Tratando de respirar. Conciencia, comunidad y consumo en la Generación Hip Hop

Por Amadeo Gandolfo

28 julio, 2020

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La comunidad organizada

Hay dos ideas-fuerza centrales que surcan al libro de Jeff Chang, Generación Hip Hop: una es conciencia, la otra es comunidad. No por nada el libro se inicia con una descripción de la destrucción del Bronx por parte de las fuerzas políticas y policiales del Nueva York de los años 1960s y 1970s. Chang justamente arranca explicando el razonamiento detrás de la “teoría” de las ventanas rotas. La “teoría” indica que cualquier mínimo desperfecto que suceda en un determinado barrio o comunidad (un graffitti, basura en las calles, botellas de alcohol vacías y, si, una ventana rota), si no es reprimido rápidamente, produce un “efecto imitativo” que termina sumergiendo a la comunidad en el caos y la anomia. Esta “teoría” fue empleada como justificación, a lo largo de los 1980s y 1990s, para los diversos programas policiales de mano dura apuntados a perseguir, controlar y reprimir a las poblaciones negras y pobres de Estados Unidos y del mundo.

Para Chang el hip hop se construye como respuesta comunitaria a esta estigmatización, como rescate, por parte de la comunidad misma afroamericana y latina de Nueva York, de sus propios valores, de su propia unidad y creatividad, como una respuesta desde abajo a las violencias de arriba. Porque si hay algo que la comunidad negra de Estados Unidos siempre tuvo fue una capacidad de resiliencia y de creatividad inagotable.

La otra variable es la conciencia: la idea de que el hip hop debería, como ideal, ayudar a elevar a la comunidad, comunicar la experiencia de las poblaciones afroamericanas, servir como bálsamo que cure, como grito de lucha, como pegamento que una en un proyecto emancipador.

Estos dos elementos se contraponen, a lo largo de todo el libro, con el comercialismo: porque en el mismo movimiento hip hop se encuentra no solo la potencialidad para la liberación, sino también el deseo de triunfar, de conquistar el mundo, no solo de derrocar a los amos, sino también vestirse con sus ropajes y de participar de sus lujos. A veces hay una idea entre los fanáticos del hip hop de un “paraíso perdido”, un momento en la historia del género en el cual todas las canciones hablaban sobre la pobreza, la injusticia, la brutalidad policial y la liberación negra, una potencialidad que, lamentablemente, se perdió en algún momento (¿los 90s?, ¿los 2000s?, ¿ahora?) en manos de un montón de artistas que lo único que quieren hacer es pavonearse con sus mujeres de culos grandes y sus cadenas de oro y diamantes.

En realidad, ambas tendencias dialogan y coexisten e incluso a lo largo de toda la historia del hip hop. Run D.M.C., sin ir más lejos, en 1984 publicaron “It’s Like That”, single de su primer álbum, en el cual denunciaban el desempleo y la falta de perspectivas de la población negra. Dos años más tarde, ya siendo megaestrellas, firman contrato con Adidas, el primer contrato comercial millonario de un artista hip hop, y sacan el single “My Adidas”, en donde se vanaglorian de tener más de cincuenta pares: azules, negros, amarillos, verdes, y un par especial que usan cuando juegan al basket. Todo un canto al consumismo.

Para Chang el hip hop se construye como respuesta comunitaria a esta estigmatización, como rescate, por parte de la comunidad misma afroamericana y latina de Nueva York, de sus propios valores, de su propia unidad y creatividad, como una respuesta desde abajo a las violencias de arriba. Porque si hay algo que la comunidad negra de Estados Unidos siempre tuvo fue una capacidad de resiliencia y de creatividad inagotable.

Una genealogía de la furia 

El 25 de mayo de este año el policía blanco Derek Chauvin asfixió a George Floyd al apoyarle su rodilla en el cuello durante 9 minutos e ignorar las 16 veces que Floyd exclamó que no podía respirar. La policía se había hecho presente en el lugar porque un empleado del supermercado donde Floyd había comprado cigarrillos denunció que Floyd le había entregado billetes falsos. El asesinato de Floyd es uno más en una larga lista de nombres de ciudadanos negros asesinados por la policía, que tan solo en la última década incluye a Michael Brown, Ezell Ford, Eric Gardner, Stephon Clark, Laquan McDonald, Tamir Rice, Freddie Gray, Jamal Clark, Justine Damond y Breonna Taylor. Estos son solo algunos de los nombres que fueron víctimas de un sistema policial y penal que dejó de lado la esclavitud y la segregación, pero sigue siendo una maquinaria de oprimir y destruir.

