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Esta es la carta que abre el libro Amor y dinero, sexo y muerte.
Cuando Little Richard vino a nuestra ciudad, nos dejó algo así como un regalo. Llegó a Newcastle durante su tour australiano, en 1957, cuatro años antes de tu nacimiento. Una llama agitada, incipiente, ícono de una cosa nueva llamada rock and roll. Luego su vida dio un giro, mientras cruzaba las aguas de nuestro puerto.
Tu vida también dará unos giros. Estoy escribiéndote esto desde tu propio futuro, o uno posible cuanto menos. Una carta a un joven poeta, en la que el joven poeta soy yo, hace cuarenta años, con menos de 20 años de edad. Una carta que es una presentación para una mezcla de otras cartas, dirigida a otrxs, sobre el amor y el dinero, el sexo y la muerte.
Tú… ¿qué recuerdos tuyos tengo? Nuestros yo pasados posiblemente sean versiones largamente editadas. Déjame ver qué puedo reconstruir.
Intentaré no dar consejos, ya que no los sigues. Nunca los pides. Eres incapaz de tener mentores. Mucha gente va a ayudarte. Quizás puedan ver la herida que te hace imposible pedir nada. Van a ayudarte a pesar de tu indiferencia, tu aversión incluso, al cuidado. A recibir amor.
No piensas mucho en esto, pero debo insistir: éramos jóvenes cuando perdimos a nuestra madre, y nuestro distante, irritable padre nunca nos cayó muy bien. Los dos adultos de primera línea que se supone que deben estar ahí para nosotros, mantener el mundo a raya, no estuvieron. Eso nos volvió personas desconfiadas, desapegadas, disociadas. Te invito a buscar esa última palabra, explica muchas cosas. Como Kimba el León Blanco, de ese programa de tele que amabas cuando eras pequeño, te sientes solo en el mundo.
Para ti ya es obvio que un mundo que depende de pequeñas unidades familiares aisladas, sujetas a los caprichos del mercado y la enfermedad, es una mala idea. Quieres un mundo mejor. El pasado te ha lastimado, así que has seguido adelante, y quieres que el mundo siga adelante. Todavía no has aprendido a vivir en el presente, así que vives en la nada de un permanente aún-no.
Después de la muerte de tu madre, tu familia se ocupó de sus propias heridas. Siendo el menor, no podías verlo. Necesitabas que nadie se derrumbara para que pudieran sostenerte en pie. Hicieron lo mejor que pudieron, pero necesitabas más que eso, así que empezaste a buscar formas de llamar la atención.
Hermano mayor fumaba. Encontraste una vieja cigarrera, enrollaste con papel lo que quedaba de unos lápices consumidos y los transformaste en una marca inventada. Los llamabas “Snazzies: el cigarrillo para el fumador de lujo”. Lo convertiste en una rutina, y todos lo encontraban tierno. Había chicos más grandes que te empujaban contra las paredes y te quitaban tus cosas, pero en ocasiones también se los podía cautivar.
Te sientes vulnerable, frágil, demasiado abierto a la arbitrariedad del mundo. Ya te has vuelto bueno en monitorear el perímetro, en escanear en busca de peligro, en comprobar que tengas a mano tu kit de supervivencia. Acabas de mudarte a Sídney desde tu ciudad natal, y esas habilidades son provechosas.
No creas que me he olvidado de la vez que volviste a Newcastle y dormiste en el sofá de un antiguo compañero de escuela en lugar de ir a visitar a tu padre. No creas que me he olvidado de cómo, sin nada de efectivo, vendiste una cajita de fósforos con porro a otra persona que creías que habías dejado en el pasado. Se quejó de que no era mucha marihuana por cinco dólares. Dijiste tómalo o déjalo. Él lo tomó, pero mandó a sus amigos más grandes a buscarte: te sentaron en un coche y, bajo amenaza, te obligaron a armar con eso los cinco porros reglamentarios. Y lo hiciste. Entereza bajo presión. Y todo olvidado. Amigos de vuelta, fumando juntos en el coche. A la mierda con esos perdedores. No volverás a vivir en su mundo, jamás.
