinmune que disolvió estructuras de poder tecnopolíticas estabilizadas durante décadas: dos aviones Boeing 767 fueron usados como armas contra el propio país que los había inventado, a la manera de células mutadas o de un virus endógeno. El término “autoinmune” es solo una metáfora biológica cuando se lo emplea en un contexto político: la globalización es la creación de un sistema mundial cuya estabilidad depende de la hegemonía económica y tecnocientífica. De allí que el 11 de septiembre haya llegado a ser visto como una ruptura que puso fin a la configuración política deseada por el Occidente cristiano desde la Ilustración, desencadenando una respuesta inmune que se expresó como un estado de excepción permanente –guerras y más guerras–. El coronavirus ahora hace implosionar esta metáfora: lo biológico y lo político se vuelven uno. Los esfuerzos para contener al virus no incluyen solo desinfectantes y medicina, sino también movilizaciones militares, cuarentenas de países enteros, cierres de fronteras, suspensión de vuelos internacionales y paralización del transporte por tierra.

“El término ‘autoinmune’ es solo una metáfora biológica cuando se lo emplea en un contexto político: la globalización es la creación de un sistema mundial cuya estabilidad depende de la hegemonía económica y tecnocientífica.”

Kevin Frayer/ Getty Images – Foto para Der Spiegel.

A fines de enero de 2020, el semanario alemán Der Spiegel publicó una edición titulada Coronavirus, Made in China: Wenn die Globalisierung zur tödlichen Gefahr wird [Coronavirus, Made in China. Cuando la globalización se vuelve un peligro mortal], ilustrada con la imagen de una persona china luciendo un equipo de protección exagerado y mirando la pantalla de un iPhone con los ojos entrecerrados, como si le estuviera rezando a un dios. El brote de coronavirus no es un ataque terrorista –hasta ahora no ha habido evidencia clara del origen del virus previo a su primera aparición en China–, sino un evento organológico en el que un virus se acopla a redes de transporte avanzadas y se desplaza a 900 kilómetros por hora. Es también un evento que parece devolvernos a un discurso sobre el Estado-nación y a una geopolítica definida por naciones. Con “devolvernos” me refiero antes que nada al hecho de que restaura el sentido a fronteras que el capitalismo global y la creciente movilidad promovida por el intercambio cultural y el comercio internacional habían desdibujado. El brote epidémico global anuncia que hasta ahora la globalización ha cultivado una cultura monotecnológica que solo puede conducir a una respuesta autoinmune y a una gran regresión. En segundo lugar, el brote epidémico y el retorno al Estado-nación revelan los límites históricos y reales del propio concepto de Estado-nación. Los Estados-nación modernos han intentado disimular esos límites por medio de guerras de información inmanentes y de la construcción de infoesferas que se expanden más allá de las fronteras. Sin embargo, en vez de producir una inmunología global, estas infoesferas, por el contrario, usan la patente contingencia del espacio global para librar una guerra biológica. Aún no está disponible una inmunología global a la que podamos recurrir para hacer frente a este estadio de la globalización, y posiblemente no llegue a estarlo nunca si persiste esta cultura monotecnológica.