El asesinato de Michael Brown en 2014 desató las protestas de Ferguson, Missouri, y dio origen al movimiento Black Lives Matter. El asesinato de George Floyd, en el contexto de la pandemia por coronavirus y de números récord de desempleo, dos fenómenos que golpean de manera particular a la población afroamericana, desencadenó una ola de protestas y levantamientos como no se habían visto desde el año 1968 en Estados Unidos: generalizada, extendida a lo largo de todo el país, con numerosas imágenes de destrucción de propiedad privada y de edificios de policía producto de una rabia y una desesperación existencial que ya no se curan con el elemento meramente cosmético de tener un presidente negro que luego te vende a Wall Street.

Las protestas de 1968 se desataron luego del asesinato de Martin Luther King, y ocurrieron en un centenar de ciudades estadounidenses, aunque su epicentro fue en Washington D.C., Baltimore y Chicago. 1968 es un año anárquico y confuso para los Estados Unidos. Al asesinato de MLK se suma el asesinato de Robert Kennedy, y a los disturbios negros la represión de las fuerzas de izquierda anti guerra de Vietnam en el marco de la Convención Demócrata de ese año, en Chicago, que terminaría coronando al candidato pro-guerra Hubert Humphrey. Estos incidentes forman parte del trasfondo y del panorama psíquico de la mejor temporada de Mad Men, la sexta. Una de sus mejores escenas muestra a un Don Draper agobiado, a punto de colapsar psicológicamente, luego de destruir su vida una vez más, que sale al balcón de su departamento moderno en Manhattan y escucha gritos, vidrios rotos, disparos, el sonido de los sueños de los sesenta chocando con el conservadurismo intrínseco de la sociedad norteamericana. No por nada el proceso terminaría con Nixon, candidato del orden, ganando la elección.

Detroit en llamas en 1967. Foto de The Associated Press

A esta genealogía político-cultural se pueden sumar dos eventos más. Por un lado, los riots de 1967 en Detroit, representados de manera escalofriante por Kathryn Bigelow en la película del mismo nombre. Estos se iniciaron por el allanamiento de un bar sin licencia (como Stonewall) y culminaron con el ejército y la guardia nacional convirtiendo a la población negra de Detroit en rehenes y víctimas de una violencia sin límite, todo en nombre del “orden”. Por otro, los riots de 1992 en Los Ángeles luego de que policías que habían apaleado brutalmente a Rodney King fuesen declarados inocentes, que serían el trasfondo de The Predator, la obra cumbre de Ice Cube, en donde hay una canción titulada “We Had To Tear This Mothafucka”; no es una cuestión de inclinaciones o preferencias: tuvieron que destrozarlo.

El pandemonio de Detroit, de hecho, incitó palabras urgentes y furiosas de Martin Luther King. En un texto titulado “La No Violencia y el Cambio Social” King expresaba su creencia firme de que la no violencia era un camino mejor para obtener la justicia social y racial en Estados Unidos, pero, incisivamente, también se percataba de algo incomprensible para aquellas almas de cristal que condenan la violencia en nombre de los “modos civilizados de la protesta democrática”: “Fueron ciertamente violentos. Pero la violencia, hasta un punto sorprendente, estuvo enfocada en contra de la propiedad más que en contra de la gente. Hubo muy pocos casos de heridas a personas, y la vasta mayoría de los amotinados no estuvieron involucrados en ataques a la gente. (…) ¿Por qué los involucrados en los disturbios evitaron los ataques personales? (…) ¿Por qué fueron tan violentos con la propiedad entonces? Porque la propiedad representa la estructura de poder blanca, la cual estaban atacando y tratando de destruir.”

[FULL DISCLAIMER: La traducción de este texto es mía y pertenece al libro El King Radical, pronto a editarse por Tinta Limón Ediciones.]

Estas palabras de King apuntan a un locus irresuelto en cuanto a la relación medios de protesta-fines. Allí aparecen consideraciones de clase, por ejemplo, en el emotivo discurso que Killer Mike de Run The Jewels pronunció al lado de la alcaldesa de Atlanta durante la ola de disturbios más reciente. Allí, al mismo tiempo que expresaba su enojo ante el sistema, pedía a los manifestantes no destruir su comunidad ni quemar sus casas, sino concentrarse en la organización política y depositar su confianza en la reforma del mismo sistema que lo había llevado a ese paroxismo de tristeza y enojo. Todo esto mientras usaba una remera en la que se leía “Kill Your Masters”. Devyn Springer, en un artículo muy crítico de Mike, se pregunta: “¿Si la población negra es dueña de tan poco, pero compone la mayor parte de la fuerza de trabajo, están quemando sus “propias casas” o están quemando una plantación?”.

En el mismo movimiento hip hop se encuentra no solo la potencialidad para la liberación, sino también el deseo de triunfar, de conquistar el mundo, no solo de derrocar a los amos, sino también vestirse con sus ropajes y de participar de sus lujos.

