PRÓLOGO A LA TERRAFORMACIÓN, DE BENJAMIN BRATTON 

 PRÓLOGO A LA TERRAFORMACIÓN, DE BENJAMIN BRATTON

The Terraforming / Pharmakon Landscape (2020)

Por Toni Navarro  

En las últimas décadas, la crisis ecológica anunciada por las ciencias de la Tierra ha cobrado especial relevancia en el ámbito del arte y la teoría. Proliferan los discursos eco- críticos –muchos de ellos vinculados al posthumanismo, las humanidades ambientales o los nuevos materialismos– que nos invitan a repensar nuestra relación con el planeta y con el resto de las entidades no-humanas a partir de conceptos como la “intrusión de Gaia”, desarrollado por Isabelle Stengers y Eduardo Viveiros de Castro, o las “alianzas multiespecies” propuestas por Donna Haraway. Se trata de análisis valiosos que apuntan a la necesidad de generar nuevos imaginarios más allá del excepcionalismo humano, poniendo de relieve la interdependencia y la interrelación como rasgos que definen la red de la vida. Sin embargo, parecen ser insuficientes para afrontar la devastación que nos atraviesa: los procesos de cambio cultural son lentos y, mientras tanto, asistimos con perplejidad al calentamiento global, la acidificación oceánica, la polución ambiental o la extinción de especies. Necesitamos cuestionar el rol de lo humano al mismo tiempo que buscamos vías de acción para detener la catástrofe en curso, que puede suponer (y ya está suponiendo) el sufrimiento y la muerte de billones de formas de vida.

En el otro extremo estarían las propuestas solucionistas que consideran que la respuesta a la crisis ecológica puede consistir únicamente en la aplicación de parches tecnológicos sin un cuestionamiento de las bases culturales y filosóficas que han conducido hasta ella, y tampoco de las estructuras políticas y económicas que han puesto en el centro la acumulación de capital y la extracción de recursos haciendo caso omiso a los límites del planeta. En esta línea se encuentran muchos de los defensores de la geoingeniería, que apuestan por el uso de diversas tecnologías de intervención sobre el clima (como la gestión de la radiación solar o la captura y almacenamiento de carbono) para paliar los efectos del cambio climático sin combatir sus causas, y que gozan de gran popularidad entre quienes abogan por un “capitalismo verde” en la medida en que no supone una amenaza para el estado actual de las cosas. Sin duda estas tecnologías pueden resultar útiles, pero si no van acompañadas de un cambio sistémico serán insuficientes para afrontar la situación o podrán llegar incluso a empeorarla.

Aunque puedan  parecer dos vías antagónicas, en realidad se trata  de un falso dualismo que nos impide ver la posibilidad (o incluso la necesidad)  de compaginarlas con vistas a una mitigación efectiva del cambio climático. Se necesita  un proyecto que reconozca y al mismo tiempo dé respuesta  a los efectos devastadores  de la acción humana sobre el planeta:  en  esta  línea  se encuentra  la terraformación  que  propone  Benjamin  Bratton  en  este  libro,  y que  comprende  tanto las  transformaciones   inadvertidas que han  tenido  lugar en los últimos  siglos bajo la forma del Antropoceno como el conjunto de intervenciones  que deberán planificarse y llevarse a cabo en el futuro. Por un lado, hemos alterado  los procesos naturales  sin deliberación ni plan, con resultados  desastrosos para los ecosistemas y sus formas de vida. Por otro lado, para afrontar  esto va a ser necesario un proyecto geotécnico,  geohistórico  y geofilosófico consistente  en “encontrar  un modo de planetariedad  viable”.

Hablar de  “planetariedad”  ya  implica un  imaginario distinto al actual. El término fue popularizado por Gayatri Spivak en su conferencia de 2012 “Es imperativo reimaginar el planeta”,  en la que plantea  una crítica de la globalización a partir  de la figura del migrante  en Europa: en este sentido,  la planetariedad  podría entenderse como un cambio de percepción  del globo como sistema  tecnocrático-financiero  al  planeta  como espacio  compartido  que nos fuerza a responsabilidades colectivas para con el otro. Posteriormente  sería retomado  por lo que se ha dado en llamar el “giro planetario”  tras la publicación del volumen The Planetary Turn: Relationality and Geoaesthetics in the Twenty-First  Century [El giro  planetario: Relacionalidad y geoestética  en el siglo XXI], editado  por Amy J. Elias y Christian Moraru, que  sigue  el trabajo  de teóricos  como Masao Miyoshi interesados  en pensar  la condición planetaria desde la filosofía, la literatura y las artes. Se trata  de un giro crítico (como el poscolonial o el posthumano)  que pone el foco en la cuestión  medioambiental  al considerar el planeta  como ecología mundial  desde una  perspectiva materialista.  Benjamin Bratton sigue el mismo enfoque al afirmar que el planeta  como realidad astronómica y geológica se impone sobre los relatos e historias  que contamos acerca de él: “El planeta  es lo que hace posible los mundos, los mundos surgen  de una  condición planetaria  que los precede, los supera y les da forma”. Por ello, además de generar nuevos conceptos y figuraciones, tenemos el deber de preservar, cuidar y extender  la vida compleja que se ha visto  amenazada  por el cambio climático antropogénico; de  ahí  que,  en  su  opinión,  las respuestas  a este  deban ser igualmente  antropogénicas  o artificiales.  Se trata  de asumir nuestra respons(h)abilidad: es decir, la capacidad y obligación simultáneas  de actuar y dar respuesta.

Esta capacidad se ha visto reforzada  en gran  medida por el desarrollo tecnocientífico  y, especialmente,  por la computación  (que  permitió  construir  el cambio climático como objeto  de conocimiento a partir  de representaciones  mediadas  por la tecnología).  Es el tema  sobre el que Bratton  ha investigado  durante  la última  década en trabajos  como The Stack: On Software and Sovereignty [El stack. Sobre software y soberanía],  en el que esboza una nueva  teoría  geopolítica  según  la  cual  los  distintos tipos de computación a escala planetaria  pueden ser vistos como un  todo coherente  que  ha  dado  lugar  a  una  megaestructura accidental  que es tanto una  infraestructura computacional  como una  nueva  arquitectura de  gobierno. Se trata  de una obra ambiciosa que combina distintas áreas de conocimiento (sociología, filosofía, arquitectura, diseño,  etc.)  en  las que  Bratton  demuestra  un  nivel  de experticia  poco común; y esa misma apertura  disciplinar puede  encontrarse   en  el programa  de  posgrado  llamado justamente  The Terraforming  que  dirige  en  el  Instituto Strelka de Moscú y para el que fue concebido inicialmente este  libro a modo de guía o plan de estudios.  Uno de los aspectos  más interesantes de este  think  tank  es el reconocimiento de que su objetivo –buscar formas para que la Tierra vuelva a ser habitable–  está  lleno  de riesgos técnicos, filosóficos y ecológicos, sin que por ello podamos permitirnos  el lujo de renunciar  a él.