Little Richard dejó Macon, Georgia, por una vida de gira, sobre el escenario. Era hijo de un pastor que también era dueño de un club. Creció dentro de la religión. Lo que más amaba era la energía eufórica, revoltosa de la iglesia. La intensidad que le era propia, esa arenga jubilosa y esa entrega dentro de un mundo racista de dolor, pobreza y policía. Nada que se parezca a tu educación, aunque puede que tengan una cosa en común.
De regreso en casa ahora después de otra breve visita a Newcastle, de vuelta entre ese acero, carbón y esa ciudad portuaria con sus columnas de humo y playas zigzagueantes. Tuviste razón en irte a la mierda inmediatamente después de la escuela secundaria. Necesitas una ciudad lo suficientemente grande que te permita ponerte raro. Quieres que tu vida sea singular como la de un personaje de Oscar Wilde. Amigo, no tienes ni idea.
No vas a escuchar, pero de todos modos quiero hablarte. Necesito hacerlo, quizás. Necesito de alguna forma establecer contacto con ese adolescente flacucho. ¿Muchacho? ¿Hombre? He aquí el problema. O parte de él. Encuentras refugio en la androginia. Aquella fotografía de Patti Smith en la cubierta de Horses es tu ícono. Con el cabello largo, llevas pantalones de chica, botas de chica. Por tu contextura pequeña, con frecuencia te confunden con una chica, y eso te gusta. Evitas lo que sea a lo que apunten esas situaciones. Te desvías hacia otras direcciones con ambiciones, política, escritura, algunas búsquedas menos felices.
La cosa con los desvíos es que nunca se puede ver lo que se aproxima a la vuelta de la esquina.
Los desvíos seguirán por algún tiempo. Probablemente demasiado tiempo. ¿Qué sucedería si dejaras de desviarte? ¿O si más bien te desviaras distinto? Imagina que existen flujos paralelos de líneas de tiempo, líneas alternativas, en las que te declaras trans a los 40, o a los 30 o ahora mismo. En algunas de esas líneas, no estoy aquí en tu futuro para escribirte. En esta, nos mantuvimos a salvo, aguardando nuestro momento para poder salir y permanecer con vida.
Little Richard tenía que irse, así que inventó el rock and roll. La arenga del beat, la puja del bajo, aquella fusión eufórica. Una exaltación como la de la iglesia pero sin sacrificios. A veces salía al escenario draggeada, bajo el nombre de Princess Lavonne. Él –o ella– era muy diferente a ti, pero en esto quizás eran un poco similares. Al igual que tú, amaba a las mujeres a las que se quería parecer. Era una chica, y tal vez en cierto nivel lo supiera. La única salida era un desvío hacia su arte, el rock and roll.
Ya lo sospechas: tu poesía es mala. Abandona. Lo tuyo es la prosa. Simplemente te da demasiada pereza llenar la hoja. De todos modos, lees mayormente prosa, mucha, de la biblioteca de tu madre fallecida. Muchos Penguin baratos de tapa blanda, obras maestras modernistas. Lees a los modernos para devenir moderno. Toda una educación socialdemócrata en esas páginas amarillentas y descascaradas, como si estuvieras corriendo una carrera por leerlos antes de que el ácido termine de comerse el papel.
Aunque tienes acceso a una cuenta corriente en la librería Ell’s, hay ocasiones en las que de todos modos robas, pero esa es otra historia. La ciencia ficción capta tu atención cuando invoca esa sensación moderna de extrañamiento respecto de las expectativas de sus lectores. La mayoría de lo que lees es malo, pero hay algo de la lectura como portal de este mundo hacia otro que cubre una necesidad.
La escuela era mayormente aburrida, así que leías por tu cuenta. Tu otra fuente de libros, y más, es la rama local del Partido Comunista de Australia. Los camaradas: nuestros maravillosos mentores. Todavía sé cómo dirigir reuniones de forma eficiente. Tu comunismo, como más cosas de las que te interesa saber, es más sentido que pensado. Respecto del sufrimiento de tu madre: nada podías hacer; respecto del sufrimiento del trabajo: no tiene por qué ser tan inevitable como la muerte.
Little Richard estaba de gira por Australia cuando el satélite soviético Sputnik dibujó en lo alto su arco brillante. Una orbe de aluminio, que dejó en la radio de onda corta un rastro de beeps techno, legibles como un augurio, un presagio. Era un llamado. Algo debía ser sacrificado en una fría guerra mundial, cuyo inminente conflicto parecía de pro- porciones bíblicas. Y ese sacrificio iba a ser hecho, por Little Richard, justo ahí en la ciudad en la que naciste.