UN SCHMITT EUROPEO VE MILLONES DE FANTASMAS

Durante la crisis de refugiados en Europa de 2016, el filósofo Peter Sloterdijk criticó a la canciller alemana Angela Merkel en una entrevista con la revista Cicero, en la que afirmó: “Todavía nos falta aprender a glorificar las fronteras. […] Tarde o temprano los europeos desarrollaremos una política de fronteras común eficiente. A la larga, el imperativo territorial se impone. Después de todo, no existe una obligación moral a la autodestrucción”. Incluso si Sloterdijk estaba equivocado al sostener que Alemania y la Unión Europea deberían haber cerrado sus fronteras a los refugiados, cabe decir en retrospectiva que tenía razón acerca de lo poco pensada que estaba la cuestión de las fronteras. Roberto Esposito ha afirmado claramente en Immunitas que en relación a la función de las fronteras subsiste una lógica binaria (polar): por un lado, se insiste en la necesidad de controles más estrictos como una defensa inmunológica contra un enemigo exterior –una concepción clásica e intuitiva de la inmunología como oposición entre el yo y el otro–; por el otro, se propone la abolición de las fronteras para permitir la libre circulación y asociación de individuos y bienes. Esposito sugiere que ninguno de estos dos extremos –como se ha vuelto evidente hoy– es deseable ética y prácticamente. El brote de la enfermedad por coronavirus en China –que comenzó a mediados de noviembre de 2019 aunque la primera alerta oficial no se dio hasta después de mediados de enero de 2020, seguida por el cierre total de la ciudad de Wuhan el 23 de enero– llevó inmediatamente a controles indiscriminados en las fronteras internacionales de las personas de nacionalidad china o incluso de las de “rasgos asiáticos”, identificadas como portadoras del virus. Italia fue uno de los primeros países en suspender los vuelos de y hacia China; ya a fines de enero, el Conservatorio Santa Cecilia de Roma suspendió a los alumnos “orientales” y les impidió seguir asistiendo a clases, incluidos aquellos que nunca en su vida habían estado en China. Estos actos –que podríamos llamar inmunológicos– son llevados a cabo por miedo, pero más fundamentalmente por ignorancia.

En Hong Kong –próximo a Shenzhen, en la provincia de Guangdong, uno de los principales focos epidémicos fuera de la provincia de Hubei– se oyeron fuertes voces que reclamaron al gobierno el cierre de la frontera con China. El gobierno se negó, ateniéndose a las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, que instó a los países a evitar imponer restricciones a los viajes y el comercio con China. Como una de las dos Regiones Administrativas Especiales de China, se esperaba que Hong Kong no se opusiera a China y que quisiera evitar hacer más pesado el lastre de su menguante crecimiento económico. Sin embargo, muchos restaurantes colgaron carteles en sus puertas avisando que los hablantes de mandarín no eran bienvenidos. El dialecto mandarín es asociado a los chinos del continente en cuanto portadores del virus y se vuelve una señal de peligro. Un restaurante que en condiciones normales está abierto a todo aquel que pueda pagar solo admite a cierto tipo de personas.

Todas las formas de racismo son fundamentalmente inmunológicas. El racismo es un antígeno social, ya que distingue claramente entre el yo y el otro y reacciona contra cualquier inestabilidad introducida por el otro. Al mismo tiempo, no todos los actos inmunológicos pueden ser considerados racistas. Si no reconocemos la ambigüedad entre ambos tipos de actos, disolvemos todo en la noche donde todas las vacas son negras. En el caso de una pandemia global, es inevitable una reacción inmunológica cuando el contagio es multiplicado por los trenes de larga distancia y los vuelos intercontinentales. Cinco millones de habitantes huyeron antes del cierre de Wuhan, llevando involuntariamente el virus fuera de la ciudad. De hecho, es irrelevante que a uno se lo etiquete por provenir de Wuhan, ya que cualquiera puede ser considerado sospechoso si se tiene en cuenta que el virus puede permanecer latente durante días en un cuerpo sin que este desarrolle síntomas y todo ese tiempo estar contaminando los alrededores. Hay momentos inmunológicos a los que no es fácil escapar cuando la xenofobia y los microfascismos se vuelven moneda corriente en las calles y los locales: basta con toser sin querer para atraer todas las miradas. Más que nunca, las personas reclaman una esfera inmune –como sugirió Peter Sloterdijk–, como protección y como organización social.

Pareciera así que los actos inmunológicos, que no pueden simplemente ser reducidos a actos racistas, justifican un retorno a las fronteras –individuales, sociales y nacionales–. En la inmunología biológica tanto como en la inmunología política, al cabo de décadas de debates sobre el paradigma yo-otro y el paradigma organísmico, los estados modernos vuelven a los controles de fronteras como forma más simple e intuitiva de defensa, aun cuando el enemigo no es visible. En rigor, solo estamos luchando contra la encarnación del enemigo. Aquí estamos todos regidos por lo que Carl Schmitt llamó lo político, que se funda en la distinción entre amigo y enemigo –una definición difícil de rebatir y que probablemente se vea reforzada durante una pandemia–. Cuando el enemigo es invisible, tiene que ser encarnado e identificado: primero los chinos, los asiáticos, luego los europeos, los norteamericanos; o, dentro de China, los habitantes de Wuhan. La xenofobia alimenta el nacionalismo, ya sea porque el yo la considera un acto inmunológico necesario, ya porque el otro la moviliza para fortalecer su propio nacionalismo como inmunología.