Violencia e integración 

Los riots de 1967 y 1968 también tendrían su eco en la música. Primero que todo, en esa piedra angular del soul llamada What’s Going On. Allí, Marvin Gaye se lamenta de que hay demasiados afroamericanos “llorando” y “muriendo” pero al mismo tiempo pide por favor que las cosas no escalen, y dice que la guerra no es la respuesta. Más bien, exclama, con la emotividad que hizo a este tema eternamente famoso “vamos, hablá conmigo / así podés ver / que es lo que está pasando”, con confianza en la razón y el argumento, en el encuentro en la diferencia que nos hace mejores.

Pocos meses más tarde, Sly Stone le contestaría: There’s a Riot Goin’ On. Este disco fue grabado por Sly prácticamente entero desde su cama, bajo el efecto de toneladas de alucinógenos, e inaugura lo que luego se conocería como funk psicodélico. Pesado, moroso, denso, oscuro, There’s a Riot Goin’ On cuenta entre sus canciones con “Family Affair”, un tema en el que canta: “Un chico crece para ser / alguien que ama aprender / Y otro crece para ser / Alguien a quien amarías prenderle fuego”. Esta frase puede ser leída como una representación en cuatro versos de la división racial en Estados Unidos.

Sly Stone ca. 1970.

Y, también, usando un poco la imaginación, de ella se pueden extrapolar los dos polos en los que Chang (y muchos otros, como la investigadora de la cultura negra Bárbara Pistoia en este texto) dividen al hip hop: un campo “consciente y político”, y otro centrado en el espectáculo y la afirmación del yo en una cultura capitalista. Yo, sin embargo, a veces me pregunto si ambas tendencias no son constitutivas de la misma ansia de reconocimiento, respeto y justicia que anida en la comunidad negra. A veces pienso ¿Qué hay mejor que ganarle al opresor en su propio juego capitalista, demostrarle que ganás más que él, que sos más exitoso, que sus hijos bailan tu música, que tu cultura triunfó? A veces pienso si, detrás del bragging y la ostentación, detrás de los relojes Rolex y el champagne Cristal, no se esconde un escupitajo descarado al mainstream blanco. Porque, ¿qué mejor venganza, en una economía capitalista, luego de décadas y años de ver aquello que tienen los otros y vos no podés comprar, y de que te digan que la medida del éxito es lo material, que consumir más y mejor?

Por supuesto que estas clasificaciones simplistas son siempre un arma de doble filo. Ahí tenemos, una vez más, a Killer Mike, rappero consciente y político, pero también propietario de edificios y condominios, desalentando los ataques a la propiedad. Ahí tenemos, también, la carta que los miembros fundadores del Partido de los Panteras Negras escribieron a la comunidad hip hop, pidiéndoles por favor que abandonen el lujo en favor de la organización, de la política, que, al igual que MLK, conciben como la única manera de obtener la justicia social. Y, por otro lado, ahí tenemos al filósofo Cornel West diciendo que “pareciera que el sistema no puede reformarse a sí mismo. Lo hemos intentado. Caras negras en lugares altos. Demasiado a menudo nuestros políticos negros, nuestra clase profesional, nuestras clases medias, se acomodan demasiado como para descapitalizar la economía. Se acomodan demasiado para desmilitarizar el estado. Se acomodan demasiado en la cultura movida por el mercado, atada al estatus de celebridad, al poder, a la celebridad, que importan tanto para nuestros ciudadanos”.  De más está decir que muchos músicos de hip hop no escapan a este acomodamiento.

Lo que está en juego, entonces, es algo que está en juego desde que hay movimientos revolucionarios: ¿violencia revolucionaria o reformismo? Esta discusión se arrastra desde que los historiadores franceses comenzaron a explicar la Revolución Francesa, el paciente cero en casos revolucionarios modernos. Albert Soboul, historiador marxista, justificó el Terror, y dijo que los jacobinos y los sans culottes tenían razón al aplicarlo, ya que la revolución se encontraba acechada por enemigos internos y externos. François Furet, historiador liberal, considera, por el contrario, y en una interpretación conservadora, que el momento en que la Revolución se sumerge en el Terror es el momento en que la Revolución “derrapa” y que esa violencia es injustificable.

Tropas de la caballería en Washington D.C. durante los riots de 1968. Foto de The Washington Post.