En la oficina distrital del partido había dos retratos, Marx y al lado Lenin, colgados en dos de tres clavos en la pared. Del tercero, vacío, una vez colgó Stalin. En la pared opuesta: un póster vivaz de la camarada Angela Davis. Al igual que en una capilla, ella ocupa el lugar de la madre, enfrentada a las figuras del padre, del hijo y del espíritu santo. Uno debía bajar ya de ese clavo.
Cuando los tanques soviéticos irrumpieron en Checoslovaquia en 1968, el partido se dividió, como en otros lados, en facciones pro y anti tanques. En esta rara ocasión, los anti-tanquistas, aquellos que condenaban a los rusos por invadir a otro Estado socialista, fueron los que prevalecieron. El partido se convirtió en una mezcla de la vieja y la nueva izquierda, obligadas a congeniar bajo las reglas del centralismo democrático.
Los camaradas se mantuvieron en solidaridad con la revolución incluso cuando sabían, muy en el fondo, que somos un pueblo derrotado, una causa perdida. Sin embargo, al menos se negaron a ceder, a consentir. Lo que quizás explique el motivo por el cual fuera solo a los camaradas a quienes aceptabas como a tus mayores. Y la causa por la que todavía los guardo en mi corazón; aún escribo para transmitir su eterna lucha por venir.
Cuando la Unión Soviética invadió Afganistán en 1979, los más ancianos del partido local te confiaron liderar el debate durante la asamblea de la delegación. Ratificaste la línea del partido, condenándola. Y abriste una vieja herida para aquellos que recordaban cuando los tanques soviéticos habían entrado en Praga, o en Budapest antes de eso.
Habías escuchado acerca de la invasión en la radio del coche, mientras conducías de noche por una oscura carretera rural de vuelta a Sídney desde la casa de tu hermana en el campo. Después de las noticias de última hora, el coche se apagó. Simplemente dejó de funcionar, y en una curva ciega. Sistema eléctrico muerto. De cara a la luz brillante en el horizonte, tu primer pensamiento fue: bueno, eso es todo entonces. Guerra nuclear. Adiós Sídney. El sistema eléctrico del coche frito por el pulso electromagnético. Contemplaste esta idea por un momento. Luego la cuestionaste. La linterna aún funcionaba, así que saliste y miraste bajo el capó. Un cable se había desconectado de la batería.
Te convertiste en el depósito de muchas historias. Los camaradas llevaban las cicatrices de una serie de derrotas, algunas de ella histórico-mundiales: la guerra civil española, el estalinismo, la ruptura sino-soviética, la masacre del partido y muchos otros en Indonesia, el fracaso de la nueva izquierda, los golpes a Nkrumah en Ghana, Allende en Chile. Algunas más locales, como el fallido intento partidario de una huelga general en 1948 y la pérdida de algo de su nada desestimable poder dentro del movimiento sindical en las décadas de la Guerra Fría. A estas las sentiste íntimamente.
También escuchaste historias de otras luchas locales. De cómo el transporte costero se había sindicalizado: después del ¡fuera las luces!, y a los puños. Cómo el partido evitó los desalojos durante la depresión mediante la destrucción de la propiedad que los agentes judiciales venían a reclamar. O cómo Bob Hawke, un futuro primer ministro, completamente borracho, meó debajo de una mesa en una celebración por el Día de los Trabajadores en el Salón Namatjira del Club de los Trabajadores de Newcastle.
Te desvías de ti mismo con la política, pero luego hay un desvío dentro del desvío, hacia el arte político. Un giro predecible para un rebelde pequeñoburgués como tú. Un encuentro casual con Historia del surrealismo de Maurice Nadeau te planteó un momento clave en la tensión entre la revolución política y la estética. Vas en búsqueda de esa confluencia.
Fuiste el primero de tu escuela en toparse con la escena del punk rock en el Hotel Grand en la calle Church, la misma calle en donde estaba el estudio de arquitectura de tu padre. Había solo una banda buena, Pel Mel, que tocaba todos los fines de semana. Algunas de sus canciones todavía me acompañan.