The terraforming / Black Almanac (2020)

 Es la misma actitud  prometeica que puede encontrarse en el aceleracionismo, del que Bratton  es bastante  próximo (si bien elude cualquier etiqueta  simplista para clasificar su trabajo).  En cualquier caso, además de pertenecer a la misma constelación  teórica y contar con figuras como Nick Srnicek o Helen Hester en su plantilla  de profesores en Strelka, hay varios puntos de unión en lo que respecta a su mutuo  distanciamiento de la izquierda folk. El proyecto de Bratton va en contra de un clima cultural  predominante  (heredero  del postestructuralismo y de Mayo del 68) que considera que la planificación es fascista, lo artificial es el mal, el colapso es merecido, el universalismo es colonial, la totalidad es imperialista, el materialismo es eurocéntrico,  el leviatán  es violencia,  la mitología  es el antídoto  del racionalismo y el igualitarismo es estrictamente   cultural.  Este es,  seguramente,   uno  de  los  aspectos más interesantes del libro: el haber instaurado  un nuevo sentido  común que se distancia  de la tradición  intelectual  previa  por su incapacidad  de abordar  los retos contemporáneos  debido a la autocomplacencia  y el confort que ofrece la mera crítica.

Poner esto en valor no implica ignorar los muchos aspectos problemáticos que plantea  su propuesta,  y que han sido señalados con anterioridad  en los debates sobre geoingeniería.  El principal  tiene  que ver con la posibilidad de que  el solucionismo  tecnológico  desvíe  nuestra  atención de la verdadera causa del desastre ecológico, y que por tanto no se reúnan  los esfuerzos suficientes  para transformar nuestros  modelos económicos y cambiar nuestras  infraestructuras  energéticas  (lo que se conoce como “riesgo moral”). Pero la terraformación  va más allá de la gestión de la radiación solar o la captura y almacenamiento de carbono: no  es una  tecnología,  sino  un  proyecto  que  incluye  una variedad  de  intervenciones   sobre  el clima a gran  escala, empezando  por la economía. De hecho,  como ha señalado en alguna ocasión el escritor norteamericano  Kim Stanley Robinson, la medida más eficaz de geoingeniería  sería la abolición del capitalismo. Por ello, es importante  dejar de considerarla  en oposición a otras  posturas  como el decrecimiento:  la  geoingeniería  debe  pensarse  como parte  de una  estrategia  más amplia cuyas metas  son  la descarbonización,  la reducción de la producción y del consumo, la redistribución  de la riqueza y la justicia social.

“La planetariedad podría entenderse como un cambio de percepción del globo como sistema tecnocrático-financiero al planeta como espacio compartido que nos fuerza a responsabilidades colectivas para con el otro. Se trata de un giro crítico (como el poscolonial o el posthumano) que pone el foco en la cuestión medioambiental al considerar el planeta como ecología mundial desde una perspectiva materialista.”

 

Otro punto que quizá resulte controvertido es la idea de Bratton  de que los cambios necesarios  en  geotecnología deben  preceder  a los cambios necesarios  en  geopolítica. Si bien es cierto que nuestras  arquitecturas de gobernanza no están  resultando  eficaces a la hora  de afrontar  la crisis climática,  y que la voluntad  popular  podría  poner obstáculos a la aplicación de algunas medidas basados en prejuicios arraigados e ideas erróneas,  resulta  difícil pensar en un despliegue  efectivo de la geoingeniería  que no incluya  la participación  de la sociedad civil tanto en  el diseño de las tecnologías  como en la toma de decisiones. Con relación a esto,  hay un tema importante  a mi entender que tiene  que ver con la participación  de los pueblos originarios  en  los  debates  sobre  geoingeniería.   Uno de los puntos que señalan expertos  en ética ambiental  como Kyle Powys Whyte es que no es razonable esperar que los pueblos originarios  participen  en discusiones  que no les permitan  poner  sus  preocupaciones  sobre  la mesa: si la conversación ya está enmarcada de antemano  en términos de lo que es importante  discutir,  no hay muchas oportunidades para un compromiso significativo.

Esta cuestión  –la participación  de la sociedad civil– es lo que creo que hace importante  la publicación de este libro. Los temas que se tratan  quizá sean objeto de discusión habitual  en la comunidad científica o en los comités de  expertos;  pero  es necesario  que  se abra  el debate  a otras  disciplinas  y otros  espacios en  los que  se puedan examinar y validar colectivamente  propuestas  como la de Bratton, que él acompaña no solo de gráficas y datos, sino también  de un marco filosófico para pensar  la relaciones entre  naturaleza  y artificio  o entre  humanidad  y tecnología. Lo que no parece una opción, dada la gravedad del problema,  es  oponernos  de  entrada   a  cualquier  posible vía de  mitigación,  reparación  o restauración  ambiental. Como dice  la  especialista  en  sociología  del  desarrollo Holly Jean  Buck en After Geoengineering [Después de la geoingeniería],  “la posibilidad de que se produzca una catástrofe  climática hace que la reflexión sobre el mejor uso de todos estos  enfoques  sea un  valioso experimento mental”.  Necesitamos más experimentos mentales  y más creatividad  –tanto tecnológica  como social– para  evitar la catástrofe  que viene. Quizás un plan elaborado a partir de un concepto como terraformación,  que rescata la imaginación utópica y constructora  de mundos del cosmismo ruso, sea un buen comienzo.

Toni Navarro es filósofo especializado en género y tecnología. Ha prologado los libros Xenofeminismo de Helen Hester y La guerra de deseo y tecnología de Sandy Stone, y ha traducido textos de autoras como Sadie Plant, Judy Wajcman o VNS Matrix para la antología Ciberfeminismo. De VNS Matrix a Laboria Cuboniks.

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NOSTALGIA DE UNA UTOPÍA: QUÉ NOS DEJA EL VAPORWAVE, A 10 AÑOS DE FLORAL SHOPPE, SU OBRA FUNDAMENTAL

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Los “Vaporwave Essentials” (2013): la primera colección publicada anónimamente de grandes éxitos Vaporwave.

Por Mateo Mórtola 

Por algún motivo el Vaporwave nos sigue interpelando. Existen, al día de hoy, miles de papers, artículos periodísticos, notas ensayísticas, videos de YouTube y threads de Reddit recientes, en los que todavía una década después de la publicación de Floral Shoppe, de Macintosh Plus, millennials, gen-xers tardíos y experimentados centennials de todo el mundo siguen discutiendo qué es y de qué se trata el Vaporwave. Este algo —¿género musical? ¿estética visual? ¿tipo de meme?—, que reutiliza el pasado del que ese recorte intergeneracional es originario, y que fue declarado muerto tantas veces, sigue vigente en tanto discurso que inquieta, confunde y provoca.

Vaporwave como género musical 

Adam Harper es un musicólogo y crítico inglés que publicó en la revista Dummy, en 2012 y 2013, dos ensayos clave para entender el Vaporwave: en el primero lo sacó del nicho de los subtemas de Reddit y en el segundo se explayó su —ya entonces— muy comentada muerte. Harper fue descubierto, cuando era un bloggero de 23 años, por Mark Fisher, quien lo invitó y alentó a escribir para Zer0 Books, editorial para la que trabajaba y en la que había publicado la primera edición de Realismo Capitalista. El pensamiento de Fisher está absolutamente integrado en la mirada de Harper; él mismo lo sostiene en una suerte de obituario que escribió para OpenDemocracy. En esa senda, Harper describe al Vaporwave, en el primero de los artículos mencionados, como un género musical aceleracionista.   