“Aquí estamos todos regidos por lo que Carl Schmitt llamó lo político, que se funda en la distinción entre amigo y enemigo –una definición difícil de rebatir y que probablemente se vea reforzada durante una pandemia–. Cuando el enemigo es invisible, tiene que ser encarnado e identificado: primero los chinos, los asiáticos, luego los europeos, los norteamericanos; o, dentro de China, los habitantes de Wuhan. La xenofobia alimenta el nacionalismo, ya sea porque el yo la considera un acto inmunológico necesario, ya porque el otro la moviliza para fortalecer su propio nacionalismo como inmunología.”

La Sociedad de las Naciones fue fundada en 1919 después de la Primera Guerra Mundial y más tarde sucedida por la Organización de las Naciones Unidas con la misma estrategia de evitar la guerra en una organización común. Carl Schmitt hizo una crítica certera de este intento al señalar que la Sociedad de las Naciones –que hubiera tenido su centenario el año pasado– identificó erróneamente a la humanidad como fundamento común de la política mundial. La humanidad, para Schmitt, no es un concepto político. Antes bien, la humanidad es un concepto de la despolitización, ya que la identificación con una humanidad abstracta e inexistente habilita “un mal uso de la paz, el progreso, la civilización con el fin de reivindicarlos para uno mismo negándoselos al enemigo”. Como es sabido, la Sociedad de las Naciones, que reunía a representantes de los diferentes países miembros, fue incapaz de impedir una de las mayores catástrofes del siglo XX, la Segunda Guerra Mundial, y a raíz de ello fue reemplazada por las Naciones Unidas. ¿No es aplicable el argumento a la Organización Mundial de la Salud, en cuanto organización global que se supone trasciende los límites e intereses particulares de las naciones para aconsejar e implementar políticas de prevención e intervención en cuestiones de salud global? Considerando que la OMS prácticamente no tuvo ningún papel positivo en la contención del virus –si es que no tuvo un papel negativo: su Director General se negó hasta último momento a declarar la pandemia, cuando ya era evidente para todos los observadores–, ¿qué la hace necesaria en definitiva? Por supuesto que el trabajo de los profesionales que trabajan para y con la organización merece un gran respeto, pero el caso del coronavirus ha puesto al descubierto una crisis en la función política de la organización en su conjunto. Peor aún, solo podemos criticar a este enorme y costoso órgano gubernamental global por su fracaso en las redes sociales, que es como gritar al viento, pero nadie tiene la capacidad de cambiar nada, puesto que los procesos democráticos están reservados para las naciones. 

MONOTECNOLOGÍA VS. TECNODIVERSIDAD

Si seguimos a Carl Schmitt, la OMS es ante todo un instrumento de despolitización, ya que su función de advertir sobre el coronavirus podría haberla realizado mejor una agencia de noticias. En efecto, numerosos países actuaron con demasiada lentitud al basarse en las primeras evaluaciones que hizo la oms de la situación. Como escribe Schmitt en El concepto de lo político, un organismo internacional gubernamental representativo fraguado en nombre de la humanidad “no suprime la posibilidad de que haya guerras, en la misma medida en que no cancela los Estados. Introduce nuevas posibilidades de guerras, permite las guerras, favorece las guerras de coaliciones y aparta una serie de inhibiciones frente a la guerra desde el momento en que legitima y sanciona determinadas guerras”. ¿La manipulación de los organismos internacionales gubernamentales por las potencias mundiales y el capital transnacional desde después de la Segunda Guerra Mundial no es solo una continuación de esa lógica? ¿Este virus que era controlable en un primer momento no ha hundido al mundo en un estado de guerra global? Estas organizaciones contribuyen a una enfermedad global allí donde la competencia económica monotecnológica y la expansión militar son el único objetivo, arrancan a los seres humanos de sus localidades enraizadas en la tierra y las reemplazan con identidades ficticias moldeadas por los Estados-nación modernos y las guerras de información.