Fue en el espacio entre los radicales políticos y los estéticos de tu ciudad natal que conociste a Glenn Hennessy. Apenas unos años mayor que tú, quiere cogerte y lo sabes. Pero también le importas, te toma en serio como alguien que lee, que piensa. Te prepara comida a cambio de conversación. Glenn es gay e indígena y te está haciendo tomar un poco de conciencia sobre esos mundos. Por favor, trata de valorarlo como se merece.
“¿Soy gay?” Sé que te lo preguntas. Claro, algunas personas simplemente lo son, pero para otras, para ti, el yo puede ser muchas cosas, y puede cambiar. Quizás lo que mantiene la unidad del yo a través del tiempo no sea otra cosa que ficción y propiedad.
Sé que vas a entender esa última oración. Ya has leído lo suficiente a Marx como para darte cuenta de que la propiedad organiza y da forma a todo. Estás aprendiendo francés de manera autodidacta traduciendo a Rimbaud y has resuelto la frase Je est un autre mediante I is an-other [el yo es (un) otro], el devenir yo como otredad. A lo largo de las décadas, variaremos, elaboraremos y amplificaremos estos descubrimientos. Es apenas ficción y propiedad lo que amarra al yo y lo ata a una línea a través del tiempo.
Pero si eso no fuera cierto, ¿podríamos siquiera saberlo?
De todos modos, Glenn no es ni el primer ni el último hombre que va a querer cogerte. Sabes que eres vulnerable a esa atención, que algunas veces es benigna y otras no. Tienes la necesidad de sentir que te ven, de sentir contención. También necesitas sentirte femenina. Hay formas en que esta necesidad puede ser explotada, y no siempre sabrás cómo obtener lo que necesitas de estas transacciones.
No voy a decir que eres una chica, o que siempre lo hayas sido. Ya has estado leyendo autobiografías transexuales a escondidas y no te has encontrado en esa historia de “haber nacido en el cuerpo equivocado”. Sientes que tu cuerpo ya es el cuerpo de una chica. Seguro, envidias los cuerpos de otras chicas, la curva de la cadera y las tetas, pero muchas chicas también sienten cosas por el estilo. Sientes como si fuera tu yo lo que es demasiado masculino, no tu cuerpo. Las propiedades que mantienen la unidad incluyen al género.
Quizás algunos tipos de personas transexuales “siempre supieron”, pero no es tu caso, que te la pasas dando volantazos, fracasando ciegamente en el género.
Por mucho tiempo, me “olvidé” de esta historia. Me pregunto si tú ya la has desalojado de tus recuerdos:
Las primeras mujeres trans que conociste fueron trabjadoras sexuales callejeras. O eso asumiste. ¿Qué te llamó la atención cuando las viste? Cuando tenías 19 descubriste, por accidente, Premier Lane. Es una de esas calles misteriosas de Sídney. El ambiente citadino que te gusta. Oscura y estrecha y sin ninguna razón obvia que justifique su existencia. El capricho de algún agrimensor colonial del siglo XVII. Has estado en Sídney por alrededor de un año. Vas a la Universidad de Macquarie en la aburrida costa norte, así que atraviesas el puente de la bahía de Sídney hacia el East Side para divertirte. Estacionar el coche puede ser difícil, por lo que estás atento a esos lugares secretos. Así es como te tropiezas con Premier Lane, el paseo de las trabajadoras sexuales trans.
Habías ido a bailar a Darlinghurst. Volviste a buscar el coche y encontraste a tres chicas sentadas encima de él, dos en el techo y una en el capó, cantando al ritmo de una radio a transistores. “She’s got Bette Davis eyes!” Se levantaron de un salto, se disculparon. Les dijiste que no te importaba. Pero se mantuvieron firmes. Con una mirada seria intentaban descifrarte. El trío completo tenía el mismo look. Pelo largo, faldas cortas, labios rojos, medias de red. Delgadas como alambre, bulliciosas. Más o menos de tu edad. De una constitución física tan similar a la tuya. Están drogadas: ya sabes todo acerca del speed para ese entonces. Hablaban nerviosas y sin parar. Grandes ojos huecos, anchos y oscuros para tragar toda la luz. No me has dejado en la memoria imagen clara de ninguna de ellas, mientras la charla se cortaba y entretejía entre cuerpos cinéticos, baile y canción. “Bette Davis eyes!” Tacones tambaleantes en la inclinación algo empinada de esa calle angosta. Te preguntan si quieres divertirte. Rechazas la oferta.