En el prólogo de la compilación Aceleracionismo. Estrategias para una transición hacia el poscapitalismo, que reúne trabajos del mismo Fisher, Nick Land, Alex Williams, entre otros y otras, Armen Avanessian y Mauro Reis resumen al aceleracionismo como “la insistencia en que la única respuesta política radical al capitalismo no es protestar, agitar, criticar, ni tampoco esperar su colapso en manos de sus propias contradicciones, sino acelerar sus tendencias al desarraigo, alienantes, descodificantes, abstractivas” (2017, p.9). Aunque la “pertenencia” de Fisher al proyecto aceleracionista es discutible, él mismo aclara en una publicación de su blog k-punk que un punto de contacto entre el aceleracionismo y la cultura es precisamente el concepto de hauntology —la presencia espectral y amenazante del pasado en el presente— que él explora y desarrolla profundamente en sus lecturas críticas sobre la cultura en el contexto del realismo capitalista.

Vaporwave no es solo música: es arte contemporáneo 

En Museología radical, Claire Bishop afirma: “Lo contemporáneo se vuelve menos una cuestión de periodización o discurso que un método o práctica, potencialmente aplicable a todos los períodos históricos” (2018, p.84). La idea de que lo contemporáneo no se defina por “el presente” —¿qué será “el presente”?— sino por una forma determinada de producir y pensar la praxis y la experiencia artística aparece también en autores hoy clásicos como Arthur Danto (lo contemporáneo es el ascenso del arte a su propia reflexión filosófica) y Nicolás Bourriaud (lo contemporáneo es la intersubjetividad: la inscripción de la obra de arte en una red de relaciones y subjetividades, un “momento en la cadena infinita de las contribuciones”).

La cuestión de la intersubjetividad, que Bourriaud desarrolla en Estética relacional y Postproducción, se vuelve fundamental en la práctica artística digital. Como explica Mercedes Bunz en La utopía de la copia, la digitalización vuelve irrelevante el “ajuste a una forma originaria y la unicidad de esa primera forma” (2017, p.17), transformando por completo las relaciones entre original, copia y serie, por un lado, y habilitando al artista contemporáneo –y digital– a producir, como sostiene Bourriaud, como un web surfer que recontextualiza y reinterpreta objetos y discursos en nuevos escenarios, disolviendo las fronteras entre consumo y producción.

Los y las artistas Vaporwave trabajan precisamente de ese modo, apropiándose de discursos y objetos pertenecientes tanto al campo artístico como al del entretenimiento y la tecnología, recontextualizándolos en imágenes, videos y piezas musicales distintas, que producen efectos e interpretaciones nuevas. Hoy que el Vaporwave es una categoría popular en Pinterest, que se vuelve un tópico recurrente en marcas de ropa cool, que se convierte –desde hace tiempo– en estética para accesorios de celulares, y que aparece de diversas formas en diversos discursos comerciales y publicitarios, resulta algo difícil, a primera vista, encontrarle lo aceleracionista, lo hauntológico, es decir, lo crítico, en tanto práctica artística. Para eso hay que mirar atrás, al complejo diálogo entre discurso musical y visual que proponían sus primeras obras.

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El universo discursivo del Vaporwave 

Suele considerarse como primer disco Vaporwave al álbum Chuck Person’s Eccojams Vol.1 de Daniel Lopatin —hoy convertido en un artista relativamente mainstream bajo el alias Oneothrix Point Never—, publicado en 2010. Ese primer disco presenta, tanto en el aspecto musical como visual, muchas de las operaciones retóricas y de las intertextualidades temáticas que el Vaporwave desarrollaría en el tiempo: glitches, repeticiones, videojuegos, cultura pop de los 80 y 90. Basta observar la tapa del mismo, en la que se reutilizan distintos fragmentos del arte de tapa del videojuego Ecco the Dolphin, del Sega Génesis, y escuchar el primer tema del disco titulado descriptivamente A1, en el que Lopatin samplea el último verso del pre-estribillo de un hit internacional, símbolo del easy listening, como Africa de Toto, bajándole el tempo y repitiéndolo hasta el hartazgo. Esa técnica, la de samplear y deformar ralentizando el tempo y glitcheando el audio (ese efecto de “disco rayado”), es conocida como chop and screw; una forma de sampleo introducida a principios de los 90 por raperos del sur de Houston, Texas, liderados por DJ Screw (que, al mismo tiempo, estaba inspirada en el Plunderphonics del revolucionario John Oswald, quien en 1985 ya postulaba al sampler y al tocadiscos como “instrumentos musicales”).

Pero, ¿sobre qué discursividades opera el Vaporwave con sus glitches, loops y chop and screws? Mencionábamos anteriormente los videojuegos y la cultura pop de los 80 y 90. Pero hay más: Muzak —música creada en la época del baby boom occidental para acompañar el acto de consumo en los nuevos y gigantes centros comerciales—, ambient, new age, citypop japonés, arte metafísico, hiperrealismo digital, optimismo tecnocrático, Internet, medios masivos y medios digitales, grandes ciudades. ¿Cómo se une todo esto? Cuando cruzamos las temáticas y los discursos que las obras Vaporwave recuperan con sus operaciones retóricas, las declaraciones de sus artistas (Harper incorpora las voces de algunos de los principales exponentes del Vaporwave en sus ensayos) y la ironía presente en las propias composiciones visuales y musicales (¿cómo no va a ser irónico glitchear y loopear hasta el hartazgo el hurry boy she’s waiting there for you de África? Lo mismo titular un disco REDEFINING THE WORKPLACE –con canciones como UTILIZE YOUR IMPACT o EFFICIENT OFFICE 2K12,– sampleando fragmentos de temas ambient y new age, con el render hiperrealista de una complejo de oficinas como tapa; o reunir en un mismo contexto un busto griego clásico con un skyline cyberpunk enmarcado en una caja de Sega Saturn), no podemos ver una nostalgia inocente, lavada y chata. Lo que vemos es que el Vaporwave busca reflexionar críticamente sobre el consumo en el capitalismo tardío e hiper globalizado, planteando una relación conflictiva con la nostalgia.

“Los y las artistas Vaporwave trabajan  apropiándose de discursos y objetos pertenecientes tanto al campo artístico como al del entretenimiento y la tecnología, recontextualizándolos en imágenes, videos y piezas musicales distintas, que producen efectos e interpretaciones nuevas.”