El concepto de estado de excepción o estado de emergencia tenía originalmente como función permitir al soberano inmunizar el cuerpo político, pero desde el 11 de septiembre ha tendido a convertirse en la norma política. La normalización del estado de emergencia no es solo expresión del poder absoluto del soberano, sino también de los esfuerzos a menudo malogrados del Estado-nación moderno para enfrentarse a la situación global defendiendo y expandiendo sus fronteras por todos los medios tecnológicos y económicos disponibles. El control de fronteras solo constituye un acto inmunológico eficaz si se entiende la geopolítica en términos de Estados soberanos definidos por sus fronteras. Después de la Guerra Fría, el incremento en la competencia ha resultado en una cultura monotecnológica que ya no busca equilibrar progreso económico y progreso tecnológico, sino que los asimila al tiempo que avanza hacia un final apocalíptico. La competencia basada en la monotecnología está devastando los recursos naturales de la Tierra en aras de la maximización de ganancias e impide a los actores adoptar caminos o direcciones diferentes, es decir, bloquea la “tecnodiversidad” sobre la que he escrito extensamente. Diferentes países produciendo la misma tecnología (monotecnología) con distinto branding y características ligeramente diferentes no son sinónimo de tecnodiversidad. Esta se refiere, por el contrario, a una multiplicidad de cosmotécnicas que difieren entre sí en términos de valores, epistemologías y modos de existencia.

“Diferentes países produciendo la misma tecnología (monotecnología) con distinto branding y características ligeramente diferentes no son sinónimo de tecnodiversidad. Esta se refiere, por el contrario, a una multiplicidad de cosmotécnicas que difieren entre sí en términos de valores, epistemologías y modos de existencia.” 

Si la forma actual de la competencia que emplea medios económicos y tecnológicos para pasar por encima de la política suele ser atribuida al neoliberalismo, su pariente cercano el transhumanismo considera a la política como una mera epistemología humanista que pronto será superada gracias a la aceleración tecnológica. Estamos frente a un impasse de la modernidad: el miedo a ser sobrepasado por otros en la competencia impide sustraerse a ella. Es como la metáfora del hombre moderno que describió Nietzsche: un grupo de hombres abandona su tierra y se embarca en una travesía marítima en busca del infinito solo para llegar al medio del océano y descubrir que el infinito no es un destino. Y no hay nada más aterrador que el infinito cuando ya no hay vuelta atrás.

YUK HUI nació en China. Estudió ingeniería informática y filosofía en la Universidad de Hong Kong y en Goldsmiths College en Londres, con un enfoque en filosofía de la tecnología. Actualmente enseña en la Universidad Bauhaus en Weimar y en la Escuela de Medios Creativos de la Universidad de Hong Kong. Fue investigador asociado en el Instituto de Cultura y Estética de los Medios (ICAM), investigador postdoctoral en el Instituto de Investigación e Innovación del Centro Pompidou en París y científico visitante en los Laboratorios Deutsche Telekom en Berlín. Es el iniciador de la Red de Investigación en Filosofía y Tecnología, una red internacional que facilita investigaciones y colaboraciones en filosofía y tecnología. Hui ha publicado colaboraciones en distintos medios como Research in Phenomenology, Metaphilosophy, Cahiers Simondon, Deleuze Studies, Implications Philosophiques, Techné, etc. Publicó los libros 30 Years after Les Immatériaux: Art, Science and Theory (2015, con Andreas Broeckmann), On the Existence of Digital Objects (2016), The Question Concerning Technology in China -An Essay in Cosmotechnics (2016) y Recursivity and Contingency (2019). Próximamente publicará Art and Cosmotechnics. Sus escritos han sido traducidos a una docena de idiomas.Durante 2020 será uno de los autores publicados por Caja Negra Editora.   

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