Te ponen nervioso, en varios niveles. Ellas pueden detectar tu tipo. Exponen tus contradicciones, inhibiciones, prejuicios. Acerca de la sexualidad, acerca del trabajo sexual, respecto de la clase, respecto del género, respecto de tu incapacidad de pensar en quién podrías ser o en quién podrías convertirte. Todas las cosas para las que encuentras tantas maneras, útiles y no, de evitar pensar y sentir. Te sientes visto, pero también como un voyeur cuya mirada se enciende por accidente en esa escena en la que también eres mirado.
Te convertirás en mí cuando parezca que es posible… sin morir en el intento. Si has recibido esta carta: lo logramos.
Quizás no debería decirte nada. Quizás la forma en que atravesamos el tiempo sea simplemente aleatoria. O quizás sea como un solo de jazz, puntos azarosos a través del espacio armónico, escogidos entre todos los otros posibles por un músico. Amamos las pequeñas bandas de jazz al estilo de Miles, Monk y Coltrane. El jazz es la aventura de conectar un momento con otro. (El tiempo es [un] otro.) Sé que el jazz ya es una guía para ti. Dado que no solo has dejado Newcastle por Sídney, sino que sueñas con dejar Sídney por Nueva York, el jazz –toda la música negra– es una buena forma de aprender el secreto de la historia estadounidense.
No digamos más de lo que sucede en las derivas y los riffs entre los tiempos, los tuyos y los míos. ¿Quién sabe si el recuerdo es más confiable que la anticipación? Los errores que cometimos solo se multiplican. Son todo lo que tenemos. Y te llevan a convertirte en mí. Nuestros errores son nosotrxs, tú y yo. Pero vas a lastimar a Mu. No hay nada que yo pueda hacer para detenerlo. Es una de las pocas cosas de las que nos arrepentiremos mientras sigamos respirando.
Little Richard escuchó el llamado en Newcastle. Algunos dicen que sucedió en Sídney, algunos dicen Newcastle, que para nuestro propósito brinda una mejor historia. En las aguas del puerto, en el ferry, el barquito, como solíamos llamarlo. Ella creyó que el llamado venía de Dios. Y quizás fuera cierto, o quizás fuera de otra deidad. Le dijo a sus compañeros de banda que Dios la estaba llamando, justamente aquí en el barquito, sobre el agua, llamándola a que hiciera un cambio en su vida. Le dijeron que, si hablaba en serio, debería arrojar sus valiosos diamantes y perlas al agua. Y así lo hizo.
Me la paso diciendo que no vas a escucharme, ¿pero puedo yo escucharte a ti? Lo estoy intentando. La gente mayor puede perder el rastro de lo que era vital en nuestra juventud. Ese sonido de la sorpresa, el shock y los placeres en la vida. Todo lo importante al alcance del oído, en lugar de amarrado a las cuerdas gastadas de la memoria. Veo a mis pares esconderse en la nostalgia. Yendo a ver a las mismas bandas, se han vuelto flojos, calvos y aburridos.
No estás aburrido de la vida, y yo tampoco. Honestamente, si se tiene una relación distendida con los varios géneros que nos habitan, se podría transicionar tan solo para salvarse del aburrimiento. Recuperar la curiosidad, incluso hasta en sorpresas desagradables. Cambiar de sexo es editar tu relación con muchas cosas. Incluyendo la historia.
Desde mi transición he recuperado algo de tu electricidad, ese deseo por la vida del que por entonces estabas también con demasiada frecuencia desapegado. Del que te desvías, con varias ambiciones: personales, estéticas, políticas. Estoy intentando traer eso a este escrito. Estoy intentando escucharte a ti, todavía en mí. Como verás en las otras cartas, estoy intentando rebobinar a través de las heridas. Escribir nos escribe. Escribir es el nacimiento del autor; el texto es la placenta.
Little Richard perdió sus anillos. Más tarde ella bromearía con que los tenían los peces de Oceanía. Ahora los tengo yo. Bueno, metafóricamente, al menos. El brillo de la propia diferencia. Aquello de lo que me alejé cuando partí en mi búsqueda, por decirlo de algún modo, estaba justo aquí, en las aguas de casa.