El conflicto con la nostalgia en el Vaporwave se da en tanto que es ambigua y oscila entre la ironía y la sinceridad. Porque si bien la ironía como recurso retórico es evidente en muchas de sus obras, como señalábamos previamente, también es cierto que los discursos recuperados se relacionan con lo que Simon Reynolds define en Retromanía como “nostalgia reflexiva”: una nostalgia personal que sabe que lo vivido es irrecuperable, que “lejos de querer resucitar una edad dorada perdida, se complace en la neblinosa lejanía del pasado y cultiva las agridulces punzadas de lo conmovedor” (2016, p.31). Los artistas Vaporwave son esencialmente millennials nacidos en Estados Unidos y Europa, pero también en Argentina y en otros países de Latinoamérica, a fines de los 80 y principios de los 90; en ese sentido, cuando esos artistas bucean y re-exponen los discursos hegemónicos de la era del consenso neoliberal, en definitiva, están nutriéndose de una nostalgia sincera por los tiempos de la infancia. Pero, por un lado, esa recuperación nostálgica no se queda en el recuerdo (que sería acrítico) sino que se deforma, se ironiza, se subvierte con el propósito de volverse crítico. Y por otro, sucede también que la apropiación de tales discursos es ambigua en sí misma; el crítico australiano Adam Trainer lo sintetiza en un paper publicado en el journal The Oxford Handbook of Music and Virtuality, de la Universidad de Oxford: “El vaporwave ofrece nostalgia por un sueño que siempre permanecerá fuera de alcance: el mito de la perfección y la satisfacción por medio de la estética capitalista” (2016, p.494).

Floral Shoppe: la obra Vaporwave definitiva 

En el caso de Floral Shoppe, de Macintosh Plus —alias de Ramona Andra Xavier (1992), una productora de Portland que también publicó discos con los seudónimos Vektroid, New Dreams Ltd y PrismCorp Visual Enterprises— que está próximo a cumplir 10 años, podemos resumir la complejidad del juego crítico del Vaporwave.

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Podemos pensar la nostalgia en el Vaporwave, y en Floral Shoppe sucede claramente, en dos instancias: una primera sincera o reflexiva, en términos de Reynolds, y otra irónica que invierte el sentido del discurso recuperado, planteando una distancia crítica. Si vamos al plano visual, observamos la recontextualización de una obra clásica como el busto de Helios en un escenario digital e hipertextual de aires cyberpunk, con un título en caracteres japoneses, ironizando así sobre el estatus del arte y la experiencia artística. Al mismo tiempo, en las otras versiones del arte de tapa, vemos, por un lado, objetos que se vinculan con los videojuegos y el entretenimiento (el marco de la consola Sega Saturn, el logo de Compact Disc, y las anotaciones características de las ediciones japonesas de los álbumes musicales físicos) y, por otro, la misma escultura clásica con el rostro borrado, profundizando aún más –en ambos casos– la inversión irónica.

En lo que respecta a lo musical, Floral Shoppe presenta samples tanto de música pop de los 80 –de bandas y artistas como Sade, Diana Ross y Pages–, como de soundtracks de videojuegos –específicamente el Turok Dinosaur Hunter para PC–, como del ambient de Dancing Fantasy, completamente deformados mediante ralentizaciones, glitches y toneladas de reverberancia. El efecto de las deformaciones sonoras (especialmente cuando operan sobre temas pop reconocibles como en el caso del tema más conocido, リサフランク420 / 現代のコンピュー, o Lisa Frank 420 / Modern Computing, que samplea el hit “It’s your move” de Diana Ross), es inquietante y por momentos perturbador. El crítico estadounidense Grafton Tanner, que publicó en Zer0 Books el libro Babbling Corpse: Vaporwave and the commodification of ghosts, explica que los glitches, loops y chop and screws construyen una idea de mal funcionamiento de la tecnología, y que eso mismo genera la sensación inquietante y perturbadora: cuando la tecnología se rompe —o parece rota— y nos volvemos conscientes de su construcción y su diseño, se vuelve desconocida y deja de ser una extensión incuestionable de nosotros mismos.

“El conflicto con la nostalgia en el Vaporwave se da en tanto que es ambigua y oscila entre la ironía y la sinceridad. Porque si bien la ironía como recurso retórico es evidente en muchas de sus obras, como señalábamos previamente, también es cierto que los discursos recuperados se relacionan con lo que Simon Reynolds define en Retromanía como “nostalgia reflexiva”: una nostalgia personal que sabe que lo vivido es irrecuperable, que “lejos de querer resucitar una edad dorada perdida, se complace en la neblinosa lejanía del pasado y cultiva las agridulces punzadas de lo conmovedor” ”

Así, en Floral Shoppe, al igual que en todas las obras Vaporwave, el discurso del optimismo tecnológico y tecnocrático de fines del S.XX no aparece de un modo obsecuente, sino lo contrario. La deformación y alteración de la aparente nostalgia –reflexiva– de una utopía (el ideal neoliberal de la satisfacción por la estética capitalista, por la tecnología digital, por el mundo hiperconectado, etc.), la desnaturaliza y vuelve extraña; al apropiarse del discurso pro-consumo globalizado de fines del S.XX, y recontextualizarlo mediante operaciones que perturban y alteran su significado original, el Vaporwave, en un juego profundamente hauntológico, convierte al pasado en un fantasma que acecha al presente: expone el fracaso de la utopía tecnocrática y su inevitable destino de convertirse en distopía.

Algunas preguntas finales 

Aunque es cierto que las obras Vaporwave más importantes se produjeron entre 2010 y 2014 y, desde entonces, conforme a su popularización y adopción mainstream –en 2015 MTV hizo un rebranding imitando la estética Vaporwave, por ejemplo–, fue perdiendo ese impulso crítico e intrigante, no me animaría a decir que el Vaporwave murió. ¿Qué significa que un estilo artístico muera? ¿No podríamos interpretar que está vivo como discurso de una época, como signo de una era de masiva democratización digital en las economías occidentales, post crisis del 2008? Hasta podríamos pensarlo, con su ambigüedad entre la ironía y la sinceridad respecto a la nostalgia, como una de las primeras expresiones artísticas inscritas en los postulados del metamodernismo, una corriente crítica que interpreta objetos culturales contemporáneos desde, precisamente, la oscilación entre la ironía y la sinceridad, entre el cinismo posmoderno y el optimismo moderno.

Pero incluso si miramos nuestro presente pandémico/post pandémico y de colonización algorítmica por parte de las GAFA (Google, Apple, Facebook y Amazon): ¿no podría ayudarnos el Vaporwave, con su capacidad de construir mundos alternativos y sus prácticas colaborativas y anónimas, a desarrollar nuevos intersticios digitales, en red, que escapan a la lógica hiperindividualista del like, el alcance y el engagement rate? ¿No nos brindan sus obras herramientas conceptuales para pensar críticamente las falsas promesas de los discursos mainstream promovidos por los poderes mega concentrados? Si el Vaporwave del 2010 al 2014 criticó el optimismo tecnocrático de la sensibilidad futurista de fines del S.XX, ¿no podrían surgir nuevas expresiones Vaporwave que critiquen y deformen el imaginario emprendedor, el branding personal, el capitalismo emocional y la dictadura de la alegría? Tal vez solamente haya que meterse un poco más profundo en la red, quebrar la sugerencia del algoritmo, y descubrir el potencial crítico de un estilo artístico que está mucho más presente de lo que imaginamos. 

Mateo Mórtola nació en Buenos Aires en 1991. Es Licenciado en Comunicación por la Universidad de San Andrés. Actualmente cursa la maestría en Sociología de la Cultura y Análisis Cultural de la UNSAM. Es docente de Comunicación y Literatura en escuela secundaria y de Metodologías de la Investigación en la Universidad de San Andrés. Coordina talleres de escritura en la Escuela de Escritura de Santiago Llach. Desde 2019 edita Revista Aguinaldo, una revista cultural, impresa y semestral. 