Pareciera, sin embargo, que en Estados Unidos el tiempo de la reforma terminó, y la manera en que el establishment demócrata hizo todo lo posible para impedir la candidatura de Bernie Sanders solo lo confirma. Entonces la pregunta es: ¿es posible una revolución? Una revolución es siempre una apuesta. Si fracasa, la retribución sobre quienes se alzaron es terrible. Pero la alternativa a menudo es peor. ¿Cómo condenar la violencia cuando la violencia se convierte en la única alternativa, cuando la violencia en las calles es preferible a la violencia constante y opresiva del cotidiano, a vivir vistiendo una segunda piel compuesta de precauciones, temores y temblores, como si se caminase permanentemente sobre vidrios rotos? El uso de la violencia en una revolución es una decisión que, más allá de la necesidad, tiene ribetes filosóficos. Como menciona Frances Fox Piven, especialista en movimientos desde abajo y revueltas: “el pueblo a menudo tiene que amenazar o ejercer violencia de manera tal de defender su habilidad para perturbar las relaciones económicas y sociales al negarse a hacer lo que tienen que hacer” Sin embargo: ¿Cuándo parar de destruir y comenzar a construir? ¿Y cómo construir? Como dice una frase legendaria del movimiento de los derechos civiles: no podés desmantelar la casa del amo con las herramientas del amo.

La violencia existe. Y continuará existiendo mientras el sistema se asiente en el racismo institucionalizado. Es la violencia institucionalizada de la policía, la desigualdad económica, la destrucción de los vínculos comunitarios por la explotación, la pobreza e incluso la arquitectura que segrega, la cooptación y asesinato de los líderes y organizadores.

El sonido de la bestia 

Los 90s, a menudo, son exaltados como la década dorada del hip hop. Y creo que hay dos canciones legendarias que resumen el espíritu de aquello que quise discutir en este texto. La primera pertenece a KRS-One, el gigante del Bronx que es sinónimo de rap conciencia y activismo político. Uno de sus mayores hits es “Sound of da Police”, una canción que fue sampleada en más de 100 otros temas. Quizás reconozcan su estribillo:

Woop-woop! That’s the sound of da police 

Woop-woop! That’s the sound of da beast

Cualquiera que la haya escuchado puede reconocer la cualidad de comando que tiene la voz de KRS, y luego de este mítico estribillo la letra es un listado de ofensas e injusticias. El policía es el heredero del capataz de la plantación, ambos tienen poder de vida y de muerte sobre la población negra que controlan y atormentan. KRS-One, además, pronuncia una frase que es toda una filosofía de la historia: “No puede haber justicia en una tierra que fue saqueada”. Todo esto sobre el ritmo pegajoso que convirtió a la canción en un arma llena de futuro.

Mobb Deep en Nueva York en 1994. Foto de Chi Modu.

La segunda es casi un descenso antropológico a las profundidades de aquello que es conocido como “the game”. Antes que David Simon alumbrase The Wire, la obra maestra definitiva sobre la disfuncionalidad del sistema americano, existió Mobb Deep, duo newyorkino conformado por Havoc y Prodigy, famoso por la dureza de sus beats y sus canciones que toman casi como tema excluyente la supervivencia en las calles y los barrios pobres de Estados Unidos. Casi una banda de horrorcore (un subgénero del hip hop centrado en la muerte, la enfermedad mental y la violencia), las canciones de Mobb Deep tienen bases pesadas en bajos y con escasas líneas melódicas. Las voces de Havoc y Prodigy no son estridentes, más bien todo lo contrario, transmiten un hastío que puede ser indiferencia, dureza, crueldad, desconexión emocional o simplemente realismo.

LA canción de Mobb Deep es “Shook Ones Part II”. En dos versos demoledores y un estribillo inmortal, Prodigy y Havoc pintan la existencia urbana de las poblaciones negras como un laberinto en el que la mayoría de las salidas vienen acompañadas de un ataúd. Entonces, la única que queda es ser más real que los “halfway crooks” que denuncian, entregarse a la economía de la droga y el evangelio del poder físico y la intimidación, pues nadie sale vivo de aquí y el único respeto que podés ganar es aquel que se entrega en las calles.

En estas dos canciones hay un movimiento pendular, de la conciencia a la violencia, de la denuncia al nihilismo. Lo que ambas comparten es la soledad de sus sujetos frente al poder, la desconfianza a un sistema que los asesina, la orfandad frente a quienes deberían protegerlos.

Amadeo Gandolfo (1984) es licenciado en Historia (UNT) y doctor en Ciencias Sociales (UBA). Escribe e investiga sobre comics, música y cultura de masas en general. Colaboró con numerosos medios gráficos y digitales, entre ellos Haciendo Cine, La Agenda, Los Inrockuptibles, IndieHoy, Comiqueando y Revista Crisis. Es docente universitario y del nivel medio. Cura muestras dedicadas a la historieta. Junto con Pablo Turnes editan la revista digital de crítica de comic Kamandi desde 2016 (www.revistakamandi.com).