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PLANIFICACIÓN ECONÓMICA CONTRA LA CLAUSURA DEL FUTURO

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Fotos: Regina de Miguel

Por Martín Arboleda 

Tras haber sido una de las ideas-fuerza más importantes del siglo pasado, la planificación económica cayó en desgracia en la década de 1980. El auge del neoliberalismo, sumado a la derrota histórica de los socialismos realmente existentes, hicieron de la planificación –tanto en sus vertientes socialistas, como keynesianas y desarrollistas– un paradigma no solamente ineficiente, sino políticamente peligroso. La gobernanza, con su énfasis en la eficiencia y en la gestión (aparentemente) no ideológica, se consolidó como la manera más sensata de administrar recursos escasos en una sociedad. Los movimientos de izquierda, por su parte, también renunciaron al proyecto de los grandes diseños utópicos y normativos, recluyéndose en una política de localismo particularista. Tres décadas después, el avance desenfrenado de la globalización neoliberal –y sus efectos polarizantes y disruptivos – ha carecido de un contrapeso considerable o de una alternativa coherente.

El poder oligárquico, sin embargo, no ha tenido ningún reparo con seguir soñando en grande. Ante el ocaso del mito de un libre mercado que se autorregula de manera eficiente, las élites económicas y políticas no han dudado en recurrir a ambiciosos esquemas de planificación para hacer intervenciones colosales, pero en contra del bien común. Si algo ha dejado en claro la seguidilla de crisis que empezó con el estallido de la burbuja de hipotecas basura en 2008 en los Estados Unidos, y que fue escalando de manera dramática hasta su cúspide en la pandemia global del coronavirus, es el hecho de que la reproducción expandida del capital es un proceso minuciosamente planificado. Rescates multimillonarios a grandes conglomerados económicos en momentos de crisis; redistribución de riqueza hacia arriba a través de complejas tramas de subsidios, concesiones y exenciones tributarias; colusiones y fijación arbitraria de precios por actores económicos oligopólicos; represión militar y policial contra quienes exigen condiciones de vida digna. Como lo sugiere Campbell Jones, cuando la planificación se transforma en el hábitat natural en el que se desenvuelve la economía política del capitalismo, la pregunta entonces deja de ser si se debe planificar o no, sino de qué manera se debe planificar, en beneficio de quién se debe hacerlo, y a quién se debe involucrar en la elaboración de planes.

Adicionalmente, el auge de nuevos movimientos de masas (feministas, antirracistas y por la justicia climática) han propiciado un cambio de sensibilidad política que ya no se limita a meros gestos discursivos y/o contestatarios, sino que aspira a una democratización real del poder. Estas luchas por la democratización, en algunos casos, han ido acompañadas de un ejercicio técnico-institucional encaminado no solamente disputar la producción de riqueza en la sociedad, sino a demostrar que otras formas de producción de la riqueza son posibles. El proyecto del Green New Deal en Estados Unidos, por ejemplo, encarna una apuesta política de masas por enfrentarse a las grandes corporaciones de energías fósiles con el fin de descarbonizar la infraestructura productiva del país, y con ello crear millones de trabajos verdes. La figura del Sistema Nacional Integrado de Cuidados (SNIC), que se originó en Uruguay tras un proceso de movilización social feminista y que posteriormente ha inspirado plataformas electorales en otros países de la región, inaugura una institucionalidad pública que permite visibilizar los trabajos de cuidados y también incorporarlos más orgánicamente en el diseño de nuevos modelos de desarrollo.

Impulsado por este emergente panorama político, el incipiente regreso del debate sobre la planificación ha ofrecido un espacio de apertura para volver a discutir visiones ambiciosas y radicales de futuros postcapitalistas. Así, esta discusión ha permitido un desplazamiento desde los argumentos típicamente especulativos y/o celebratorios sobre las economías alternativas (ya sean solidarias, cooperativas, post-carbono, o no-mercantiles), hacia un examen concreto de su viabilidad económica, su factibilidad técnica, y sus condiciones político-institucionales.

 

 El debate sobre el cálculo socialista. 

Si la idea de la planificación tuviera un mito fundacional, sin duda sería el famoso debate sobre el cálculo socialista de la década de 1930. En este debate, los economistas de la Escuela de Austria –y principalmente Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek – impugnaron la capacidad de una economía planificada para recopilar y calcular toda la información que requiere la gestión eficiente de recursos escasos. Las tecnologías de almacenaje y procesamiento de datos con las que contaban los planificadores del momento, señaló Hayek, simplemente no daban abasto con el universo de transacciones que se da permanentemente en una economía nacional. Por el contrario, Hayek consideró que el libre mercado juega un rol análogo al de una “máquina” o “sistema de telecomunicaciones”, pues permite la transmisión permanente de ‘señales’ sobre costos y condiciones tecnológicas de la producción. En su forma agregada, este sistema de precios constituiría un dispositivo altamente preciso para orientar la toma de decisiones en la sociedad. 

En su momento, economistas socialistas como Oskar Lange, Abba Lerner, y Fred Taylor, aceptaron a regañadientes el argumento sobre la superioridad de cómputo del sistema de precios, y el debate quedó zanjado a favor de la lectura austriaca. Avances recientes en tecnologías de supercomputación, robótica, bioquímica, y de conectividad logística, sin embargo, han generado entusiasmo hacia las posibilidades que hoy en día abriría una economía democráticamente planificada. En un número reciente sobre el retorno de la planificación económica, la revista de teoría crítica South Atlantic Quarterly presenta en su portada un primer plano de un supercomputador de última generación, como los que usualmente se emplean en operaciones altamente complejas de modelación climática, astrofísica, de mecánica cuántica y fisión nuclear, entre otros. Esta imagen, a la vez amenazante y sugerente, vislumbra las inmensas capacidades de cálculo y coordinación que se han desprendido de las iteraciones más recientes del modo de producción capitalista, e insinúa las derivas que podría tomar la relación entre la política y la técnica en el siglo que empieza. 

Así, algunas relecturas contemporáneas del debate del cálculo se han caracterizado por rescatar los futuros perdidos de quienes imaginaron formas de cálculo racional no-monetario. Este tipo de enfoques han explorado el rol que podrían desempeñar métricas como las de bienestar o morbilidad, así como prácticas de intercambio propias de comunidades campesinas y precapitalistas, en el diseño de circuitos económicos alternativos. Otros enfoques han explorado las formas de regulación algorítmica que harían posible las nuevas tecnologías digitales, de blockchain y de plataformas, algunas veces en diálogo con experiencias históricas de planificación cibernética – como la del icónico Proyecto Synco, desarrollado por el gobierno de Salvador Allende en Chile. Libros como People’s Republic of Walmart [República popular de Walmart], de Michal Rozworski y Leigh Phillips, Cibercomunismo, de Paul Cockshott y Maxi Nieto, o Economic Science Fictions [Ciencias ficciones económicas], de William Davies, vuelven al antiguo debate del cálculo con cierto optimismo prometeico de que las infraestructuras tecnológicas de la globalización neoliberal estarían prefigurando un futuro socialista de abundancia material, tiempo libre y autogobierno popular. 

La experiencia histórica, sin embargo, pone de manifiesto el hecho de que la mera apropiación de las tecnologías capitalistas no es suficiente, y que la planificación no se puede reducir a una operación técnica de asignación óptima; la democratización profunda de la sociedad es impensable sin la activación política de las masas populares, y sin un andamiaje institucional que pueda traducir debates valorativos sobre distintos caminos de desarrollo, en instrumentos técnicos de intervención. Desde el marxismo ecológico también se han criticado las ideas de sociedad post-escasez que informan estas nuevas tradiciones de socialismo cibernético o digital, pues tienden a pasar por alto una discusión más seria sobre los límites del planeta para mantener los ritmos y estándares de vida actuales. Otras críticas han cuestionado los supuestos implícitos de control automático del trabajo, la automatización de la política, y la reducción de importantes cuestiones sobre el esfuerzo y la cooperación humana a asuntos meramente matemáticos o actuariales. Una planificación verdaderamente radical y democrática, de acuerdo con Jasper Bernes, se parecería entonces a una planarquía, pues aceptaría y encauzaría el carácter fundamentalmente heterogéneo, autónomo y espontáneo de las motivaciones humanas.

Esquema de planificación económica desarrollado por la socióloga chilena Marta Harnecker en sus Cuadernos de educación popular (Quimantú, 1972).

Centralización y/o descentralización. 

Uno de los aspectos más interesantes del regreso de la planificación al horizonte del pensamiento radical, es quizás el hecho de que ha sido liderado por movimientos de base que cuestionan la rigidez de los protocolos de intervención del pasado, los cuales eran diseñados desde arriba, por expertos –usualmente hombres blancos – que desconocían la realidad de los territorios objeto de intervención. El movimiento internacional del Nuevo Municipalismo, por ejemplo, ha dado origen a una amplia red de “Ciudades sin Miedo” en diversas ciudades del mundo (Valparaíso, Rosario, Barcelona, Zagreb, Preston y Jackson, entre muchas otras), las cuales han posicionado a las administraciones locales como importantes laboratorios de experimentación con formas no-capitalistas de los mercados y las relaciones sociales. El nuevo municipalismo emerge a raíz una nueva sensibilidad que busca llevar a los movimientos sociales al corazón de la política institucional. Una vez en el poder, estas alcaldías rebeldes han implementado agendas de política inspirada en principios mutualistas, feministas, ecosocialistas y cooperativos.

En la práctica, la “política de proximidad” sobre la que se fundamenta el nuevo municipalismo ha servido como una barrera de contención frente al auge del neo-fascismo, pues ha permitido una asignación más precisa de servicios públicos en escenarios de crisis (ya sea climática, de desempleo, desindustrialización, etc.), y ha empoderado la ciudadanía al incorporarla más directamente al proceso de toma de decisiones. Sin embargo, la discusión sobre este movimiento ha carecido de un análisis más matizado sobre la (in)capacidad de la política municipal de controlar el proceso productivo general y de definir trayectorias de desarrollo cuya implementación trascienda las facultades del espacio municipal. Para proponentes del Green New Deal como Thea Riofrancos y Alyssa Battistoni, por ejemplo, la descarbonización radical de una economía nacional requiere de una estrategia diferenciada que articule dos vectores de intervención: desde abajo, políticas de proximidad que emanen desde los espacios municipales para proteger a comunidades vulnerables e incorpore públicos diversos a la toma de decisiones; desde arriba, una política industrial verde que pueda impulsar de manera comprehensiva algunos sectores de la economía –tecnologías limpias, salud, educación, recreación y vivienda – mientras hace decrecer otros –industrias fósiles, policía y fuerzas militares, mercados de capitales.

“Cuando la planificación se transforma en el hábitat natural en el que se desenvuelve la economía política del capitalismo, la pregunta entonces deja de ser si se debe planificar o no, sino de qué manera se debe planificar, en beneficio de quién se debe hacerlo, y a quién se debe involucrar en la elaboración de planes.

Gestionar la operación de una economía nacional hacia algún objetivo específico, sin embargo, no implica necesariamente una planificación centralizada y envolvente. Para Michael Löwy, la discusión en torno a si la planificación debe ser centralizada o descentralizada, desde arriba o desde abajo, pasa por alto lo que sería quizás el aspecto más importante: la capacidad de controlar democráticamente el plan en todos los niveles de su diseño y ejecución (local, nacional, y multilateralmente). Una planificación verdaderamente democrática, de acuerdo con Löwy, sería entonces lo opuesto a una planificación centralizada, pues las decisiones no las tomaría ningún ‘centro’, sino los públicos involucrados. En ese sentido, algunos autores han propuesto enfoques de capas de planificación, en los que distintos niveles de intervención (hogares, lugares de trabajo, economía nacional, comercio internacional) se articulen de manera sinérgica entre sí.

Liberar el pasado para recuperar el futuro 

Muchos de los textos que informaron los grandes debates sobre planificación en el siglo pasado fueron publicados en entornos de catástrofe, como lo fueron las guerras civiles que sucedieron la Revolución Bolchevique en Rusia, la Gran Depresión de la década de 1930, o bien en el marco de los horrores suscitados por la Segunda Guerra Mundial. En algunas ocasiones, la planificación modernista dio origen a complejos episodios de burocratización del poder público, monopolización de los conocimientos expertos, e incluso terror estatal. En otras ocasiones, sin embargo, se materializó en impresionantes infraestructuras físicas y sociales –estadios, parques, proyectos de vivienda social, hospitales, escuelas, etc. – destinadas a expandir las posibilidades de la vida social en direcciones hasta ese momento inimaginables. Volver de manera crítica a estas imágenes históricas no implica una actitud nostálgica o complaciente con los mundos perdidos del socialismo, la socialdemocracia, o el desarrollismo. Articular históricamente el pasado, Walter Benjamin plantea en sus Tesis sobre la filosofía de la historia, “no significa conocerlo como verdaderamente ha sido. Significa apoderarse de un recuerdo tal como este relampaguea en un instante de peligro”.

En América Latina, el proyecto de avanzar hacia una coordinación consciente y planificada de la economía también surgió en momentos de peligro, como el que vivimos actualmente. Los primeros planes quinquenales y sexenales se dieron a fines de la década de 1930 en Brasil, México y Argentina, principalmente con el fin de mitigar los efectos catastróficos que dejó la Gran Depresión. Impulsados desde abajo por los frentes populares y movimientos obrero-campesinos que surgieron en aquel escenario de desmoronamiento económico, estos planes trazarían la trayectoria hacia programas de reconversión productiva, reformas agrarias y construcción de estados bienestar que mejorarían dramáticamente las condiciones de vida de la población. En algunas ocasiones, estos planes incluso terminarían por pulverizar el poder de patrones hacendales, haciendo posible nuevas formas de igualdad social y económica.

“El nuevo municipalismo emerge a raíz una nueva sensibilidad que busca llevar a los movimientos sociales al corazón de la política institucional. Una vez en el poder, estas alcaldías rebeldes han implementado agendas de política inspirada en principios mutualistas, feministas, ecosocialistas y cooperativos.”

Estas intervenciones públicas, a su vez, tuvieron como su correlato una impresionante vanguardia artístico-cultural que se manifestó en fenómenos como el Boom Latinoamericano en la literatura, el movimiento Tropicália de la música y artes plásticas en Brasil, y el brutalismo latinoamericano en la arquitectura, entre otros. Hoy, estas demandas y aspiraciones nos permiten reconectarnos con aquella sensibilidad que el crítico cultural Mark Fisher denominó prometeísmo popular, y que consiste en la aspiración que alguna vez tuvo la clase obrera de crear un mundo que excediera –en términos experienciales, estéticos y políticos – los miserables límites de las relaciones sociales burguesas. Si el prometeísmo popular que describe Fisher llegó a tener algo parecido a un lenguaje técnico que conectara las aspiraciones de los movimientos de base con el tejido de toma de decisiones del Estado, éste sin duda sería el de la planificación.

Este texto es una versión actualizada de un artículo publicado en el primer número impreso de la revista Jacobin América Latina.

Martín Arboleda es profesor de la Escuela de Sociología de la Universidad Diego Portales, en Santiago de Chile. Doctor en Ciencia Política de la Universidad de Manchester, Reino Unido. Sus áreas de investigación son la economía política del capitalismo global, la teoría social crítica, y los estudios agrarios y territoriales. Es autor de los libros Planetary Mine: Territories of Extraction Under Late Capitalism (Verso Books, 2020), y de Gobernar la utopía: sobre la planificación y el poder popular (Caja Negra Editora, 2021). Su trabajo de investigación también ha sido publicado en diversas revistas académicas internacionales, así como en Jacobin Magazine, Harvard Design Magazine, CIPER Chile, y Jacobin América Latina, entre otros.

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IRSE DE LA MESA CON EL MANTEL EN LA MANO, EPISODIO 2: EN LA GRIETAS DE LO POSIBLE

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“El fin de la historia es la pesadilla de la que estoy tratando de despertarme”,  confesaba Mark Fisher en una de las entradas de su ya célebre blog K-Punk. Solo que para ello, para despertar de esa pesadilla, de la vida sin historia, sin futuro, sin tiempo ni  lazos sociales que impone el neoliberalismo, el crítico inglés no se dejó arrastrar por  profecías y se encomendó a un tipo de pensamiento no teleológico en el que la memoria es un arma política de doble filo: sirve tanto para elaborar relatos múltiples del pasado como para constituir un reservorio que permita pensar otras  temporalidades posibles.

En esta denuncia de la “lenta cancelación del futuro”, Fisher se confió también a la  música popular, a la cultura de masas, al cine, al arte y la literatura. Lo hizo a veces  para verter una crítica ideológica devastadora contra la cultura como vehículo de imposición de valores dominantes, pero, con mayor frecuencia, para advertir la  importancia política que alberga y de la que podemos —debemos— aprovecharnos.  Al fin y al cabo, son las imágenes, relatos y sonidos de la cultura los que nos mueven a  soñar de un modo u otro. Tiene por ello sentido que en 2006 dedicase una entrada, en  ese mismo blog, a Le fond de l’air est rouge, una cinta que data de casi treinta años antes, 1977, en la que Chris Marker encadena imágenes de casi todos los movimientos  insurreccionales del siglo XX con el 68 como eje central. “Aunque el film sea,  aparentemente, un catálogo de desilusiones”, escribe Fisher al respecto, “su registro  de una época en la que había desafíos —sin importar lo imperfectos, desorganizados y  contradictorios que fueran— al orden existente, no puede ofrecer algo de inspiración  en estos tiempos mucho más desoladores”.

En el segundo episodio de nuestro podcast, participan la filósofa Ariadna Álvarez Gavela y la investigadora Irene Valle Corpas. Escuchalo acá.  

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DW

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Por Jesús Carrillo 

Mis primeros contactos con la obra de David Wojnarowicz, por seguir el tono confesional del diario, fue a través de dos compatriotas de su misma generación y contexto neoyorkino, hoy también desaparecidos. Al editar los textos del añorado Douglas Crimp en 2004, encontré en la introducción de Melancholy and Moralism la referencia a un artista para mí desconocido hasta entonces. Douglas relataba la falsa antinomia en que habían querido arrinconarle por su defensa de un arte activista frente al SIDA. Según comentara maliciosamente en Artforum el crítico gay David Deitcher, la posición partisana adoptada por ciertos artistas en 1989 suponía desautorizar el valor de las imágenes abiertamente homosexuales, pero aparentemente apolíticas, de David Wojnarowicz. A ello respondía el autor de On the Museum Ruins que a él mismo le encantaba Wojnarowicz y que no se avergonzaba de hacerlo.

Me encontré por fin cara a cara con tales imágenes cuatro años más tarde, en 2008, cuando Cathie Coleman, fundadora y responsable del departamento de fotografía del Museo Reina Sofía, apareció en mi recién ocupado despacho de actividades públicas con una caja en que traía algo que era importante que viera. Se trataba de una edición póstuma de la serie Arthur Rimbaud en Nueva York (1978-79) que el museo acababa de adquirir y que, según ella, tenían un valor singular. Desgraciadamente, Cathie no llegó a ver la exposición que años después dedicara el Reina Sofía a su admirado Wojnarowicz, con dicha serie como elemento protagonista.

Teniendo entre mis manos las imágenes decadentes y románticas en que el artista neoyorkino invocaba el fantasma del artista en fuga entre las ruinas biográficas y arquitectónicas del Lower East side, pude entender que, diez años después, un crítico malintencionado las contrapusiera a los eslóganes reivindicativos utilizados por los miembros de ACT UP; también entendí que Douglas, dotado de una agudísima sensibilidad estética, se negara a aceptar tal oposición.

Que la obra de Wojnarowicz llegara a un museo al otro lado del océano hacía justicia poética al hecho de que su identidad como artista despertara en una infantil visita al MoMA. Los escritos agrupados bajo el acertado título En la sombra del sueño americano, son los diarios de alguien que encuentra en la “vida de artista” la medida desmedida en que inscribir su inconforme subjetividad. Aquella estructura biográfica tejida desde el extrañamiento y la búsqueda de un horizonte inalcanzable había adquirido carta de naturaleza, a la vez que su expresión epigonal, en la literatura y el arte norteamericanos del siglo XX. David, cuya búsqueda/escapada venía propulsada por el desarraigo emocional de una infancia rota en una sociedad en descomposición, aparecía como un sujeto particularmente adecuado para encarnar el mito. Este le daba la oportunidad de plantear ad infinitum la pregunta ¿por qué? ¿por qué?, difiriendo la respuesta a la irreductible experiencia de un individuo en permanente huida de una vida vacía de sentido. El viaje, el encuentro con un otro desconocido, el enamoramiento fugaz, las impresiones de un caótico paisaje humano, la revelación de los sueños e, incluso, la estancia en París, son lugares comunes de este relato maestro que el joven Wojnarowicz vivió y transcribió con vocación, honestidad y talento. 

Puesta de la obra de David Wojnarowicz en el Museo Reina Sofía (2019) 

La selección de los diarios realizada por Amy Scholder da cuenta tanto de un sostenido ejercicio de autoconocimiento como del entrenamiento incansable de quien busca adiestrarse en el arte de transmitir las sensaciones más genuinas; de “reflejar la energía que uno absorbe de la sociedad” y, al hacerlo, aliviar el malestar de sus congéneres “haciendo que se sientan a gusto y renuncien a todo lo terrible que hay en el mundo. Que digan: sí, esto es verdad”. A cambio, como él mismo reconocía a través de la voz uno de sus amantes, esperaba la valoración y el reconocimiento que nunca había sentido de niño. 

Leer los pasajes de estos diarios trae a la memoria las novelas de otro seguidor americano de Jean Genet como Edmund White y nos permite entender hasta qué punto la traducción estética de la disidencia sexual y el consumo de drogas fue el canto de cisne de una poderosa figura del artista, heredero americano de Rimbaud, a punto de quedar enterrado en la fosa común del tardocapitalismo y de la tragedia del SIDA. La generación de los Kerouac, Burroughs y Ginsberg había marcado un camino sin retorno que el joven David Wojnarowicz se disponía a recorrer hasta sus últimas consecuencias, aunque para ello hubiera de iniciar un viaje sin mapas y generar un “velo” protector respecto a sus orígenes.

Los repetidos encuentros sexuales que encontramos relatados en el diario no son simplemente los hitos temáticos de una narración autobiográfica que necesita enunciarse desde el margen y lo abyecto. Antes que eso son para él la única y fugaz evidencia del sentido de la existencia: “En las sensaciones eróticas evocadas por el encuentro con este hombre por los oscuros recovecos del embarcadero (…) me fue dado un indulto en la imposibilidad de vivir mi vida como debería ser, como demandan mis sensibilidades (…) La posibilidad inherente a la imposibilidad”. David defiende a Burroughs de quienes le criticaban por llenar sus relatos de encuentros con jovencitos. Él mismo registra en su diario el rito compulsivo de bajar al muelle en busca de la furtiva iluminación ligada al encuentro sexual, aunque la repetición de cuerpos y escenarios le provocara la melancólica sensación de estar atrapado en un loop sin salida. El hastío y el cansancio derivados de la repetición le impedía, como a un yonki, romper la circularidad del maelstrom que se alimenta vorazmente de toda energía imaginativa y libidinal a su alcance. Como confesara en una ocasión, “bien en lo profundo algunos desearíamos que todo se prendiera fuego liberándonos a todos de las historias pasadas en este embarcadero”.

No encontrará el lector en las intensas páginas del diario de Wojnarowicz una descripción razonada de la sociabilidad gay del Nueva York previo a la pandemia. Más allá de algunas conversaciones con su círculo íntimo y del registro directo de sus encuentros sexo-afectivos, solo encontramos imágenes impresionistas de los muelles y de los bares que eran escenario de sus trayectos vitales. No hay un interés especial por recoger los modos en que la disidencia sexual deja su huella colectiva en la ciudad. Por el contrario, se pregunta “Si estas paredes hablaran ¿Cuál sería el mejor recuerdo que tendrían de mi?” Los personajes que habitan sus calles y sus bares adquieren foco únicamente cuando pasan a ser objeto de su deseo personal. Mientras tanto, las travestis aparecen una y otra vez a modo de elemento ambiental sin dejar nunca el anonimato. De hecho, tampoco refleja los rasgos individuales de quienes le acompañaron de un modo más cercano y sostenido en su vida, como sí lo hiciera de sus amantes o de Peter Hujar, cuya amistad le ayudó a resituar su carrera artística. De Brian o de Tom sabemos poco más que sus nombres.

Del periodo de mayor éxito artístico, la década de los 80, apenas tenemos registros. Demasiado ocupado, dejó de dedicar esfuerzos al diario, según nos informa la editora. Éste retoma toda su intensidad a partir de 1987 coincidiendo con las primeras alusiones al VIH y la enfermedad de Peter Hujar. En ese momento, confiesa David, la esperanza de estar unido con el discurrir del mundo se interrumpe, se frena, confundiéndole y generándole un malestar que ya no le va a abandonar. Desde entonces hasta unos meses antes de su fallecimiento el diario de Wojnarowicz se precipita en una emocionante, escalofriante a veces, reflexión sobre la vida y, ante todo, sobre la muerte. El ejercicio de autoconocimiento y de exploración de emociones adiestrado en su condición de artista iba a verse desbordado, estallando en mil pedazos, ante la enfermedad y la inminencia de la muerte. Si en 1977 se veía “mirándome a mi mismo sentado junto a una ventana abierta” desde donde el mundo aparece “como un gran misterio, un misterio de tierras extranjeras y alientos oceánicos”, en 1990, invirtiendo el punto de vista, querría que esa ventana permitiera que los demás vieran su alma, quién y cómo es verdaderamente. A pesar de ese deseo último de transparencia, se siente a menudo como una ventana rota a punto de desvanecerse, “un cristal humano desapareciendo entre la lluvia mientras muevo mis manos y brazos invisibles y grito mis invisibles palabras”.

El desdoblamiento que le permitía al joven artista verse mirando al infinito, se convierte ahora en desidentificación con el David que llora ante la certeza de la muerte, deseando sustituir dicha certeza con la idea de “desaparecer, montarme en un coche al atardecer y pisar el acelerador, lanzarme hacia lo desconocido y la nada del desierto”. Pero la ficción de escapada ya no alivia, como tampoco lo hace la sensación otrora tan liberadora de ser un extraño: “Jamás podré encontrar lo que busco fuera de mí (…) Me siento como si hubiese llegado de otro mundo y no pudiera hablar el lenguaje adecuado”. Tal sensación se vuelve insoportable una vez se da cuenta de que “ya nadie podrá tocar una parte esencial de mi ser”. El sexo, ahora de pago y sometido a la profilaxis exigida por la posibilidad del contagio, ya no es capaz de conjurar un miedo a la muerte que lo invade todo y para el que confiesa no estar preparado, si es que ese estar preparado significara algo. 

El que tal vez sea uno de los documentos más intensos del deseo de vivir del último tercio del siglo XX se transforma por el SIDA en uno del inconmensurable miedo que provoca la muerte, cuando esta, cruelmente, avanza triturando de manera sistemática los fundamentos de una biografía basada en la consecución de una libertad cifrada en el ilimitado encuentro con los extraños.

Jesús Carrillo. Desde 1997 es profesor en el Departamento de Historia y Teoría del Arte en la Universidad Autónoma de Madrid. Desde 2008 a 2014 dirigió el Departamento de Programas Culturales del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. De 2015 a 2016 fue Director General de Programas y Actividades Culturales del Ayuntamiento de Madrid. Miembro de la Red Conceptualismos del Sur. Entre sus libros destacan, Space invaders. Intervenciones artístico-políticas en un territorio en disputa. Lavapiés (1997-2004) (Madrid: Brumaria, 2018), Arte en la Red (Madrid: Cátedra, 2004), Naturaleza e Imperio (Madrid: 12 calles, 2004) y Tecnología e Imperio (Madrid: Nivola, 2003).

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